— ¡Hey! ¿Estás bien? —Matías se mostraba preocupado. Su amigo yacía en el suelo, afuera, en la calle, en la vereda de la empresa. Se había desmayado luego de ponerse el casco y con la motocicleta encendida.
Ramiro abrió los ojos, miró rápidamente a su alrededor y vio a Matías arrodillado junto a él. Estaba dentro del casco, en su espalda sentía el frío y duro cemento de la vereda, algunos transeúntes se detuvieron para ver que sucedía.
—No lo entiendo —dijo el chico, levantando un poco la cabeza. El casco tenía peso propio y por un segundo le costó levantar el cuello.
Su amigo pasó la mano por detrás y le sostuvo la cabeza —Tranquilo, no te muevas, yo te tengo ¿qué pasó? Has perdido el equilibrio.
—No lo entiendo —Repitió, y al sentir que podía mover sus extremidades, se levantó de un salto, dejando a su amigo todavía en el suelo, mirándolo perplejo.
— ¿Qué no entiendes? Porque yo tampoco. Sólo sé que caíste del lado de la vereda, y menos mal que fue así. Si hubiera sido hacia abajo a la calle, tal vez te habría arrollado un automóvil con moto y todo.
Ramiro lo mira extrañado — ¿Moto? ¿Y el accidente?
—El que evitaste amigo. Supongo que te caíste por los nervios ¿cierto? Antes de despedirnos me dijiste que todavía te temblaban las piernas de la alegría, pero esto no lo esperaba. Y la moto está bien, apenas se raspó un poquito el manubrio. Gracias a este hombre que está aquí, no le pasó nada, él te la quitó de encima antes que yo viniera.
El joven, todavía con el casco puesto, mira al hombre, es un poco mayor a él, camisa blanca, pantalón de jean azul oscuro y zapatos negros. Pelo corto castaño oscuro, tez blanca, ojos marrones. Le sonríe no lo conoce, no sabe quién es.
— ¿Estas bien muchacho? —Dice este, y agrega —Estuviste de lujo en la entrevista, deja atrás esos nervios que mañana comenzamos.
— ¿Que? —Atina a preguntar Ramiro — ¿Quién eres?
El hombre ríe a carcajadas —Me encanta tu humor y forma de ser, te vas a adaptar bien a nosotros. Nos vemos mañana a las ocho, ven diez minutos antes así te explicamos unas cosas, te recomiendo tomar un buen café antes de venir.
Este saluda a Matías, le da la mano, luego estrecha también la de Ramiro y se va. Vuelve dentro del edificio.
—Tu nuevo jefe, es todo un personaje —exclama Matías —Tiene buen sentido del humor y le caíste bien, además vino corriendo cuándo vio que estabas en el suelo.
El chico seguía mareado, todo estaba pasando muy rápido. No recordaba nada sobre la entrevista o hablar con ese tipo. Su mente seguía en el hospital, pensaba en su madre y todo el dolor que sintió.
—Mati, vamos a casa, necesito ver a mi familia. Pero no me siento bien como para manejar la moto ¿puedes llevarme?
—Claro, vamos. Menos mal que tengo el casco de la bicicleta en la mochila. No sé por qué ni cómo quedó guardado de ayer que salí a dar un paseo. Caso contrario, hubiéramos vuelto los dos en colectivo.
—Colectivo —murmuró Ramiro, mientras su amigo abría la mochila, sacaba el casco y se lo ponía. Esa palabra disparó una sucesión de recuerdos e imágenes dolorosas, gritos, huesos rotos, metales retorcidos, sangre y muerte explícita. Esto provocó que sintiera una puntada en el centro de la cabeza, aguda e intensa.
—No sé si podría subirme a un colectivo ahora —comenta en voz baja, Matías apenas si lo escuchó con todo el ruido de la calle.
—Oye, me estás preocupando ¿y si mejor vamos al hospital para una consulta?
El corazón de Ramiro comenzó a palpitar, fuerte, pero intermitente. Haciendo pausas y volviendo a golpear con intensidad —No, no. Sólo llévame a casa, seguramente fue por la emoción de conseguir trabajo, ya me conoces.
Seguía sin recordar la entrevista. Se suponía que debería estar contento, aunque en su corazón sólo habitaba la tristeza por todo lo ocurrido, y todos los meses que vivió en su mente, postrado en una cama sin poder moverse. Ese sueño había sido demasiado real, como si hubiera estado en otro mundo, viviendo otra vida en un universo paralelo. Por lo que su confusión, no paraba de crecer mientras sumaba y recordaba los pormenores de esa pesadilla. Tal vez, su mente fue la que se encargó de hacerlo real, ya que después de todo, nunca había vivido un desmayo y desconocía el alcance de su terrible imaginación. Como muchas veces se lo había repetido su madre, él era dueño de una mente muy creativa, tanto, que en su infancia siempre la maravillaba por las mañanas, contándole los relatos más fantásticos que había vivido en tan sólo una noche. Eleonora varias veces comentaba que no necesitaba leerle cuentos, porque el niño se los inventaba durante sus descansos, y que ella, algún día los escribiría para publicarlos y que todas las madres del mundo tuvieran historias que contar a sus niños.
Este recuerdo, se le ocurrió a Ramiro mientras subía a la moto junto a su amigo, y al menos por ahora, era la única explicación viable que se le ocurría. Así, que terminó echándole la culpa al desmayo como disparador de su gigante imaginación y posterior amnesia. Decidiendo seguirle la corriente a su amigo, fingiendo que todo estaba bien, así lo llevaría rápidamente de vuelta a casa, dado que se sentía como un niño pequeño, ansioso por la necesidad ver a su madre cuánto antes.
El abrazo de una madre pone los pies en la tierra de cualquier persona, no importa que tan perdida esté, lo arregla todo.
Matías lo miró extrañado, sabía que algo andaba mal. Porque cuándo habían salido de la entrevista, la euforia y alegría inundaban los ojos de Ramiro. Se lo veía enérgico y contento, gracias que todos esos nervios acumulados habían desaparecido al tener una respuesta a sus dudas. Ahora estaba apagado, un desmayo por supuesto, nunca debe ser tomado a la ligera, y posiblemente sea lo que le esté causando ese evidente cuadro de depresión. Aunque decidió hacer lo mismo, continuar con el plan, minimizar el hecho, aislarlo y volver. Tal vez, respirar otro aire le haría bien, y ya en la casa, podría hacer reposo durmiendo. Ambos se subieron y emprendieron el viaje de vuelta, con total normalidad, hasta que llegaron a la zona de los Troncos de Talar. Lo siguiente, unos metros más adelante, era el puente, el Viaducto Inmaculada Concepción que los haría llegar a General Pacheco. Ramiro comenzó a temblar a medida que la motocicleta escalaba hacia arriba, los recuerdos del accidente estaban frescos en su mente, provocándole un ataque de pánico tremendo. No podía respirar bien y su vista comenzó a nublarse, no veía nada más allá del visor y la espalda de su amigo, por lo que, en un acto reflejo por mantenerse estable, presionó con ambas piernas la motocicleta y a Matías.
