A principios del siglo XX se produjeron una serie de innovaciones novelescas a consecuencia de la visión pesimista de la cultura occidental del momento. Este nuevo concepto rompe con la organización lineal del relato y con el desarrollo lógico de los acontecimientos que se narran; huye del Realismo y de su intento de representar los hechos de manera mimética, en busca de la expresión profunda de la realidad interior. Estos son algunos de sus rasgos característicos:
· Se ahonda en el alma de los protagonistas, que son el "alter ego" de los escritores. No se busca busca reflejar la realidad, sino que se centra en la exposición del mundo interior de un protagonista muchas veces abúlico, incapaz de adaptarse a las circunstancias, marcado por el sentimiento de angustia.
· El argumento pierde relevancia y se convierte en un pretexto para presentar ideas, temas y personajes.
· En algunas obras el narrador se diluye y manifiesta sus ideas, creencias y estados de ánimo a través de la estructura dialogada o monólogica, pero siempre con un estilo sencillo y verosímil.
La primera generación de escritores del siglo XX, aglutinados bajo la denominación de Generación del 98, marcó el camino regenerador de la novela. Se encontraban bajo el influjo modernista de la época, sin embargo, antepusieron las ideas sociales y políticas a las puramente estéticas. La llamada «mentalidad del 98» puede resumirse en las siguientes ideas:
· El influjo de las corrientes irracionalistas europeas (Nietzsche, Schopenhauer...) que se manifiesta a través del pesimismo vital.
· Las preocupaciones existenciales. Los interrogantes sobre el sentido de la vida y el destino del hombre son capitales en todos ellos.
· El tema de España, con el desastre del 98 de fondo. Se denuncian algunos de los males del país: la decadencia, la mediocridad, la ignorancia, el predominio de la religión sobre la ciencia, la deriva política… Todo ello en contraste con un pasado más ilustre.
José Martínez Ruiz, Azorín; figura entre los renovadores del relato. Su novedad radica en que en sus obras se difumina la frontera entre novela y ensayo; pierde importancia el argumento, que parece más un pretexto para hilvanar pinturas de ambientes o para sostener una serie de personajes sensibles, idealistas y meditabundos inmersos en la monotonía y el hastío de una sociedad que no pueden cambiar. En Azorín es recurrente el tema del tiempo y las meditaciones acerca de la fugacidad de las cosas. Su estilo melancólico destaca por la brevedad, la precisión y la claridad, gobernadas por una inmensa riqueza de vocabulario. Entre sus novelas sobresale La voluntad, entre sus ensayos, La ruta de don Quijote y Los pueblos.
La obra de Miguel de Unamuno atiende a dos grandes ejes temáticos: el problema de España y el sentido de la vida humana. Sus personajes abordan las cuestiones de tipo filosófico y existencial que preocupaban al escritor. Su estilo desnudo y su tono reflexivo se manifiestan en la parquedad descriptiva y la importancia que adquieren los diálogos, sin apenas descripciones. Busca la densidad de ideas, no la elegancia. Se trata de un tipo de novela peculiar, a la que Unamuno llamará "nivola". Sus protagonistas se enfrentan a la muerte y la disolución de su personalidad. Entre sus principales obras se hallan Niebla y San Manuel Bueno, mártir.
Pío Baroja proclamó la libertad absoluta para el novelista, por ello en su obra se reflejan asuntos que van desde la reflexión filosófica a la aventura. La invención y la imaginación eran para él las cualidades fundamentales del escritor y en sus obras predominan la acción y la amenidad. Su estilo, dominado por la espontaneidad, se caracteriza por una prosa rápida, con descripciones escuetas, pero que produce una intensa impresión de realidad. La naturalidad se aprecia en la autenticidad de los diálogos, que constituyen la sustancia de muchas de sus novelas. Sus protagonistas suelen ser seres inadaptados, pesimistas y desesperanzados, que fracasan en su lucha vital. Destacan obras como Camino de perfección, La busca y El árbol de la ciencia.
La voluntad describe la lucha interior de un personaje por encontrar una solución vital. Azorín, su protagonista, trata de incorporarse a la vida en un ambiente que le es extraño. Se trata de un hombre que ha roto psicológicamente con cuanto le ligaba a la realidad de sus circunstancias. Y busca desesperada y sinceramente el porqué de su existencia. Así su vida se convierte en crónica de toda una generación española.
