Anne Sexton
Aquellos tiempos...

A los seis años

vivía en un cementerio lleno de muñecas,

eludiéndome a mí misma,

a mi cuerpo —el sospechoso

de esta morada grotesca.

Todo el día encerrada en mi cuarto tras rejas,

una celda.

Fui el exilio

sentado todo el día en un nudo.


Hablaré de las pequeñas crueldades de la infancia,

pues soy la tercera,

la última en ser dada

y la última en ser tomada

—de las humillaciones nocturnas cuando mi Madre

me desnudaba,

de la vida del día, encerrada en mi cuarto—

la no deseada, el error

que mi Madre cometió para alejar a mi Padre

del divorcio.

¡Divorcio!

Los amigos del romántico,

románticos que sobrevuelan mapas

de otros países,

caderas y narices y montañas,

hasta la Selva Negra y Asia,

o cautivos en 1928,

el año del yo,

por error,

no por divorcio

sino en su lugar.


El yo que se negó a mamar

en pechos que no podía complacer,

el yo cuyo cuerpo crecía inseguro,

el yo pisando las narices de las muñecas

que no podía romper.

Pienso en las muñecas

tan bien hechas,

tan perfectamente ensambladas

que contra mí estrechaba,

besando sus boquitas imaginarias.

Recuerdo la piel tersa,

de las recién llegadas,

la piel rosada y los serios ojos de porcelana azul;

venían de países misteriosos

sin dolores de parto

bien nacidas en silencio

El closet fue el lugar donde ensayé mi vida,

cuando deseaba ir de visita;

todo el día entre zapatos,

lejos del foco brillando en el techo,

lejos de la cama y de la pesada mesa,

de la misma rosa terrible repitiéndose en las paredes.


No lo ponía en duda.

Me escondí en el closet como quien se esconde en un árbol.

Crecí en él como raíz

y sin embargo fraguaba cada plan de fuga,

creyendo que elevaría mi cuerpo al cielo,

arrastrándolo a cuestas como a una cama enorme.

Y a pesar de ser torpe

tenía la certeza de que llegaría o al menos

subiría como sube un elevador.

Con tales sueños,

almacenando su energía como un toro,

planeaba mi crecimiento y mi feminidad

como quien pone coreografía a una danza.

Sabía que si esperaba entre los zapatos

dejarían de ser de mi tamaño:

los pesados oxford, los toscos rojos para ejecutar,

zapatos que yacían como consortes,

los tenis engrosados por el blanqueador;

y luego los vestidos balanceándose sobre mi cabeza,

siempre encima, vacíos y sensatos

con cintas y olanes,

con cuellos y anchos dobladillos

y malos augurios en los cinturones


Todo el día me sentaba

retacando mi corazón en una caja de zapatos,

rehuyendo la preciosa ventana

como un terrible ojo

por donde tosían los pájaros

encadenados a los árboles erguidos,

rehuyendo el papel tapiz del cuarto

donde una vez y otra las lenguas floreaban

saliendo de los labios como capullos marinos

—y así pasaba el día esperando

que mi madre,

la grande,

llegara a desvestirme por la fuerza.


Yacía silenciosa,

atesorando mi pequeña dignidad.

Sin preguntar acerca de la reja, o del closet.

Sin poner en duda el ritual para acostarme

cuando, sobre el mosaico frío del baño,

me extendían a diario

buscando faltas.


No sabía

que mis huesos,

esos sólidos, esas piezas de escultura

no se astillarían.

Nada sabía de la mujer que sería

ni de la sangre que cada mes

brotaría en mí como una flor exótica,

ni de las niñas,

dos monumentos,

que se abrirían paso entre mis piernas

—dos niñas acalambradas respirando tranquilas,

cada cual dormida en su menuda belleza—.

No sabía que mi vida, al fin,

como camión arrollaría la de mi madre

y que lo único que quedaría

del año en que tuve seis

sería un agujero pequeño en mi corazón, un punto sordo,

para poder oír

más claramente lo nunca dicho

Junio de 1963