Ramiro aún iba por detrás y muy de cerca, siendo el primero en percatarse que el ómnibus comenzaba a encerrar a un automóvil exactamente, a la altura del centro del transporte. Empujándolo peligrosamente contra el pequeño muro de contención y división del puente.
El muchacho comenzó a notar la molestia de los rayos del sol de frente y el peligro de la maniobra, por lo que quiso advertirle, tocando con su pulgar izquierdo, el botón de la bocina. La hizo sonar varias veces, haciendo énfasis en su desesperación al ser testigo de un accidente de tránsito y no poder evitarlo. Asimismo, el conductor de la vieja camioneta, notando el movimiento temerario del micro, entró en pánico, y en vez de advertirle con sonidos también, pisó con fuerza el pedal del freno y volanteó hacia la derecha. Disminuyendo en apenas una fracción de segundo, su velocidad, colocándose detrás del colectivo, apenas a escasos centímetros de impactar de frente contra la cola y el paragolpes de este. En un principio, la velocidad de reflejos del hombre, le habían permitido esquivar a la mole de metal a tiempo, pero detrás venía Ramiro, demasiado cerca para reaccionar, demasiado tarde como para esquivar. No había caminos ni carriles disponibles, el joven tenía una pick up de cuarenta años de antigüedad a la izquierda y todo un abismo a la derecha, por lo que acabó encerrado contra el guardarrail. Una primera gran acción a simple vista, por parte del conductor de la camioneta, conllevó una tremenda desgracia para el chico, ya que no tuvo la menor oportunidad de escapar.
Existe un dicho entre los conductores, dice que el paragolpes de una motocicleta es el cuerpo humano. Y esta vez, no hubo diferencias, la ley se cumplió, con creces.
Fue embestido, como debía ser. Una moto de ciento cincuenta kilos, endeble a los golpes y a perder el equilibrio, era sometida a una fuerza extrema desde la izquierda. Porque mil quinientos kilos de metal, combustible y plásticos, a más de sesenta kilómetros por hora, aplicaban la ley del más fuerte en el frágil motociclista. Tibia y peroné izquierdas, se destrozaron al ser aplastadas contra el motor. Haciendo contacto máquina, carne y metal, cobrando inmediatamente protagonismo el guardarrail, al cortar y cercenar la pierna derecha de Ramiro. Fue tan rápido que en ese momento no lo sintió, pero de entender que ya no tenía piernas, se hubiera angustiado mucho. Ni siquiera llegó notar que no podía accionar el freno de atrás, porque luego de perder su extremidad, a la milésima siguiente, la embestida daba sus frutos, arrojándolo seis metros hacia abajo, junto a la motocicleta y sus pertenencias. Hombre de dieciocho años y máquina, probaban en carne propia, la sensación de la gravedad en su máxima expresión.
Los adjetivos son tantos y variados, que los elogios en algún momento se acabarían. La gravedad como fuerza es real, violenta y fría, pero para nada egocéntrica, le gusta compartir sus sensaciones con todos por igual. Es tan personal como única y mortal, que no se avergüenza ante la adulación de nadie, no lo necesita, simplemente es y ya. Estas características, podría decirse, son similares y las comparte con otras entidades que ya hemos mencionado, como son la vida y la muerte. Quienes, a la hora de actuar y aparecer, tampoco se sonrojan.
Ramiro apretó el freno delantero con su mano derecha y no lo soltó, depositando sus esperanzas en las manos, como un acto reflejo por evitar la velocidad de la caída, como si detener la rueda delantera de la moto frenara aquel momento de terror. Pero no fue así.
El colectivo estaba cayendo también, unos metros más adelante, mientras que su cuerpo iba por detrás, compartiendo el mismo trágico final. Sin embargo, en algún instante de ese descenso, acabó por soltar, dejando de ver lo que pasaba al frente y comenzó a girar hacia adelante, adoptando una forma vertical. Probablemente, al ser sometido a las leyes de la física en la tierra, porque una vez que el casco golpeó contra el suelo, se comprobaron todas esas reglas. Cayó de forma vertical, debido a la carga del casco y la cabeza, con todo el peso de su humanidad sobre las cervicales, comprimiendo de forma espantosa, súbitamente, todas y cada una de las vértebras que componen la columna vertebral, estallando, destrozando huesos, nervios y discos por igual.
