Cabalgando con Wellington

Cabalgando con Wellington

El experto Emilio Larreina, quizá uno de los vitorianos que más saben de la Batalla, nos guía por los escenarios de la contienda

VÍDEO

Video: Un paseo por los escenarios de la Batalla.

¿Se imaginan qué sintió el general Álava al atisbar su querida Vitoria aquel cruento 21 de junio de 1813? ¿O el pavor de los acaudalados españoles afrancesados cuando sus carruajes, repletos de riquezas, volcaron en plena huida? A apenas dos años y medio del bicentenario de la Batalla de Vitoria, sesenta enamorados de aquel acontecimiento histórico respondieron a la llamada de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País y cumplimentaron una visita por el campo de la contienda. Por unas horas experimentaron las sensaciones de Arthur Wellesley, duque de Wellington y líder del ejército aliado. Comprobaron los fatales errores de bulto de Jose Bonaparte, hermanísimo de Napoleón, y la angustia de su jefe de estado mayor, Jean Baptiste Jourdan, al constatar que la lucha estaba casi perdida de salida.

Con el experto Emilio Larreina (Vitoria, 1944) como excepcional guía, los 'expedicionarios' descubrieron que la mecha prendió en Lapuebla de Arganzón. Junto a la ermita de Santiago permanecen los nombres de los primeros heridos del ejército imperial, conformado por franceses, españoles, alemanes, polacos e italianos. En sus muros grabaron sus nombres a golpe de bayoneta. Grafitis del siglo XIX.

A unos escasos trescientos metros, una reluciente placa recuerda a Francisco de Longa, ex guerrillero al mando de la división ibérica. «Fue un guaperas vizcaíno que se casó con la chica más rica del pueblo y acabó como general», desliza Larreina, posiblemente la persona que más sepa de aquel episodio que cambió la historia europea. ¿Fue para tanto? Supuso el principio del fin de Napoleón. Un punto de inflexión. «Como Stalingrado para Hitler». Hasta Beethoven compuso meses después de la victoria aliada una pieza musical.

'El pelotón de Larreina' subió al cerro de Júndiz, desde donde la plana mayor imperial trató de aplacar la voraz entrada del enemigo. Solo retrasaron lo inevitable unas horas. Aunque en el camino cayeron 8.000 de sus hombres por 5.000 aliados. Eso sin contar las bajas por infecciones en los días siguientes. «¿Dónde están las fosas con los muertos?», se pregunta en voz alta Larreina. Pese a sus esfuerzos y estudios de campo, nunca ha dado con ellas.

Perdidos en Badaya

Donde antes había campos labrados, verjas y bosques, ahora surgen carreteras, una futura cárcel y mucho cemento. Aun así, el espíritu de aquella fecha crucial flota en el ambiente. Wellington diseñó tres puntos de ataque, que debían ser simultáneos. La ausencia de los actuales avances tecnológicos lo impidió. Incluso dos brigadas se perdieron por la Sierra de Badaya. Aquellos hombres no dispararon ni una bala.

Todo lo contrario que las tropas del general Morillo, que las gastaron antes de tiempo en sus escaramuzas por los montes de Vitoria. Como su munición no correspondía con la de sus camaradas británicos, les relevaron medio millar de soldados escoceses. La mayoría murió acribillada en una emboscada.

Los aliados se tomarían cumplida venganza en Subijana de Álava. Situada en un alto, repelieron los ataques franceses hasta en tres ocasiones. De hecho, el único momento en que las tropas de Bonaparte respiraron fue al colocar 76 cañones en Zuazo de Vitoria. Casi de un plumazo se llevaron por delante dos regimientos lusos. «Pobrecitos», suelta Larreina.

Resultó, sin embargo, un espejismo. Incapaz de volar cualquiera de los once puentes de la zona, sin la colaboración del pueblo -que perdió la cosecha de aquel año por la contienda y pasó una hambruna superlativa- y preso de una moral a pie de sótano, el ejército napoleónico fue cayendo cual fichas de dominó.

El resto es historia. Como la entrada del general Álava en Vitoria para blindarla. «¡Cuidaos de los que vienen que son peores que los que se van!», alertó. O la desbandada del convoy imperial. «Portal de Elorriaga era un camino de tierra de seis metros de anchura y embarrado». Una trampa mortal para los carruajes y lo que salvó de la aniquilación a las tropas napoleónicas. Los aliados bajaron los fusiles y se abandonaron al pillaje. Ocurrió hace casi doscientos años. Aquí al lado.