El joven que iba conduciendo, sintió el temblor detrás suyo y cómo este, afectaba el equilibrio del vehículo —Tranquilo Rami, ya casi llegamos, falta poco —le gritó, intentado calmar a su copiloto, apenas mirando hacia atrás.
Igualmente, las palabras se las llevó el viento. Debido a que no sólo era el lugar y el recuerdo fresco del accidente lo que atormentaba la embotada mente de Ramiro. Sus manos y piernas comenzaron a temblar sin control cuándo vio que, en la mano de enfrente, viniendo en sentido opuesto a ellos, se acercaba un colectivo de la línea noventa y cuatro.
—Oye, cálmate, vas a hacer que nos caigamos— le advirtió Matías, gritando nuevamente.
En efecto, el cuerpo del muchacho temblaba descontroladamente, y casi provoca que su amigo pierda el equilibrio de la moto, al girar su cabeza y cuerpo para ver el número del transporte que se alejaba a toda velocidad.
— ¿Lo has visto? Era el cincuenta y seis ¡era el cincuenta y seis! —repetía una y otra vez, mientras que la motocicleta se tambaleaba, luchando por no caer al asfalto.
— ¿¡Y qué con eso?! —contestaba Matías, enojado y con el corazón en la boca, debido al actuar errático de su amigo —¡quédate quieto, nos vamos a matar Ramiro!
El automóvil que iba detrás de ellos, hizo sonar la bocina varias veces. Seguramente, intentando de advertir a los chicos, para que se mantuvieran en el carril, y afortunadamente funcionó. Porque luego de escucharlo, Ramiro se calmó, dejando atrás el exabrupto cometido sobre el puente, un puente que llegaba a su fin con un semáforo en rojo, obligándolos a detenerse como todos los demás.
Matías ya no sabía que pensar, se llamó al silencio mientras esperaba la llegada de la luz verde para reanudar la marcha. Y detrás de él, sentía que su amigo giraba la cabeza para todos lados.
<< ¿Qué le pasa? ¿Qué busca? >> Pensaba preocupado.
Era verdad, Ramiro buscaba algo. Los recuerdos de su sueño estaban demasiado frescos como para ignorarlos, incluso, parecía estar teniendo un ataque de pánico, seguido por un brote de paranoia. Porque en la vereda de la mano de enfrente, iba caminando un viejo, un hombre mayor que sostenía su caminata en base a un bastón y llevaba un largo saco negro con pantalón de vestir y sombrero.
La vista de Ramiro se agudizó, abandonando cualquier vestigio de visión periférica. Sus pupilas se afinaron y el pulso cardíaco se aceleró bruscamente. Parecía un depredador observando a su presa, Matías se dio vuelta sobre su hombro izquierdo porque sintió que el peso de la moto se inclinaba hacia ese costado y notó este detalle singular. Su amigo estaba tenso y tenía la mirada concentrada en un punto, parecía un gato acechando un ratón.
—Ramiro ¿qué haces? Ya me estás asustando.
—Ese viejo —murmuró el chico. Tenía la voz apagada, pero firme y oscura, como si estuviera conteniendo furia o enojo. Matías sintió que su amigo transmitía un gran resentimiento, percibía la tensión en el cuerpo de su acompañante, parecía un animal embravecido, como si fuera a saltar de la moto en cualquier momento.
A veces, sólo a veces, o muchas más de las que nuestra maduración nos lo permite ver, la furia de una persona puede estar motivada por el miedo. Tendemos a enojarnos con los demás cuándo nos ofenden, pero en el caso de la vida, cuándo esta se muestra misteriosa o injusta con nosotros, los seres humanos perdemos los estribos y reaccionamos de forma violenta. ¿Y cuándo reacciona un ser vivo con violencia? Cuando se siente amenazado, cuándo la inseguridad sobrepasa nuestros valores. Y estas palabras mencionadas eventualmente llevan a un sinónimo, a una palabra en común, miedo.
Ramiro, a los ojos de su amigo, parecía y se veía enojado, pero la verdad es que estaba asustado. Jamás en la vida se había sentido tan inseguro sobre su futuro como ahora. Y esa fría sensación que recorrió su espalda cuándo luego de ver al viejo, era la que más lo aterraba.
Matías miró hacia la vereda de enfrente y se mantuvo escéptico. Era verdad, había una persona mayor, caminaba con lentitud y dificultosamente, esquivando las baldosas partidas del suelo.
— ¿Qué tiene ese viejo? Pienso que se está por caer en cualquier momento —comentó, riendo nerviosamente, intentado de desviar la seriedad de su amigo. No funcionó. Igualmente, el semáforo encendió sus faros en verde y los chicos reanudaron la marcha, dejando todo atrás.
Ramiro no le quitaba los ojos de encima, esperaba algo, pero este hombre no se percataba de su aguda atención, por lo que seguía caminando con la mirada perdida en el suelo. Hasta que levantó la cabeza, con su mano derecha elevó ligeramente el ala del sombrero, simulando que se lo acomodaba y clavó su vista en los ojos del chico, como si se hubiera dado cuenta quién lo estaba viendo. Este hombre tenía los ojos oscuros, eran pura pupila, opacos e inexpresivos, no emitían emoción alguna. Fue solo una fracción de segundo, pero más que suficiente para que el joven sintiera todo el peso de la mirada, seguido por un aterrador escalofrío, cargado de miedo, inseguridad y desprotección. Este frío viajó por el aire, entró en sus retinas y recorrió cada nervio de su cuerpo, helándole la sangre en el proceso, hasta paralizarle el corazón. Ramiro tembló impulsivamente y perdió el control de su cuerpo.
<<Es él, no lo puedo creer>> Pensó aterrado.
El octogenario sonrió, moviendo apenas la comisura de sus labios hacia la derecha, y se quedó así, estático, viendo como los dos amigos se alejaban en la motocicleta, hasta perderse en la lejanía del tránsito.
— ¿Ramiro qué te sucede? ¿Por qué te mueves así? Harás que nos caigamos al suelo.
Matías intentaba mantener el control del vehículo y su paciencia. Él quería mucho a su amigo, pero si este hacía estupideces, como sacudir la motocicleta, se lo haría saber con enojo.
—Nada, no es nada —se excusaba Ramiro —Perdóname, sólo volvamos a casa.
—Si nos caemos al suelo y rompemos la moto, tu hermano nos mata. Y si sobrevivimos a su golpiza, yo mismo te mataré ¿ok? —Bromeaba Matías, un poco en serio, un poco en chiste.
