Matías por su parte, venía muy tranquilo, escuchando música en el micro ómnibus, a varios kilómetros de distancia. Él viajaba sobre la línea noventa y cuatro, era un vehículo muy reconocido por toda la comunidad, dado que el cuerpo entero del mismo, iba pintado de color gris oscuro. A la altura de los paragolpes, por lo bajo y a todo alrededor, llevaba una enorme franja negra. Y, por último, para acabar de darle identidad, justo debajo de las ventanas a los laterales, dos líneas continuas de punta a punta. Una de color rojo granito y la otra blanca. El joven había subido desde su casa en Ingeniero Maschwitz, una localidad cercana a la de Ramiro, pero que se ubicaba antes. Eso justamente, requirió que tomara precauciones y saliera con tiempo de su domicilio, aunque por fortuna, el ómnibus tenía buena marcha y tiempo de sobra. Incluso durante los primeros kilómetros, Mati los recorrió sentado en la primera fila de asientos, acompañado por una mujer, apenas unos años mayor que él. Ese lugar siempre había sido muy especial para él, dado que, desde pequeño cuándo viajaba con su madre, le encantaba ver todo lo que veía el conductor. Le fascinaba el gran parabrisas del micro y cómo se veía el mundo desde esa posición, tanto, que muchas veces jugaba a que él era un chofer y con un volante imaginario, movía el vehículo en las curvas imitando al profesional. Aunque por supuesto, a medida que fue creciendo y volviéndose más adulto, comprendió que, en realidad, aquellos lugares eran reservados para gente de tercera edad, personas con alguna discapacidad motriz o como en su caso cuándo era pequeño, mujeres con niños.
El muchacho era plenamente consciente de esto y sabía que tarde o temprano acabaría cediendo el asiento, y dada la naturaleza de la hora pico, el transporte comenzó a llenarse de gente. Tanta, que lentamente comenzó a ocupar su capacidad máxima, sin embargo, ninguna de las personas que se considerarían aptas para que él se levantara, subían al transporte.
Matías iba atento durante el recorrido, observando a la gente, pero todos eran hombres, mujeres o adolescentes sanos, lo cual no debería de sorprenderlo, pero le llamaba la atención. Hasta que, finalmente una mujer de edad avanzada subió. El muchacho, consciente de esta situación, no dudó en levantarse para cederle el asiento, la mujer a su lado lo miró, él le devolvió la mirada a ella y se sonrieron. Mati no sabía si existía una regla escrita sobre esa situación, pero como su madre bien le había enseñado hace algunos años, él por ser un hombre joven, en una condición de sanidad buena y fuerte, debería ser el primero en levantarse. Una vez que lo hizo, y antes que el transporte reanudara su marcha, la señora mayor que recién había subido, aceptó amablemente el asiento y con una gran sonrisa.
El joven retrocedió unos pasos y permaneció apenas dos filas de asientos por detrás, dada la aglomeración del micro. La cual, para esa altura del recorrido, ya era bastante. Mati pensó que debía aguantarse, agarrarse fuerte de los soportes y subir el volumen en sus auriculares, que en menos de lo que fuera a pensar, ya estaría llegando con Ramiro. No obstante, luego que hicieran unas pocas cuadras por la avenida principal, en el centro de la localidad de Benavidez, una pasajera que justo iba sentada a la altura del chico en el pasillo, se levantó rápidamente. Caminó acelerada y llegó hasta el frente para avisarle al chofer que se detenga en la siguiente parada. Matías no podía creer su buena suerte, nunca le había pasado esa situación tan repentina, aunque el evidente nerviosismo de esa persona, le dio curiosidad.
La mujer, que había permanecido sentada todo el tiempo y desde antes que él, prácticamente salió despedida hacia adelante, caminando a toda velocidad para indicarle al chofer que se quería bajar en la siguiente parada.
<< Qué raro, capaz creyó que se estaba pasando, capaz que se durmió y asustó>>
Eso pensó Matías, tampoco quiso darle tantas vueltas, él era el único pasajero que quedaría a pie. Porque junto a esa señora, todos aquellos que también habían viajado hasta ese momento, y justamente, parados en el fondo del micro, descendieron. Así que ni dudó en tomar ese lugar para sí.
<<Qué bueno, estando aquí en esta fila, ya no tendré que levantarme otra vez>>
El muchacho se acomodó. Para encaminar este tipo de viajes, tenía una mochila roja muy ligera y fina en la espalda, la cual cargaba con sus pertenencias como documentos, dinero y una botella de agua, la misma que le provocaba dolor en la espalda si se sentaba y la aplastaba contra el respaldo del asiento. Así que decidió girarla sobre sus hombros para colocarla en su regazo, y mientras hacía esto, el micro seguía detenido, ya que ocurrían dos eventos al unísono. Por la puerta de atrás, se bajaba aquella señora un tanto apurada, junto al resto de los viajantes que iban a pie. Por delante, muchas otras personas se agolpaban en la vereda para subir, así, una vez que la puerta se abrió, cuatro mujeres y seis hombres comenzaron a subir. A Matías le pareció un tanto raro que todos ascendieran y pasaran al fondo sin hablarle al chofer o indicarle el valor del boleto. Pero, como el profesional tampoco decía nada, él no haría un escándalo por eso y recordó algo que le había dicho el padre hace mucho tiempo, cuándo viajaban juntos.