Personajes principales: Azorín, Yuste y Justina
La campana tañe pausada. Los fieles llegan; por la empinada cuesta de una calleja, los trazos negros de las devotas arrebujadas en sus flotadoras mantellinas, avanzan, Encorvado, vestido de amarillento gabán de burel recio, un labriego, en el umbral, tira hacia sí de la puerta y desaparece penosamente en la negrura; la puerta torna a girar y rebota con fuerte golpazo sobre el marco. Las manchas negras de los mantos y las pardas manchas de las capas rebullen, se arremolinan, se confunden en el portal; poco a poco se disuelven; aparecen otras; desaparecen. Y la puerta golpea pertinazmente. El viento impetuoso de Marzo barre las calles; el sol ilumina a intervalos las fachadas blancas; pasan nubes redondas. […]
Lentamente, la hora del bochorno va pasando. Las sombras se alargan; la vegetación se esponja voluptuosa; frescas bocanadas orean los árboles. En la lejanía del horizonte el cielo se enciende gradualmente en imperceptible púrpura, en intensos carmines, en deslumbradora escarlata, que inflama la llanura en vivo incendio y sonrosa en lo hondo, por encima de las espaciadas pinceladas negras de una alameda joven, la silueta de la cordillera de Salinas […]
El aire es vivo y transparente. En la lejanía el cielo cobra tonos de verde pálido. El mediodía llega. La mancha gris de los olivos se esclarece; el verde obscuro de los sembrados se torna verde claro: suavemente se disgrega la niebla. Y la cúpula, en la remota hondonada, irradia luminosa como un diamante…
El campo está en silencio. De una casa oculta entre negros olmos surge recta una columna de humo blanco. El minúsculo trazo negro de una yunta se mueve allá en lo hondo lentamente. El sol espejea en las paredes blancas. De cuando en cuando un pájaro trina aleteando voluptuoso en la atmósfera sosegada; cerca, una abeja revolotea en torno a un romero, zumbando leve, zumbando sonora, zumbando persistente. Luego desaparece [...]
Yuste, mientras golpeaba su cajita de plata, ha pensado en las amarguras que afligen a España. Y ha dicho:
—Esto es irremediable, Azorín, si no se cambia todo... Y yo no sé qué es más bochornoso, si la iniquidad de los unos o la mansedumbre de los otros... Yo no soy patriota en el sentido estrecho, mezquino, del patriotismo... en el sentido romano... en el sentido de engrandecer mi patria a costa de las otras patrias... Pero yo que he vivido en nuestra historia, en nuestros héroes, en nuestros clásicos... yo que siento algo indefinible en las callejuelas de Toledo, o ante un retrato del Greco... u oyendo música de Victoria... yo me entristezco, me entristezco ante este rebajamiento, ante esta dispersión dolorosa del espíritu de aquella España... Yo no sé si será un espejismo del tiempo... a veces dudo... pero Cisneros, Teresa de Jesús, Theotocópuli, Berruguete, Hurtado de Mendoza... esos no han vuelto, no vuelven... Y las viejas nacionalidades se van disolviendo... perdiendo todo lo que tienen de pintoresco, trajes, costumbres, literatura, arte... para formar una gran masa humana, uniforme y monótona... Primero es la nivelación en un mismo país; después vendrá la nivelación internacional... Y es preciso... y es inevitable... y es triste. (Una pausa larga.) De la antigua Yecla vieja, ¿qué queda? Ya las pintorescas espeteras colgadas en los zaguanes, van desapareciendo... ya el ramo antiguo, las azucenas y las rosas de hierro forjado se han convertido en un soporte sin valor artístico... Y este soporte fabricado mecánicamente, que viene a sustituir una graciosa obra de forja, es el símbolo del industrialismo inexorable, que se extiende, que lo invade todo, que lo unifica todo, y hace la vida igual en todas partes... Sí, sí, es preciso... y es triste.