Luego rodó, Ramiro seguía consciente y sentía que estaba dentro de una centrifugadora. Las fuerzas del impacto mientras su humanidad giraba descontroladamente, provocaron que gritara dentro del casco, era algo inevitable. Quiso aferrarse a sí mismo, comprimirse, hacerse una bola, adoptando posición fetal, como un reflejo primitivo de proteger sus partes vitales. Pero sus extremidades volaban en todas las direcciones y se sacudían como si fuesen de un muñeco de trapo, ligeras como una hoja en el viento, pesadas como plomo para la mente.
Una vez terminado de girar, quedó tendido boca arriba, sus ojos abiertos, contemplaban el mundo al revés, dado vuelta, como una irónica analogía de su condición actual y todo lo que estaba sucediendo. No veía la moto por ninguna parte, increíblemente, lo primero que pensó fue en cuánto iba a tener que trabajar para pagársela a su hermano. En su campo visual, Ramiro veía que al frente, a unos metros, el colectivo permanecía de forma vertical. Era un espectáculo sorprendente ver que no se caía ni perdía el equilibrio, a pesar de estar comprimido desde el frente hasta la mitad y destrozado en gran parte con todos los vidrios estallados. Hablando de espectacularidades, la muerte no se guardó nada y fue más allá con su creatividad, ya que pintó un cuadro bellísimo, digno de ser gravado a fuego en las retinas de todos los testigos.
Cuerpos humanos desmembrados y partes blandas, brotaban de las ventanas cual gusanos. Estos se movían, convulsionaban y retorcían como larvas de mosca, emergiendo de un pedazo de carne putrefacto: el colectivo.
Para el chico, era lo único que el visor del casco le permitía ver, porque si bien estaba hecho añicos, aún quedaba un largo pedazo al frente. Quiso emitir sonido, pero no pudo. Quiso abrir la boca para respirar mejor, pero tenía sabor a tierra, polvo y sangre, formado una pasta asquerosa en su paladar. Lo que ocurrió, fue que se había mordido la lengua mientras gritaba, cortándola con los dientes varias veces. Tantas, que casi se la mutila, por lo que estaba adormecida y pesada.
Lo mismo con el cuerpo, no reaccionaba a sus órdenes. Tuvo miedo de moverse y de cerrar los ojos, tampoco podía saber cuánto tiempo transcurrió allí tendido en la acera, pero escuchaba gritos de gente aterrorizada, pidiendo ayuda entre llantos y maldiciones. Todo era confusión, todo se mezclaba con las bocinas y las sirenas. No sabía si eran bomberos, policía o ambulancia, no pudo distinguirlos y eso fue lo último que escuchó antes de dormirse. Sabía que debía permanecer consciente, el griterío de las personas agonizando y empaladas entre los fierros deberían ayudarlo a mantenerse despierto. Similar a escuchar una horrible canción, obligado a escuchar un sonido desagradable, pero no pudo evitarlo. Tenía mucho sueño, los párpados le pedían por favor cerrarse, no podía mover el cuello y le costaba respirar. Además, lo poco que sentía de su cuerpo, estaba adolorido, era como si cientos de personas le hubieran caminado encima al mismo tiempo, jamás en la vida había experimentado tanto dolor y cansancio.
— ¿Sueño muchacho? —Una voz ronca y espesa atravesó el aire, interponiéndose a los gritos, corridas y sirenas.
Ramiro lo escuchó fuerte y claro, como si lo tuviera al lado del oído, pero se oyó más nítido, como si estuviera en su cabeza. Tenía una voz ronca pero agradable, sonaba de la misma manera, como cuándo alguien te ofrece fuego amistosamente.