El pasajero respondió con silencio, conforme se alejaban de ese puente horrible y del viejo, comenzaba a sentirse mejor, aunque algo aturdido. Su cerebro era una bola de ideas sueltas y cosas sin sentido. Pero entre tanto caos, tenía una que no lo abandonaba, la cual era llegar y ver su madre, hablar con ella y volver a la realidad era lo único que necesitaba. Abrazarla.
Finalmente llegaron a destino. Matías respiró aliviado, ya que jamás había vivido una situación tan extraña, incluso peligrosa por parte de su amigo. Quiso maniobrar para acercarse a la vereda, con la intención de subir y estacionar, sin embargo, antes de poder terminar su movimiento, Ramiro ya, había saltado. Cruzó el portón sin mirar nada más, dejándolo abierto de par en par, el cual debería haber estado cerrado con llaves, pero no fue así, estaba destrabado. Siguió caminando sin quitarse el casco e ingresó a su casa a los gritos, llamando por su madre. Una madre que claramente, no respondía a sus llamados, porque no estaba allí.
—No puede ser que no esté ¿Dónde está? —Exclamaba a viva voz, mientras recorría los ambientes de la casa.
Matías todavía estaba en la vereda, acomodando la moto. Luego apagó el motor, sacó la llave del tambor de contacto y se quitó el casco. Miró al cielo, cerró los ojos y tomó una gran bocanada de aire fresco, buscando un poco de tranquilidad ante el nerviosismo que irradiaba su amigo. Es que no era normal, hasta incluso desde la vereda podía oírlo que iba de un lado al otro en el interior de la casa. Y así permaneció, sentado en la moto, la cual descansaba apoyada sobre su pata de cabra.
—<<Ramiro ¿qué te sucede? Ella tal vez salió para hacer las compras del almuerzo, ya es media mañana y de seguro volverá pronto, se fue caminando y, además, dejó el portón sin trabar>> Pensaba Mati.
Ciertamente era lo más sensato, lo más racional que cualquier persona en sus cabales pensaría, más aún, cuándo Matías vio que Eleonora venía caminando, doblando la esquina, y con dos grandes bolsas en cada una de sus manos.
El joven se bajó, dejó el casco enganchado en el manubrio y realizó un breve trote para asistir a la mujer, acortando rápidamente la distancia que los separaba, no más de media cuadra. Ella lo saludó y agradeció el gesto.
—Matías, que bueno que ya regresaron ¿cómo le fue a Rami?
El muchacho no le respondió de inmediato, se tomó un segundo de más para contestar, sin embargo, la razón de haber corrido, justamente era para avisar a la mujer sobre la situación de su hijo.
—El, a Rami le fue bien, consiguió el trabajo y comienza el lunes. Hasta le ha caído muy bien a su nuevo jefe —contestó, aunque su tono de voz era parco, sombrío y no dejaba de mirar al suelo.
El rostro de la señora se iluminó al escuchar la primera parte, pero de inmediato supo que algo no andaba bien — ¿Y por qué la cara larga? Mati ¿Qué sucede?
—Es extraño —dijo pensativo —Es como si el Ramiro que volvió de esa entrevista fuera otro. Primero se desmayó, fue un segundo, pero más que suficiente para que cayera sobre la vereda. Él dice que no recuerda nada, tiene amnesia temporal, ni siquiera recuerda la entrevista.
La mujer apuró el paso, quería llegar de inmediato con su hijo — ¿Llamaron a una ambulancia? No es un buen signo que no pueda recordar. Él siempre ha sido un chico de emociones intensas, recuerdo que cuando era pequeño, las vivía a flor de piel, pero jamás se había desmayado. Durante su infancia, cuándo llegaba su cumpleaños se emocionaba tanto con la torta y la llegada de sus amiguitos, que lloraba de alegría cuándo le cantaban y soplaba las velitas. Es más, el día previo, a veces le temblaba el cuerpo y se le aflojaban las piernitas, recuerdo que yo lo sentaba conmigo, le contaba algo que lo hiciera reír y lo abrazaba hasta que se calmaba ¿Y los fines de año? No dormía la noche previa a Navidad, esperando por la llegada de Papá Noel, pero jamás se desmayó. Esto es nuevo ¿Dónde está?
—En su casa, entró a buscarla y ni siquiera se quitó el casco. Por eso le digo, está extraño. Todo el viaje de vuelta estuvo raro, a veces temblaba y miraba raro a la gente.
— ¿A la gente? ¿Los miraba fijo? —preguntó Eleonora, mientras apuraba el paso. Ya casi estaban en el portón.
—Sí, como si alguien lo estuviera persiguiendo. También comenzó a decirme decía cosas raras sobre un jubilado que iba caminando. Giró tanto la cabeza para verlo, que me hizo perder el equilibrio de la moto dos veces y casi nos caemos.
Dentro de la casa, Ramiro buscaba a su madre en todos los ambientes, revisó cada rincón y habitación, una por una, sin embargo, al parecer no había nadie. Todas las puertas estaban entreabiertas y las camas revueltas. Todos se habían ido, el inmueble se hallaba vacío y necesitaba encontrarse con alguien para saber que todo estaba bien. Peor aún, se le paralizó el corazón al llegar a la cocina y ver la pava hirviendo en seco, le provocaba terror ¿Qué podría haber pasado para que su madre la abandonara así? Todo era vapor en el aire, ya ni siquiera le quedaba agua para hervir, la pava crujía sobre la hornalla. Y no era para menos, cuando corrió a apagarla, la base estaba al rojo vivo.
<< ¿Qué está sucediendo? No entiendo nada>> Pensaba Ramiro, consternado, mientras abría una de las ventanas para ventilar el ambiente. Precisamente, fue cuándo estiraba su brazo derecho para correr la cortina, que escuchó la puerta del frente cerrarse a sus espaldas, e inmediatamente se giró, mirando al umbral que conectaba la cocina con el living. Luego, sonido de llaves, bolsas en movimiento y pasos, alguien había entrado y caminaba. Tenía tanta confusión en su cabeza, que no se movió de su lugar, delante de la ventana, incluso parecía haber más vapor que cuándo llegó a la cocina, como si hubiera entrado más, en vez de salir al exterior.
— ¿Quién anda ahí? —Dijo con voz temblorosa — ¿Mamá? ¿Matías?
El sonido de una persona caminando se hacía más fuerte conforme se aproximaba. Jamás en la vida se había sentido tan temeroso de que hubiera una persona en su casa, era tanta la inseguridad que lo invadía, que seguía con el casco puesto.
— ¿Qué es todo ese humo? —Exclamó Eleonora enérgicamente, ingresando a la cocina y agitando los brazos, intentando de abanicar el vapor.
—Creo que dejé la pava y tardé más de la cuenta en volver —Decía la mujer, con tono casual. Pero antes de terminar de acercarse a su hijo, se detuvo súbitamente —¿Rami? ¿Qué ha sucedido? ¿Todo bien?
