Al día siguiente que Chrys tuvo su despertar, Matías y Ramiro aprovechaban un tiempo libre previo a los entrenamientos, para caminar y charlar dentro del perímetro de Inferania. El día soleado comenzaba para todos, aunque unos enormes nubarrones se acercaban, atenuando la luz diurna y presagiando lluvias fuertes. Las calles y bordes internos a su vez, eran utilizados como pistas de entrenamientos en épocas de paz. Así que decenas de ínferas aprovechaban los cientos de metros cuadrados disponibles para trotar y ejercitarse, cruzando a toda velocidad cerca de los amigos. Como era temprano y faltaba poco tiempo para comenzar las prácticas, los colegas compartían sus experiencias, pues el grupo de Belaziel iba más adelantado y la fuerza de sus ínferas se incrementaba día a día.
— ¿Puedes creer que no puedo encontrar la manera Matías? Estoy entre los pocos que quedan por descubrir la partícula. Y a esta altura, he comenzado a dudar sobre mis capacidades. La mayoría ya la están controlando y avanzan en el entrenamiento a pasos agigantados, mientras que yo no ¿Y si Ezequiel se ha equivocado conmigo? No quiero ser una carga ni un retraso para todos —La preocupación en el chico era genuina, se oía en su voz.
—No debes preocuparte tanto. Si lo haces no conseguirás la relajación y concentración que necesitas. Todos eventualmente lo logramos, algunos más temprano, otros más tarde, pero piensa que los últimos luego serán los primeros y si estás aquí es porque tienes algo, los guardianes lo han visto y confían en ti, ya lo lograrás —el joven musculoso, quien se destacaba actualmente por ser uno de los más fuertes de su grupo, intentaba animar a su amigo.
— Si, lo sé Matías, la partícula de...
—No, no es todo eso, me refiero al talento que posees y no usas, presiento que temes desarrollarlo y te bloqueas a ti mismo —Lo interrumpe.
— ¿Insinúas que me saboteo a mí mismo? ¿Cómo puedes saberlo? ¿Y si no tengo lo que hay que tener? ¿Y si Ezequiel se equivocó? ¿Qué sucederá conmigo si no ocurre nada?
—Ramiro, Ezequiel no se equivocó ¿Te has detenido por un momento a escucharte? Tienes tantas dudas, haces tantas preguntas, que no dejas fluir el talento hacia afuera. El errado aquí eres tú, sólo debes tenerte más fe, todo lo que necesitas está dentro tuyo. Te he visto pelear y tu técnica es excelente ¿recuerdas cuándo me habías dicho que no sabías manejar espadas? ¿Qué sucedió? Mírate ahora, fácilmente eres de los más habilidosos de tu grupo. Es más, te confieso algo —Hace una pequeña pausa, traga saliva exageradamente para que su amigo lo note, y le dice —Si tuviera que pelear en contra tuyo, lo pensaría dos veces.
—Matías, sé que quieres animarme, pero no me alcanza, ¿cómo puedo estar entre los mejores de mi clan si no puedo hacer lo primero que se me pidió que hiciera? Debo pasar al siguiente nivel ya, o de lo contrario, seré un lastre en los combates. Peor aún, si no reacciono, tarde o temprano me asesinará un índome.
Mientras los amigos caminaban, un escuadrón conformado por ínferas de un nivel superior al de ellos, se dirigió a las puertas principales y se disponían a salir. Portaban ropas muy diferentes a las que acostumbraban ver en los días normales, todos llevaban pantalones de un tono similar al gris plata. Con robustas botas, protecciones de metal en piernas, antebrazos y esternón de color negro. En la parte superior, llevaban una pesada capa color gris grafito, que los cubrían de cuerpo entero. Estas capas, además, dependiendo cómo le llegaba la luz y los movimientos, irradiaban un brillo azul aterciopelado que les daba gracia y elegancia. Arriba de todo, poseían máscaras para cubrirse hasta la mitad del rostro y abrigarse de las inclemencias del tiempo. Desde arriba, en las torres de vigilancia, los arqueros desviaron su atención hacia adelante y se preparaban para enfrentar cualquier actividad hostil, pero no lograban ver nada, al menos en las cercanías. Entonces, una vez que los vigías les dieron el visto bueno, la docena de soldados se dirigió hasta el último puesto de control dentro del terreno amurallado. Y una vez allí, las enormes hojas de madera fueron abiertas por los porteros de cadena, aquellos ínferas encargados de cuidar las aberturas acorazadas.
Antes que estas terminaran de abrirse, absolutamente todos los guerreros comenzaron a exclamar a viva voz ¡nferás! ¡inferás! ¡inferás!
Sus corazones vibraban al unísono fundidos en gritos aguerridos, dándose valor y coraje, fortaleciendo la unidad del grupo como hermanos, unidos y comprometidos hasta el final. Una vez que terminaron los clamores, procedieron a bajarse las capuchas y cubrirse los rostros, completamente preparados para el combate en el mundo más allá de Inferania. Ramiro y Matías los observaban boquiabiertos, sonriendo de oreja a oreja, maravillados, completamente fascinados como unos niños que admiran a sus héroes más queridos.
—Eso es lo que quiero Mati —murmura, casi jadeando de la emoción.