<<Capaz que se conocen, es muy común que no les cobren boleto a los amigos y viajen charlando>>
No obstante, surgió la excepción a la regla, ya que todos, menos el séptimo y último hombre en subir, le habló al conductor. Era alguien muy particular, alguien que se movía lento y frágil, tanto, que tardó segundos en posar los pies sobre los escalones. Para el chico, ninguno de los diez individuos que pasaron a su lado le llamaron la atención, sin embargo, este sujeto parecía ser alguien que se detuvo en el tiempo, atrapado en una época distinta. Era un hombre vestido de forma elegante, aunque un tanto deslucida para los cánones actuales, tanto, que incluso a alguien, completamente ajeno a la moda como Matías, le llamó la atención. Llevaba un traje marrón oscuro, muy oscuro, debajo tenía una camisa blanca, chaleco y corbata negros, pantalones del mismo color marrón. En la cintura, un cinto negro con hebilla dorada prácticamente sujetándole por arriba del ombligo, y más abajo, unos zapatos anchos de cuero, marrones oscuros con cordones negros terminados en punta.
Y por supuesto llevaba sombrero, un fedora de ala ancha, del mismo color y tono que el resto del traje, decorado con una cinta negra. Este le cubría parcialmente la cara, dificultando verle los ojos o la frente, apenas podían apreciarse su nariz y mentón. Un mentón que se movió para saludar cordialmente al chofer, indicar con voz ronca el importe del boleto y nada más. Matías lo veía pequeño y disminuido, pero como dedicaba gran parte de su tiempo, a observar y entrenar los cuerpos de sus alumnos en el gym, supuso que antaño, fue un hombre de considerable estatura. Y no sólo eso, ya que, a juzgar por el largo de sus brazos y piernas, fácilmente mediría un metro noventa o dos de alto. Pero que hoy día, dada su avanzada edad e impresionante arqueo de la espalda, no superaba el metro y medio de altura. El chico notó que este sujeto, era la razón por la cual el transporte aún no había reanudado su marcha, dado que el conductor, estaba esperando que el viejo acabara su ascenso. Se tomaba de las barras de seguridad como podía, haciendo un esfuerzo tremendo por no caerse hacia atrás mientras pisaba los dos escalones que lo posicionarían dentro del ómnibus.
—Buen día buen hombre —lo saludó amablemente el chofer — ¿Le ayudo?
El conductor era un hombre fornido, entre unos treinta y cuarenta años, llevaba camisa blanca y pantalón de jean negro. En el pecho, a la altura del corazón exhibía el emblema de la línea para la cual trabajaba, tenía brazos fuertes y manos grandes, un poquito de panza redondeada por sus miles de horas de servicio, y le encantaba llevar gafas de sol a esa hora de la mañana. Operaba a salvo una máquina que pesa varias toneladas y viaja a varios kilómetros por hora al mismo tiempo. Claramente no le costaría acompañar de soporte a alguien tan debilitado, aunque el octogenario le contestó ladeando la cabeza mientras terminada su lenta y delicada elevación.
—Buen día joven —contestó el mayor, acercándose a la máquina de boletos, su voz era áspera, gastada y seca.
Lo más impresionante para Matías, quien observaba todo lo que sucedía, era que el arqueo de la columna vertebral era demasiado obtuso, causaba impresión y dolía con sólo verlo. Para colmo, esa inclinación más el ala del sombrero, no permitían que se distinguiera con claridad el rostro. El viejo no usaba bastón en ese momento, se sostenía con ambas manos y parecía agarrarse con fuerza a pesar de su evidente fragilidad.
—Abuelo no se preocupe, pase, pase —le dijo, mirándolo hacia atrás por el espejo retrovisor. Acto seguido, exclamó a viva voz — ¿Alguien puede cederle el asiento al señor?
Matías, quien vio al chofer por el mismo espejo y lo escuchó claramente, sabía que a él no le correspondía, ya que se ubicaba en la segunda fila de asientos. Pero, una vez que bajó la mirada, se llevó una sorpresa.
<<No lo puedo creer, me está hablando a mí>> Pensó el joven <<No le veo los ojos por los lentes, e igual siento el peso de su mirada>>
En efecto, delante suyo había una mujer, sentada junto a la señora que le sonrió. Ninguna de las dos se inmutó, miraban hacia afuera por la ventana, ajenas a todo. Luego, giró su cabeza hacia la derecha, para ver a su compañero de asiento, confirmando que era compañera, y la muy descarada dormía o se hacía la dormida con media cabeza apoyada contra el vidrio, emitiendo un muy pequeño ronquido, mientras sostenía fuertemente y envolvía con ambas manos su bolso.
