El rostro del tipo había cambiado por completo, sus facciones eran distendidas y la voz se oía calmada otra vez. No obstante, nunca le contestó a sus preguntas, lo ignoró por completo.
—Llegaron tarde, tarados —dijo el anciano, dirigiéndose a los carroñeros. Luego se incorporó, y dándole la espalda al chico, agregó enigmático mientras se encogía de hombros —El que se enoja, pierde, y no tiene caso que me enoje, este ya fue tomado. Vamos, busquemos a ver si quedó algo por allá.
Las criaturas parecían entenderle, había algo en Ramiro que no les atraía, los repelía con fuerza. E inmediatamente miraron al micro, el cual, hasta ese instante, había permanecido erguido, su verticalidad desafiaba toda lógica. Pero lo verdaderamente aterrador ocurrió cuándo esas pequeñas personitas deformes, comenzaron a correr en cuatro patas, para luego treparse y atacar a los pasajeros como unos animales salvajes. Era una escena dantesca en su máxima expresión. Todo era grito y caos, los cuerpos de los heridos y aquellos que no podían moverse, fueron desmembrados, esparcidos por doquier y sin discriminar a nadie. Cada uno de los pasajeros fue tratado de la misma manera, como debería ser, porque la muerte puede parecer severa a los ojos de los débiles, pero justa en la vista del sabio. En consecuencia, todas y cada una de las personas vivas, que clamaban por una ayuda que jamás vendría, recibieron por igual el mismo regalo, ser testigos de su propia masacre. Los pocos vidrios que quedaban enteros, sólo sirvieron para ser manchados con rojo frenesí, testigos silenciosos de la brutal matanza que se vivía entre los hierros retorcidos. Los ojos de Ramiro permanecieron abiertos todo el tiempo, fiel espectador de la hecatombe moderna y repentina, quiso llorar, pero ya no encontró las lágrimas. Su cuerpo no podía moverse, estaba completamente paralizado de los labios hacia abajo. Apenas recostado sobre un montículo lindero al puente, apenas sentado como un muñeco de trapo en una sillita, confiando en su respaldo para no caer, con la columna hecha añicos por la caída. Sin embargo, sus ojos, oídos y mente estaban intactos, el viejo parecía haberlo dejado en aquella posición a propósito para que viera, para que fuera un testigo privilegiado, contemplando la cruda realidad. No se perdió de nada, pudo ver todo con lujo de detalles sobre los hechos que acontecían a escasos metros de su humanidad, incluso en un momento, fueron tantas las criaturas que se abalanzaron sobre la mole de metal, que parecían un enjambre hambriento. Salían de todas las direcciones y llegaban corriendo en cuatro patas, gateando, arrastrándose, abalanzándose sobre los sobrevivientes como una estampida de muerte. Semejantes a una marabunta cubriendo a su presa.
—Parecen moscas —murmuró Ramiro, con voz temblorosa, asqueado, impotente. Y, por sobre todas las cosas, espantado —Perros hambrientos, carroñeros.
—Lo son —agregó el viejo, quien aún no se había alejado tanto. Igualmente, ya no lo miraba, le daba la espalda yéndose despacito, un paso a la vez.
—Y no son lo peor que verás. Entre el límite de la vida y la muerte, habitan entidades mucho más crueles, que van más allá del tormento físico.
— ¿Eres el diablo? —atinó a preguntar Ramiro, con lo último de su aliento.
El octogenario detuvo su lento caminar y se echó a reír, luego se giró y burló del chico, imitando su tono de voz —“¿Eres el diablo?” ja, ja, ja. Eso no es más que una palabra, un nombre inventado por sus limitadas cabecitas. Dime algo ¿si ves un automóvil en la calle, supones y afirmas que es un Ford? ¿Acaso no existen trescientas marcas en todo el mundo? Fácilmente podrías equivocarte doscientas noventa y nueve veces ¿No te parece que llamarme de esa manera es irresponsable y estúpido de tu parte?
Por supuesto que eran retóricas, pero daba igual, ante tantos interrogantes, Ramiro no pudo contestar. Quiso decir algo, aunque apenas emitió un balbuceo.
—Hay muchos que intentan parecerse a mí, aunque ninguno puede siquiera mirarme a los ojos, son indignos, cobardes imitadores —Dijo sonriendo, de forma pícara y arrogante.
Después siguió caminando, silbando una melodía que a Ramiro le resultaba familiar, dirigiéndose hacia el transporte, o lo que quedaba de este. El cual no resistió más, y lentamente comenzó a balancearse hacia adelante por el peso. Se iba a caer y desplomaría en la tierra, quedando con las cuatro ruedas para arriba, colmado de bestias espectrales, luchando entre sí, por hacerse con un trozo de carne humana.