—Ni que lo digas. Si llegan a gritar ¡inferás! con esa pasión una vez más, te juro que me voy con ellos.
La situación era simple, pero requería de atención por parte de los ínferas en general, dado que siempre estaban a la defensiva. Una hora atrás, los exploradores habían informado sobre movimientos extraños en las cercanías, seguidos por avistamiento de unos pocos centinelas, confirmados por los observadores en las torres. Entonces, los guardianes, dispusieron que un reducido equipo, altamente entrenado de guerreros, salga al exterior con la idea de mantener la seguridad del perímetro. Debían adentrarse en las cercanías del denso bosque que rodea la fortaleza y si llegaban a encontrar índomes, expulsarlos o eliminarlos con fuerza letal.
Los amigos continuaban observándolos embelesados, anhelando y soñando con poder hacer lo mismo algún día como verdaderos guerreros, mientras que caminaron un poco más hasta acercarse a escasos metros de los portones. Allí vieron que los doce ínferas, algunos de ellos conocidos por su destreza a la hora del combate, finalmente desaparecieron entre la maleza, yéndose más y más adentro al punto que ya no se los divisaba. Matías miró hacia arriba, los arqueros de la guardia inferal cubrían a los suyos. Eran personas de un altísimo nivel, confiables e inteligentes, pero la basta vegetación sólo les permitía hacerlo hasta cierto punto.
—Ellos no deberían alejarse tanto —dijo preocupado el joven luchador —Ya no podemos verlos y tampoco están a rango de los arqueros.
— ¿Escuchas eso? —Pregunta, misteriosamente preocupado el joven espadachín.
—No oigo nada Rami.
—Exacto, es silencio. Incluso el viento que trajo estas nubes de tormenta se detuvo, y eso nunca es bueno ¿Sabes por qué salieron?
—No, pero me puedo imaginar. Siempre nos acechan, los centinelas me refiero, son nuestro enemigo y una de las tantas razones para la cual entrenamos Ramiro. Son muy peligrosos para cualquiera de nosotros, incluso cuándo están solos, por eso los guerreros que poseen pleno uso de su partícula, son los enviados a enfrentarlos. El problema es que, al ser más fuertes y grandes que los ínferas, cuándo atacan en grupo son implacables —Las palabras de Matías no sonaban tranquilizadoras para su amigo, aunque este, al no tener experiencia, sólo repetía lo que le había dicho Belaziel, su maestro. Y a grandes rasgos, no era muy distinto a las palabras del propio Ezequiel.
<<Nos encontramos viviendo en un mundo completamente desconocido, y las bestias que los guardianes nos han descrito durante las prácticas, por ahora, sólo habitan en mi mente, dado que jamás he visto alguna>> Pensaba Ramiro. Cuando de pronto, un rugido interrumpió su reflexión. Uno muy fuerte, atemorizante y próximo.
—Están demasiado cerca —Atinó a murmurar Matías. Pero lo más tenebroso sucedió después. Luego de ese sonido pavoroso, muchos otros los siguieron y provenían de todas las direcciones.
—Es una emboscada ¿no lo crees? —Dijo completamente concentrado, mirando fijo el portón. Tenía la cara tensa, los oídos afilados, la frente arrugada — ¿Cuántos serán? puede ser muy peligroso incluso para ellos ¿Matías? ¿Mati?
Ramiro no se había percatado, hasta que se giró hacia su amigo, quien permanecía silencioso, estático y sorprendido al igual que él. Tenía una expresión similar, aunque este, apretaba con fuerza tanto puños como dientes. Arriba de ellos los infers se agrupaban, tensando y apuntando con sus arcos hacia adelante, guiados por los sonidos de las bestias. Sin embargo, el riesgo de disparar a ciegas era altísimo, porque podían lastimar a uno de los suyos intentando atravesar la maleza.
Matías, al igual que todos los demás, escuchaba con atención los inconfundibles e innegables ruidos de una batalla. Una que ya había comenzado y se libraba detrás de los árboles, allí donde el ojo no alcanzaba a ver. No obstante, los oídos sí percibían, permitiendo transmitir y graficar en las mentes más ávidas, la vorágine que se desarrollaba afuera.
—Ramiro no salgas, voy a ayudarlos. No puedo quedarme aquí a esperar que los asesinen, necesitan refuerzos —Mientras el joven advertía a su amigo, otros nuevos sonidos acabaron por destrozar alguna esperanza de que estuvieran bien.
Ahora eran gritos, vociferaciones y maldiciones de los guerreros que peleaban por sus vidas, pero no estaban solos, estos se mezclaban con rugidos y alaridos de animales. Resonaban y rebotaban contra los muros de piedra, tanto, que podían oírse cerca, pero a la vez lejos, por culpa del eco y la frondosidad del bosque. Desesperado, el muchacho de los guantes salió corriendo hacia afuera, dejando a su amigo dentro de Inferania, al mismo tiempo que los gigantescos portones comenzaron a cerrarse. Incluso los arqueros y observadores de las murallas, le gritaban que se detuviera, que se quedara, pero él les hizo caso omiso —No me importa lo que digan, si puedo ayudar, siempre lo haré —exclamó en voz alta, mientras corría.