—Señor, venga, siéntese —dijo Mati cuándo se levantaba. Intentó disimular su disgusto mientras volvía a girar su mochila hacia atrás y le ofrecía el brazo al abuelo para que se sostuviera.
El viejo lo tomó del antebrazo a la vez que apoyaba su debilitado trasero en el asiento, tal vez sonrió, o por ahí no. También murmuraba cosas inentendibles e inaudibles para el chico.
<<Bueno, al menos el respaldo no lo va a usar>> Pensó la parte malvada del muchacho. Esa que muchas veces hace chistes, comentarios irónicos y se anima a decir cosas que nosotros en voz alta, no.
—Si uso solo la parte de abajo me cobran menos el boleto —murmuró el hombre. Ya se había acomodado y la imagen era cuasi grotesca. Ya que viajaba con las manos agarrándose de los bordes y con la frente apoyada sobre el respaldo del asiento delantero.
Matías lo escuchó, pero el atinado comentario lo dejó mudo. Tardó unos segundos en reaccionar, no sabía si reír o hacer nada, así que optó por emitir una risita nerviosa. A todo esto, finalmente, las puertas se cerraron y el colectivo de la línea noventa y cuatro, reanudó su marcha.
<<Cuánto movimiento en una sola parada ¿Dónde estamos? No llegué a ver, creo que el cartel decía Sarmiento>>
—Esta es la parada Sarmiento —confirmó el viejo, oyéndose de forma clara. Y a pesar que seguía mirando al suelo, dada la posición de su columna, agregó —siempre ando por acá, vengo a visitar a mi familia.
El chico estaba desconcertado, era demasiada coincidencia para ser cierto ¿acaso el viejo podía escuchar su voz interior? ¿O él se había vuelto tan predecible y común en su forma de ser, que un hombre de esa experiencia y sabiduría podría intuir lo que pensaba?
—Si, está bien. No hay problema, disculpe abuelo, escucho música —contestó mintiendo y señalándose la oreja, igualmente el viejo no podría ver hacia arriba.
Dentro suyo reinaba la sorpresa y la confusión, ya que no esperaba que le hablara atinando sus pensamientos. No obstante, hablar con un jubilado decrépito era lo último que necesitaba a esa hora, así que decidió no darle más importancia.
El viaje siguió su curso normal, y Matías, cuando vio que se acercaba a la zona de la casa de Ramiro, le escribió un mensaje por celular, preguntándole donde estaba, o si ya había salido de la casa. Lo más gracioso fue que, mientras este le contestaba, Mati lo pudo ver detenido en una esquina, sentado en la motocicleta, con el casco puesto y el celular en la mano. Fue muy gracioso, dado que, gracias a esa coincidencia, irían prácticamente juntos, porque el chico le hizo saber a su amigo que viajaba exactamente en el colectivo que acababa de pasarlo. Entonces, pudo ver que Ramiro guardó el teléfono en su bolsillo y raudamente se colocó detrás del transporte público.
Continuaron viajando varias cuadras más, pasando por el hospital, centro de Pacheco y estación de bomberos. Todo ese tiempo, el joven desde la motocicleta, oficiaba de sombra, se mantenía detrás y seguía de cerca al transporte de la línea noventa y cuatro. Fue a partir de esa esquina y ese semáforo, que el viejo comenzó a realizar leves movimientos, a ladear la cabeza seguidos de esfuerzos por levantarse, aparentemente, su parada y descenso estaban próximos.
—Aquí están los bomberos ¿ciertos? —preguntó con voz temblorosa el jubilado, mirando levemente hacia su derecha.
Matías lo escuchó perfectamente, aunque tardó en contestarle a propósito, para que no pensara que estaba pendiente o le siguiera hablando. Esperó dos segundos, se quitó uno de los auriculares de la oreja y le contestó.
—Sí, los acabamos de pasar.
—Eso significa que estamos cerca del puente muchacho. Ahí debo bajarme, y me gustaría que me ayudaras.
En efecto, luego de esa, llegarían dos detenciones más, y serían las últimas. Porque el puente de General Pacheco comenzaba, dando por finalizada la ciudad y cambiando de zona. Una vez que el transporte comenzaba a subirlo, no habría vuelta atrás para el viejo, ya que, al pasarse, acabaría del otro lado, en otra ciudad. El hombre se sostuvo del respaldo del asiento de adelante con la mano derecha, luego extendió la izquierda para aferrarse al antebrazo de Mati. Durante ese movimiento, hizo mucha fuerza, el joven sintió el peso ajeno sobre su cuerpo y espalda, obligándolo a inclinarse.
<< ¿Qué le sucede? Pesa mucho ¿En dónde guarda todos esos kilos? >>
— ¡Chofer! ¡Parada! —gritó el nono. Mientras hacía un esfuerzo por caminar, arrastrando en su periplo a Matías.