El joven corrió hacia su madre, sin percatarse que aún tenía el casco puesto, y le propinó un gran golpe en la frente cuándo quiso abrazarla. Ambos rieron, Ramiro mucho más aliviado, se sentía como un pequeño en su zona de confort. La mujer le ponía los pies en la tierra, lo ubicaba en la tierra, brindándole seguridad y esa era justamente, la sensación que necesitaba para volver a la realidad.
—Sí, perdóname —dijo mientras se quitaba el casco, y lo dejaba en una esquina de la mesa de la cocina —entré corriendo y cuándo vi el vapor, me asusté. Es que en realidad mamá, no sueles olvidarte estos detalles y yo, no importa, pensé cualquier cosa.
La señora sonrió mientras dejaba la bolsa con el pan en la mesa —Si, es cierto, es que estaba muy nerviosa por tu entrevista. Así que decidí prepararme otro mate hasta que volvieras y quise jugarme una carrera a mí misma. La verdad es que no daba más de la ansiedad por ti, y sabes que cuándo me dan nervios, empiezo a comer. Tuve muchas ganas de pan, y para volver rápido, me dejé a propósito la pava calentando el agua. Como verás, fallé, me quedé charlando con doña Estela en la panadería y el agua se me hirvió hasta evaporarse por completo. Mala mía.
Ramiro se había sentado en una de las sillas de la mesa de la cocina, tranquilo, prácticamente ya no quedaba humo y la sensación de hogar se volvía tangible justo como antes de marcharse. Eleonora llenó la pava con agua fresca, encendió la hornalla una vez más y la apoyó para calentarla —Menos mal que no se rompió —exclamó aliviada.
Luego agarró el mate, le colocó yerba nueva, y mientras lo agitaba para que se mezcle bien sin taparse, se dirigió a su hijo —Rami, quiero que me cuentes cómo te fue, qué te dijeron, qué te preguntaron, todo, todo. Pero antes de decir nada, ve a despertar a tu padre y dile que el mundo siguió girando en su ausencia, ya es hora que se levante.
El chico le hizo caso, estaba contento y relajado, así que se levantó de un salto y fue casi corriendo a buscar a su padre, de la misma forma que solía hacer cuándo era un niño. No sin antes, volver y abrazar a su madre, además de darle un sentido beso en la mejilla, como supo hacer alguna vez de pequeño. Salió de la cocina, atravesó el living y fue directo al pasillo que conectaba con los dormitorios.
—No aceptes un “no” por respuesta —gritó Eleonora desde la cocina.
—Si, si, no, no —contestó alegremente Ramiro.
Primero pasó por delante de la puerta del baño, miró por las dudas, pero estaba abierta de par en par, así que allí no había nadie. Hizo unos pasos más y acabó frente a la habitación matrimonial, tenía la puerta abierta hasta la mitad solamente y podía oír a su padre roncando. Extendió la mano para terminar de abrirla, y mientras daba ese primer paso para ingresar, notó que las cortinas y persiana, obstruían cualquier filtración de luz solar, creando un ambiente terriblemente oscuro. Precisamente, como el joven venía desde afuera, no podía ver nada más allá de la distancia de su mano, e incluso con la puerta como estaba, la luz parecía desvanecerse, siendo devorada agresivamente por la oscuridad reinante de la habitación. Por fortuna, conocía de memoria donde estaba la cama y los obstáculos, así que, guiado sólo por los fuertes ronquidos de su padre, comenzó a caminar. De manera preventiva, decidió dejar entreabierta la puerta, pero esta se negaba a permanecer abierta. Entonces, con cada paso que daba mientras se sumergía en la habitación, la penumbra se volvía más y más densa, alcanzando el punto de oscuridad casi absoluta. Y fue allí mismo, luego de rodear la cama y acercarse a ese bulto roncador humanizado, que recordó algo.
Un detalle.
<<Pero si no había nadie en casa cuando vine ¿en qué momento?>>
La puerta se cerró por sí sola. Afuera parecía haberse nublado, porque de un momento al otro, disminuyó la cantidad de luz que ingresaba de la ventana. Los ronquidos cesaron, su padre realizó una larga exhalación y luego de eso, silencio total. Los ojos de Ramiro ya no servían de nada, pero sus cuatro sentidos restantes, estallaron al unísono. El ruido que hizo el pestillo de la cerradura al trabarse, aceleró su pulso, las orejas se le tensaron hacia atrás, su respiración se volvió corta y errática, provocando que abriera la boca para respirar mejor. Claramente podía escuchar sus propios latidos que emanaban de la garganta. Estos, golpeaban como tambores el denso aire a su alrededor, rompiendo con el silencio sepulcral de la habitación.
El ambiente estaba raro, quieto, rancio. Y como tenía la boca abierta, su lengua se secó, trayendo consigo un extrañísimo gusto a hierro, similar al que percibimos cuándo barremos y levantamos polvo con la escoba. A unos metros de distancia, comenzó a escuchar una suave respiración, y gracias a que todavía unos pequeños rayos de luz se filtraban por la persiana que estaba baja, fue que sus ojos lentamente se acostumbraron a la oscuridad. Pudo ver que ese enorme bulto en la cama, se movía y se inflaba de arriba hacia abajo, por lo que dedujo, era su padre durmiendo, roncando levemente.
Iba a despertarlo llamándolo por su nombre, pero, un grito muy animado de Eleonora desde la cocina lo distrajo levemente — ¡Ramiro! ¡Ya está el agua del mate lista! ¡Vengan que se enfría!
El joven estaba a mitad de camino, no sabía si volver hacia la puerta o terminar de caminar hacia su padre —Papá, vamos a desayunar —dijo con un hilito de voz.
No hubo respuesta, es más, el hombre retomó su característico ronquido, por lo que Ramiro, un poco más tranquilo, se aventuró a tocarle el hombro o mínimo, tirarle de la frazada para que reaccionara. Y eso hizo, avanzando dos pasos más en la penumbra, le dio unos toques con la punta del pie a la pata de la cama, pero no alcanzaron. Así que terminó por rodearla y se acercó lo suficiente como para estirar el brazo y destapar al hombre, el cual, al verle el rostro, no pudo reconocer como su padre. Era otro, un extraño se había colado en la casa.
—Tu madre tiene razón —dijo este, mientras abría los ojos, corría las sábanas y se levantaba de la cama.
Tampoco reconoció la voz del papá, era alguien que se vestía como él, que había dormido en el lugar de él, sin embargo, era un impostor, y Ramiro alcanzó a reconocerlo.
— Tu eres... —No podía hablar, se le había cerrado la garganta.
Era el viejo del puente, el que estaba en la calle.