Matías ya estaba en el exterior e iba a mitad de camino, cuándo una figura apareció entre el follaje. Este era uno de los guerreros que habían salido hace escasos minutos, aparentemente, herido de gravedad, porque rengueaba con dificultad y caminaba a una lentitud desesperante. Tenía el cuerpo cubierto de sangre con múltiples laceraciones, se notaba que sufría de dolor, y a pesar de eso, intentaba huir de algo con verdadero pánico. Había miedo en sus ojos.
En el momento que Matías iba a continuar su carrera hacia el ínfera, se oyó claramente el grueso chasquido de los portones al cerrarse, sin embargo, nunca miró hacia atrás y siguió corriendo. Él sabía las consecuencias que podría enfrentar por su accionar, tanto el castigo o reto de sus superiores, como morir enfrentando la muerte cara a cara a manos de un índome. Cualquiera de las dos opciones lo hacían sonreír como un niño de sólo pensarlo, era extraño, pero se sentía eufórico, ligero y poderoso.
<<Estoy por mi cuenta ahora, debo ayudarlos con todo mi poder>> Se dijo a sí mismo, apretando con fuerza sus puños y buscando valor en su interior. Aunque, el sonido unos pasos detrás de él, hicieron que se volteara a ver quién era.
—Te dije que te quedaras ¡idiota! —exclamó con gran enojo y reproche.
—No puedo dejarte, es muy peligroso para todos —respondió Ramiro una vez que alcanzó a su compañero.
—Es que no lo entiendes, esto no es una práctica, sin tu partícula para protegerte ¡o peor! sin una espada, te van a destrozar —le reprochó Matías.
Antes que los amigos puedan continuar su discusión, un ínfera, muy lejos de ellos, se asomaba de entre la maleza. Era un hombre, uno de los enviados a explorar, los muchachos lo reconocieron, lo habían visto antes de salir junto a los demás. Al verlos, este comenzó a gritar y hacer gestos con uno de los brazos.
— ¡Es una emboscada! —repetía incesantemente, y agregó — ¡Nos están asesinado a todos!
Claramente debilitado, respiraba con dificultad, y debido al esfuerzo por tanto gritar, ya no tenía voz, había quedado afónico. Le temblaban las piernas de manera incontrolable y apenas se mantenía erguido contra un árbol. Lejos había quedado la figura del guerrero imponente que supo ser, porque ahora, se lo veía frágil y sometido. Aunque su honor como guerrero permanecía intacto, era lo que lo impulsaba a seguir, ya que en la mano derecha sujetaba su espada. Un arma blanca que estaba completamente cubierta de sangre, desde abajo en la punta, hasta arriba el hombro de su dueño. Adonde fuera que se mirara, todo era rojo brilloso. A esa distancia que los separaba, alrededor de cincuenta metros, Matías no podía distinguir si la sangre pertenecía al guerrero o eran manchas de un mortal enfrentamiento. Sí pudo ver, que no poseía la capa protectora y sus ropas mostraban múltiples rasgaduras, las cuales dibujaban horribles incisiones en la piel, emanando el tan preciado fluido carmesí.
—Vamos Ramiro, no perdamos tiempo. Si aparece una de esas cosas, quédate detrás de mí, no es una discusión.
Los dos amigos aceleraron para socorrer al camarada, y ya estaban muy cerca de lograrlo. Querían llevar al hombre devuelta a Inferania, pero antes que pudieran alcanzarlo, el terror los detuvo, paralizándoles las piernas y dejándolos sin aliento. Lo que ellos vieron, y el desprevenido combatiente no, era algo que emergió desde el bosque con el sigilo de una sombra. Un animal, una criatura de forma humanoide, más alta y grande que un hombre regular.
Era fuerte e imponentemente aterrador, y en la primera impresión, lo que más asustó a los chicos, fue que algo tan grande, no hiciera ruido al moverse. Luego, por supuesto, los ojos se encargaron de llenar sus cerebros con miedo, transmitiéndoles los detalles físicos más escabrosos del índome. Tenía el cuerpo cubierto por una especie de cuero renegrido y de escaso pelaje. En la parte de atrás, se veía que caía un manto muy similar a las capas que usaban los ínferas en combate, con muchas arrugas y pliegues, mientras que, en las demás partes de su figura, estaba prácticamente pelado. Aunque sí exhibía abundante cabello en el rostro y este disminuía su cantidad mientras bajaba hacia el torso, tanto adelante como atrás. Era deslumbrante y terrorífico para los jóvenes, ver a esa criatura por primera vez, dado que, por su estatura y extrema flaqueza, parecía como si estuviera desnutrido. Pero no debían dejarse llevar por las apariencias, porque debajo de esa curtida piel, había fuertes y fibrosos músculos. Sus brazos y piernas eran desproporcionalmente largos, acabándolos en los extremos, con cuatro dedos y afiladísimas uñas, volviéndolo impresionable a la vista y muy intimidante.
Como el pobre hombre se hallaba debilitado y con los sentidos reducidos, no alcanzó a percatarse del peligro inminente a sus espaldas, más solo atinó a darse vuelta para mirar a la bestia a los ojos. Una bestia que, con la velocidad de un auténtico depredador, sujetó a su víctima elevándolo del suelo, quedando cara a cara e inmovilizándolo de dolor al clavarle sus espeluznantes garras por la espalda, atravesando piel, carnes y músculos. Ramiro quiso gritar para advertirle antes que sucediera eso, pero sólo salió aire de su boca, tenía las cuerdas vocales paralizadas. El guerrero tampoco hizo nada por defenderse, es más, ni siquiera se quejó. Y debido a la presión del estrangulamiento acabó soltando su espada, la cual cayó hasta quedar perdida en el alto pastizal. En lo que respectaba al hombre, inmovilizado e indefenso, apenas si pudo exhalar un gemido agónico mientras era constreñido hasta la muerte.
