Discurso fúnebre

Ayer mataron a un lobo

en la puerta de mi casa.

Con la cabeza vencida

sobre la acera, soñaba;

observaba la bodega

donde peleaba y dormía;

con la pupila vidriosa

miraba pasar el día.

Y los niños de su mundo

hablaban, en voz muy baja,

de su mirada.

Para el resto de la Tierra

allí había un perro muerto,

un perro que en unas horas

estaría descompuesto.

Había que limpiar la acera

de aquella mancha oscura

―para el resto de la tierra

un perro muerto es basura.

Pero los niños jugaban

y volvían a su lado,

siempre callados.

Lobo, yo sí te recuerdo echado al camino,

con el sol curándote el lomo deshecho

de andar a la noche batallando con tus enemigos.

Lobo, yo sí te recuerdo. Yo también sabía

dónde, cómo y cuándo dormías tu sueño.

Para esos asuntos no he crecido mucho todavía.

Cómo no iba a recordarte si estás ahí desde mi niñez,

en un paisaje diferente pero igual,

si a todos nos pasó una vez.

Cómo no iba a recordarte si tu misterio es más feliz

que muchas cosas que tenemos que contar

a costa de una cicatriz

como de un hierro caliente que deja la memoria ardiente,

sin la nobleza de tu muerte y sin un verso con más suerte

que no sea la de maldecir.