Los segundos restantes de consciencia del espantado testigo, fueron dedicados a cumplir con las delicias de uno de sus cinco sentidos. Tal vez, los dos órganos que todavía funcionaban, la vista. Ya que los ojos no pueden sentir frio, como la piel. Los ojos no pueden oler la sangre, como la nariz. Los ojos no pueden oír los más aterradores gritos de personas agonizantes, como los oídos. Pero pueden ver, y es a través de su intimidante forma de percibir la realidad, que son capaces de decirle al cerebro qué está ocurriendo. Y al mismo tiempo, gracias a que ven todo en una sola imagen, pueden ayudarlo a percibir, a imaginar todas y cada una de las sensaciones que transmitirían los demás sentidos. Todos, concentrados en ese grotesco cuadro de escabechina y agonía extrema. A la más exclusiva y poderosa sensación de impotencia, soledad y abandono que sus sentidos podían proveerle. Abrumado por la explicita escena que se desarrollaba frente a sus anonadados ojos, dado que era un festival de carnicería sin precedentes para su pobre, moribunda y joven mente. Sus ojos se mantenían entrecerrados, aunque finos, enfocados adelante, fijos en la nauseabunda escena que presenciaba. Sus oídos, apunados por una extraña presión atmosférica, permanecían atentos con las orejas paradas y dejaban entrar un poco de aire hacia sus tímpanos. Codificando las ondas que viajaban hacia estos sensibles receptores, los cuales llegaban a su cerebro, y le transmitían a su manera, lo que debían interpretar. Gritos, gritos eternos e inacabables, fundidos y tapados por los horribles aullidos que ofrecían las bestias escuálidas. Todas mezcladas hasta el hartazgo, e incluso, si prestaba atención, podría escuchar el momento exacto en el que las cuerdas vocales llegaban a su punto máximo y se desgarraban de dolor. Un flagelo infinito e indescriptible que atravesaba las barreras de lo terrenal, para darles la bienvenida al mundo oculto de la muerte. Decenas de personas, con toda una vida por delante, unidas y hermanadas en la desgracia, sonando al unísono como una macabra orquesta de sufrimiento paranormal, tocando su mejor repertorio, sólo a unos pocos testigos. Una jauría de bestias aberrantes, un viejo degenerado, y un chico inválido.
—No puedo más —dijo Ramiro, mezclando su voz con un susurro casi imperceptible. Sentía como todo el peso del mundo, caía sobre sus cansados párpados, dando paso al inevitable desmayo. Y sus ojos se cerraron.
De repente, silencio, no más voces, sólo sonidos viscosos de piel y carne masticada, sazonadas con crujidos de huesos masticados. Y un vidrio que estallaba, el de la primera ventana, rompiendo con la aparente calma reinante, y la morbosa armonía de la jauría alimentándose. Era un cuerpo humano, un hombre vivo, emergía arrastrándose lentamente hacia afuera, usaba solo su brazo derecho como impulso, mientras que en la mano izquierda parecía llevar algo, jalándolo con todas sus fuerzas. Tanto, que su fuerte mano temblaba de la tensión, y se le marcaban las venas a lo largo de su bíceps y antebrazo.
—Lo veo y no lo creo —exclamó insensible, el jubilado —Tenemos un negador ¿lo has visto chico? Lo estás...
Era inútil, estaba solo. El octogenario se giró hacia Ramiro y lo encontró desmayado, inconsciente, por lo tanto, no había más testigos que él y las criaturas. Esto le molestó un poco, soltó aire por la nariz de manera violenta, ofuscado como un animal.
—Tú te lo pierdes —le dijo, y se alejó del joven, caminando rápido, con la intención de ver de cerca al sobreviviente de la masacre.
En efecto, este superviviente era un hombre de gran porte, robusto. De pelo corto, color castaño oscuro y entrecano, llevaba una camisa que presumiblemente había sido blanca, ahora no era más que un trapo embadurnado de sangre, pelos y barro. Tenía el rostro deformado, hinchado por un golpe contundente, la nariz desviada y el ojo derecho cerrado, le sangraban ambos oídos y emanaba una tos muy rústica de su boca. Apenas movía las piernas, en las cuales llevaba pantalones de vestir negros, y en los pies, un solo zapato, negro también. El otro se le había desprendido con pie y todo, dejando un rastro de sangre a su paso. Estaba lejos de parecerse al apuesto hombre que supo ser, pero ahí estaba, arrastrándose por su vida, sobreponiéndose al dolor físico, haciendo gala del sentimiento primigenio más puro de un animal, la ontogenia humana en su máximo esplendor, el instinto por vivir. El sujeto tenía unos brazos grandes y fuertes, los cuales usaba para alejarse del colectivo, sin embargo, en su esfuerzo no paraba de gemir y pedía ayuda por alguien más, en realidad, le hablaba a alguien más. Exclamando entre llantos y agonía, el nombre de una mujer, clamaba por Andrea y repetía de manera frenética, una y otra vez —¡No te rindas mi amor!
El viejo se acercaba, acortando la distancia a muy pocos metros. Las bestias escuálidas y peludas se arremolinaban a su alrededor, pero no osaban meterse en su camino, en cambio, parecían estar cada vez más cerca del lastimado hombre. Era inminente, se lo iban a devorar, parecían hienas rodeando un ñu.
—Cuánto espíritu de lucha, aunque, a esta altura, no le vaya a servir de nada. Es una lástima, pero ella ha muerto y él, no sé si ha percatado o lo ignora. Esa línea de sangre que va dejando a su paso, es una invitación para los más hambrientos —El viejo estira su cuello, como si hubiera visto algo más que le llamó la atención —No, no puede ser —agregó a su monólogo.
Arruga la frente y entrecierra los ojos, enfocándose en lo que hay a espaldas de la víctima, un poco más al fondo, escondido, asomado detrás del vehículo accidentado. Una silueta ennegrecida, oculta bajo una capa de oscuridad, apenas dejando ver su presencia, se escondía tras un manto de polvo, sangre y oscuridad. Su figura parece ser la de una persona, aunque la altura, porte, y largo de las piernas dan una impresión sobrenatural más allá del entendimiento humano.
El hombre cambia su postura de pie, flexiona las piernas y se pone en alerta, sabe quién es y no es una entidad bienvenida en ningún plano. Abandona su pose de fragilidad y endereza la espalda, toma el bastón con su mano derecha y lo sostiene por el medio, en posición horizontal, defensiva y ofensivamente —Rata asquerosa ¡Vete! ¡Largo de aquí, sus vidas no te pertenecen!