Los jóvenes amigos, únicos testigos de tamaña tortura, sabían que debían que hacer algo, pero no pudieron. En sus semanas de prácticas, y desde que habían emergido, siempre parecía estar todo bien y la realidad era, bajo la protección de los guardianes, dulce y divertida. Nunca habían experimentado el auténtico peligro del mundo exterior y ahora los golpeaba con cruda violencia. Aunque Matías si tenía una pequeña experiencia, como le había mencionado a su amigo una vez, fue en los terrenos de Inferania y gracias a un ejército que actuó a tiempo, no corrió mayores peligros. Pero ahora era diferente, estaban por su cuenta los dos solos, nadie vendría a socorrerlos, dado que los muros de la ciudadela, estaban muy lejos para brindarles su protección. Ellos debían ser la ayuda, aunque desgraciadamente, ambos guerreros seguían paralizados, impotentes sin poder reaccionar o hablar siquiera. Presenciaban cómo la criatura asesinaba a uno de los suyos a sangre fría, sin titubear o demostrar signos de empatía por el dolor de su presa. No obstante, lo que incrementaba su espanto, y se grabó a fuego en la mente de los ínferas, era que el índome, en una gigantesca demostración de morbo, jamás les quitó la mirada de encima. Ni siquiera cuándo la víctima, agotando sus últimos segundos de vida, se retorcía débilmente y ahogaba con su propia sangre.
El centinela los desafiaba, acechándolos con la mirada, con sus ojos rasgados, alargados con pupilas verticales similares a los gatos. Estos, al igual que sus orejas, eran grandes en proporción al tamaño de su cabeza. La nariz no se quedaba atrás, de apariencia mediana y triangular, se parecía a la de los grandes felinos de la Tierra. Por último, una enorme mandíbula, ligeramente estirada hacia adelante como los mandriles, coronaban su grotesca apariencia de depredador nato. Claramente, era una máquina de matar de otro mundo, porque en la Tierra, sería un superdepredador de su ecosistema.
—Ramiro, necesito que te quedes aquí, no soporto más ver esto —Matías tragó saliva. Se distanció de su amigo dejándolo atrás, y mientras luchaba con sus temores más profundos, se dispuso a socorrerlo de todas formas. Aunque posiblemente, era tarde para la desdichada víctima, quiso hacer algo por él, si importar lo mínima que fuera la posibilidad de rescatarlo.
—¡Suéltalo ya mismo! —ordenó con voz temblorosa, mientras caminaba unos pasos hacia adelante.
El momento del día habría sido de plena luz, pero los oscurísimos nubarrones que cubrían el cielo, salvajes en su accionar, simulaban oscuridad. La temperatura ambiental no fue ajena al momento, y disminuyó drásticamente, trayendo consigo una suave brisa que aumentaba de velocidad, presagiando vientos y truenos. Los cuales, no tardaron en sonar hasta confundirse con los rugidos y gruesa respiración de la bestia.
El índome por supuesto, no liberó su presa y peor aún, lo que hizo a continuación, sorprendió a los pasmados testigos, marcándolos para siempre. Ellos habían pensado erróneamente, que aquella piel colgante desde atrás, era una capa, como la usada por los ínferas, dada su parecido. Sin embargo, esta “tela”, resultaron ser sus alas, las cuales ocultaba en su espalda bajo la apariencia de un manto. Estas, una vez extendidas en toda su envergadura, tenían alrededor de dos metros a cada lado, similares a las vistas en los mamíferos voladores. Aunque Ramiro y Matías apenas pudieron ver los detalles, porque el centinela las cerró envolviendo a su víctima por completo y sofocándolo hasta reventarlo, partiéndole todos los huesos del esternón y la columna en el proceso.
Los jóvenes, hasta antes de presenciar aquel acto, habían tenido esperanzas, ánimos de ayudar y torcer el terrible destino de su camarada. Pero ahora, invadidos por la impotencia, nada pudieron hacer frente al asesinato perpetrado a escasos metros. Tan cerca se encontraban, que ambos escucharon el crujido óseo del desdichado humano y luego de eso, no pudieron moverse ni un paso más, shockeados por la excesiva crudeza y violencia del momento. Eran unos eslabones perdidos, en una oscura cadena de maldad, ya que se encontraban a mitad de camino entre la muerte, la seguridad de Inferania y el bosque. Un lugar terriblemente peligroso, en el que más adentro, allí adonde los ojos no alcanzaban a ver, los oídos cobraban protagonismo. Interpretando los clamores de aquellos que aún daban pelea, luchando por su vida.
Matías reaccionó. Considerando ir en ayuda de los demás, pero tenía dos problemas potenciales que resolver: en primer lugar, debía encargarse de la bestia, cueste lo que cueste. Y en segundo, no podía dejar solo a su amigo sabiendo de sus actuales limitaciones, ya que estas, se volvían las de ambos en realidad. Sin querer, al tener que protegerlo, se debilitaban como equipo.
