Olga Orozco
Botines con lazos, de Vincent van Gogh

¿Son dos extraños fósiles,

emisarios sombríos de una fauna sepultada en un bosque

    de carbón,

que vienen a reclamar un óbolo de luz para sus muertos?

¿Son ídolos de piedra,

cascotes desprendidos del obraje de los más tristes sueños?

¿O son moldes de hierro

para fraguar los pasos a imagen del martirio y a semejanza

    de la penitencia?


Son tus viejos botines, infortunado Vincent,

hechos a la medida de un abismo interior, como

    las ortopedias del exilio;

dos lonjas de tormento curtidas por el betún de la pobreza,

embalsamadas por lloviznas agrias,

con unos lazos sueltos que solamente trenzan el desamparo

    con la soledad,

pero con duros contrafuertes para que sea exiguo

    el juego del destino

para que te acorrale contra el muro la ronda de los cuervos.


Pero son tus botines, perfectos en su género de asilo,

modelos para atar a cada ráfaga de alucinada travesía,

fieles como tu silla, tus ojos y tu Biblia.

Aferrados a ti como zarpas fatales desde las plantas

    hasta los tobillos,

desde Groot Zundert hasta la posada del infierno final,

es inútil que quieran sepultar tus raíces en una casa

    hundida en el rescoldo,

en el barro bruñido, el brillo de las velas y el íntimo

    calor de las patatas,

porque una y otra vez tropiezan con el filo de la mutilación,

porque una y otra vez los aspira hacia arriba la tromba

    que no entienden:

tu fuga de evadido como un vértigo azul, como un cráter

    de fuego.


Botines de trinchera, inermes en la batalla del vendaval

    y el alma:

han girado contigo en todas las vorágines del cielo

y han caído en la trampa de tu hoguera oculta bajo el

    incendio de los campos,

sin encontrar jamás una salida,

por más que pisoteen esas flores fanáticas que zumban

    como abejorros amarillos,

esos soles furiosos que atruenan contra tu oreja,

    tan distante,

perdida como un pálido rehén entre los torbellinos de

    otro mundo.


Botines de tribunal, a tientas en la noche del patíbulo,

sin otro resplandor que unos pobres destellos arrancados

    al pedernal de la locura,

entre los que hay un pájaro abatido en medio de su vuelo:

el extraño, remoto anuncio blanco de una negra sentencia.

Resuenan dando tumbos de ataúd al subir la escalera,

vacilan junto al lecho donde se precipitan vidrios

    de increíbles visiones,

trizado por una bala el árido universo,

y dejan caer a lentas sacudidas el balance de polvo

    tormentoso adherido a sus suelas.


Ahora husmean la manta de hiedra que recubre tu sueño

    junto a Theo,

allá, en el irreversible Auvers-sur-Oise,

y escarban otra tumba entre los andamiajes de la inmensa

    tiniebla.

Son botines de adiós, de siempre y nunca, de hambriento

    funeral:

se buscan en la memoria de tu muerte.


1984