El hombre se giró a la derecha y luego observó por el espejo retrovisor, que ambos venían caminando —Tranquilo abuelo, con cuidado ¿quiere que lo deje aquí?
—Antes de subir al puente —contestaron sin querer, al unísono.
El rostro de Matías enrojeció ante la coincidencia. Aquel hombre lo hacía sentir inseguro y ridículo. Desde que se había subido, le daba la impresión que estaba en su cabeza, manejándolo e influenciándolo.
—Gracias nene, ayúdame a bajar por favor.
Realmente, nunca había sido alguien vergonzoso, pero por alguna extraña razón, se sentía incómodo, algo no andaba bien. Llegó incluso a pensar, que el viejo lo arrastraría hacia abajo, que le haría perder el viaje, o mucho peor aún, que hasta lo haría acompañarlo a la casa.
—Chofer, lo voy a ayudar a descender en esta última parada, pero me espera que yo sigo ¿ok?
El conductor asintió, justamente ya estaban en destino. Era la última detención antes de comenzar a subir el puente, la parada frente a la iglesia. Mientras Matías descendía sosteniendo al viejo, espió por detrás del colectivo para ver si Ramiro seguía detrás, y en efecto, allí estaba. Asomado levemente para ver que sucedía adelante, observando con gracia, esa situación no tan común en la que se veía envuelto su amigo. Al principio era algo normal, algo probable que se podría dar, pero llamaba la atención la lentitud con la cual descendía el jubilado, incluso con Mati sosteniéndolo.
El chico ya había descendido primero, y mientras el viejo intentaba poner un pie en cada escalón, los nervios de los conductores detrás se manifestaron, impacientes, atrapados en el intenso tránsito matutino. Muchos sobrepasaban el ómnibus exclamando a viva voz, vociferando palabras difíciles de reproducir al chofer y principalmente al abuelo, quien finalmente, luego unos eternos treinta segundos, acababa de bajar y tocaba el suelo de la vereda.
—Bueno, que tenga un gran día eh —se despidió el joven, casi sin mirarlo.
No obstante, el hombre no le soltó el brazo. Es más, se lo retuvo con fuerza, bloqueando el salto que iba a dar Matías para subirse de nuevo.
—¿Qué hace? Suélteme —le reclamó ofuscado, a la vez que las bocinas de los demás vehículos estallaban el ambiente.
El viejo parecía un roble, era como un eucalipto de noventa años aferrado al suelo. No se movió ni un centímetro cuándo arrastró para sí al muchacho. Y esa mano huesuda, apretaba como la garra de un animal, sumando tres factores al incómodo momento, tanto los pasajeros, como el chofer, comenzaron a quejarse, y Matías se estaba enojando también.
—La entrevista del trabajo es de él, no la hagas tuya.
— ¿Cómo sabe eso?
—Hazme caso, vuelve, déjalo que siga su camino.
Mati miró hacia atrás. Su amigo seguía ahí, este le contestó haciendo una señal de luz con el faro delantero y luego se encogió de hombros, con las palmas de las manos abiertas hacia arriba.
—Nene me voy —Dijo el chofer casi gritando, e hizo sonar la bocina. Ya había pasado el tiempo de un semáforo completo, era demasiado
Matías lo miró y este le levantó el brazo. El gesto era para que se apurara y volviera a subir, o lo dejaría allí. Ramiro también, quien permanecía detrás del micro, no entendía el porqué del atraso. Incluso la gente de la parada, que aguardaba la llegada de otros colectivos, miraba enrarecida, dado que no era muy común ver a un joven forcejeando con un anciano. Algunos no sabían si reírse, meterse o dejar todo como estaba.
—Tengo que irme, no puedo —dijo lo más amablemente que pudo, mientras volvía al transporte y se cerraban las puertas. Aunque en ese instante, le hubiera encantado gritarle groserías.
Este reanudó su marcha, y al mismo tiempo que Matías caminaba a su asiento, se giró para ver al anciano una vez más, pero había algo diferente. El viejo permaneció de pie, completa y perfectamente erguido, alto, imponente, además podía verle el rostro porque se había quitado el sombrero y lo sostenía con su mano izquierda contra el pecho. Así, de esa extraña forma, y mientras el vehículo se distanciaba rápidamente, ambos mantuvieron contacto visual por unos segundos. Por desgracia, Matías no pudo apreciar los detalles de la cara, y si bien al chico se le hacía difícil mantenerle la mirada a causa del movimiento y la velocidad, sintió un gran peso en los ojos, acompañado de mucha tristeza.
<<Viejo raro y mentiroso ¿qué le pasa?
Pensaba Mati, a la vez que caminaba hacia el medio del transporte, claramente irritado. No le quedaba otra, había perdido tanto tiempo en la calle, que otro pasajero ocupó su asiento, creyendo que no volvería.