—Ramiro quédate detrás de mí —le dijo visiblemente exasperado, mientras tomaban distancia de la bestia.
—Todavía no entiendo por qué has salido arriesgándote tanto. Esto no es un entrenamiento, es real, si no puedes cargar la partícula en tu espada no podrás lastimarlos. Ya has visto lo que le ocurrió a ese guerrero, y sé que no lo podías sentir, pero el nivel de las partículas de esos hombres, eran impresionantes. No tienes la menor oportunidad de sobrevivir aquí.
Luego de la advertencia, el joven de los guantes observa por un segundo, apenas de reojo, las manos de su amigo, y sin quitarle la mirada a la bestia le reprocha furioso —¡Ni siquiera traes tu espada!
—No puedo dejarte, ya sé que no la tengo, me da igual, no te dejaré sólo.
La criatura humanoide, al percatarse de la cercanía de los dos ínferas, soltó violentamente a su víctima y les volvió a clavar la mirada. Aunque antes de deshacerse del cuerpo, como si se tratara de un souvenir, le arrancó de un mordisco la oreja izquierda al desafortunado guerrero, masticándola aparatosamente como si fuese un chicle. Prácticamente rumiándola, exhibiendo las fauces cubiertas de sangre durante la mascada. Así hizo, hasta que luego de tragarla, abrió una vez más la boca y soltó un rugido, escupiendo grandes cantidades de saliva ensangrentada. Lo que quedaba del cuerpo se derrumbó en el suelo, sanguinolento y deformado, ya no era más que una bolsa de piel, carnes retorcidas y huesos molidos.
Seguidamente, el centinela agitó sus alas para limpiarlas y luego cerrarlas como habían estado antes, elegantemente ocultas. Esta acción hizo que literalmente, lloviera sangre, manchando los árboles de alrededor y salpicando en todas las direcciones posibles, incluso, a los aborrecidos ínferas. El índome, hambriento y deseoso de más, comenzó a caminar hacia ellos en dos patas, con la espalda ligeramente encorvada hacia adelante. Primero lento, para luego ir acelerando mientras acortaba la distancia con una velocidad increíble.
—¡Vengaremos al hombre que mataste! —Gritó Matías enfurecido.
Luego levantó uno de sus puños y encendió la partícula sin problemas, exhibiéndola hacia la bestia. A pesar de su poca experiencia, pudo lograrlo con cierta facilidad gracias a que la intensidad del momento y las emociones mezcladas, despejaron todo miedo posible, llenándolo de valor y osadía. En cuanto al centinela, este se sintió atraído por el poder y le respondió dando un salto irreal, batiendo las alas para ganar altura y elevarse. De esa manera, agrandó su figura, acortando los últimos metros que los separaba, cayendo sobre el enemigo. Matías se mantuvo firme e inteligente, esperando hasta el último segundo para medirlo, esquivar la arremetida de la bestia y conectar el primer golpe. Un tremendo derechazo, explosivo y preciso, con la clara intención y el poder suficiente como para volar en mil pedazos la quijada de un hombre. Sin embargo, apenas pareció afectarlo, dado lo que había parecido un ataque perfecto, rápidamente se convirtió en un golpe de suerte. Porque al mismo tiempo, el índome le rasgó el antebrazo derecho, utilizando sus garras con tanta violencia, que la sangre del ínfera brotaba a borbotones.
Ambos contrincantes se detuvieron y miraron. En un principio, parecía que el índome no había recibido daño alguno, pero luego de tocar el suelo, e intentar moverse, se lo notó ligeramente atontado. El problema igualmente, lo tenía Matías, ya que no sentía el brazo. Ramiro al ver esto, supo que de esa manera acabarían asesinados como su camarada. Él estaba a unos metros por detrás de su amigo, paralizado, dado que no podía creer la diferencia de tamaño entre ambos, así que debía hacer algo y rápido. Salió corriendo, pasando a toda velocidad por detrás de la criatura y dejando mano a mano a Matías contra este.
— ¡Ramiro! —exclamó — ¡Espera!
El ínfera, inexperto en este tipo de situaciones, no sabía qué hacer para ganar, además, era evidente que el largo de los brazos y piernas, daba demasiada ventaja al centinela, siendo dueño de una velocidad y alcance fantásticos. Matías se sentía pequeño, permanecía alerta y agazapado aguardando el siguiente movimiento. Su brazo derecho, completamente inutilizado para pelear, colgaba apuntando hacia el suelo y se lo sostenía con la mano izquierda, haciendo presión, intentando de contener la hemorragia. Eran cuatro cortes profundos a la altura del bíceps, muy dañinos y punzantes, ardían como cortes de acero caliente, y si dejaba pasar el tiempo, serían mortales.
El índome, alto e imponente, daba la impresión que lo cubría todo con su cuerpo, resaltando aún más la diferencia física, especialmente, cuándo Matías quiso mirar detrás de él, para saber si Ramiro estaba bien, y no pudo. Asimismo, con cada respiración y aire que ingresaba por sus fosas nasales, olía el aroma a sangre impregnada con partícula del chico. Por lo que se le hacía agua la boca pensando en el festín que se daría, meneando la cabeza de lado a lado sabiendo que la herida en el brazo ya estaba hecha. De una u otra manera, tarde o temprano, su presa moriría.