Al joven se le detuvo el corazón, sus piernas dejaron de responderle, paralizadas ante el pavor que le causó ver al jubilado en el lugar de su padre. El shock fue tan horrible, que retrocedió en la penumbra, pisando mal y enredándose con la punta de la sábana que bajaba al costado de la cama. Sin piernas o brazos que pudieran contenerlo, cayó violentamente hacia atrás y se golpeó la nuca con el borde de un mueble, quedando boca arriba. Le costaba respirar, le faltaba el aire y sólo tenía sus ojos, los cuales lentamente, se acostumbraban a la escasa luz y creciente oscuridad, como si desde el suelo se vieran mejor los detalles de la habitación. Su primer reflejo fue levantarse, pero no pudo, el ambiente parecía estar dado vuelta. El piso era el techo y viceversa, todo el mundo parecía haberse girado patas para arriba, y ver esto lo mareó gravemente. Tenía el estómago revuelto, estaba viviendo una pesadilla muy real y para aumentar aún más el nivel de angustia, sus fuerzas lo habían abandonado luego del tropiezo.
Sentía todo el cuerpo adormecido, cansado, agotado, por lo que simplemente, se dejó llevar y cerró los ojos. Esperando a que el sueño termine, esperando a despertar, pero todavía podía escuchar los pasos que se aproximaban hacia él, muy reales.
—Niño, vamos, ya sabes que cumplí mi parte, no me hagas perder más tiempo —murmuró el octogenario.
Ramiro no veía o no quería ver nada, aunque su olfato funcionaba a la perfección. Con la nariz olía a tierra, y lo mismo en la lengua, estaba cubierta de polvo, sin saliva, pero había algo más, un fluido espeso con gusto a hierro llegaba a instalarse y cubrir cada centímetro de su paladar, era el inconfundible sabor a sangre. Los oídos tampoco pudieron ignorar lo que escuchaban, eran sirenas de vehículos de rescate, sonaban a lo lejos y conforme se acercaban, se volvían más agudas y estridentes. Sin embargo, eran fácilmente superadas por los gritos más aterradoramente agónicos, acompañadas por los pasos del viejo, quien se acercó hasta quedar junto a él y se agachó para hablarle.
—Mi boca —dijo el chico con un hilo de voz — ¿Qué es este sabor?
—Es tuya, tu propia sangre. Tu cuerpo celebra la vida, expulsándola hacia afuera. Es la sangre de los muertos ¿Estás listo? Vamos.
— ¿Dónde nos dirigimos? ¿Adónde vamos?
—Tú tranquilo, ya lo verás.
— ¿Cómo voy a saberlo? Estoy ciego, no puedo ver. La cara me arde, siento fuego dentro de mis ojos.
El hombre hizo un gesto de rechazo y cierta sorpresa. El nivel de consciencia que manejaba el chico lo descolocaba. Y si bien le sorprendía la soltura y claridad que usaba para hablarle, su paciencia se agotaba —Idiota, abre los ojos y mira bien a tu alrededor.
El joven le hizo caso, en efecto era verdad. Le dolía la frente y los párpados de tanta fuerza que hacía por mantenerlos cerrados, y para cuándo se percató que podía abrirlos, sintió alivio en su rostro. Aunque el alivio viene en muchas formas, y apenas si pudo saborear una sola de ellas, la de los músculos en su cara. Ya que la confusión no hacía más que aumentar, porque al aclarar sus pupilas, comprobó que no estaban en su casa, y eso, no hizo más que incrementar la ansiedad, elevando el estrés en su débil corazón.
Seguían los dos en lo que parecía ser el mismo lugar de antes, al costado del puente. Tenía el cuerpo adormecido y sólo movía un poco la cabeza en círculos, mirando al cielo, e ignorando casi instintivamente, la vorágine espectral que tenía unos metros adelante.
— ¿Pero cuánto tiempo ha transcurrido? —Preguntó exaltado —Ya es de noche.
—Aquí siempre es de noche amigo —Contestó en claro tono de obviedad.
En efecto, no estaba más alejado de la realidad, dado que el cielo oscurecido casi en su totalidad, no permitía tener una buena visión del objetivo. En el punto más alto del cielo, donde debería estar el sol, había un gigantesco anillo de fuego, la estrella madre, tenía el centro completamente negro y en los bordes, un aro rojo delimitaba su contorno. Y más afuera de esta línea, sutiles llamas naranja, le daban movimiento y fluidez a la penumbra diurna. A escasos metros de ellos, la motocicleta prácticamente doblada al medio, descansaba sobre la vereda, tenía una de las luces de giro de atrás parpadeando, intermitentemente. Esta luz amarilla, iluminaba tenuemente el rostro del hombre que estaba junto a él. La oscuridad realmente envolvía todo con voracidad, y si no fuese por ese destello ámbar, Ramiro vería poco y nada.
Pero había algo más, una suerte de monumento se erigía al frente, y gracias a que pudo divisar esta figura y postura cuasi milagrosa del micro, el chico abrió grandes los ojos como nunca en la vida lo había hecho. El objeto en cuestión, luego de tamaña caída, permanecía erguido, como una impasible torre de metal y carne humana. Como una depravada e infernal versión de la Torre de Pisa, desafiando toda lógica o física terrestre. Es que había caído de frente, sí, y la manera en que mantenía esa postura irreal, se debía a una coincidencia del destino, más que a un mérito propio. No obstante, como si se tratase de una vara de metal clavada en la tierra, mantenía su verticalidad, ayudado vagamente, por un poste de luz. El cual permitía aquella impactante posición, suspendidos y contenidos por cables que se negaban a ceder.
— ¿Ves? Tus ojos están perfectos —El viejo no miraba a Ramiro, se dedicaba a contemplar de manera ociosa la estructura, como si tampoco pudiera dar crédito a lo que estaba ocurriendo, pero al mismo tiempo, su tono de voz mostraba placer. Incluso un oscuro y ocioso orgullo por lo que veían sus ojos, permaneciendo de pie, sosteniéndose con el bastón en su mano izquierda, la cual temblaba sutilmente. La luz amarilla de la motocicleta lo iluminaba sólo de un lado, y sólo de a mínimos intervalos de a un segundo por vez. Para el chico, que lo veía desde abajo, este hombre no parecía ser más que una sombra, que aparecía y desaparecía, jugando con la luz.
—Lo que tuviste pequeño, fue ceguera, por el miedo a morir, por eso no podías ni puedes ver con claridad. Tus ojos nunca han visto la verdad, le temes a la muerte y por culpa de ese espanto, eres incapaz de ver su belleza. Su pureza, sabiduría y poder infinito.
— ¿Cómo lo sabes? —la confusión era más que evidente en él.
— ¿Y tú no lo sabes? —Contra pregunta este —Ahora estás viendo más allá de lo evidente, de lo que podría ver cualquier persona. Este es un lugar en el cual tus ojos no son tan importantes. Ya lo sabrás, yo te guiaré Ramiro, cuánto antes lo aceptes, más rápido podrás ver.