Luego abrió los ojos. No podía verlo bien, por supuesto el seguía de cabeza, pero esa persona que le hablaba estaba parada frente a él y a contraluz, proyectándole sombra. Por lo que solamente podía apreciar una figura negra. De estatura mediana, espalda encorvada, parecía llevar un bastón.
—¡Ah! Mira eso, se han quebrado. Tienes todos los huesos del brazo y la mano rotos. Y aun así te las arreglas para intentar de moverlo. Aunque no te entiendo ¿qué me señalas?
Sonaba contento, altanero y afable, y si bien se mostraba receptivo con el pobre muchacho, en el fondo era muy peligroso. Se hacía el tonto para pasarla bien, sabía perfectamente por qué y para qué estaba ahí. Podía saber, además, lo que sentía Ramiro en su corazón.
En efecto, el chico insistía. A pesar de estar de cabeza, podía ver que, entre toda esa masa de cuerpos apresados en el micro, sobresalía Matías. Lo estaba viendo, allí, entre los hierros doblados y las decenas de vidrios atravesándole su humanidad. Justamente, por una de aquellas ventanas, se asomaba el cuerpo de Matías, aunque sólo el torso, con los dos brazos colgando y la cabeza dada vuelta. Ramiro le veía perfectamente el rostro, tenía los ojos abiertos, opacos, mirando a la nada misma, cubierto por sangre y vidrios astillados. Los más pequeños le adornaban la cara como lo haría una galletita con chispas de chocolate, pero había algo más. Un pedazo de metal del ómnibus con forma de rayo y puntas por doquier, le ingresaba por el cachete derecho. Era espantoso, le mutilaba el rostro provocándole daños posiblemente, irreparables. El chico se desesperaba al verlo, incluso de cabeza y completamente quebrado, insistía en moverse para ayudar, o que alguien salvara a su amigo.
El viejo lo observó con cierta incredulidad mientras seguía la línea imaginaria que Ramiro trazaba y marcaba con los dedos, apuntando con los ojos hacia el transporte accidentado.
—Si, lo veo, pobre chico. Lo reconozco, fue el que me ha ayudado a bajar hace un ratito. Es una lástima ¿no lo crees? —El jubilado hace una pausa, suspira, luego se gira y agacha lentamente apoyándose sobre su rodilla izquierda, utilizando el bastón como soporte mientras desciende para seguir hablando con Ramiro. Un poco más de cerca, prácticamente cara a cara.
El joven, a pesar de su gravísima condición, comprendía lo que estaba sucediendo. A pesar de lo que estaba pasando, a pesar de la terrible tortura que experimentaba al respirar, debido a sus costillas quebradas. A pesar que comenzaría a ahogarse con su propia sangre en cualquier momento y le faltaba el aire, derramaba enormes lágrimas de dolor por su amigo. Estas colmaban sus ojos y le mojaban la frente mientras descendían.
—No podemos hacer nada por él ¿por qué mejor no te preocupas por ti eh? Dime ¿qué deseas?
Ramiro dejó caer su mano y cabeza contra la tierra. Los había logrado levantar dos centímetros del ras del suelo y ya era una acción titánica. Con ese mismo esfuerzo, agotó finalmente todas sus fuerzas. Sólo restaba un poco para los ojos, intensos, más vivos que nunca, brillosos, bravos y aferrados a la vida.
—Si, vamos, muéstrame de lo que eres capaz, muéstrame lo que deseas en lo más profundo, cuándo el hombre por fin, enseña su verdadero yo. Me encanta este momento porque ahora sabrás y me dirás, de qué estás hecho ¿qué es lo que quiere tu corazón?
