Anne Sexton
Nochebuena

¡Ah, filoso diamante, madre mía!

No puedo calcular el costo

de tus facetas, tus humores

—ese don que perdí.

Dulce muchacha, mi lecho de muerte,

mi dama de ensortijados dedos,

tu retrato cintiló toda la noche

junto a las luces del árbol.


Tu faz calmada como la luna

sobre el mar amanerado,

presidió la reunión de familia,

los doce nietos

que usabas en la muñeca,

un bebé de tres meses

—cheque gordo que no endosaste—,

un niñito pelirrojo que bailaba el twist,

tus hijas que envejecen, cada cual una esposa,

cada una hablando con la cocinera de la casa,

cada una esquivando tu retrato,

cada una arremedándote la vida.


Después, tras la fiesta,

cuando todos dormían,

me senté apurando el brandy navideño,

mirando tu retrato,

dejando afocar y desafocar el árbol.

Las luces vibraban.

Eran un halo sobre tu frente.

Luego formaron un panal,

azul, amarillo, verde y rojo;

cada una con su jugo, caliente y viva

aguijoneándote el rostro. No te movías.

Seguía mirando, forzándome,

expectante, inextinguible, de treinta y cinco.


Quería que tus ojos cambiaran

como la sombra de dos pájaros pequeños.

Pero no envejecieron.

La sonrisa que me congregó, toda encanto,

toda sabiduría, era invencible.

Hora tras hora miré tu cara

sin poder arrancarle la raíz.

Luego vi al sol chocar contra

tu suéter rojo, tu cuello ajado,

la piel color de rosa-carne mal pintada.

Tú que me arreaste,

te vi tal cual fuiste:

Y pensé en tu cuerpo

como quien piensa en homicidio...


—María, dije entonces,

María, María, perdóname—

y toqué entonces un regalo para el niño,

el último que engendré antes de tu muerte;

y luego toqué mi pecho

y luego toqué el piso

y luego otra vez mi pecho como si,

de algún modo, fuese uno de los tuyos.


24 de diciembre de 1963