—No entiendo.
El hombre suelta aire bufando—Tu nivel de lucidez, es exasperante. Cuando sientas el viento en tu rostro, significa que te estarás moviendo. Cuando sientas frío y que el agua fluye, es que te diriges hacia las profundidades, descendiendo a toda velocidad. Luego experimentarás calor, ordinario, intenso y único. Ese seré yo reclamando lo que es mío, cobrando mi parte, exigiendo mi tributo. Te aseguro que sentirás el fuego ardiendo, quemando, purificando y devorando tu piel, consumiendo cualquier rastro de humedad en tus restos. Pero, al igual que en la vida y en la muerte, todo llega a su fin. Cuando la llama acabe con su banquete, consumiendo todo hasta apagarse, sólo quedaran las cenizas de lo que fuiste. Esas cenizas, se perderán para siempre en la tierra y limpiarán tu dolor.
—Estás demente, viejo asqueroso —Ramiro no daba más. Con los ojos buscaba ayuda, mirando en todas las direcciones posibles, tal vez alguien cuerdo que pudiera acercase a socorrerlo, no obstante, parecía ser que no había nadie. Cada músculo de su cuerpo temblaba con fuertes espasmos, no los podía detener ni controlar, estaba servido en bandeja.
El viejo acercó su rostro hasta el del chico una vez más, y con su mano derecha lo levantó un poco, tomándolo de las ropas. El accidentado tuvo la sensación que era alguien mucho más fuerte de lo que aparentaba para su edad. Dado que lo tomó con fuerza, como si el brazo fuese una máquina hidráulica.
—¿Demente? ¿Asqueroso? Me ofendes. Esos adjetivos no me representan, guárdalos para tu asquerosa y demente humanidad, además ¿Acaso piensas que tienes opciones? —le gritó el sujeto en la cara, al mismo tiempo que lo agitaba.
La cabeza de Ramiro cayó abruptamente hacia atrás y quedó colgando en el aire. El casco pesaba literalmente una tonelada, parecía estar relleno de cemento.
—Siento que me estoy cayendo, no puedo respirar —dijo con voz entre cortada.
— ¿En serio te preocupa eso? No me digas —El tono de voz del hombre se oía jocoso, parecía alegre, pero cada palabra escondía una furia latente, como un volcán tronando antes de hacer erupción — ¿Escuchas?
—Déjame en paz. No oigo nada más que tus locuras, vete —le dijo con la quijada temblorosa. Finalmente, Ramiro se quebró, quiso buscar enojo o rabia en su corazón, sin embargo, sólo había temor y una gigantesca sensación de vacío, emocionalmente estaba devastado. Nunca había experimentado un sentimiento tan agobiante de soledad y vulnerabilidad. Sintió verdaderas ganas de llorar de miedo.
Cuando el joven acabó de decir la última palabra, sus ojos brillaron, emitieron un destello atípico. En el fondo de sus pupilas había luz, era como ver un fuego ardiendo a través de un cristal. Seguido por enormes, jugosas lágrimas que caían por sus mejillas y quemaban la tierra al tocarla, más no se absorbían, permanecían en la superficie, intactas.
El tipo vio esta señal a la perfección, y su rostro cambió súbitamente. Primero su frente se arrugó, ligeramente sorprendido, pasando de una tensa calma, a algo mucho peor, decepción. Sabía que era, sabía lo que iba a pasar a continuación, así que exclamó una maldición mirando al cielo, vociferando con bronca e impotencia.
—A ver, quítate esto —refunfuñó.
Volvió a mirar a Ramiro, extendió ambos brazos y sin mediar palabras, tomó el casco con las dos manos y se lo quitó de un solo movimiento, arrancando las cintas de seguridad del mentón y casi extirpándole las orejas en el proceso. El cuello del muchacho tronó al unísono, debido al estiramiento repentino que sufrió, y, como si se tratase de un quiropráctico infernal, cada vertebra de la columna se encargó de crujir, haciéndoselo sentir dolorosamente hasta abajo. Luego el tipo, arrojó el casco contra el muro de concreto del puente, estallándolo en pedazos, tal cual como haría un náufrago intentando de abrir un coco. A partir de ese momento, aquella pared, era lo único que le servía de apoyo a la espalda de Ramiro.
— ¿Ahora? ¿Escuchas mejor? ¿Ves mejor?
Estaba enojado, se dirigía al joven con rabia y una muy mal disimulada ironía. Sus ojos eran grandes, con muchas venas en su interior, proyectadas con rojo fuego y la mirada fija en su objetivo. Le temblaban los pómulos y la mandíbula de la cólera que sentía, sin embargo, se tomó un segundo para aclararse la garganta y hablar.
—Te cumplí ese deseo porque tienes algo que quiero —le decía, mientras que, con la punta del bastón, le golpeaba el pecho con cada sílaba que pronunciaba —Tú y yo, teníamos un trato. Pero estos idiotas se tardaron demasiado ¡qué estúpidos y malditos egoístas que son!
—Yo no desee absolutamente nada —contestó Ramiro entre sollozos, casi en forma de queja. Aunque débil, sin mayores argumentos o convicciones.
— ¿Qué no? Sí que lo hiciste. Deseabas volver a ver a tu madre, lo pensaste y lo sentiste. Yo te lo cumplí. Yo me dedico a esto, nadie me quita lo mío, punto.
En efecto, e incluso con el cerebro completamente embotado, Ramiro recordó que todo el tiempo estuvo pensando en su mamá, en qué le diría o cómo haría para volver a su casa. Aunque nunca lo dijo en voz alta, por lo que no se explicaba cómo supo el viejo sobre sus pensamientos y sentimientos. Tampoco se animaba a preguntarle, el tipo estaba desquiciado, lanzaba maldiciones al aire y se enojaba “con ellos”.
—Qué bastardos egoístas que son, de haberlo sabido, ni hubiera gastado mi energía en ti. Qué desperdicio ¡Carajo! ¡Estoy harto que me tomen por idiota!
Ramiro estaba por demás confundido, y para aumentar más aún la congoja, los cambios abruptos de ánimo del viejo lo asustaban. Además, se sentía completamente vulnerable, ya que no podía moverse con libertad o defenderse.
— ¿Qué es lo que me va a pasar? —Atinó a preguntar con un hilo de voz, sus lágrimas continuaban cayendo por las mejillas. Se sentía la criatura más indefensa del mundo.
El jubilado se detuvo en seco, quieto, ya no se quejaba, y un súbito silencio lo envolvió. Algo tramaba, se notaba que pensaba, que estaba maquinando algo. Y luego de cinco segundos de impredecible calma, bajó la vista hacia el chico y comenzó a murmurar como si hablara con alguien, como un loco adicto, moviendo los ojos de izquierda a derecha.