Pero el ente ni se inmuta, incluso, parece moverse, en sepulcral silencio, acortando la distancia, dirigiéndose hacia la ubicación de la pareja herida. El viejo no esperó más y comenzó a caminar a su encuentro. Mientras avanzaba precavido, elevó la punta del bastón hacia adelante, sus ojos emitieron un destello blanco intenso, rivalizando y superando ampliamente la oscuridad circundante —Si te atreves a tocar sus cuerpos ¡Te juro que te descuartizaré y le daré tus pedazos para que veas como te comen lentamente!
La entidad oscura retrocedió y se volvió a ubicar detrás del micro, inmóvil, oculta hasta la mitad del cuerpo, su silencio y falta de reacción pondría nervioso al más paciente del mundo. El viejo por supuesto, no era de esos tampoco, esa cosa lo irritaba, su mera presencia le exasperaba, por lo que no perdió tiempo. Le hervía la sangre, y, decidido a acabarlo, caminó cada vez más rápido. Sus músculos se tonificaron, adquirieron forma y volumen. La espalda encorvada y los hombros caídos ahora eran rectos, fuertes y anchos, se apreciaba el cambio de tamaño en el traje gastado que llevaba, puesto que se ajustaba en todas las articulaciones, llegando al punto de parecer rasgarse por la presión. Las manos, con largos dedos previamente deformados y temblorosos, poseían grandes venas a la vista, como prueba irrefutable de la fuerza contenida en ese cuerpo. Estas sostenían con enorme precisión el bastón, apuntando hacia adelante, hacia el enemigo. El palo rústico, emanaba una extraña flama a su alrededor, la cual le dotaba de un aumento considerable de tamaño, prácticamente el doble. Esta aura fueguina, parecía nacer en la punta de los dedos del portador y se extendían desde la mano del mismo, hasta abarcar el cuerpo del objeto, cubriéndolo por completo, emitiendo luz propia, de un tono amarillo muy especial, radiante, casi blanco.
—¡Eres una basura, no te mereces siquiera mirarlos! —Vociferaba el hombre, estallando en furia, y agregó —Antes de tocarlos a ellos ¿por qué no pruebas conmigo eh? Sus partículas no te pertenecen.
Las palabras amenazantes surcaron el espeso aire hasta alcanzar oídos extraños. En un principio no hubo respuesta más que una risa macabra, aunque ese pequeño lapsus fue interrumpido por una sola oración por parte de aquella entidad.
—Tampoco son tuyas, cazador.
Su voz, se asemejaba a la de un hombre adulto, no obstante, se oía distorsionada, carente de vida, sentido o interés, tan aisladamente de la realidad, que era difícil interpretar sus intenciones. No obstante, la advertencia previa surtió efecto. La enorme sombra retrocedió, emitió un brillo espectral donde se ubicarían los ojos, y se desvaneció en la penumbra misma. Devorada sistemáticamente, por una oscuridad increíblemente densa, que no permitía ver más allá de unos metros alrededor del ómnibus, dado que la luz, es un bien escaso aquí, a pesar de ser tan abundante en el mundo de los vivos.
—Eres una mierda, cobarde —Dijo en voz alta, mientras bajaba el bastón para volver a utilizarlo de soporte. Las preciosas llamas desaparecieron y estallaron en cientos de partículas pequeñas al realizar un golpe seco contra el suelo. Sus pupilas también se apagaron, retornaron a su color claro semi transparente previo al encuentro. Los músculos no se quedaron atrás, se desinflaron por completo, perdiendo tonicidad y fuerza, haciendo que, atado a esa debilidad, su espalda se encorvara de nuevo, adoptando su postura de viejo cansino.
<<Debo tener más cuidado cuándo uso mi partícula o perderé lo poco que he conseguido>> Pensó, mientras intentaba controlar su agitada respiración, buscando un poco de calma en su mente. No obstante, era muy difícil de conseguir en esa situación, incluso con su experiencia, tiempo y estómago. Adonde mirara, los brazos de la desesperación lo cubrían todo, estaba rodeado de muerte, oscuridad primigenia, y un cielo coronado en lo más alto, por un eterno anillo de fuego, en el que algo tan simple como la paz interior, parecía ser un sentimiento tan utópico, como un rayo de luz.
Finalmente, su cuerpo se recompuso a los efectos de la partícula, y el sonido de algo arrastrándose lo devolvió a la realidad, algo que todavía era humano, y se movía luchando por su vida. Ahora estaban próximos, los detalles eran mucho más nítidos y este parecía ser la única persona que quedaba luchando por su vida, saliendo por sus propios medios de la ventana rota. El anciano testigo no pensaba prestarle más atención de la necesaria, ya que era sólo un hombre más, uno como miles de veces ha visto, agonizando en los límites de la vida y la muerte. Hasta que se percató del motivo de su esfuerzo, un detalle que un principio había pasado desapercibido, la razón de porqué le costaba tanto moverse, e igualmente, era aquello que más lo impulsaba a seguir, sobreponiéndose al terrible martirio que estaba sufriendo. Simplemente, se le heló la sangre, sus músculos se paralizaron de la impresión y un escalofrío le recorrió la médula hasta provocarle temblores.
—No, no puede ser —Murmura con un hilo de voz. Le tiembla la mandíbula con cada sílaba pronunciada. Entonces ve por primera vez el panorama completo, identifica lo que está ocurriendo y suelta un suspiro tristemente genuino —Nunca vi algo así —agrega, con la voz quebrada. Bajando por un segundo, la mirada al suelo, incapaz de seguir. Sabe lo que va a ocurrir a continuación, sabe lo que le van a hacer y no siempre está dispuesto a querer ver eso. En este lugar jamás hubo espacio para la esperanza y esta vez es mucho peor, porque hay algo distinto, algo que lo cambia todo.
