Anne Sexton
Huye en tu asno

Ma faim, Anne, Anne

Fuis sur ton âne…

Rimbaud


Ya que no había

adónde huir,

regresé a la escena de los sentidos desquiciados,

regresé anoche a medianoche,

llegué en la noche cerrada de junio

sin equipaje, sin defensas,

entregué las llaves del coche y mi dinero,

quedándome solamente con mi cajetilla de Salem

como niño que se aferra a su juguete.

Me registré donde un desconocido

trazó unas X de tinta

—pues éste es un hospital de locos,

no un juego de niños.


Hoy un interno golpea mis rodillas

buscando reflejos.

En otros tiempos hubiera guiñado y mendigado droga.

Hoy soy terriblemente paciente.

Hoy los cuervos juegan a las cartas

sobre el estetoscopio.


Todos me han abandonado

excepto mi musa,

la buena enfermera.

Se queda en mi mano,

manso ratón blanco.

Las cortinas, delgadas y perezosas

ondean y se agitan y caen

como las faldas victorianas

de mis dos tías solteronas

en su tienda de antigüedades.


Enviaron a las avispas.

Apiñadas en las persianas como arreglos florales.

Avispas, arrastrando sus agudos aguijones,

se apiñan: saben todo;

zumban afuera: la avispa sabe.

Lo escuché de niña

pero, ¿qué quiere decir?

¿Qué sucedió con Jack y Doc y Reegy?

¿Quién recuerda lo que acecha en el corazón del hombre?

¿Qué quería decir la Gran Avispa Verde con aquello de

que sabía?

¿O lo recuerdo mal?

¿O es la Sombra quien me mira desde

el radio, junto a la cama?


Ahora es ¡din! ¡din! ¡din!

mientras en el cuarto de al lado las damas discuten

y se mondan los dientes.

Arriba una muchacha se ovilla como caracol;

en otro cuarto alguien intenta comerse un zapato;

un adolescente, en tanto, con calcetines blancos de tenis

trota de arriba a abajo en el pasillo.

Un doctor nuevo hace la ronda

pregonando tranquilizantes, insulina, shocks

a los no iniciados.


¡Seis años de estas pequeñas cuitas!

¡Seis años yendo y viniendo a este lugar!

¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!

Podría haberle dado dos vueltas al mundo

o haber tenido más hijos —todos hombres.

Fue un viaje largo con días cortos

y sin lugares nuevos.


Aquí,

las mismas caras de siempre,

la misma escena decadente.

El alcohólico llega con sus palos de golf.

La suicida llega con unas cuantas píldoras de más

cosidas al forro del vestido.

Los huéspedes permanentes están sin novedad.

Sus caras pequeñas siguen siendo

las de un bebé con ictericia.

Mientras tanto,

sacaron a mi madre,

como muñeca ajena, envuelta en sábanas,

la mandíbula amarrada y los huecos retacados.

También a mi padre. Se extinguió con la sangre putrefacta

que usó con otras mujeres del Medio Oeste.

Salió curado un viejo alcohólico

los pies torcidos y las manos inútiles.

Salió llamando a su padre

muerto en soledad hace años

—ese banquero gordo que encerraron

con genes suspendidos como dólares

envuelto en su secreto,

bien atado en la camisa de fuerza.


Pero tú, mi doctor, mi partidario,

fuiste mejor que Cristo;

prometiste un mundo nuevo:

decirme quién

era yo.


La mayor parte del tiempo

fui extranjera,

maldita y en trance —esa cabañita,

ese lugar desnudo, azul venoso—

mis ojos cerrados a tu consultorio confuso,

ojos rondando en mi infancia,

ojos recién cortados.

Años de insinuaciones

engarzadas —historia de caso por entregas—

treinta y tres años del mismo incesto insípido

sosteniéndonos a ambos.

Tú, mi analista soltero

sentado en Marborough Street,

compartiendo con tu madre el consultorio

y regalando en Año Nuevo cigarrillos,

el nuevo Dios,

administrador de la Biblia de Gedeón.


Era tu alumna de tercero

con su estrellita azul en la frente.

En trance podía tener cualquier edad,

voz, gesto —todo retrocedía

como reloj de botica.

Despierta, aprendía sueños de memoria.