—Si, ya he cumplido mi parte, el idiota debería tomar lo que le corresponde, es mi derecho.
Ya estaba decidido, su cara no decía nada, era pura concentración. Simplemente extendió su brazo y mano derecha en forma de garra hacia el pecho de Ramiro para tomar lo que sea que quisiera. El joven por supuesto no pudo evitarlo, sólo miraba, testigo mudo, el accionar del viejo, hasta que las cinco yemas de los dedos se posaron a la altura del corazón. Y ahí fue, en ese pequeño contacto, que el joven experimentó la más absoluta sensación de vacío, era como si el tipo le succionara el alma, se la estaba arrancando de cuajo, lo estaba matando.
— ¡No! ¡Ya basta por favor!
Fue lo último y que atinó a decir, tenía la lengua paralizada y babeaba desaforado. Sus ojos se habían volteado hacia adentro del dolor y tanto piernas como brazos danzaban enloquecidos, como un títere sin control, hasta que se detuvo.
—No hace falta suplicar, disfruta el momento, que yo lo estoy haciendo —contestó, con total frialdad el desalmado —Ya casi termina.
Precisamente, eso creyó. Porque la humanidad del joven no reaccionaba, ya no se movía, estaba frío, inerte y seco. Sin embargo, esa extrema y necrótica situación, fue interrumpida por una pequeña luz, roja como un rubí, pero translúcida como cristal, de tamaño similar a un copo de nieve. Esta, emergió del pecho del joven. Brillando e iluminando la cara completamente apagada de Ramiro. El hombre se relamía, saboreando su victoria, dado que le atraía aquella energía, la deseaba por sobre todas las cosas, le necesitaba para vivir, pero había algo que estaba mal.
— ¡Ah! —exclamó extasiado, casi jadeando —Una roja, como la sangre. Yo sabía que había algo especial en ti ¡Pero nunca creí que fuera para tanto!
Ya no soportaba más la espera, sus pupilas dilatadas decían a gritos que la deseaba, necesitaba consumir aquella esfera de luz, sin embargo, una presión extraña no le permitía llevar a cabo su cometido. Ya la había alcanzado, sentía su ternura, la tibieza que irradiaba estaba a un centímetro de la palma. No obstante, por más que lo deseara, era incapaz de cerrar la mano, sentía una fuerza repulsora que rechazaba sus intentos, como si fueran polos opuestos de un imán. Nunca se podrían tocar, y esta fuerza invisible, sobrepasaba con creces su voluntad.
La inicialmente, pequeña esfera de energía, aumentó al doble de su tamaño y se volvió más luminosa en el centro. Acompañando ese crecimiento, en su interior se mantuvo de color dorada, pero, lentamente, el rojo primitivo se fue convirtiendo y expandiendo en finos rayos de luz como hilos. Estos comenzaron a emerger desde el centro hacia afuera, tanto a la derecha, como a la izquierda, emulando en forma, las alas de un ave rapaz. Y lo mismo hacia abajo, semejante a la cola de un pájaro con cientos de puntas.
—Increíble —murmuró embelesado —es una partícula inferada. Eso explica muchas cosas, y me deja dudas sobre otras.
El envejecido hombre, permaneció en silencio unos segundos frente al milagro. Se debatía en su interior si debía tomarla o no para sí. Tal vez hacer el esfuerzo y jugarse la vida en atraparla y hacerla suya. Sabía que, con la técnica correcta, podría someterla y transformarla, doblegarla para que no se la quiten los otros y volverse más poderoso. No obstante, al cabo de unos segundos, recordó que no le correspondía a él tomar esa decisión.
—No, no puedo —dijo este, una vez que terminó de pensarlo, resignado ante su incapacidad. Luego de percatarse, que la mano le temblaba por demás debido al esfuerzo que estaba haciendo, ya que sus dedos, eran inútiles, ineptos a la hora de tomar posesión sobre esa esfera de energía.
Por más que lo intentara, aquella pequeña bolita luminosa volvería a su dueño, retrocediendo los pocos centímetros que se había elevado, para volver a ingresar al cuerpo de su portador, desapareciendo dentro del pecho de este. Y así fue, como una vez que acabó este movimiento, una terrible explosión, originada desde el cuerpo de Ramiro, despidió hacia atrás al viejo. Este cayó sobre su espalda y rodó una vuelta completa, terminando acostado boca arriba, mirando al cielo oscuro, completamente obnubilado frente a lo que estaba ocurriendo. En cuanto al joven, al mismo tiempo que la onda expansiva se difuminaba en el aire, abrió los ojos y tomó una gran bocanada de aire fresco. Su cuerpo y cerebro necesitaban recuperar el oxígeno perdido.
— ¿Qué me has hecho? —le recriminó, afónico, con el aliento entrecortado.
El viejo se arrodilló y comenzó a toser mientras, pensativo, recapacitaba. No cabía en su asombro lo que estaba sucediendo, ya que nunca en la vida, y mucho menos en la muerte, vivió esta situación. Jamás nada ni nadie se le había resistido de esa manera, por lo que, derrotado, tomó el báculo y se levantó para caminar hacia Ramiro. Una vez que se acercó lo suficiente, se detuvo frente al muchacho una vez más, se sacudió el polvo de los pantalones y, con evidente resignación, le golpeó la cara con la punta del bastón, haciéndole sangrar la nariz. Luego tomó aire, suspiró, y buscando un poco de serenidad tal vez, le habló con total franqueza.
—Es la llamada, y no es mi nombre el que han pronunciado. Quise salvarte de toda esta locura, a mi manera, cobrar mi parte del trato, porque no creí que se fijarían en ti, pero al parecer me he equivocado. Pobres ilusos, deben de estar desesperados para buscar a alguien como tú y creer que lo van a someter a su voluntad.
—Viejo desquiciado —le dijo furioso, tenía la garganta seca y la voz ronca — ¿Qué llamada? ¿Quiénes?
—Ya lo sabrás —contestó el octogenario —Aunque te aseguro, que conmigo la ibas a pasar mejor.
— ¡Dímelo! —con ese grito, la garganta del chico se había aclarado y recuperaba fuerza.
El hombre hizo una mueca de desaprobación —Haz un poco de silencio, cierra la boca de una buena vez y escucha. Respeta a los muertos.