Transcurren pocos segundos, los alaridos de los carroñeros se oyen cada vez más cerca, los que estaban dentro del ómnibus se percataron de su presencia y comienzan a salir de todas las aberturas, anticipando el aquelarre de sangre. Esto hace reaccionar al jubilado, toma aire con enojo, varias veces, cambia su postura, endereza los hombros y saca pecho, parece un toro embravecido. Finalmente, sube la mirada y se gira hacia Ramiro, quien aún permanecía inconsciente y no lo estaba escuchando. De igual manera le habla, no tenía a nadie más para hacerlo, señalando con el índice de la mano izquierda hacia el hombre herido — ¿Ves niño? Por este tipo de cosas maduré, antes me afectaba mucho más, ahora, ya no sé qué pensar.
Hace una pausa, suspira y retoma la vista en la grotesca escena que se aproximaba a su clímax —Carajo, siento que esto me hace envejecer cada vez más rápido. Y cuándo él se dé cuenta de lo que está ocurriendo, será el verdadero final, será...
Justamente, no fue capaz de terminar sus palabras, dado que el hombre que yacía en el suelo boca abajo, se percató de la presencia del viejo. Hicieron contacto visual, su único ojo se iluminó con el brillo de la esperanza, volvió a mencionar el nombre de la mujer y se dejó caer, preso de las heridas y el evidente cansancio. Al cabo de unos segundos, levantó su brazo derecho, y lo señaló al octogenario como llamándole la atención. El envejecido tenía la cara de piedra, sumida en la melancolía más amarga, cerró los párpados lentamente y no dijo nada, sólo se limitó a mantenerse de pie, sin intervenir, sin mirar al pobre tipo. Este notó la congoja en el rostro del desconocido y giró su hombría para ver hacia atrás. Dándose cuenta, que lo que había estado arrastrando todo ese tiempo con el brazo, y mantenían con los dedos de las manos entrelazadas, era la mitad de lo que alguna vez fue su mujer, la parte de arriba. Era una imagen horriblemente difícil de describir, ya que no había piernas, sólo restos de los huesos de la cadera destrozados. Ella tenía el cuerpo hacia arriba, pero el cogote y la cabeza, con todos los huesos cervicales hechos añicos, estaban girados hacia abajo, de tal manera, que no se podía ver el rostro deformado por el golpe. Peor aún, los largos cabellos dorados, sutilmente pixelados con canas grises, acababan por tapar los pocos rasgos faciales que marcaban su identidad. Cubiertos por una gruesa capa de tierra, los pelos estaban tan duros como los de una vieja muñeca abandonada. Tenía el torso semi desnudo, y lo único que demostraba su condición de mujer entre tanta deformidad, era el sostén que se asomaba entre las rasgaduras de la remera. La cual estaba hecha girones, embebida con su dulce plasma vital. Sin embargo, tanto la vida como la muerte, parecen apostar con los humanos, jugando a los dados o a la ruleta, divirtiéndose, coqueteando con la suerte y el azahar. Porque no hay manera, razón o sentido en el entendimiento humano, que pueda dar explicación a lo aberrantemente en su accionar.
La mitad de la panza aún estaba hinchada, tenía un piercing con forma de corazón en el ombligo y apuntaba hacia arriba, denotando que ella, efectivamente había subido al trasporte público con una condición muy especial. Y esa parte en su interior, que la hacía tan singular, ya no la tenía adentro porque era arrastrada, al igual que ella, por el fango, formado por nada más que tierra y sangre. Unidos aún por una delicadísima línea de vida, una especie de cordón.
— ¿Acaso ella...? El viejo no podía, no quería, pero igualmente se obligaba a ver. Tal vez, para recordarse y no olvidar jamás, lo grotesca e inventivamente depravada, que puede llegar a ser la muerte. No se animó a terminar su propia pregunta, la respuesta se exhibía sola. Porque de la parte baja del abdomen de la mujer, se desprendían sus intestinos, y del extremo de estos, un cordón umbilical enroscaba un feto de varios meses de vida.
El hombre que, hasta ese entonces, parecía que iba a desfallecer por el agotamiento y las heridas, comenzó a gritar de espanto como jamás en la vida se ha oído un grito humano tan ensordecedor, horrorizado hasta la médula. Ningún ser vivo debería tener el derecho a presenciar una escena tan degeneradamente oscura, y mucho menos un futuro padre, pero allí estaba, viviendo la representación del infierno en la tierra. Porque las pesadillas existen y todos son bienvenidos, las puertas del purgatorio estaban abiertas para los nuevos residentes, y ellos, serían los inquilinos.
De repente, una de las escuálidas criaturas que los habían rodeado, pareció no aguantar más, y se abalanzó sobre el bebé. Comenzó mordiéndole la panza, arrancando el cordón en el proceso, desconectando al infante del cuerpo de su madre, mientras que otros dos, hicieron lo mismo con los restos de la mujer. El viejo sabía que no podía intervenir y, decidido a no ver, se volteó para caminar de nuevo en dirección a Ramiro. Las bestias acabarían rápido su trabajo y él seguiría con lo suyo, puesto que ya eran almas condenadas. Pero en vez de sentir el aire embotado por gritos agónicos de un hombre siendo descuartizado a mordidas, escuchó el rugido más humanamente ancestral posible. Esto hizo que se volteara para contemplar una vez más, lo que creía imposible. El padre de familia se levantó y puso de pie, a pesar que le faltaba uno, y se abalanzó contra las escuálidas criaturas, tomando de los brazos a cada una de las dos que estaban comiendo a su mujer. Uno de estos, cuando fue elevado en el aire, tiró una patada hacia la cara del tipo, y con sus afiladas uñas le realizó tres cortes profundos en la garganta, letales. El hombre tragó saliva, sintió el impacto de las incisiones y cómo la sangre comenzaba a brotar de las mismas. Así que, en un arrebato de furia y desesperación, lanzó por el aire a los carroñeros, estampando a sus agresores contra las paredes del micro. El metal se abolló con el impacto y los pequeños humanoides permanecieron allí tendidos, adoloridos y confundidos con lo que acababa de suceder.