Afuera, en la calle, Ramiro acompañaba al transporte, y cuándo cruzó delante de la parada de colectivos, no pudo evitar ver al anciano, quien le devolvió la mirada, colocándose su sombrero nuevamente, sonriendo y haciendo una reverencia. Casi como si lo saludara, casi como si lo conociera y se despidiera respetuosamente.
<<Viejo raro>> pensó mientras lo dejaba atrás, acortaba la distancia con el colectivo, y comenzaban a recorrer el puente de General Pacheco.
Un hombre, vestido con zapatillas deportivas, shorts, remera y mochila, llegaba corriendo a toda velocidad, exclamando que detuvieran el colectivo por él, sin embargo, no pudo alcanzarlo a tiempo. Los demás presentes en la vereda, no habían hecho el menor esfuerzo por detener al vehículo tampoco, a pesar que algunos se habían percatado de su desesperación, no reaccionaron para ayudarlo, así que se detuvo al llegar a la parada para recobrar el aire.
— ¿Acaso nadie pudo avisarle al chofer que me esperara? —exclamó furioso, entre jadeos y respiraciones entrecortadas.
La indiferencia siguió intacta, aunque de las diez personas presentes en esa parada de colectivo, una se dignó a contestarle, el viejo.
—Tranquilo, cuándo no es para ti, significa que no lo es. No discutas ni te enojes, ya vendrá tu tiempo.
— ¿Tiempo dice? Ese transporte representaba mucho dinero para mí, ahora voy a llegar tarde al trabajo y no me darán el premio del presentismo.
El octogenario lo observó de pies a cabeza — ¿Trabajas corriendo maratones?
—Tengo el traje de la oficina en la mochila, resulta que me gusta la ropa cómoda y vengo de entrenar —Contestó molesto, irónico, sin mirarlo, y con la vista fija en el transporte que se iba, volviéndose más pequeño a cada metro que se alejaba.
—Tómate el día libre muchacho, hoy nadie va a llegar a tiempo a sus trabajos —le responde parsimoniosamente, mientras se colocaba el sombrero, y también miraba fijamente hacia el colectivo que se alejaba, trepando la curva hacia la derecha, hasta que desapareció de la vista.
<<Está loco, es un viejo demente>> Pensó el tipo.
Y seguramente iba a pensar muchas cosas más, pero un estruendo inaudito, similar a metales y vidrios estallando a la vez, empapó el aire. Era uno de los sonidos más escabrosos que se pueden oír en la calle, invadiendo los tímpanos de todos los presentes, dejando en evidencia la tragedia inminente. Algo en la lejanía perdía su rumbo, desbarrancaba, y caía al vacío desde lo más alto del puente. Y luego, gritos, muchos, similares a los que oirían en un evento multitudinario, pero del terror y la desesperación.
—Qué poco se puede hacer por la gente —murmuró el jubilado —sólo me queda no pensar, no pensar.
Caminaba, solitario y cabizbajo, al tiempo que se acomodaba el sombrero, se giraba y movía su cuerpo en sentido opuesto al accidente. En sentido opuesto al que todas las personas pasaban corriendo para ver, incluso algunos hasta lo golpeaban, para acercarse al horror, para aterrarse ante lo increíble.
—Parecía ser un buen chico, y esto, bueno —hace una melancólica pausa, suspira, pero acaba sonriendo —Son cosas que pasan, y en la vida, todo pasa. Incluso las buenas personas.
Veinte segundos antes, el comienzo de un suceso horripilante de negligencia al volante.
El colectivo de la línea noventa y cuatro, con número de interno cincuenta y seis, reanudaba su marcha. Ya habiendo dejado atrás el último puesto de detención y al viejo, la última persona en bajarse. No había vuelta atrás, sólo le restaba continuar su recorrido en dirección hacia Tigre, comenzando por la bajada de la atiborrada avenida, tomando impulso, acelerando con fuerza e iniciando el ascenso del viaducto con curva hacia la derecha. Al ser temprano en la mañana, la luz del sol irradiaba directamente sobre el frente del micro, el cual circulaba por el carril derecho, dificultando a Cristian, el chofer, su labor de manejar y ver. Esto, debido principalmente a que se dirigía con dirección al este, la misma por la cual se asoma nuestra estrella madre. Los rayos eran demasiado fuertes y sabía que, de continuar así, acabaría encandilado, aumentando las posibilidades de sufrir un accidente. Incluso para ese momento, ya no podía distinguir si tenía un auto delante, por lo que decidió tomar sus gafas oscuras del bolsillo izquierdo en la camisa. El hombre era un conductor experimentado, y como buen profesional a cargo de transportar una cuarentena de personas, sabía perfectamente que no debía quitar las manos del volante ni la vista del camino. Pero en ese momento, la intensidad de Febo lo obligó a quebrar esa ley no escrita, manejando sólo con su mano izquierda, mientras que con la derecha tomaba los lentes oscuros para sacarlos del bolsillo, abrirles las patillas con una ligera sacudida y ponérselos a tiempo. Esta simple acción, también la había realizado cientos de veces y no debería de comprometer su habilidad, dado que había cruzado ese puente cientos de veces al año, conociendo de memoria sus detalles y forma. Sabía que la curva era ascendente y hacia la derecha a medida que se acercaba al punto más alto de la estructura. Sin embargo, aquella mañana, al intentar de abrir los anteojos con ese movimiento rápido, se zafaron de sus dedos, cayendo en su regazo. Esto provocó que el chofer mirara hacia abajo, quitando la vista de la ruta, y perdiendo su sentido de orientación por no ver el camino, el cual, a causa de la inercia por mantener rumbo a la derecha, llevaba al ómnibus hacia la izquierda. Y no sólo eso, al levantar la vista, miró sin querer al sol, justamente, el detonante y la razón que lo había llevado a realizar tales faltas a la seguridad. Lo que le provocó el desafortunado encandilamiento, perdiendo parcialmente su capacidad de ver, obligándolo a entrecerrar sus ojos para evitar el dolor. Esto era un reflejo, uno muy simple y primitivo de todos los seres vivos, ya que, el cerrar los ojos para evadir la luz, es un acto tan poderoso como un estornudo o respirar. Imposible de contener o evitar, no hizo más que retrasar las grandes capacidades del hombre para reconocer y enfrentar el peligro. Aunque esta acción, fue la que desgraciadamente, los llevó a la tragedia, tanto a él como a los pasajeros, desviándose completamente hacia la izquierda, invadiendo el carril de al lado.
