Anne Sexton
Niñita, mi ejote, mi dulce mujer

a Linda


Mi hija, a los once

(casi doce), es un jardín.


¡Ah, querida! Nacida en este dulce traje de cumpleaños

habiéndolo conocido y poseído hace tanto,

has de contemplar ahora el arribo del exacto mediodía

—mediodía, es hora fantasma.

Ah, niñita chistosa, bajo el cielo de arándanos,

ésta. ¿Cómo decirte que sé

exactamente lo que sabes, exactamente dónde estás?


No es un lugar ajeno, esta casa extraña

donde tu cara se sienta en mi mano tan llena de distancia,

tan llena de su fiebre inmediata.

El verano se posesionó de ti,

como de mí, al ver en Amalfi el mes pasado

limones del tamaño del globo terráqueo en tu escritorio

—ese mapa miniatura del mundo—

y podría hablar también

de los puestos de hongos del mercado

y de los brotes de ajo engullidos.

O pienso incluso en la huerta de al lado,

donde las bayas maduraron

y las manzanas empiezan a hincharse.

Y una vez, recuerdo, en nuestro primer patio

sembré tantos ejotes amarillos

que nunca pudimos terminarnos.


Ah, niñita,

mi ejote,

¿cómo creces?

Creces así.

No se te puede acabar de comer.


Oigo

como en sueños

las charlas de las viejas

hablando de feminidad.

No recuerdo haber escuchado nada.

Estaba sola.

Aguardaba como un tiro al blanco.


Deja entrar al mediodía

—esa hora de fantasmas.

Los romanos, hace mucho, creyeron

que el mediodía era la hora del fantasma,

yo también puedo creerlo

bajo el sol que sobresalta;

y algún día llegarán a ti,

algún día, hombres de torso desnudo, jóvenes romanos

—a mediodía, cual les cuadra—

con martillos y escaleras

cuando nadie duerme.


Pero antes de que entren

habré dicho,

tus huesos son hermosos,

y antes que sus manos extrañas

estuvo siempre ésta, forjadora.

Ah querida, deja entrar a tu cuerpo,

deja que te ate,

en sosiego.

Lo que quiero decir, Linda,

es que las mujeres nacen dos veces.

Si hubiera podido verte crecer

como una madre maga podría haberlo hecho,

si hubiera podido ver a través de mi mágico vientre transparente,

cuánto madurar hubiera madurado allí dentro:

tu embrión,

tu semilla ganando autonomía,

la vida aplaudiendo en las cabeceras,

huesos en el estanque,

pulgares y dos ojos misteriosos,

la cabeza terriblemente humana,

el corazón brincoteando como cachorro,

los importantes pulmones,

el llegar a ser

—mientras llega a serlo,

como sucede ahora,

un mundo propio,

un sitio delicado.


Saludo

estos temblores y tropezones y estridencias,

esta música, estos brotes,

esta música de locos osos bailarines,

esta azúcar necesaria,

estos ires y venires.


Ah, niñita,

mi ejote,

¿cómo creces?

Creces así.

No se te puede acabar de comer.


Lo que quiero decir, Linda,

es que no hay nada en tu cuerpo que mienta.

Todo lo nuevo te dice la verdad.

Aquí estoy, esa otra persona,

un árbol viejo en el traspatio.

Querida,

párate quieta ante tu puerta,

segura de ti, una piedra blanca, una piedra buena

—tan excepcional como la risa

encenderás el fuego,

¡ese algo nuevo!

Poema dedicado a su hija; 14 de julio de 1964.