Las seductoras palabras del viejo llegaban a los oídos del muchacho, pero en forma de eco, porque sus sentidos lo abandonaban finalmente. Lo último que atinó a hacer, fue mirar fijamente a Matías, pensaba en él, pensaba en sus infancias juntos, en las promesas que se habían hecho de pequeños para estar unidos, fuertes y mantener su amistad por siempre. Tal cual como habían venido haciendo hasta ahora. También pensaba en su mamá, tenía muy fresco el recuerdo de la mañana, su charla y lo que habían visto en la tele, los mates, los consejos, el abrazo, las historias de la doctora Erica. Ramiro no era tonto ni ignorante, una parte de él sabía que estaba agonizando, pero su mente parecía negarse, sus pensamientos se manifestaban a la velocidad de la luz. Todo era confuso y extraño, siendo este, un claro ejemplo sobre el misterioso accionar del cerebro en momentos desesperados. Incluso sabía, que ese tipo, podría ser una alucinación, una manifestación de su agonizante mente, el cual soñaba despierto, delirando por las heridas del choque. Entonces ¿por qué no habría de pedirle un deseo? Una última voluntad basada en sus últimos pensamientos.
—Veré qué puedo hacer —murmuró el viejo, al tiempo que se ponía de pie, y alejaba del lugar de los hechos ¿Acaso había entendido sus sentimientos?
Finalmente, Ramiro cerró los ojos. Ya no veía ni escuchaba nada. Sus oídos también se apagaron, el resto fue oscuridad y silencio.
—Columna comprometida, cervicales y costillas destrozadas. No lo entiendo ¿cómo puede ser que alguien sobreviva a esto? En mis años de servicio, jamás vi un cuerpo tan mutilado con vida. Es un milagro, tiene mucha suerte de seguir con vida. Es un guerrero, hagamos todo por mantenerlo así.
—Apenas podemos tenerlo estable, necesitamos llegar a urgencias ya mismo y hacer más pruebas para conocer el alcance de los daños. Yo tampoco puedo creer que siga respirando, tiene neumotórax grado tres.
Ramiro escuchaba voces a su alrededor, hablaban rápido. Una sirena constante y estridente no le permitía escuchar todas las palabras, aunque fue mejor así, se hubiera aterrado. Su cerebro consciente se había reactivado súbitamente y funcionaba con normalidad. Hasta percibía el movimiento de la ambulancia junto a las manos de la doctora y el enfermero luchando por que viva, aunque desgraciadamente era un rehén, encontrándose encerrado y cautivo en un cuerpo inoperante e inválido.
<< ¿Que están diciendo? Mis ojos, no puedo abrir los ojos. Tampoco puedo moverme ¡¿De qué hablan? ¿Son médicos? ¿Qué está sucediéndome?>> Pensaba afligidamente, preso de la desesperación.
— ¡María! Pulso errático ¡Se nos va! ¡Lo perdemos!
<<No puede ser, no puedo moverme ¿Qué sucede?>>
— ¡Cris! ¡Rápido! ¡Ayúdame con esto!
El cuerpo de Ramiro colapsaba una vez más y lentamente su consciencia se dormía de nuevo, sin saber el verdadero alcance que tuvo tal accidente y cómo este repercutió en su cuerpo.
Finalmente, la ambulancia llegaba al hospital, sus sirenas hacían eco en los muros anunciando que llevaba en su interior al único testigo, al que aparentemente era el único sobreviviente de la tragedia. El equipo de paramédicos había logrado su misión de mantenerlo vivo hasta ingresar a la sala de urgencias, no obstante, el joven ignoraba por completo que los médicos del Hospital Magdalena V. de Martínez, tenían una durísima batalla por delante. El desafío estaba en el aire, la parca había dado el primer cachetazo exigiendo una satisfacción, por lo que estos profesionales, tenían la obligación de levantar el guante y contestar. Ellos iban a usar todos sus conocimientos y años de estudios, como si fueran armas, para batirse a duelo con la muerte misma. Su único objetivo era triunfar, llevando la bandera de la vida como estandarte ante las inclemencias de las enfermedades y las dolencias de todos los días.
—Nadie me da una respuesta clara ¿Por qué no pueden ayudar a mi hijo? Lleva meses postrado —La voz familiar de una mujer consigue despertar la consciencia de Ramiro, sacándolo de su letargo.