El chofer se asustó, porque tenía las gafas entre sus dedos, pero eso no le servía de nada en aquel momento, porque una sola mano no alcanzaba para controlar el tempestuoso volante, girando sin control, aclimatado por gritos de horror en los pasajeros, doblando de forma dolorosa la muñeca del hombre y obligándolo a soltar toda oportunidad de control. Una sensación de control que se había esfumado desde el primer instante que quiso colocarse esos condenados lentes de sol.
<<Si tal vez>> Pensó en ese crudo momento, mientras sus tímpanos estallaban por los gritos de los pasajeros.
<<Hubiera entrecerrado los ojos como siempre>>
El hombre tenía miedo, por primera vez en una década de servicio, no podría hacer nada por evitar lo que vendría a continuación. Se dice que la velocidad del pensamiento es equiparable a la de la luz, y por su mente, mientras nacía la idea que moriría, sólo pensaba en su familia.
<<Debería haberla abrazo antes de salir>> Pensó. Sus ojos veían hacia adelante y a su vez, la nada misma. Ya no le interesaba lo que ocurriría, sólo veía a su mujer y a su hija, la cual no abrazó por temor a despertarla aquella mañana. Comprendió finalmente, que la raíz del miedo a morir, no radica en dejar de existir, sino, en comprender que vamos a abandonar a nuestros seres queridos. Nunca había tenido fobias, siempre había sido un hombre seguro de sí mismo y, sin embargo, gracias al poder de la muerte, supo en su último segundo de vida, que su más grande y mayor miedo, era que jamás volvería a ver a su hija. Simplemente, el no poder estar para amarla y protegerla, hizo que su corazón se inundara de terror.
Al mismo tiempo que el volante giraba descontrolado, quebrando las muñecas del chofer, la rueda delantera izquierda golpeaba el pequeño muro de contención, alternándose entre mordiscos y embates, hasta que no pudo más, y las fuerzas de la naturaleza actuaron.
Para toda acción, hay una reacción igual y opuesta. Haciendo que la máquina cincuenta y seis, sea expulsada y repelida con fuerza hacia la derecha, aplastando y arrastrando a todas las personas contra la izquierda de la estructura, encaminándose de manera infernal hacia el abismo debajo del puente.
Era el punto más alto del Viaducto Inmaculada Concepción, alrededor de seis metros de altura coronados por hierros y cemento, sin embargo, su impoluto y religioso nombre, no servirían de escudos ante la tragedia inminente. El guardarrail estallaba abriéndose hacia afuera como una flor, atravesado por una mole de metal y ruedas, siendo acompañado por uno de los ruidos más aterradores que podemos oír en la vida. Los gritos de cuarenta almas en su interior.
Dado que no sólo los pasajeros del mortal micro eran las víctimas, sino porque más abajo, decenas de humanos esperaban subirse a un transporte público también, y muchos otros, caminaban por el paso peatonal. El escandaloso impacto del colectivo atravesando las defensas, llamó la atención de todos, quienes inocentemente, miraron hacia arriba cuándo sintieron los primeros chirridos de los neumáticos saliéndose de control, suponiendo que algo ocurría sobre el puente. No obstante, la realidad se abalanzaba sobre sus cabezas, de la misma forma que un depredador lo haría sobre su presa, rápida, sin tiempo a reaccionar, porque para cuándo esta se percata del ataque, ya es tarde, muy tarde.
