Anne Sexton
El tacto

Mi mano estuvo sellada meses

en una caja de estaño. En ella, sólo los barandales

del metro.

Tal vez esté magullada, pensé,

y por eso la encerraron.

Pero al asomarme, la veía quieta.

Puede indicarte qué horas son, pensé,

como un reloj, con sus cinco nudillos

y sus delgadas venas subterráneas.

Yacía tendida como una mujer inconsciente

alimentada por tubos de los que nada sabe.


La mano estaba postrada,

pequeña paloma de madera

que optó por recluirse.

La volteaba, la palma era vieja,

sus líneas finísimas de punto de cruz

hilvanadas a los dedos.

Gorda, suave, ciega en ciertos puntos.

Enteramente vulnerable.


Y todo esto es metáfora.

Una mano común y corriente —deseosa sólo

de tocar algo

que a su vez tocara.

La perra no basta.

Mueve la cola a las ranas del pantano.

No soy mejor que un bulto de alimento para perros.

Es dueña de su hambre.


Mis hermanas no bastan.

Viven en la escuela excepto por los distintivos

y lágrimas que manan como limonada.

Mi padre no basta.

Llega con la casa a cuestas e incluso en las noches

habita la máquina fabricada por mi madre

y bien aceitada por el trabajo, el trabajo.


El problema es

que dejaría congelar mis gestos.

El problema no estaba

ni en la cocina ni en los tulipanes

sino en mi cabeza, mi cabeza.


Luego todo esto se hizo historia.

Tu mano encontró la mía.

La vida se apresuró a mis dedos como un coágulo.

Ay, mi carpintero,

reconstruidos están mis dedos.

Bailan con los tuyos.

Bailan en el desván y en Viena.

Mi mano está viva sobre toda América.

Ni la muerte podría detenerla

—la muerte derramándole la sangre.

Nada podría detenerla, pues éste es el Reino

y el Reino ha llegado.