Llegado a ese punto, Matías también lo supo, estaba jugado, llevado al límite. A sus espaldas no había más que espacio libre, pero se sentía acorralado. Sin embargo, frente a él tenía una oportunidad única que la vez anterior no pudo concretar. Por fin se daba el lujo de mirar a la muerte a los ojos, así que decidió lanzar la última ofensiva, el ataque final con la mayor cantidad de partícula que pudiera reunir en su mano izquierda.
La mirada del humano cobró vigor y no le quitó la mirada de encima al índome. Además, la fiereza y la bravura llenaron sus deseos de vivir o morir, los cuales empataban en su corazón, y los demostraba con el fulgor que acumulaba en su puño izquierdo. Al sentir esta inminente carga de energía, el monstruo no tuvo otra opción que retroceder dubitativo, y precisamente cuando iba a hacer ese paso, Matías se le abalanzó con el brazo cargado hacia atrás. Su intención era clara, si toda esa energía concentrada llegaba a tocar al centinela, acabaría rápidamente con el combate. Pero a escasos centímetros de alcanzarlo, el índome consiguió detener el ataque haciendo gala de sus sorprendentes reflejos, sujetándole la muñeca izquierda con su garra derecha.
Antes que el muchacho pudiera reaccionar, el centinela lo levantó en el aire, dejándolo apenas que tocara el suelo con las puntas de los pies, sosteniéndolo de igual forma que había hecho con el otro ínfera. El joven sabía sobre esto, pero no podía hacer nada, estaban demasiado cerca, tanto que le sentía el aliento a carne pútrida que emanaba de las fauces. Su brazo derecho sangraba desgarrado, las piernas no le respondían, estaban pegadas al cuerpo del índome y su brazo izquierdo, el cual aún no perdía su concentración de partícula, era sostenido bien alto por el centinela.
—Suéltame porquería —le dijo mientras contenía las náuseas que le provocaba el olor.
A pesar que la bestia lo oía, nunca le haría caso, y acto seguido, desplegó sus alas, tal cual como había hecho hace unos instantes con el hombre, envolviendo por completo a su presa. Matías sabía lo que vendría a continuación, ya lo había visto, y le hubiera encantado poder actuar con esa experiencia, pero luego de quedar envuelto en la más densa de las penumbras, comenzó a sentir la constricción. El aire se escapaba de sus pulmones rápidamente y no podía hacer nada para evitarlo. Era demasiado fuerte.
Al mismo tiempo que sucedía esto, Ramiro se apresuraba, y temiendo por la suerte de su amigo, fue en busca de la espada que le había pertenecido al desafortunado colega. Increíblemente, este ínfera aún sostenía la empuñadura con firmeza, como si su vida siguiera dependiendo de ello, o la necesitara incluso, después de la muerte.
<< ¡Cuánto valor! Se arrastró como pudo y murió sosteniendo su espada, digno de un guerrero>> Pensó, acongojado ante la cruda y honorable imagen.
Parecía ser una espada medieval de doble filo, de unos setenta y cinco centímetros de largo de color gris acero. La guarda era dorada y ancha, de veinticinco centímetros de largo, acababa en forma de punta triangular y llevaba tallada las letras “INFR” en el centro, de los dos lados. Su puño tenía la suficiente longitud como para manejarla a una o dos manos, de veinticinco centímetros de largo y color negro. Tenía un agarre de dibujo escamoso para que no se resbalara, y acababa con un pomo triangular en punta, similar a los extremos de la guarnición, pero tenía un detalle hermoso y precioso que Ramiro no pudo ignorar, llevaba un corazón tallado con una pequeñita piedra preciosa en el centro, roja, como un zafiro.
—Lo lamento amigo —murmuró con triste empatía, mientras se agachaba y estiraba el brazo.
Con mucho pesar en su consciencia, sabía que no era de él, que quitarle la espada a un muerto podría considerarse deshonroso, pero la necesitaba. La vida de su amigo corría peligro si no hacía algo, hasta que lo más impensado para Ramiro ocurrió, llevándose un susto de muerte. Porque si bien tanto los huesos del brazo, como de la mano del hombre estaban destrozados, no pudo quitársela. Incluso ya desesperado y temiendo por la vida de su Matías, el chico hizo más fuerza tironeando varias veces sin éxito, hasta que, en uno de esos intentos, cuándo volvió a mirar al fallecido ínfera, este giró la cabeza.
El joven se impresionó como jamás en la vida y cayó sentado hacia atrás. Más nunca soltó la mano del hombre, por lo que ambos seguían aferrados al mango de la espada en todo momento. El aprendiz de ínfera sintió ganas de huir, pero le devolvió la mirada al guerrero y notó que, en sus agónicos ojos, había una tenue luz de esperanza. Un brío imposible de describir, el cual emanaba de esas pupilas, transmitiéndole coraje e inéditas ganas por luchar.