Ya que, para la vida y la muerte funcionen, no alcanzaba con que fueran testigos, también debían ser víctimas y protagonistas, sin excepciones. El ruido fue tan abrumador, que nadie podría ignorar jamás tamaño peligro, paralizando a propios y ajenos, congelando piernas y reflejos por sobrevivir. Los más valientes en cuanto a voluntades, corrieron, otros no llegaron a reaccionar, y los demás que sí pudieron hacerlo, encomendaron sus almas al descanso eterno, cuándo vieron que una caja metálica de varias toneladas se les caía encima de la cabeza. La gravedad hacía su trabajo, arrastrando contra la tierra a toda velocidad, lo que le correspondía por ley, reclamando lo suyo para sí misma. Casi como si estuviera enojada con la voluntad humana por elevar las cosas y llevarlas a nuevas alturas, burlando tal vez, los designios terrestres. Convirtiendo lo que una vez fuera un transporte público, en un acordeón de metal, vidrios y carne humana.
Desde el primer segundo que la trompa del colectivo tocó el suelo, masacró despiadadamente a todo ser vivo involucrado. Desde el chofer adelante, siendo prácticamente el primero en morir, hasta el último pasajero del fondo, todos acabaron presionados uno encima del otro. Golpes, contusiones, asfixias, aplastamientos, desmembramientos, quebraduras imposibles de describir, huesos y articulaciones en posiciones anti naturales, todas ocurriendo al mismo tiempo sobre cuarenta almas a bordo. Comprimiendo la materia, sea humana o inhumana, contra la superficie, convirtiendo cada hueso roto, tendón y músculo desgarrado, en historia pura. No sólo alcanzando a los pasajeros, sino también a las pobres almas que caminaban debajo del puente, justa y precisamente en el lugar que la mole de metal caería, aplastándolos en el proceso. Componiendo entre sí, un amasijo de vida, metales, vidrios y plásticos sin forma, acabados todos al mismo tiempo, sucumbidos ante la imparcialidad que les ofrece una muerte equitativa. Simplemente viajaron más lejos de adonde hubieran querido en un principio, yendo por una ruta que no tiene paradas y llegando a destino, al tiempo exacto que debía ser. Pero afortunadamente, y a diferencia de la vida, la muerte estaba allí, para sonreírles a todas y cada una de las almas involucradas, extendiendo su fría mano para que no hubiera rezagados, sin discriminación, sin hacer diferencias. Simplemente, las arrastraba sin hacer preguntas, firmándoles un cheque al portador, hacia su inevitable posteridad. No obstante, la vida y la muerte siempre se guardan sus joyitas, no pecan de soberbias y se permiten pequeños milagros, la excepción que siempre debe existir, incluso en las reglas más absolutistas. De esa manera, se aseguran que nadie sospeche ¿cierto? De igual manera que los casinos dejan que a cada tanto ganemos, para que sigamos apostando hasta perderlo todo.
La casa siempre gana, la casa nunca pierde. La casa es la vida, la casa es la muerte. Nosotros somos los apostadores de este macabro juego, y por supuesto, hubo un ganador. Dos en realidad.
Una de esas personas, la única que burló la muerte dentro del ómnibus, sobrevivió el tiempo suficiente para ser atendida y llevada al hospital, obteniendo algo más que dignidad. Era un reconocimiento en vida por su fortaleza, tal vez por haber sido el último en empatizar con alguien, tal vez por haberse aferrado más a la vida que los metales retorcidos, adquiriendo el status de milagro. Alguien que viajaba en el micro, un joven de diecinueve años, uno que segundos antes, incluso había descendido del vehículo, para ayudar a bajar a la persona más longeva de todos los presentes, irónicamente, la que vivió para contarlo, dado que, por nada de tiempo, estaba presente en el accidente que aconteció. Sin embargo, los más jóvenes, aquellos que supuestamente deberían tener toda la vida por delante, perecieron, todos. Aunque al parecer, Matías con su último gesto, le ha resultado simpático a cierta entidad mortuoria. Porque luego de acompañar al viejo, volvió a subir con el único propósito de continuar viaje, cumpliendo con su fatídico destino, ignorando por completo lo que ocurriría más adelante. Matías era fuerte, se sabía fuerte también, pero burlar a la muerte aferrándose a la vida no sale barato, ni siquiera para el alma más aguerrida, ya que ambas entidades exigen un costo altísimo que se paga al instante con intereses, sangre y dolor. Porque simplemente, no hay músculo, órgano o hueso humano capaz de soportar tal impacto, simplemente no hay una explicación física, que permita sostenerse para mitigar los daños más allá de lo tácito de la voluntad. Sus manos, músculos, cartílagos y tendones, fueron destrozados en una fracción de segundo, más o menos, el mismo tiempo que le toma al cerebro ordenarles a los dedos que hagan todo lo posible por aferrarse a algo, lo que sea. Eso nos lleva al momento del desbarranco, ese terrorífico instante en el que la mente se da cuenta que su destino es sellado para siempre. Matías se encontraba cerca del medio, y al igual que los demás pasajeros que viajaban a pie, cruzó por el aire, golpeándose varias veces contra los caños de sujeción, quebrando cada una de sus extremidades en el proceso, hasta llegar al frente. Y por supuesto no fue sólo él, dado que todos los viajantes, acabaron como marionetas de trapo, sepultándose entre sí.