De La voluntad
San Manuel Bueno, mártir. Ángela Carballino escribe la historia de don Manuel Bueno, párroco de su pueblecito, Valverde de Lucerna. Múltiples hechos lo muestran como “un santo vivo, de carne y hueso”, un dechado de amor a los hombres, especialmente a los más desgraciados, y entregado a “consolar a los amargados y atediados, y ayudar a todos a bien morir”. Sin embargo, algunos indicios hacen adivinar a Ángela que algo lo tortura interiormente: su actividad desbordante parece encubrir “una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y los oídos de los demás”.
Personajes principales: Manuel Bueno, Ángela y Lázaro
Después de aquel día temblaba yo de encontrarme a solas con Don Manuel, a quien seguía asistiendo en sus piadosos menesteres. Y él pareció percatarse de mi estado íntimo y adivinar la causa. Y cuando al fin me acerqué a él en el tribunal de la penitencia -¿quién era el juez y quién el reo?-, los dos, él y yo, doblamos en silencio la cabeza y nos pusimos a llorar. Y fue él, Don Manuel, quien rompió el tremendo silencio para decirme con voz que parecía salir de una huesa:
-Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?
-Sí creo, padre.
-Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir... Me atreví, y toda temblorosa le dije:
-Pero usted, padre, ¿cree usted?
Vaciló un momento y, reponiéndose, me dijo:
-¡Creo!
-¿Pero en qué, padre, en qué? ¿Cree usted en la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nos morimos del todo?, ¿cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?, ¿cree en la otra vida? El pobre santo sollozaba.
-¡Mira, hija, dejemos eso!
Y ahora, al escribir esta memoria, me digo: ¿Por qué no me engañó?, ¿por qué no me engañó entonces como engañaba a los demás? ¿Por qué se acongojó? ¿Porque no podía engañarse a sí mismo, o porque no podía engañarme? Y quiero creer que se acongojaba porque no podía engañarse para engañarme.
-Y ahora -añadió-, reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida.
Y después de una pausa:
-¿Y por qué no te casas, Angelina?
-Ya sabe usted, padre mío, por qué.
-Pero no, no; tienes que casarte. Entre Lázaro y yo te buscaremos un novio. Porque a ti te conviene casarte para que se te curen esas preocupaciones.
-¿Preocupaciones, Don Manuel?
-Yo sé bien lo que me digo. Y no te acongojes demasiado por los demás, que harto tiene cada cual con tener que responder de sí mismo.
-¡Y que sea usted, Don Manuel, el que me diga eso!, ¡que sea usted el que me aconseje que me case para responder de mí y no acuitarme por los demás!, ¡que sea usted! -Tienes razón, Angelina, no sé ya lo que me digo; no sé ya lo que me digo desde que estoy confesándome contigo. Y sí, sí, hay que vivir, hay que vivir.
Y cuando yo iba a levantarme para salir del templo, me dijo:
-Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me absuelves?
Me sentí como penetrada de un misterioso sacerdocio, y le dije:
-En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.
[…]
Y entonces, serena y tranquilamente, a media voz, me contó una historia que me sumergió en un lago de tristeza. Cómo Don Manuel le había venido trabajando, sobre todo en aquellos paseos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense, para que no escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que se incorporase a la vida religiosa del pueblo, para que fingiese creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas sin intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera.
-Pero ¿es eso posible? -exclamé consternada.
-¡Y tan posible, hermana, y tan posible! Y cuando yo le decía: «¿Pero es usted, usted, el sacerdote, el que me aconseja que finja?», él, balbuciente: «¿Fingir?, ¡fingir no!, ¡eso no es fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo». Y como yo, mirándole a los ojos, le dijese: «¿Y usted celebrando misa ha acabado por creer?», él bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas. Y así es como le arranqué su secreto.
-¡Lázaro! -gemí.
Y en aquel momento pasó por la calle Blasillo el bobo, clamando su: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». Y Lázaro se estremeció creyendo oír la voz de Don Manuel, acaso la de Nuestro Señor Jesucristo.
-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles, y con esto comprendí su santidad; porque es un santo, hermana, todo un santo. No trataba al emprender ganarme para su santa causa -porque es una causa santa, santísima-, arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están encomendados; comprendí que si les engaña así -si es que esto es engaño- no es por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión. Y no me olvidaré jamás del día en que diciéndole yo: «Pero, Don Manuel, la verdad, la verdad ante todo», él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en medio del campo-: «¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella». «¿Y por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?», le dije. Y él: «Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío».