<<No lo puedo creer, este hombre está vivo>>
Al mismo tiempo, la hoja de noble acero brillaba con la luz de la partícula de su moribundo dueño, aferrada a la vida, negada a extinguirse. Ramiro sintió esto, y para cuándo el destello en los ojos del guerrero finalmente se apagó, supo en su corazón, que esa partícula había pasado a él. Heredando sus deseos como hombre, como ínfera, ahora la espada era sostenida por una sola mano, la suya. Y el remanente de partícula, la última voluntad del guerrero, permanecía intacta en el acero que sostenía en alto. Por un segundo, la contempló maravillado, dado que la gema en el extremo de la empuñadura emitía luz propia, rebosante de vida al sentir en todo su esplendor la candidez de la partícula de su fallecido portador. Y allí fue como, en ese pequeño lapso, Ramiro anheló tener la propia para ayudar a los demás y evitar estas penosas tragedias.
<<Si hubiera despertado mi partícula antes, este hombre seguiría vivo>> Se lamentó.
Luego, bajó la mirada, apenado. Le dedicó un segundo de silencio, aunque no podía darse el lujo de perder más tiempo, y regresando a la realidad, se enfocó en lo que debía hacer. No estaba solo, en su cuerpo habitaba la voluntad de alguien más, y ahora, la partícula del guerrero comenzó a recorrer sus venas desde el antebrazo derecho, hasta alcanzar su corazón, haciendo que latiera de manera explosiva y galopante.
<<Pero todavía se puede hacer algo. Gracias amigo>>
Matías, quién para esos duros momentos, le resultaba imposible zafarse, comenzaba a sentir los efectos de la hipoxia. Primero su vista se nubló, luego no sentía el olor de la fiera y, por último, dejó de escuchar los rugidos. Incluso sus aguerridos gemidos por liberarse, se habían convertido en tímidas exhalaciones agónicas. Tenía el cuerpo adormecido y sólo sentía su puño izquierdo, aquel en el que residía toda la partícula que le quedaba, así que, en una última demostración de voluntad, logró liberar esa mano. Elevando con lentitud, el brazo por sobre el cuero de las alas del monstruo, con la idea de reventarle la quijada cueste lo que cueste. El índome vio lo que estaba haciendo y aumentó al máximo la presión, tanto, que los músculos y carnes del muchacho comenzaron a crujir, alcanzando finalmente, el umbral de resistencia del ínfera.
Sin embargo, en ese preciso instante que la criatura alcanzaba el límite de fuerza letal, una luz rojiza llegó desde atrás, acompañada por un encarnizado grito de guerra. Este fulgor escarlata lo cubrió todo por un segundo, dejando ciegos a los protagonistas del duelo ante semejante potencia. El índome tenía los ojos cerrados, y al igual que Matías, no pudo ver nada, hasta que el más terrible de los dolores, lo obligó a abrirlos, puesto que sintió algo muy filoso atravesando sus tejidos directamente en el dorso. Era una aflicción punzante, ingresando a la altura de la nuca hasta detenerse en el interior de este y reventando en cientos de pequeñas luces rojas. La bestia rugió embravecida, y el responsable de tamaña sorpresa, era Ramiro, utilizando la espada del ínfera, aquel que había sucumbido entre sus garras. Llegaba en el momento justo, milagrosamente para salvar a su amigo, porque gracias a esta acción, el centinela liberó a su presa, no sin antes, proferir un alarido horroroso.
En cuanto a Matías, sintió que este lo liberaba, y antes de caer al suelo, le propinó el Cross de izquierda que tanto deseaba, causando una explosión de partículas al contactar la piel de su oponente. En su mente había creído que con eso bastaría para firmar la sentencia de la bestia, pero ni con todo su poder había conseguido derrotarle. El índome aún vivo, atontado, y desangrándose a través de la herida de la espada, atinó a darse vuelta para propinarle una patada en el estómago a Ramiro. Quien nada pudo hacer por defenderse, el chico se había quedado estático, atónito sin saber que hacer. Porque a raíz de su falta de experiencia, no salía de su asombro, ya que la increíble bestia, continuaba más fuerte que nunca, como si no la hubiera lastimado en absoluto. Ya había recibido el golpe de Matías, y tenía una espada inferal que le atravesaba el cuerpo, sin embargo, esto no parecía detenerla. Peor aún, se notaba encolerizada, y luego de conectarle una patada destructora, similar en potencia a la que daría un toro, Ramiro no tuvo otra opción que caer arrodillado, ahogado de dolor, tomándose la panza con ambas manos.
En condiciones normales, y superándolo en número, los ínferas entrenados derrotarían sin problemas a un centinela. Apelando principalmente, a la inteligencia, con trabajo en equipo y valentía. No obstante, ambos jóvenes eran inexpertos y acababan de ser neutralizados por un solo espécimen, el cual, lejos de caer abatido por las heridas, se disponía a matarlos a ambos, empezando con Matías.