<< ¿Meses? Yo conozco esa voz ¿Mama eres tú? Puedo escucharte>>
En efecto, era la madre de Ramiro, y no estaba sola, su voz se oía un poco más lejos, hablaba con alguien en el umbral de la puerta de la habitación del hospital. Ella acompañaba fielmente a su hijo todos los días, su esperanza y fe en la pronta recuperación de su hijo no conocía límites. Su voz sonaba firme, como la de una persona que sabe exactamente lo que quiere y con gran convicción, sin embargo, debajo de esa aparente solidez, podía percibirse cierto temblor y miedo, aquel que se manifiesta cuando nos preocupamos por un ser querido.
Ramiro sigue escuchando, siente presencias. Es verdad que no puede moverse ni abrir los ojos, pero el resto de sus sentidos parecen óptimos, huele perfumes, desodorantes personales, esencias a flores, escucha el tránsito afuera y el generalizado murmullo de un hospital lleno de gente. Sabe que hay alguien más con su madre, alguien que ha llegado a traerle esperanza, tiene el aroma de la bondad y el optimismo, el chico percibe que hay una presencia con una energía muy especial y positiva en el ambiente. En lo que respecta a Eleonora, ella siempre ha sido a una mujer fuerte, con un enorme sentido del deber como madre y muy protectora, muy dulce y cariñosa en su forma de hablar. Pero esta vez, Ramiro sabía perfectamente al oírla, que estaba al borde del llanto. No era para menos, la mujer se enfrentaba a una de las pruebas más duras de su vida, viéndose obligada por caprichos del destino, a tener que ver a su hijo postrado en una cama. Sin un claro diagnóstico sobre su evolución a causa de los daños irreversibles en el cuerpo, los cuales, en algún futuro cercano, cambiarían sus vidas para siempre.
Esta mujer, tierna y dulce, tuvo que envolverse en una coraza de hierro y amor, para ocultar la gigantesca angustia y desconsuelo que sentía en su corazón. No podía evitarlo, y jamás nadie la podría contradecir, porque era una realidad y una de las más grandes verdades de la vida.
Una mujer, cuándo se transforma en madre, es capaz de sentir el dolor y sufrimiento de su hijo.
—Soy la doctora Moritae, y vengo a ofrecerles mi ayuda —el chico reconoce y recuerda la voz de la profesional en ese momento. Era la misma especialista que hablaba en aquel programa matutino, la que disparó la charla madre/hijo justo antes de partir hacia su fatídico destino.
También había alguien más con ellas, una tercera persona, la voz apenada que Ramiro alcanzaba a escuchar era la de un hombre que estaba muy cerca, sentado junto a él, alguien muy querido. Era Arturo, su papá, y esposo de Eleonora. Un hombre de estatura mediana, pelo bien negro apenas con algunas canas, y entradas en la frente que denotaban su edad y madurez. Alguien de aspecto serio, con ojos grandes color verde, frente ancha, y un tupido bigote bajo la nariz. Como hombre, siempre fue parco en su forma de hablar, más que nada con los desconocidos, con los que solía mostrarse distante e intelectual en sus respuestas. Pero sus allegados, lo consideraban alguien inteligente, gran amigo, servicial y distendido. Como esposo, Eleonora siempre ha dicho que le encantaba su forma de ser, comunicativo, fiel y afectuoso. Aseguraba que cada discusión de pareja nunca se llegaba a sentir como tal, dado que era muy comprensivo hablando, y en las malas épocas que han pasado, económicamente hablando, fue un gran compañero de su mujer. Como padre, ha marcado su posición firme en sus decisiones frente a sus niños, y muchas veces incluso, estricto. Pero lo compensaba con amor incondicional hacia sus hijos, siempre protector y buen consejero con sus muchachos. Ya que su deseo, era que ellos sean los grandes hombres del mañana, gente de bien y responsables que respetaran a los demás.
Sin embargo, este gran hombre, no parecía ser aquel fuerte de antaño, porque le tocaba vivir uno de sus episodios más oscuros en la vida. Ya que, como hombre, podría y sería capaz de enfrentar cualquier miedo, saliendo airoso en cada situación, sin importar la gravedad del peligro. Pero como padre, estaba aterrado, tener que afrontar la posible muerte de un hijo le partía el alma en pedazos. Su voz se oía frágil, Ramiro se percató de ese detalle de inmediato, sentía su dolor en cada palabra que salía de su boca, lo escuchaba en cada sílaba, temblorosa y desesperada. Implorando por un milagro a quien quiera escucharlo.