—Esto es increíble —exclamó el octogenario al verlo — ¡Qué poder de voluntad!
En efecto, era más que voluntad, porque mientras peleaba contra las bestias, llegó a apreciar que, de los ojos y la sangre del hombre, brotaba una luz muy intensa de color verde. Sin perder el tiempo, el iracundo padre hizo unos brincos hasta alcanzar al escuálido que estaba masticando a su hijo. Exasperado y herido de gravedad, cayó sobre la oscura criatura, ubicándose entre este y el cuerpo de su mujer, de tal manera, que con el brazo izquierdo envolvió y pudo poner a salvo a su bebé, mientras que con el otro que le quedaba libre, comenzó a forcejear con la bestia tomándolo del cuello. Ambos gritaban encarnizadamente, el sanguinario ser con sus garras, cubría de profundos cortes todo el antebrazo del hombre, y este, supo que era cuestión de tiempo hasta se le terminaran las fuerzas. Sin embargo, antes que eso ocurriera, quería darle un beso a su hijo, y ese sentimiento, fue todo lo que necesitó para activar al máximo su partícula, llevando cada gota de fuerza a su mano derecha, depositando toda su voluntad en los músculos de los dedos para apretar al máximo. Y así lo hizo, exclamando su último grito de guerra, el hombre cerró la mano, comprimiendo el cuello de la raquítica bestia hasta que se hoyó un crujido infernal, como una rama cuando se parte en la oscuridad de la noche.
Luego, sobrevino la quietud y el silencio, el agresor no se movía, colgaba inerte, el hombre ya no gritaba tampoco, el brazo le temblaba de dolor, de una manera insoportable y sólo atinó a dejarlo caer a un lado, la pequeña bestia rodó alejándose por la inercia. Las fuerzas lo abandonaban, aunque tuvo la suerte que su mano, quedó al lado de la de su mujer, tocándola sutilmente con las yemas de los dedos.
El viejo caminó hacia la familia y le habló con desprecio a los carnívoros restantes —Ni se les ocurra acercarse ¡fuera! —les dijo con tono agresivo, y dio un golpe fuerte en el suelo con el bastón. Por temor o respeto, estos parecieron hacerle caso, retrocediendo y alejándose en todas las direcciones, perdiéndose en la oscuridad. Otros, continuaban dándose el festín en el interior del micro.
Al terminar con la advertencia, este se arrodilló junto al hombre, dejó el bastón en el suelo, y apoyando una mano sobre la espaldita del neonato le susurró —Dime lo que deseas.
Luego cerró los ojos para concentrarse e inspiró una gran cantidad de aire. Cuando cayeron sus párpados, uniéndose superior con inferior, sintió como estos se llenaban de lágrimas. La reacción fue instantánea, el bebé poseía una partícula y el viejo pudo sentir su energía, esta era pequeña, cálida, con mucho amor y ganas de expandirse, principalmente, con ganas de vivir.
—Lamento mucho cómo se dieron las cosas, realmente, por los tres. Pero puedo hacer algo por ustedes —hablaba en voz baja el anciano. Sus mejillas estaban empapadas, totalmente conmovido por la preciosa conexión que había en la familia. No obstante, un ruido muy molesto le quitaba concentración, así que abrió los ojos. Miró al frente, a los lados, los escuchaba por detrás, los sentía jadeándole por la espalda y la nuca. Una docena de carroñeros se habían amontonado alrededor, listos para atacar, hambrientos, gruñendo desaforados por la carne fresca, rasgando las uñas en el asfalto. Esta interrupción no hizo más que enfurecer al hombre, así que tomó el palo, este pareció incendiarse al mínimo contacto, y lo volvió a martillar contra el suelo. De ese golpe, nació un anillo de fuego blanco, el cual se abrió con violencia hacia afuera, generando una onda expansiva considerable, parecía que explotaría como una bomba, aunque se detuvo cuándo fue lo suficientemente grande como para cubrir y dejar dentro a la familia. Las pupilas del viejo irradiaban la misma luz, estaba iracundo —Nadie entra, o el fuego los devorará ¿Me oyeron?
Los escuálidos antropófagos rugían como animales, pero gemían como personas desquiciadas. Entonces, cuándo se acercaban al fuego y este los quemaba con su cruda, e infinita pureza, lanzaban terroríficos alaridos similares a una mujer llorando.
—Son una mierda, y merecen ser tratados como tal —Sentenció el jubilado.
Harto de las bestias, se disponía a hacer uso de su técnica, haciéndola estallar. Pero percibió algo que lo detuvo, era el hombre a sus pies, increíblemente seguía vivo hasta ese momento, y, a su manera, sabía que se estaba despidiendo de su hijo. El padre había cerrado los ojos, la vida finalmente lo abandonaba. Dio todo por sus seres queridos hasta el final y el anciano era fiel testigo de su esfuerzo —Tienes una familia preciosa —le dijo con orgullo —Descansa, yo haré que estén juntos para siempre, se lo merecen.