De San Manuel Bueno, mártir
Niebla narra la situación de Augusto Pérez, un joven rico licenciado en Derecho. Hijo único de Madre viuda, a la muerte de su madre no halla qué hacer con su vida hasta que un día, paseando sin rumbo, conoce a una guapa joven pianista, Eugenia Domingo del Arco de la que se enamora o cree enamorarse. A pesar del rechazo inicial, esta termina aceptando el noviazgo con Augusto. Ambos fijan la fecha de la boda, pero Eugenia cambia de planes y Augusto, al quedarse solo, decide visitar a Unamuno. Tras un careo con este, vuelve a su casa y fallece.
Personajes principales: Augusto y Eugenia
Cuando me anunciaron su visita sonreí́ enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastan- te bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increíble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
–¡Parece mentira! –repetía–, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería... No sé si estoy despierto o soñando...
–Ni despierto ni soñando –le contesté.
–No me lo explico... no me lo explico –añadió–; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
–Sí –le dije–, tú –y recalqué este tú con un tono autoritario–, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
–¡No, no te muevas! –le ordené.
–Es que... es que... –balbuceó.
–Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
–¿Cómo? –exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
–Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? –le pregunté.
–Que tenga valor para hacerlo –me contestó.
–No –le dije–, ¡que esté vivo!
–¡Desde luego!
–¡Y tú no estás vivo!
–¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? –y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
–¡No, hombre, no! –le repliqué–. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
–¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! –me suplicó consternado–, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
–Pues bien; la verdad es, querido Augusto –le dije con la más dulce de mis voces–, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
–¿Cómo que no existo? –exclamó.
–No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedose el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira e ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
–Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
–Y ¿qué es lo contrario? –le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
–No sea, mi querido don Miguel –añadió–, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo...
Niebla
El árbol de la ciencia. Andrés Hurtado se define como republicano antiburgués, materialista en la concepción del mundo y entusiasta de Espronceda. Casi todas las circunstancias en las que transcurre su vida le son adversas. Su vida familiar no es demasiado feliz y se lleva mal con su padre. Por el único que siente verdadero aprecio es por su hermano pequeño y por su tío, el doctor Iturrioz.
La carrera de medicina no es demasiado esperanzadora y cuando la termina es destinado a un pueblo típico de costumbres dominadas por la inacción y la rutina. Cada vez se va disgregando más su personalidad. Un último intento de salvación es su boda con Lulú, por quien en un principio tan sólo sentía amistad, que con el tiempo había desembocado en amor. Andrés se renueva y Lulú es feliz. Parece que ya han desaparecido todos los problemas, cuando ella se empeña en tener un hijo. Él la complace, aunque está convencido de que será su perdición. Cuando el niño muere y su mujer también, Andrés no puede soportar más esta vida se suicida.
Personajes principales: Andrés, Luisito, Lulú e Iturrioz
La universidad
Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.
Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil.
Sobre todo, aquella clase de Química de la antigua capilla del Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un prestidigitador.
Los estudiantes le aplaudían, riendo a carcajadas. A veces, en medio de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la gradería los pasos del fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos sentados llevaban el compás golpeando con los pies y con los bastones.
En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo, y fue un problema echarlo.
Había estudiantes descarados que llegaban a las mayores insolencias; gritaban, rebuznaban, interrumpían al profesor. Una de las gracias de estos estudiantes era la de dar un nombre falso cuando se lo preguntaban.
—Usted —decía el profesor señalándole con el dedo, mientras le temblaba la perilla por la cólera—, ¿cómo se llama usted?
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí, señor ¡usted, usted! ¿Cómo se llama usted? —añadía el profesor, mirando la lista.
—Salvador Sánchez.
—Alias Frascuelo —decía alguno, entendido con él.
—Me llamo Salvador Sánchez; no sé a quién le importará que me llame así, y si hay
alguno que le importe, que lo diga —replicaba el estudiante, mirando al sitio de donde había salido la voz y haciéndose el incomodado.
—¡Vaya usted a paseo! —replicaba el otro.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Al corral! —gritaban varias voces.