—Nos dijeron que hicieron todo lo posible y que pronto despertaría. Pero los días, la vida pasa doctora, el mundo para todos los demás sigue moviéndose a nuestro alrededor y yo sólo veo cómo el de mi hijo se detuvo. Veo salir el sol por esa ventana trayéndonos su luz, iluminándole el rostro y brindándole un poco de su calor, hasta que se oculta una y otra vez en un eterno ciclo de vida, la cual antes era normal para nosotros. Pero desde el accidente vivimos en eterna oscuridad ¿nos comprende?
<< ¿Papá? Lo sabía, pero tu voz, se oye afligida. Están aquí lo dos, puedo escucharlos y sentirlos conmigo>>
Erica continuaba hablando con ellos, el tono de su voz era cálido y reconfortante. Se oía convencida y esperanzadora —Señor y señora, les pedimos sean fuertes, más que nunca, deben transformar la esperanza en su fortaleza. Los médicos tienen un alcance, entiéndanlo, físicamente lo han curado lo mejor que pudieron. El cuerpo de su hijo respondió favorablemente a los tratamientos, sin embargo, su mente es la que se mantiene reacia a cooperar. Ellos como profesionales, cumplieron con su deber haciendo todo lo que estuvo a su alcance para salvarlo, el tema, es que se han acercado a un punto en el cual no saben si él sigue ahí. Bien como usted dijo, lleva meses en ese estado y para ellos, es como si su conciencia jugara a esconderse en los pasillos de un laberinto. Yéndose cada vez más adentro cuando creemos alcanzarlo. Internándose en la profundidad de su sueño adonde no pueden seguirlo.
—¿Y usted qué piensa? ¿Por qué habla de “ellos”? ¿Acaso no es doctora también?
—Por supuesto que lo soy, y tal vez sea la única que puede traerlo de vuelta —Contesta confiada la profesional —Voy a buscar la consciencia de su hijo, perdida en el centro de ese laberinto. Tengo las herramientas para traerlo de vuelta hacia la salida, como se hizo con el mito del Laberinto de Creta, lo que voy a hacer es....
Ramiro intentaba escuchar, pero sus oídos, los únicos que lo mantenían conectado con el mundo exterior, comenzaron a fallar, como si algo los hubiera tapado con una densa masa. Por unos minutos, su mente activa, aunque sorda, permaneció encerrada en un cuerpo de piedra, incapaz de oír lo que iba a hacer la doctora con él.
No obstante, en el exterior la conversación entre los adultos continuó un poco más, hasta que el joven pudo oír nuevamente.
—Doctora, por favor, estamos desesperados, no juegue con nuestros sentimientos ni se aproveche de este momento de vulnerabilidad. Siento que hemos agotado todas las posibilidades y está bien si quiere intentarlo, pero no lo lastime.
Ahora la voz de su padre se siente quebrada, al borde del llanto y Ramiro escucha sus pasos, denotando que se aleja de la habitación, seguido por el sonido de una puerta que se cierra. Luego nada más que silencio, ambas mujeres siguen junto al chico, aunque no dicen nada, sólo se percibe el murmullo que proviene de los pasillos del hospital.