El sujeto esbozó una pequeña sonrisa y exhaló su último aire, envolviendo con su brazo izquierdo el cuerpo de su hijo, sosteniéndolo contra el pecho, acurrucándolo con todo el amor del mundo. En la mano derecha tenía los dedos entrelazados con su amada. Un destello blanco los cubrió y tres esferas diminutas de color rosa emergieron de sus cuerpos, se detuvieron frente al octogenario durante un segundo, a la altura de sus ojos. Este las observó, y asintiendo con la cabeza les dijo —Ya saben a dónde ir, nadie los va a molestar —E inmediatamente se elevaron al cielo, perdiéndose de toda vista posible, en el oscuro firmamento.
El octogenario se puso de pie, secó sus lágrimas de las mejillas con la mano izquierda, y con el bastón a la derecha, realizó dos golpes cortos al suelo. El anillo comenzó a cerrarse, volviendo a su lugar de origen y consumiendo los cuerpos de la familia en el camino. Vaporizándolos al instante, uniéndolos y convirtiéndolos en miles de esquirlas luminosas que se elevaron al cielo, como pequeñas estrellas en la oscuridad del infinito. Una suave brisa, se encargó de esparcir en el aire los últimos restos de la amada familia.
—Los buenos mueren —Dijo mirando al cielo, cerrando lentamente los ojos. Justo en ese instante, el sonido de una tos seca a sus espaldas, lo obligó a voltearse.
— ¿Todavía andas por aquí? Sí que eres duro de roer.
Ramiro, había recobrado la consciencia, estaba agonizando. Luchando por vivir mientras su alma caminaba por la cornisa de la muerte. El viejo caminó hacia su encuentro, decidido a terminar con el suplicio que estaba atravesando, volvió sobre sus pasos hasta ubicarse nuevamente frente al joven. Este respiraba de forma entrecortada y lo miraba fijamente, se podía apreciar por el rojizo color de sus globos oculares, que le faltaba el aire —No tiene sentido seguir alargando esto muchacho, ya es hora de partir.
No obstante, otra vez, como si se tratase de un deja vú. Una extraña actividad pareció escucharse venir a sus espaldas, desde el micro. Había algo allí que estaba alborotando la masacre y el frenesí caníbal — ¿Y ahora qué sucede? —preguntó retóricamente —Cada vez que me acerco a ti, ocurre algo.
Las criaturas gritaban extasiadas, y, entre todo ese bullicio, una palabra pudo distinguirse, era una sola, esta vez diferente a todo lo anterior. Ya no era un grito lastimoso, suplicando ayuda, sonaba otra voz, era una persona más, había dicho un nombre, tres sílabas. El jubilado se detuvo para escuchar con atención, afinando el oído —No lo puedo creer —exclamó desconcertado. Y se giró hacia Ramiro.
—Los daba por muertos a todos, dime que escuchaste eso ¿lo has oído?
Por supuesto que el joven no contestó, su lengua era un músculo entumecido, el cual no servía para hablar, sólo le restaba ver y desgraciadamente, muy poco escuchar. Eran tantas los bestias humanoides que se trepaban a la estructura metálica, que acabaron por desbalancearlo. El delicado equilibrio que mantenía al micro de pie, se rompió, comenzando su inevitable movimiento final, haciendo que cayera hacia adelante. Y fue justamente, en ese momento de caos y confusión, que Ramiro milagrosamente, también lo pudo escuchar. Alguien lo llamó por su nombre.
—Sigo sin creer —volvió a repetir, mientras apuntaba con el bastón hacia el sanguinolento colectivo —Hay alguien más ¿Alguno de esos pobres desgraciados te conocía?
<< ¡Matías!>> Pensó el chico, y abrió grandes los ojos.
Se volvió a escuchar el mismo grito agónico, otra vez se oía claramente que alguien lo llamaba a Ramiro. Sin embargo, en la desoladora confusión, se escuchó un crujido abrumador. El movimiento creado por las pequeñas bestias dentro de la carrocería, partió el fino poste de madera que, hasta ese entonces, sostenía al transporte público. Este cedió ante el peso y se partió en su lugar más débil. El micro cayó sobre su techo, generando una tremenda nube de polvo al golpearse contra el suelo, cientos de vidrios pequeños como esquirlas fueron expulsadas en todas las direcciones y la tierra misma tembló de tal manera, que las vibraciones llegaron hasta Ramiro. Era un objeto muy pesado, largo e imponente, cargado de almas unidas en flagelo, sangre y bestias. Ahora, el piso era el techo, y todo se mezcló de la peor manera posible, dado que los cuerpos desmembrados de los fallecidos, no sólo servían de alimento para las bestias, sino que, además, machacaban y asfixiaban a cualquier cosa que fuera un sobreviviente. Varias de las entidades humanoides salieron despedidas hacia afuera, y las otras que rodeaban la estructura, se alejaron para evitar ser aplastadas. Despejando de esta manera, aunque sea por unos segundos, las aberturas del colectivo. Siendo meras ventanas, de una estrepitosa carnicería por las que ahora, podía apreciarse los cuerpos destrozados y a medio comer. Músculos serpenteantes, con nervios exaltados aún reaccionando en sublime desesperanza, aferrados a los últimos impulsos eléctricos que da la vida. Porque, ya habían dejado de ser humanos, solo eran trozos agonizantes, carentes de un cerebro que los dirija.
Finalmente, cuándo el polvo acabó por disiparse, alcanzaron a ver a una sola persona de entre todas, que parecía querer escapar, esta, se arrastraba desde una ventana rota de las del medio hacia el exterior. Lo más grotesco, era que no estaba completa, porque el accidente y los carroñeros se habían encargado de disminuir sus extremidades, como las dos piernas, despellejadas vivas, unidas por cartílagos y ligamentos. Casi no tenía nariz, su cuero cabelludo era un jirón de sangre, piel y cabellos colgantes. En cuanto al torso, como usaba el único brazo que le quedaba para arrastrarse, se lo estaba desgarrando lentamente, con un borde de metal afilado al intentar salir. Y como si eso no bastara, como si el calvario no fuera suficiente para doblegar un alma herida, continuaba en su misión de querer salir. Llevado adelante, por un último reflejo de humanidad, tal vez, aferrado a la vida. Sin saber que, en realidad, empeoraba su situación a cada segundo.