—Bueno, bueno. Está bien. Váyase usted —decía el profesor, temiendo las consecuencias de estos altercados.
El muchacho se marchaba, y a los pocos días volvía a repetir la gracia, dando como suyo el nombre de algún político célebre o de algún torero.
Andrés Hurtado los primeros días de clase no salía de su asombro. Todo aquello era demasiado absurdo. Él hubiese querido encontrar una disciplina fuerte y al mismo tiempo afectuosa, y se encontraba con una clase grotesca en que los alumnos se burlaban del profesor. Su preparación para la Ciencia no podía ser más desdichada.
[…]
Andrés, su familia y la política
Se sentía aislado de la familia, sin madre, muy solo, y la soledad le hizo reconcentrado y triste. No le gustaba ir a los paseos donde hubiera gente, como a su hermano Pedro; prefería meterse en su cuarto y leer novelas.
Su imaginación galopaba, lo consumía todo de antemano. Haré esto y luego esto — pensaba—. ¿Y después? Y resolvía este después y se le presentaba otro y otro.
Cuando concluyó el bachillerato se decidió a estudiar Medicina sin consultar a nadie. Su padre se lo había indicado muchas veces: Estudia lo que quieras; eso es cosa tuya.
A pesar de decírselo y de recomendárselo el que su hijo siguiese sus inclinaciones sin consultárselo a nadie, interiormente le indignaba.
Don Pedro estaba constantemente predispuesto contra aquel hijo, que él consideraba díscolo y rebelde. Andrés no cedía en lo que estimaba derecho suyo, y se plantaba contra su padre y su hermano mayor con una terquedad violenta y agresiva.
Margarita tenía que intervenir en estas trifulcas, que casi siempre concluían marchándose Andrés a su cuarto o a la calle.
Las discusiones comenzaban por la cosa más insignificante; el desacuerdo entre padre e hijo no necesitaba un motivo especial para manifestarse, era absoluto y completo; cualquier punto que se tocara bastaba para hacer brotar la hostilidad, no se cambiaba entre ellos una palabra amable.
Generalmente el motivo de las discusiones era político; don Pedro se burlaba de los revolucionarios, a quien dirigía todos sus desprecios e invectivas, y Andrés contestaba insultando a la burguesía, a los curas y al ejército.
Don Pedro aseguraba que una persona decente no podía ser más que conservador. En los partidos avanzados tenía que haber necesariamente gentuza, según él.
[…]
Paso por el hospital
Al comenzar el cuarto año se le ocurrió a Julio Aracil asistir a unos cursos de enfermedades venéreas que daba un médico en el Hospital de San Juan de Dios.
Aracil invitó a Montaner y a Hurtado a que le acompañaran; unos meses después iba a haber exámenes de alumnos internos para ingreso en el Hospital General; pensaban presentarse los tres, y no estaba mal el ver enfermos con frecuencia.
La visita en San Juan de Dios fue un nuevo motivo de depresión y melancolía para Hurtado.
Pensaba que por una causa o por otra el mundo le iba presentando su cara más fea.
A los pocos días de frecuentar el hospital, Andrés se inclinaba a creer que el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática. El mundo le parecía una mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente constituía una desgracia, y sólo la felicidad podía venir de la inconsciencia y de la locura. Lamela, sin pensarlo, viviendo con sus ilusiones, tomaba las proporciones de un sabio.
Aracil, Montaner y Hurtado visitaron una sala de mujeres de San Juan de Dios.
Para un hombre excitado e inquieto como Andrés, el espectáculo tenía que ser deprimente. Las enfermas eran de lo más caído y miserable. Ver tanta desdichada sin hogar, abandonada, en una sala negra, en un estercolero humano; comprobar y evidenciar la podredumbre que envenena la vida sexual, le hizo a Andrés una angustiosa impresión.
[…]
Vida con Lulú
Muchas veces se acordaba de lo que decía Fermín Ibarra; de los descubrimientos fáciles que se desprenden de los hechos anteriores sin esfuerzo. ¿Por qué no había experimentadores en España, cuando la experimentación para dar fruto no exigía más que dedicarse a ella? Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo de una rama de ciencia; sobraba también un poco de sol, un poco de ignorancia y bastante de la protección del Santo Padre, que, generalmente, es muy útil para el alma, pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria. Estas ideas, que hacía tiempo le hubieran producido indignación y cólera, ya no le exasperaban.