<<Aquí estoy papá, no he ido a ningún laberinto ¡Quisiera moverme, pero no puedo! De solo pensarlo e intentarlo termino cansado. Siento que no tengo fuerzas, necesito dormir, y eso me da miedo, temo no despertarme jamás>>
El muchacho igualmente acaba durmiéndose. Lo ha hecho tantas veces, que perdió por completo la noción del tiempo, y cada vez que despierta, le parece que han transcurrido minutos, tal vez algunas horas. Sin embargo, en la realidad, siguen pasando los días, semanas y meses. Para Ramiro, se ha vuelto su vida, con pequeños despertares esporádicos, pero todos iguales y con el mismo común denominador, las voces. Casi siempre de su mamá, otras del papá, y unas raras veces, la doctora Erica intentando de guiarlo a ninguna parte. La voz de la mujer es atractiva e hipnótica, incluso hasta parece inducirle sueños o situaciones de la vida cotidiana, pero tarde o temprano, luego de sesiones que se extienden por horas, llegan al mismo lugar. Alcanzan un punto donde sensaciones reales se mezclan con irreales hasta que el cerebro de Ramiro termina agotado y se apaga. Antes era un joven con todo un futuro por delante, ahora sólo es una conciencia levemente activa, atrapada en un cuerpo “muerto”, inútil e inoperante. En cuanto a Eleonora, ella no lo ha abandonado, ni a él ni a la esperanza de verlo sonreír de nuevo. Y al igual que su hijo postrado, la señora, paulatinamente, se acostumbró a la nueva rutina de todos los días, una aburrida y muy desgastante.
Terminó sometiéndose a un hábito erosionador de energía humana, uno de los peores, la suspensión en el tiempo.
Aunque esta entidad, encargada de marcar los segundos, minutos y días, jamás ha claudicado en su trabajo ni mostró piedad. Siendo codicioso, desmedido y orgulloso en su actuar, el tiempo se ha cobrado el color de su cabello, carcomiéndole sus largas mechas negras, para dejar espacio al gris y blanco. Lenta y silenciosamente, la piel ha perdido su tensión, cubriéndose de arrugas. El asiento junto a la camilla también hizo su parte, cobrándose la fuerza de las piernas, ya que sólo las utiliza para caminar de la casa al hospital y nada más. La señora ya no se mueve como antes, tampoco entrena, ni baila zumba como gustaba, sólo camina unas cuadras y al llegar, se sienta junto a su hijo, eso es todo. El mismo camino, la misma rutina todos los días.
Su vida, en pocas palabras, se resume en estar fielmente, sentada al lado de su niño.
A diario le acaricia el pelo, lo asea, le lee libros y cuenta cómo está el resto de la familia. La mujer sueña de las dos maneras, dormida y despierta, anhelando ese momento, ansiando la posibilidad de ver a su hijo nuevamente. Quiere poder abrazarlo y que este se lo devuelva, apretándole con fuerza la espalda fundidos en un enorme gesto de amor. Ese sentimiento esperanzador, se ha vuelto su ideal y fuente de energía para continuar viniendo a cuidar a su hijo religiosa y sagradamente, todas las semanas.
Precisamente, uno de esos días melancólicos, en los que vuelve a tener ese sueño tan maravilloso en que su hijo se levanta, la mujer despierta con lágrimas en los ojos. Inmediatamente mira al techo, toma aire, suspira. Luego baja la vista y observa a su muchacho mientras ladea la cabeza de lado a lado, a veces enojada, otras tantas afligida, incluso abatida, pero siempre con esperanza. El chico parece dormido, tranquilo, suspendido en el tiempo, simplemente parece no crecer o envejecer.
<<Pasan los años y es como ver a mi bebé durmiendo>> Piensa con alegría y añoranza.
Acto seguido, Eleonora se seca las lágrimas de los cachetes y arrima la silla para estar bien cerca de Ramiro. Sostiene las manos de su hijo y las envuelve entre las suyas para que sienta su calor. La ternura y calidez con la que le habla, activa la consciencia del chico, despertándolo súbitamente.
—Ramiro —con sólo pronunciar el nombre se larga a llorar y le tiemblan los labios. Toma aire, reúne valor de madre y continúa. Está desesperada, así que vuelve a intentar con lo que le ha enseñado Erica.
—Vuelve con nosotros ¿Puedes escucharme? ¿Puedes sentirme? Sal del laberinto, ve hacia la luz ¡Pelea! Aquí estamos esperándote a que despiertes y vuelvas con nosotros.
La mujer vuelve a hacer una pausa, sonríe nerviosa. No está de ánimos y al escucharse a sí misma, siente vergüenza — ¿Qué estoy haciendo? ¿Y si la doctora es un fraude? ¿Y si toda esa historia de la televisión era un invento?