—Increíble —acotó el viejo, dirigiéndose hacia Ramiro —todavía hay uno que reniega su destino. Un sobreviviente ¡uno solo! Es una lástima porque no sabe lo que le espera ¿Lo estás viendo?
El chico ya no quería ni mirar, gastaba sus últimas fuerzas en rogar que se acabe la pesadilla.
El hombre siguió —¿Ves? ¿Puedes verlo? ¿Qué estas...? Abre tus ojos, no cambiarás nada haciendo eso. Madura un poco, míralo y compruébalo por ti mismo, porque antes de irte, quiero que sepas la verdad, así, cuándo te despierten y te digan todas esas patrañas para domarte, decidas cual destino es peor, si el tuyo o el de él.
Sin embargo, Ramiro no abrió los ojos como le pidió el anciano. Así que este, tomó uno de los escombros del puente roto, y se lo lanzó directo a la cara, impactándole en la cabeza. El bloque de cemento rebotó y fue a parar dos metros a un lado. Era de un tamaño considerable, pero lanzado con poca intensidad, ya que su intención fue llamarle la atención, y no lastimarlo más de lo que ya estaba.
—Ha dicho tu nombre me parece, y si era un conocido tuyo lo lamento, de verdad quisiera que su agonía no se extendiera más allá de lo que le está tocando vivir. Pero luego de lo que pasó mientras tomabas una siesta, luego de contemplar el verdadero sacrificio que puede hacer un humano por su hijo o familia, tu amigo me tiene sin cuidado. Lo he visto demasiadas veces, sin embargo, que un hombre, herido de muerte, sosteniendo y protegiendo a su bebé en brazos, le pueda partir el cuello a un carroñero, eso es algo único. Justamente, en mis años aquí, nunca presencié tamaña voluntad por salvar a un ser querido. Por eso cuidé de sus partículas y las dejé libres, pero no antes, sino después que me demostraran su apego a la vida.
El hombre hace un alto, mira apenas un segundo hacia el micro, y vuelve con Ramiro —Si realmente hay alguien allí que te conoce, este es un buen momento para que me demuestre de qué está hecho. Caso contrario, lo que está por ocurrir, lo acabará muy pronto, y se lo merece.
La cabeza del chico iba hacia abajo, los párpados se le cerraban y sus pupilas comenzaban a girarse hacia arriba. El tipo, al notar que se le estaba desvaneciendo otra vez, le da unos golpes en la cabeza con los nudillos de su mano derecha.
—No te duermas todavía, escúchame. Claramente la vida lo ha aislado, lo ha olvidado, lo ha abandonado a su suerte porque ya no le sirve. Y ese, mi pequeño negador, es el secreto a dos voces más infame de la historia. Antes, cuando comencé en esto, pensaba que era triste, incluso me daba lástima e intentaba salvarlos, a todos. Supongo que era lo más humano que podía hacer. Pero si estuvieras en mi lugar, luego de presenciar tantas veces lo mismo, una y otra vez, te aseguro que cambiarías de parecer, te juro que esto tarde o temprano te cansa, es el saber lo que agota. Luchar frente a todo esto, es como aquel hombre que cargaba contra los molinos, o un niño, que inocentemente mira al sol y lo tapa con la mano, creyendo que lo puede negar, sé que me entenderías. Es como el cachorro que acaban de abandonar en la calle. Cuando lo dejan, este persigue al automóvil con todas sus fuerzas, intentando de volver con la misma gente que lo acaba de tirar. Sin embargo, tú y yo, al verlo desde afuera, sabemos lo que pasará. Sabemos que no importa qué tanto lo intente, no los alcanzará. Por eso y mucho más, simplemente, me ha perdido la gracia.
El joven no podía creer lo que escuchaba, y por más que quisiera, tampoco podía hacer nada por evitarlo, la caída de la moto le dejó, entre varias dolencias, una espina dorsal quebrada. Por lo tanto, sólo quedaba atestiguar cómo lo morbosamente imposible, se volvía realidad. Y para mayor tortura, los amigos se vieron a los ojos. Matías tenía la cara carcomida y deformada, e igualmente, les tomó sólo un pequeño y mínimo segundo, reconocerse. Cruzaron miradas, se entendieron, hubo complicidad, camaradería, como siempre había sido, como hermanos. Luego, todo alrededor se convirtió en caos y figuras oscuras para Matías. Rodeado por depredadores, extendió el brazo izquierdo como símbolo de su testarudez, siendo lo único que sobresalía de la masa antropófaga. Porque a pesar de su condición, seguía peleando, buscando ayuda en donde nadie se la daría. Usaba su mano sanguinolenta, abriendo y cerrando los cinco dedos cada vez que era mordido. Agitándolos en el aire, como si intentara de alcanzar a su amigo, incluso, sabiendo que los separaba una distancia imposible de acortar.