— ¿Muertos? —Ramiro estaba pálido, aún tenía la adrenalina del despertar recorriendo sus venas, aumentando considerablemente su percepción de la realidad. Respiraba agitadamente, el corazón latía tan fuerte que lo podía sentir retumbando en su garganta. Su nariz percibía olores desconocidos, además de rancios, como animales putrefactos. Los oídos, escuchaban susurros en el aire, similares a voces extrañas hablando palabras inentendibles. Estas a su vez, eran acompañadas de pequeñas garras, como uñas rasgando el cemento, y tenía las pupilas tan dilatadas, que era capaz de ver incluso en la densa oscuridad que los envolvía. De modo que, al mirar a su alrededor, los pudo ver. Súbitamente, de todos lados, de cada rincón donde hubiera un poco de sombra, emergían. También los escuchaba por sobre su cabeza, había gemidos por doquier, apareciendo incluso, desde el borde del puente. Desafiando las leyes de la gravedad, descendían esas criaturas de pesadilla, parecían viejitos pequeños, con mínimos restos de piel o cabellos. Otros por el contrario, tenían tantos pelos que los arrastraban como una asquerosa alfombra, grotescos, bajando en posición vertical, como cucarachas hambrientas caminando en la pared. Lentamente lo habían comenzado a rodear, se le acercaban agazapados, gateando. Muchos de ellos, a lo lejos parecían emitir sonidos graves, roncos, como cerdos, como si tuvieran las narices tapadas por litros de mucosa y, de igual manera, quisieran respirar por allí. Deseosos, lujuriosos por consumir carne, eso los hacía babear, y cuanto más se acercaban, más agitados respiraban, temblorosos. Algunos, exhalando chillidos similares a un bebé, desgarradores, desesperantes, pesadillescos.
Comparable a cuándo le inyectan una vacuna a un infante, parecía que se les desgarrarían las cuerdas vocales por forzarlas tanto. Justamente, en medio de aquellos sonidos horribles, el viejo lo miró a Ramiro y pronunció morbosas palabras.
—¿Hermosos verdad?
El chico respiraba agitado, movía la cabeza de lado a lado en un claro gesto negativo. Su corazón iba a estallar de los nervios, se sentía como un conejo rodeado por zorros — ¿Qué son estas cosas? ¡Quítamelas de encima!
Lo habían cercado, eran tantos que no los podía contar, se encontraban a menos de un metro de separación y continuaban aproximándose. Incluso algunos, ya habían recortado esa mínima distancia, tocándole la zapatilla izquierda con sus deditos, sólo esa, porque la otra la había perdido. Simplemente salió desprendida como consecuencia del accidente e impacto con el suelo. Ramiro no se había dado cuenta, pero tenía los maléolos del tobillo derecho destrozados. Su pie, además, descansaba en una posición antinatural, estando al aire libre, como un pedazo de carne cruda, morado e hinchado en su totalidad. Un detalle importante, que las criaturas no dejaron pasar, atraídas por la piel fresca, por el dolor y la fragilidad de una presa herida, hasta se lo babeaban, saboreando lo que vendría. Sin embargo, alcanzado un punto, no fueron más allá de ahí. Era como si no lo pudieran o no lo pudiesen tocar, parecían respetarlo, o al menos eso llegó a pensar Ramiro entre tanto pavor. Entonces, el hombre comenzó a reír de gusto, disfrutando la desesperación del joven, mientras se abría paso entre las bestias humanoides. Estas se corrían y abrían hacia los lados, hasta que logró acercarse lo suficiente como para agacharse una vez más y estar ambos cara a cara.
—No tienen nombre. Tienen hambre, y sin querer, terminamos trabajando juntos. Antaño fueron personas, como tú, sin embargo, hoy no son más que patéticos despojos de la vida. Cascarones vacíos, reclamando en agonía eterna, algo que jamás tendrán de nuevo. Y te juro por la muerte misma, que los detesto tanto como a ti, no valen nada. Pero, a veces son útiles y acabaron siendo como unas mascotas para mí, me temen y hacen lo que les ordene si quisiera. Son carroñeros, ellos se comen la ropa, la carne, los músculos, beben la sangre, se atoran con los pelos y atragantan con los huesos. Son muy eficientes, como la condenada jauría de adictos que son, y una vez que comienzan, no paran hasta acabar con todo rastro de ser humano en la Tierra. Te aseguro que no dejan nada, excepto...
— ¿Excepto qué? —preguntó aterrorizado el joven. Estaba pálido del susto, temblaba tanto que le dolían los músculos y respiraba descontroladamente, su caja toráxica danzaba y se hinchaba con cada bocanada de aire.
El jubilado levantó su brazo derecho y con la mano abierta rodeó el cuello de Ramiro, asfixiándolo lentamente, cerrando cada vez más y más los dedos. Le temblaba el antebrazo de la fuerza que hacía para contenerse, porque algo no le permitía acabar con la vida del chico. Alternaba entre un rostro serio, con la frente bien arrugada, a una amplia sonrisa de payaso desequilibrado.
—Tu esencia —murmuró jadeante, extasiado —Lo que está más allá de lo evidente, lo que los hace humanos, lo más tierno y delicioso que poseen. Su alma, radiante, opaca, dulce, amarga, agria y salada. Cada persona, cada experiencia vivida les da un sabor único, y me encantan.
Ramiro no podía respirar, apenas se percibía movimiento en su pecho. Había llegado al límite de sus fuerzas, y, siendo salvajemente estrangulado, difícilmente escuchaba las barbaridades que decía el viejo. Tenía la vista nublada y todo era oscuridad, pero este, ajeno al sufrimiento de su víctima, continuó hablándole como si nada pasara. Por momentos parecía divagar, aunque, entre palabra y palabra, miraba a los ojos al pobre chico.
—Los humanos crecen y viven hasta el final de sus días, creyendo que son la cima de la cadena alimenticia ¿y sabes algo? Son la presa, son el ganado. La Tierra no es más que una enorme y obscena granja de crianza, para los depredadores, los consumidores como nosotros ¡Pobres ilusos! Cuando mueren, piensan que se portaron bien y que por eso van a ir al cielo. Cuando en realidad, muchacho, no hacen más que cruzar, saltan la tranquera de al lado, para ir directamente al matadero. Bienvenidos al mundo real, y lo más irónico, es que lo descubren en el último minuto de sus vidas.
El hombre hizo un alto a su monólogo y le soltó el cuello, estaban tan cerca uno del otro, que Ramiro hasta ese momento, no se había percatado de un detalle escabroso. Entre toses y arcadas, cada vez que inspiraba aire, ingresaba por su nariz el inconfundible aliento a sangre que emanaba de su boca. Era nauseabundo, asqueroso, como si tuviera la saliva podrida. Sin embargo, luego de su revelación, el viejo le sonrió otra vez, al ver ese brillo rojizo en el fondo de la pupila del chico.
—Pero —hizo una pausa —supongo que algunos tienen un destino mucho peor que la muerte.
Se lo dijo directo a la cara, casi como si disfrutara de verlo a los ojos, y peor aún, colmando de incertidumbres la mente de Ramiro. Sin ningún tipo de sutilezas, giró la cabeza y con la nariz, le señaló hacia el ómnibus.
— ¿A qué te refieres? ¿Qué va a ocurrir? —lo cuestiona.