Eleonora no sabía que más hacer, así que optó por seguir con los consejos de Erica. Uno de los principales era que le hablara a su hijo todos los días, sin falta, para que su voz fungiera como una guía, un faro en los caminos más oscuros de la mente. Como el hilo de Ariadna, que guiaba a Teseo dentro del laberinto del Minotauro.
Ella no lo sabía, pero de cierta manera funcionaba, ya que unas pocas veces, Ramiro despertaba y escuchaba todas las palabras. Tal vez con los oídos, tal vez, con el corazón. Sin importar con lo que fuera, el alma se le hacía pedazos al sentir la angustia de su madre.
<<Mamá, quisiera que me escucharas para decirte que no estés tan triste. Tu amor incondicional me ha despertado, pero mi cuerpo sigue igual, es como si no lo tuviera, como si ya no me perteneciera. Estoy encerrado aquí, pero estoy bien, no llores más por favor, me parte el alma oírte hacerlo. Puedo escucharte y me hace mal, quisiera decírtelo, pero no puedo. Creo que es hora que me dejes sólo, no te sirvo como hijo, soy un lastre para ti y para todos.
Alguien acaba de entrar a la habitación, el chico reconoce el perfume al instante, era su papá.
—Eli —Dice el hombre agitado —Matías... parecía estar mejorando, hasta dijeron que respondía a los estímulos, pero no saben qué sucedió. Su cuerpo era muy fuerte, sin embargo, de un momento al otro se descompensó y no resistió más. Es como si se hubiera cansado de pelear.
—Arturo, dime que lo salvaron por favor —Responde la mujer angustiada.
—No lo logró amor, luchó hasta el final, pero no pudo, el accidente fue demasiado para él.
<< ¡¿MATIAS?!!! Estaba vivo, no lo puedo creer ¿Y dices que murió? No puede ser, no, no, no, no, no ¡¿por qué?! Ahora recuerdo, todo fue mi culpa, yo le pedí que me acompañara y ha fallecido. Quiero verlo, pero este maldito cuerpo no reacciona ¡MATIAS! Tú, más que nadie, debes aferrarte a la vida con todas tus fuerzas. Estas destinado a convertirte en un gran peleador, no puedo creer que te hayas rendido>>
Ramiro lloraba y libraba una batalla con él mismo en su interior. Afuera, las maquinas que lo mantenían con vida y mostraban sus signos vitales enloquecieron, arrojando lecturas erráticas por primera vez en meses. Sus padres estaban shockeados por la noticia de Matías y a la vez asustados por su hijo, no podían creer lo que estaba pasando.
— ¡Nos escuchó! ¡Nos escuchó! —Repetía Eleonora una y otra vez. Su corazón latía rápido de alegría, pero los sonidos que emitía el equipo de soporte vital no eran positivos. Hasta sonó la alarma de la terapia intensiva y rápidamente enfermeras y doctores acudieron para intentar de estabilizarlo.
La habitación se llenó de profesionales de la salud, quienes pidieron a los padres del chico que salgan. En cuanto al joven, alcanzaba a oír a su mamá que repetía su nombre una y otra vez hasta perderse en la lejanía. Mezclándose con las voces de los profesionales, haciendo eco en su mente, sonando como si le hablaran del extremo de una tubería. Lentamente, esas voces que sonaban al unísono, se fueron transformando en ruidos indescifrables, todos mezclados embotando la pobre mente del chico.
Ramiro comenzó a marearse, era la primera vez desde el accidente y no tenía sentido, porque llevaba meses convertido en vegetal. No obstante, era real, tenía náuseas y la cama parecía girar a gran velocidad como si hubiera bebido grandes cantidades de alcohol. Sin embargo, justo antes que perdiera el conocimiento, pudo aislar una voz, entre tanto barullo, pudo escuchar a Matías. Su voz se oía nítida y cercana, prácticamente al lado suyo, también había mucho ruido a motores y ruedas circulando por el asfalto. No parecía ser la sala de un hospital, se escuchaban, además, pasos de gente caminando.