Ramiro lloraba de impotencia. Las palabras del viejo eran puñales que desgarraban la suave carne de la esperanza. Su cuerpo estaba paralizado, y por más que se esforzara, no le respondería. No obstante, sus ojos y oídos aún funcionaban, transmitiéndole la escena más grotesca que jamás hubiera creído vivir, o soñado en sus más oscuras pesadillas. Estaba aterradamente angustiado, viviendo su peor momento, y lo último que necesitaba ver, era que, en efecto, ese último sobreviviente fuera Matías. Un amigo tan cercano como un hermano, torturado al extremo en cuerpo y alma, no se merecía el castigo que estaba recibiendo. Obligado a transitar el delicado límite de la vida y la muerte, como si caminara descalzo sobre el filo de una hoja de afeitar. Abrió la boca para decir algo, quería decir algo, pero su lengua seguía cortada. Cada vez que movía los labios, escupía densos borbotones de saliva roja, tan espesos, que caían por la comisura de sus labios como una mermelada de sangre, levemente coagulada, pero aún líquida.
El anciano notó que se esforzaba, hasta pudo ver la batalla interna que libraba el chico en contra de su propio cuerpo. Podía verlo en sus ojos, a través de las lágrimas, tenía espíritu de lucha, el mismo que le permitía balbucear letras y algunas sílabas. Por lo que decidió volver sobre sus pasos, para escuchar mejor lo que Ramiro intentaba transmitirle.
Una vez que lo tuvo de frente, encorvó su espalda, apoyándose con fuerza en el bastón, e inclinó su oreja hacia los labios del muchacho — ¿Qué tanto dices, que gastas tus últimos segundos de vida en eso eh? Dime.
—A... —Ramiro tragaba saliva.
—Yu... —Se ahogaba.
El octogenario abrió grandes los ojos, lo interrumpe porque intuye lo que está por venir —Ni se te ocurra decirlo.
—Da... —Tosió agónicamente, escupiendo plasma sobre sus piernas. E inmediatamente, densas líneas carmesí descendieron de sus labios, oscureciéndole la pera por completo, y posteriormente, la quijada.
El tipo se mantuvo frío y distante — ¿Ayuda? ¿Ahora pides ayuda? ¿Para qué la quieres? ¿Acaso no lo has escuchado? Lo están masticando. El martillo tronó, el juez dictó la sentencia. Algunos se convierten en el menú, a otros como tú, les tocará “lavar los platos”
Mientras pronunciaba esas últimas palabras, cargadísimas de ironía y fastidio, el hombre no dejaba de hacer el gesto de las comillas con dedos de las manos, acompañados de una corta y pesada risa. Y justamente cuándo se disponía a girar la cabeza, ya reído, aburrido de la situación, una sílaba más, emergió de las desgarradas cuerdas vocales de Ramiro.
—Los...
El anciano desdibujó la sonrisa en su cara — ¿A quiénes? No queda nada por salvar en ese lugar. No vale la pena que me meta entre las bestias, la sangre y el horror que representa.
Era como si le hubieran contado un chiste de muy mal gusto, su repentina seriedad daba escalofríos y era fiel testigo de sus sentimientos encontrados. Como respuesta, y como si fuese un niño ofendido, le dio la espalda al joven. Irguiéndose con la columna complemente recta, como si no necesitara el bastón y cerrando los puños con una evidente bronca contenida. Aunque esto duró poco, algo pareció cambiar en él, su postura se relajó y ya no intimidaba de la misma manera.
—Un sacrificio heroico. Este puede venir en muchas formas, y siempre será válido si lo haces pensando en los demás —Dijo en voz alta, observando lo que ocurría con los amigos.
—Él quiere ayudarte, tú quieres ayudarlo. Ambos están a punto de morir, desafiando los límites de la muerte, juntos. Pocos tienen ese nivel de consciencia en estos momentos, la mayoría se aterra y me claman piedad, que los salve. Inútiles, hasta he presenciado cómo un hijo, un hombre adulto ya, entregaba a su madre con tal de vivir un segundo más. Fue una de las últimas veces que intervine en este circo. No le importó ver y escuchar cómo la abrían a mordiscos, mientras él escapaba a ninguna parte, porque yo mismo lo corrí, destrozándole las piernas por cobarde ¿Y sabes qué? Se lo comieron antes. Nadie tiene tiempo para pensar en los demás. Porque antes de morir, sacan lo más jodido de su ser, y ciertamente se han vuelto egoístas, demasiado. Te juro que en toda mi existencia nadie ha hecho las cosas que he visto hoy aquí. Y por esos azares del destino, encontré a todos en un mismo evento, a ese espectacular hombre que lo dio todo hasta el final. Y luego ustedes, que en vez de salvarse a sí mismo, piensan en los demás.
Hizo una pausa, tomó una gran bocanada de aire, y la soltó lentamente —No te prometo nada, veré qué puedo hacer por Matías. Ya deja de molestarme y cierra los ojos, tu esperanza me agobia.
Desgraciadamente para los del micro, el tiempo se había agotado. Dado que la horda, implacable, acabó por rodearlos hasta cubrir cada parte visible, incluyendo los últimos restos vivientes de Matías. Los cuales, fueron sometidos hasta convertirlo en un amasijo infernal de bestias sanguinarias. En cuanto a Ramiro, no llegó a ver esto, porque los ojos se le colmaron de lágrimas, tan densas como el aceite, que nunca llegaron a escapar de sus párpados, nublando la escasa visión que tenía sobre el triste final de su amigo. Lo último que vio fue hacia arriba, el color del cielo completamente negro, colmado de nubes rojinegras similares al color que llevarían en un amanecer sangriento. Iluminadas por una singular fuente de luz, un extraño aro de fuego, que se ubicaba en el punto más alto del cielo. Esto no hizo más que oscurecer bajo una sombra rojiza, la figura del viejo, quien ahora lo miraba con indiferencia, extendiendo su brazo hasta cubrirle cara y ojos, con sus largos dedos.
—No lo olvides, rompe ese falso destino y ve por la verdad.