Anne Sexton
Un pequeño himno sin complicaciones

a Joy

es lo que quise escribir.

¡Hubo tal canción!

Un canto a tus rótulas,

un canto a tus costillas,

—esos árboles delicados que entierran tu corazón—

un canto a tu librero

donde veinte patos de vidrio soplado se alinean en fila veneciana;

un canto a tus elegantes zapatos de tacón,

a tu patineta rojo fuego,

a tus veinte dedos mugrosos,

al tejido rosa que comienzas

y nunca logras terminar,

a tus dibujos hechos con pinturas de agua,

—todos los ángeles haciendo muecas—

un canto a tu risa

que sin cesar se menea en mi sueño como cuchara.


Incluso un canto a tu noche

cuando en la ola calurosa del verano pasado

tu fiebre llegaba a 40, durante dos semanas;

cuando dormías con la cabeza en el alféizar de la ventana,

tu sed resplandeciente y pesada mientras cuchareaba el agua,

a labios secos como viejas gomas de borrar,

tus ojos cerrados a los gusanos aplastados de junio,

los labios moviéndose, murmurando,

enviando cartas hasta las estrellas.

Soñando, soñando;

tu cuerpo un bote

bamboleado por tu vida y mi muerte.


Tus puños enredados como ovillos,

pequeño feto, pequeño caracol,

cargando una rabia, las sobras de una rabia

que no puedo deshacer.


Incluso un canto a tu vuelo

cuando caíste de la casita del árbol del vecino,

cuando creías avanzar sobre el sólido cielo azul,

¿por qué no?, pensaste,

y dejando atrás las tablas simplemente

diste un paso al polvo.


Ah pequeño Ícaro,

mascaste una nube y mordiste el sol

y rodaste, de cabeza

no al mar, sino duro

sobre la dura grava prensada.

Caíste sobre el ojo, caíste de barba.

Qué ojo moro. Qué desmayo

para arrastrarte luego a casa

noqueado humpty-dumpty

hasta mis brazos.


Ah, niña humpty-dumpty,

Alegría te llamé.

Eso por sí mismo es el canto de otro

Y al nombrarte nombré

todo lo que eres...

excepto la zanja

donde te dejé una vez,

como vieja raíz incapaz de aferrarse,

la zanja donde te dejé

mientras navegaba en la locura

sobre los edificios y bajo los paraguas

navegué tres años

y la primera vela

y la segunda vela

y la tercera vela

de tu pastel de cumpleaños se consumieron solas.

Esa zanja que tanto quiero olvidar

y que tú a diario tratas de olvidar.


Incluso en el retrato de tercero

cuando repetiste año

cautiva en tu deseo de no crecer

—esa pequeña cárcel—

incluso aquí mantienes la distancia

con una sonrisa que muere temerosa

al esconder tu diente chueco.

Alegría, te llamo

y sin embargo, aquí mismo, tus ojos

con las persianas medio cerradas a los cañonazos,

sobre tu enorme sabiduría,

sobre los peces azules que nadan rápidos de un lado a otro

sobre calles diferentes y cuartos extraños,

sillas ajenas, comidas ajenas

preguntan: “¿Por qué me encerraron en el sótano?”


Y tengo palabras,

palabras que me siguen los pasos,

palabras para vender, podrías decir,

y tablas de multiplicar y letra cursiva

que no te ocupas de enseñarles a mis dedos

la cuna del gato y la escoba de la bruja.


¡Sí! Doy instrucciones antes de la cena

y abrazos tras la cena y sin embargo esos ojos

lejos, lejos

piden himnos...

sin culpa.


Y puedo decir tan sólo

un pequeño himno sin complicaciones

quería escribir

y tu nombre es lo único que encuentro.

Hubo tal canción,

pero está magullada.

No es mía.


Algún día saltarás a su ritmo

como saltarás lejos del diapasón de esta casa.

¡Será un día feriado, un desfile, una fiesta!

Entonces volarás.

Realmente volarás.

Y luego tú, simplemente, calmadamente,

harás tus propias piedras, tus propios planos,

tu propio sonido.


Quería escribir un poema así,

con tales músicas, con tales acompañamientos de guitarra

en los bordes dentados del sonido intenté

ahuyentar las legiones del ruido;

en el rompeolas intenté

atrapar la estrella que es cada uno de los barcos;

y al cerrar las manos

busqué sus casas

y silencios.


Sólo uno encontré

                      fuiste mía

                      y te presté.

Busco himnos sin complicaciones

pero el amor no los tiene.


Marzo de 1965