Olga Orozco - La casa

Temible y aguardada como la muerte misma

se levanta la casa.

No será necesario que llamemos con todas nuestras

lágrimas.

Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara.


Porque día tras día

aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta

palidecer

han partido,

y su leve ademán ha despertado una edad sepultada,

todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos,

sin saberlo,

la duración exacta de la vida.


Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra,

reclinados en las altas ventanas

como en un despertar que sólo aguarda la señal convenida

para restituir cada mirada a su propio destino;

y a través de las ramas soñolientas el primer huésped

de la memoria nos saluda:

el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las

lentísimas puertas

como a un arco del aire por el que penetramos a un clima

diferente.


Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha

lo mismo que a un disperso jardín que el viento recupera.

Contemplemos aún los claros aposentos,

las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival,

las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz

como las mariposas de la lejanía,

nuestra imagen fugaz

detenida por siempre en los espejos de implacable destierro,

las flores que murieron por sí solas para rememorar el fulgor

inmortal de la melancolía,

y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro

paso,

ese rumor tan dulce de la hierba;

y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un

instante del mundo;

y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente

de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre el aire.


Nadie pudo ver nunca la incesante morada

donde todo repite nuestros nombres más allá de la tierra.

Mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros

mismos,

por el sólo deseo de volver a vivir, entre el afán del

polvo y la tristeza,

aquello que quisimos.


Nosotros lo sabemos porque a través del resplandor

nocturno

el porvenir se alzó como una nube del último recinto,

el oculto, el vedado,

con nuestra sombra eterna entre la sombra.


Acaso lo sabían ya nuestros corazones.


1946