Al parecer, la espada no le había tocado ningún órgano vital, tampoco sangraba, dado que, al permanecer en su cuerpo, contenía la hemorragia. Entonces, una vez que se recuperó del impacto, y haciendo uso de su indómita bestialidad, se acercó a Ramiro, dispuesto a arrancarle la cabeza. Tomó al novato de sus ropas y lo alzó en el aire con su brazo izquierdo, cerrando a su vez, las garras con fuerza y precisión neumáticas, enterrándolas en el pecho de Ramiro. El joven se retorcía de dolor, lanzaba patadas de desesperación y gritaba, principalmente, porque las heridas causadas por uñas de índome, provocaban gran escozor, similar a escarbar en una lastimadura infectada con alcohol etílico. Matías, quien había permanecido arrodillado en el suelo, elevó la vista y contempló esta aberrante escena, y preso de la angustia por ver a su amigo agonizando, se lanzó contra su enemigo. Desgraciadamente, estaba débil, su partícula no emergía y el golpe que le dio fue tan suave, como una caricia. El centinela, sin descuidar a Ramiro, utilizó el brazo derecho para elevarlo, e hizo lo mismo con Matías. Se aprovechó que este se le había acercado a una velocidad y potencia tan patéticas, que, de haber podido, se hubiera reído a carcajadas.
La imagen era especialmente singular. Un índome en el centro, emulando la letra “Y” griega, con las alas extendidas, acrecentando su imponente físico frente a la débil resistencia humana. Con los brazos estirados, alzados bien arriba y sosteniendo a sus presas inféricas. En sus garras, afiladísimas uñas atravesándoles la piel, transformando cada instante para ellos, en una terrible agonía. Ramiro continuaba retorciéndose, aunque claramente debilitado, sus movimientos se ralentizaban y perdían potencia con el correr de los segundos. Matías, demostrando cierta resistencia superior al dolor, tal vez, porque ya conocía mejor el uso de la partícula, tuvo un breve lapsus de consciencia. Entre tantas señales punzantes, su mente logró aclararse, para forjar un pensamiento nítido.
<<No lo puedo creer. Estamos muriendo. No lo puedo ayudar. Este lugar será nuestra tumba>>
Ese fue el último pensamiento del joven luchador, porque no se movía más. El mínimo oxígeno que llegaba a sus pulmones se perdía en el camino, apagando lentamente su cerebro, sin lograr su objetivo primordial, de la misma manera que se difuminaba su espíritu de lucha. Ramiro colgaba inerte, con los ojos cerrados y la boca abierta, a punto de quedar inconsciente, aunque todavía le quedaban algunos reflejos, aferrándose con mínima fuerza a la muñeca del índome. Matías miraba al cielo con la vista borrosa y las pupilas dilatadas, aún despierto, lloraba de vergüenza por su accionar, herido en su orgullo de gravedad, tanto física como mentalmente. Supo, además, que haber arrastrado a su amigo a pelear, ignorando las advertencias de los guardianes, les estaba causando la muerte a ambos. Finalmente, su partícula se apagaba, se agotaba, entonces, la bestia al sentir que ya no existía ningún tipo de resistencia, rugió triunfante. También estaba agotada por el enfrentamiento, había sufrido grandes heridas y tenía hambre. Una espada atravesaba su cuerpo a la mitad y la única manera de regenerar los tejidos, era alimentándose de la carne que contuviera alta concentración de partícula, como la que tenía a mano, la de los ínferas. Se los iba a comer a los dos, decidiéndose primero, por arrancarle la cabeza a Ramiro, ya que este le había atacado a traición por la espalda, y a diferencia de Matías, todavía mostraba signos de pelea en el movimiento de sus pies.
Lo olfateó con ganas y se dispuso a comerlo, abriendo las fauces en toda su extensión, dejando caer largos y pegajosos hilos de baba rojizos. Si Ramiro hubiera estado despierto, habría sentido el olor a carne humana en su aliento. Pero antes de lograr su cometido, cuándo ya le había envuelto el cuello entre sus mandíbulas, resuelto a dar el mordisco, un fortuito evento para los agonizantes ínferas, lo interrumpió antes de dar el golpe fatal. Se escuchó un silbido en el ambiente, sutil, como un objeto liviano que surcaba el aire a gran velocidad, y luego, sobrevino el impacto. Esta vez era el índome el que abría grandes los ojos, porque sintió perfectamente, que algo con punta rompía los huesos y atravesaba los tejidos de su cráneo. No era una espada o una mano, esta vez, era una flecha ardiente, cubierta en su totalidad por una flama de color verde mar. Llegó sorpresivamente, para alojarse en la cabeza de la criatura, ingresando por uno de sus ojos y deteniéndose antes de salir por detrás. De haber sido un poco más arriba, o un poco más abajo, un segundo menos, o un segundo más tarde, este proyectil, habría matado a Ramiro también.
Pero no fue así, el tiro había sido ejecutado con precisión quirúrgica, con la fuerza y partícula necesaria como para lograr su cometido sin bajas indeseadas. En efecto, así fue, la bestia cayó inmóvil hacia adelante, soltando a los muchachos y desplomándose sobre su cuerpo sin vida. La sentencia había sido dictaminada, una flecha jueza y ejecutora, acababa con la amenaza indómica. El duelo, había terminado, uno murió, dos se salvaron, gracias a que al no tener las yugulares comprimidas, el preciado oxígeno volvió a correr por las vías respiratorias de los amigos, quienes recobraron la consciencia. Tosieron rasposamente y con claros signos de dolor, pero el aire volvía fresco a sus pulmones otra vez, dotándolos de sus cinco sentidos nuevamente.
Matías continuaba tosiendo, de rodillas en el suelo —Rami ¿Qué hiciste? ¿Cómo nos salvaste?
—Te equivocas —contesta Ramiro con voz grave —si no pude hacer nada, creí que habías sido tú.