Se dice que la vida es un acto increíble de la naturaleza, sin lugar a dudas una maravillosa manifestación de voluntad y milagro. Pero la muerte, se guarda los mejores asientos para ser testigo de otros hechos, como, por ejemplo, una cuarentena de pasajeros recibiendo el impacto de la gravedad en todo su esplendor. Un glorioso golpe de realidad donde velocidad, masa y tierra congenian para explicar con ejemplos prácticos, la fragilidad del crédulo, todopoderoso e ignorante ser humano. Era un momento único, de comunión y abrazo fraternal, porque entre todos aplastarían al chofer. Para luego convertirse en una masa atiborrada de muerte y tejidos blandos, entremezcladas por metales retorcidos. Logrando una amalgama de humanidad perfecta, imposible de recrear de otra manera, que no sea bajo el velo de la escabrosidad. Dándole un nuevo nivel al concepto de belleza que sólo los amantes de la oscura entidad saben reconocer. Una imagen morbosa, preciosamente aberrante.
Una imagen digna.
Este fue un evento que marcaría para siempre la ciudad y sus cercanías, no dejando indiferentes a todos aquellos testigos de su relato en cuanto a vidas perdidas. Tiempo después, tamaña tragedia sólo sería comparable y recordaría a muchos, principalmente a los más ancianos, a aquella noche, de aquel domingo primero de febrero de mil novecientos setenta. Casual y macabramente, ocurrida no muy muy lejos de allí, como si ese lugar, atrajera la muerte, nutriéndola de vidas humanas, como si la madre tierra le reclamara sus hijos a la vida, cobrándoselas como tributo de maneras espectaculares.
Los más realistas, lo llamarán un accidente. Los más escépticos, una casualidad. Los más religiosos, un acto diabólico. Los más políticos, un acto de corrupción. Pero, sea cual fuera el nombre que se le quiera colocar, el resultado es el mismo, y eso, muchas veces, debería ser el objetivo real del humano. Si etiquetara menos, si usara su inteligencia para descubrir el por qué en vez de trillar el cómo, acabaría revelando la verdad detrás de todas las desgracias del mundo. Si tan sólo prestara un poco más de atención a la naturaleza del universo que lo rodea, el ser humano vería que, en las vastas y aparentes casualidades de lo cotidiano, se encuentran las pistas que la vida y la muerte y nos dejan. Porque si hay algo que no es casual, y ambas tienen muy en común, es que son en extremo vanidosas y narcisistas en su accionar. Siempre les gusta dejar una marca, similar a su firma personal. Incluso, en las más grandes y terribles desgracias.
Mientras tanto, fuerzas mayores continuarán disfrutando del banquete, tratándonos como el ganado humanino que somos y fomentando la filantrocultura entre ellos. Tácitos e invisibles a los ojos, pero tan reales como lo creamos, tratándonos como los ignorantes que nos merecemos ser. Como dijo el octogenario, no pensar, no pensar.
Porque en su afán de querer comprender lo que no puede, la humanidad les coloca nombres amigables a hechos innombrables, suponiendo que de esa manera ocurrirían menos, creyendo en la suerte, pensando que tienen lo necesario para manipularla a su antojo. Creyendo y depositando fe en religiones o tecnologías superadoras. Pero de esa manera, lo único que logran es faltarle el respeto a todos los involucrados, como los del colectivo que cayó del puente. Los vivos lo hacemos todo el tiempo, incluso sin darnos cuenta, que simplificar con palabras, por ejemplo, el sagrado actuar de la parca, acaba siendo una grave ofensa a quienes sucumbieron ante su poder, los tristemente elegidos.
Porque la vida, degenerada y sobrevalorada, generalmente les da pobreza, sazonada si se quiere, y adornada con escasas migajas de felicidad. Repartiendo siempre de forma irónica, fiel a su estilo, tres alegrías para dos miserables. Por el contrario, la parca, la calaca, la huesuda, la calavera, ella no. Incluso siendo consciente de su rol, sólo se esfuerza e intenta que tengan dignidad, todos al mismo tiempo. Queriendo, que al menos en la pobreza de la ignorancia, tengan una muerte, como en este caso, espantosamente digna, porque en su brutalidad, muchas veces encuentra las herramientas para hacer trascender incluso al alma más pobre.
Sin embargo, hasta las leyes, en apariencia más estrictas, tienen excepciones. Hubo un sobreviviente más, otro “ganador”, si se quiere, alguien que, por sus propios medios o azares del destino, esquivó esa mera dignidad para tener una propia. Pero este, si bien no viajaba en aquel trasporte, también fue arrastrado por la tragedia, ya que la vida para tenerse, debe ganarse, y qué mejor instrumento para ganar que la mal llamada suerte.