Andrés se encontraba tan bien, que sentía temores. ¿Podría durar esta vida tranquila? ¿Habría llegado, a fuerza de ensayos, a una existencia no sólo soportable, sino agradable y sensata? Su pesimismo le hacía pensar que la calma no iba a ser duradera. “Algo va a venir el mejor día -pensaba- que va a descomponer este bello equilibrio”. Muchas veces se le figuraba que en su vida había una ventana abierta a un abismo. Asomándose a ella, el vértigo y el horror se apoderaban de su alma. Por cualquier cosa, por cualquier motivo temía que este abismo se abriera de nuevo a sus pies
En verano salían casi todos los días al anochecer.
Al concluir su trabajo, Andrés iba a buscar a Lulú a la tienda, dejaban en el mostrador a la muchacha y se marchaban a corretear por el Canalillo o la Dehesa de Amaniel. Otras noches entraban en los cinematógrafos de Chamberí, y Andrés oía entretenido los comentarios de Lulú, que tenían esa gracia madrileña ingenua y despierta que no se parece en nada a las groserías estúpidas y amaneradas de los especialistas en madrileñismo. [...]
Plan filosófico
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Iturrioz.
—¡Yo! Probablemente tendré que ir a un pueblo de médico.
—Veo que no te hace gracia la perspectiva.
—No; la verdad. A mí hay cosas de la carrera que me gustan; pero la práctica, no.
Si pudiese entrar en un laboratorio de fisiología, creo que trabajaría con entusiasmo. —¡En un laboratorio de fisiología! ¡Si los hubiera en España!
—¡Ah, claro!, si los hubiera.
Además no tengo preparación científica. Se estudia de mala manera.
—En mi tiempo pasaba lo mismo —dijo Iturrioz—. Los profesores no sirven más que para el embrutecimiento metódico de la juventud estudiosa. Es natural. El español todavía no sabe enseñar; es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante. Los profesores no tienen más finalidad que cobrar su sueldo y luego pescar pensiones para pasar el verano.
—Además falta disciplina.
—Y otras muchas cosas. Pero, bueno, ¿tú qué vas a hacer? ¿No te entusiasma visitar?
—No.
—¿Y entonces qué plan tienes?
—¿Plan personal? Ninguno.
—Demonio. ¿Tan pobre estás de proyectos?
—Sí, tengo uno; vivir con el máximum de independencia. En España en general no se paga el trabajo, sino la sumisión. Yo quisiera vivir del trabajo, no del favor.
—Es difícil. ¿Y como plan filosófico? ¿Sigues en tus buceamientos?
—Sí. Yo busco una filosofía que sea primeramente una cosmogonía, una hipótesis racional de la formación del mundo; después, una explicación biológica del origen de la vida y del hombre.
—Dudo mucho que la encuentres. Tú quieres una síntesis que complete la cosmología y la biología; una explicación del Universo físico y moral. ¿No es eso?
—Sí.
—¿Y en dónde has ido a buscar esa síntesis?
—Pues en Kant, y en Schopenhauer sobre todo.
—Mal camino —repuso Iturrioz—; lee a los ingleses; la ciencia en ellos va envuelta en sentido práctico. No leas esos metafísicos alemanes; su filosofía es como un alcohol que emborracha y no alimenta. ¿Conoces el “Leviathan” de Hobbes? Yo te lo prestaré si quieres.
—No; ¿para qué? Después de leer a Kant y a Schopenhauer, esos filósofos franceses e ingleses dan la impresión de carros pesados, que marchan chirriando y levantando polvo.
—Sí, quizá sean menos ágiles de pensamiento que los alemanes; pero en cambio no te alejan de la vida.
—¿Y qué? —replicó Andrés—. Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz a donde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones, sin accidentes, al menos aquí, y creo que en todas partes, y el pensamiento se llena de terrores como compensación a la esterilidad emocional de la existencia.
—Estás perdido —murmuró Iturrioz—. Ese intelectualismo no te puede llevar a nada bueno.
El árbol de la ciencia