Los sueños salieron a la arena

como luchadores aficionados

—mala apuesta todos—

hasta podían ganar

pues no había otros.


Los miraba,

concentrándome sobre el precipicio

como quien mira una cantera

muchas millas abajo,

mis manos colgando como ganchos

para extraer los sueños de sus jaulas.

¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!


Una vez,

fuera de tu oficina,

me desplomé con un desmayo pasado de moda

entre los coches estacionados en lugares prohibidos.

Me dejé caer

y fingí estar muerta durante ocho horas.

Pensé que había muerto

en una tormenta de nieve.

Sobre mi cabeza

las cadenas castañeaban como dientes

cavando su paso en la calle nevada.

Yacía

como un abrigo desechado.

Me subiste otra vez,

torpe, tiernamente,

con ayuda de tu secretaria de pelo rojo

y porte de salvavidas.

Mis zapatos,

recuerdo,

se perdieron en la nieve

como si planeara no volver a caminar nunca más.


Eso fue el invierno

en que murió mi madre,

medio enloquecida por la morfina,

reventando, por fin,

como cerda preñada.

Yo fui su soñador mal de ojo.

De hecho,

llevaba en mi bolsa un cuchillo

—el buen L.L.Bean de caza de mi esposo.

No sabía a ciencia cierta si apuñalaría una llanta

o si destriparía un sueño.


Me enseñaste

a creer en los sueños;

así pues, fui dragadora.

Como vieja de dedos artríticos los tomaba

escurriéndoles el agua con cuidado

—dulces juguetes oscuros,

y, misteriosos sobre todo,

antes de volverse débiles y quejumbrosos.

¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!

Soy quien

abrió como cirujano

los tibios párpados

y sacó a las muchachas

a gruñir como peces.


Te conté,

dije

—pero mentía—

que el cuchillo era para mi madre…

y luego la despaché.


Las cortinas se agitan

y se hunden entre los barrotes.

Son mis dos damas flacas

llamadas Blanca y Rosa.

Afuera han podado

los prados como los de una propiedad de Newport.

Más allá, en el campo,

crece algo amarillo.

¿Fue hace un mes o hace un año

que la ambulancia se precipitó como carroza fúnebre

anunciando con su sirena un suicidio

—din, din, din—

silbato nocturno entre semáforos

insistiendo todo el recorrido en pregonar la vida?


He vuelto

pero la locura ya no es lo que solía ser.

¡Ha perdido su chispa!

¡Su inocencia!

El colega-paciente del sombrero de chimenea,

sus chistes fieros, la sonrisa maniaca

—hasta él parece borroso, pequeño y pálido.

He regresado,

reincidente,

sujeta a la pared de mosaico como destapacaños,

presa, como un convicto

tan pobre

que acaba por enamorarse de su celda.


Parada ante esta ventana vieja

me quejo de la sopa,

examino el terreno,

me doy el lujo de la vida desperdiciada.

Pronto levantaré la cara buscando una bandera blanca,

y cuando Dios llegue al fuerte

no escupiré y guardaré silencio ante su dedo.

Lo comeré como a una flor blanca.

¿Es éste el viejo truco, gastarse,

el cráneo que espera sus dosis

de electricidad?


Esto es la locura

salvo por esta especie de hambre.

De qué sirven mis preguntas

en semejante jerarquía de muerte

donde tierra y rocas suenan

¡din! ¡din! ¡din!

No podría llamársele una fiesta.

Es mi estómago lo que me atormenta.

¡Den vuelta, mis hambres!

Aunque sea una vez decidan algo deliberadamente.

Hay cerebros aquí que se pudren

como plátanos ennegrecidos.

Los corazones se han achatado como los platos de la cena.


Anne, Anne,

huye en tu asno,

huye de este triste hotel,

móntate en alguna bestia de pelo,

galopa hacia atrás presionando

tus nalgas en sus flancos,

siéntate de algún modo en su torpe trote.

¡Galopa fuera

de cualquier manera, como quieras!

Aquí todos hablan a su propia boca.

Eso es lo que significa estar loco.

Aquéllos a quienes más amé murieron de eso

—la enfermedad del idiota.

Junio de 1962

Anne Sexton en Vive o muere [1966]

Trad. Elisa Ramírez Castañeda