Neobatllismo

EL ESTADO EN LOS AÑOS CINCUENTA

En el marco de las salidas a la crisis mundial de 1929 se produjo en toda América Latina un proceso de ampliación de las funciones del Estado. La intervención directa en la economía como empresario, así como el despliegue de políti­cas de regulación del mercado de trabajo o de asistencia social, figuraron en la agenda de los gobiernos de la época. Los recursos para financiar ese Estado “am­pliado” surgieron fundamentalmente de las divisas generadas por las exportaciones. Y cuando éstas se agotaron o fueron insuficientes, se recurrió al endeuda­miento externo.

El caso uruguayo presenta importantes anticipaciones a este respecto. Duran­te el primer batllismo se produjo una ampliación de los fines secundarios del Esta­do, que el ajuste conservador llevado adelante por el terrismo no revirtió. Así pues, en los años cuarenta las actividades públicas en Uruguay ya abarcaban im­portantes servicios en el área de la energía eléctrica, los combustibles, transportes y comunicaciones y las finanzas. La idea de un “Estado providencia” que se anti­cipara a los conflictos sociales y actuara como árbitro en las relaciones entre el ca­pital y el trabajo, también se había afirmado en las primeras décadas del siglo.

[...] el ob­jeto de esta ponencia es presentar algunos aspectos de la versión “criolla” del Es­tado social de la segunda posguerra y mostrar el comienzo de la penetración de las concepciones neoliberales como “explicación y salida” a la crisis estructural ini­ciada a fines de los cincuenta.

1. La afirmación del “Estado social” en los cincuenta

Una periodización suscinta distingue dos etapas en tal proceso: la primera en­tre 1938 y 1946, coincidente con la restauración democrática, y la segunda entre 1947 y 1958, correspondiente a los triunfos electorales del batllismo. A partir de 1955-58, la crisis económica y social que comenzó a percibirse, dio muestras del agotamiento del modelo.

La “Unidad nacional” que acompañó la restauración democrática bajo Bal­domir y Amézaga, en el marco de la polarización internacional contra el nazi-fas­cismo, abrió camino para la actualización y ampliación de la legislación laboral y social, y con ello, para la afirmación del “Estado social”. Fue en este período y no en el que se conoce como “neobatllismo” donde se forjaron los diversos instru­mentos de regulación de relaciones laborales, donde se afinó el mecanismo del Contralor de Cambios, donde se aprobaron numerosas disposiciones de carácter social.[1]

Desde diferentes grupos sociales y políticos se postulaba la necesidad de un Estado interventor. Las reivindicaciones obreras, favorecidas por el clima de aper­tura política, apuntaban a reforzar la intervención estatal en la fijación de los sala­rios. Desde el gobierno, por su parte, se buscaba integrar a los grupos de interés organizados a la gestión pública, a través de instancias institucionalizadas de ne­gociación. Respecto a la regulación del mercado de trabajo y las relaciones labora­les, el principio también fue la incorporación de las partes interesadas.

En un discurso durante un banquete de la Liga de Defensa Comercial, el Ing. José Serrato, entonces Ministro de Relaciones Exteriores de la administración Amézaga y destacado empresario, había planteado la imposibilidad de retornar al Estado “juez y gendarme”. Recogía de esta forma los reclamos por un accionar estatal que protegiera distintos intereses sectoriales.

En tal sentido proponía “un Estado que refleje en la unidad de su estructura compleja la orientación de los expertos y los técnicos, y recoja en su proceso y sus decisiones, la gravitación de juicios y opiniones de las fuerzas productoras, las órdenes del consumo y las clases trabajadoras.”

Serrato fue muy cuidadoso frente a la posible repetición de los “excesos” que tal injerencia de los poderes públicos había provocado en el pasado (obviamente estaba haciendo referencia al primer batllismo). En tal sentido señalaba que la so­lución estaba en que ese “Estado interventor”, fuera “intervenido, a su vez, por las fuerzas sociales”.

En este período, pues, empresarios y trabajadores integraron organismos para-estatales especializados como los Consejos de Salarios, de Asignaciones Fa­miliares o las Cajas de Compensación por la Desocupación en barracas de lanas e industria frigorífica.

En lo que se refiere al dirigismo económico, además, una de las medidas de mayores efectos multiplicadores como el sistema de cambios diferenciales, fue or­ganizada a través de una Comisión de Contralor de Importaciones y Exportaciones en cuya dirección se hallaban representantes de los empresarios.

Claro que ese intervencionismo estatal y esa “inclusión” de representantes de grupos de interés en organismos e instituciones para-estatales habilitaba distintas expectativas en los diferentes actores políticos y sociales.

En la regulación de las relaciones entre capital y trabajo, por ejemplo, apare­cían claramente las diferencias. Al analizar los proyectos del período tales como los de Carnet de Trabajo (1941), Consejos de Salarios (1941-1943), aumento de sueldos y jornales en la industria (1944), indemnizaciones por despido; Cajas de Compensación por desocupaciones zafrales, etc., se constata que no existía acuer­do en las finalidades de la intervención estatal.

Unos veían en esa legislación un camino para “encorsetar” la acción organi­zada de los trabajadores, haciendo reiteradas referencias a la legislación del Brasil varguista (en cuanto intento de adscribir los sindicatos al Estado). Para otros, su­ponía una vía hacia la profundización del proceso de democratización que vivía el país, mediante el reconocimiento de derechos no sólo individuales sino sociales. Para la mayoría, además, estos proyectos habían surgido para zanjar la situación de “atraso” en materia de legislación laboral y social en un país que se pensaba el “laboratorio del mundo “.

La asunción de Luis Batlle Berres a la primera magistratura, como conse­cuencia del fallecimiento del Presidente Tomás Berreta en agosto de 1947, supuso el afianzamiento del proyecto urbano industrial que caracterizó a la restauración democrática.

La propuesta “neobatllista” podría sintetizarse en estos términos:

a. postulaba un modelo de desarrollo que adjudicaba a la industria el papel relevante en la generación de riqueza y en la defensa del trabajo nacional, asociada a una modernización de la explotación agropecuaria.

b. Consideraba que el intervencionismo estatal, ya como gestor activo, como mediador en las relaciones laborales o como promotor de determinadas actividades económicas, era la clave de bóveda del proyecto de desarrollo.

c. Convocaba en su apoyo a la burguesía industrial en formación, las capas medias urbanas, y en menor medida las rurales (especialmente agrícolas) así como al proletariado urbano. La base de ese acuerdo tácito, de ese compromiso entre “el capital, el trabajo y el Estado” pasaba por la necesidad de afirmar la “paz social”, por la confianza en los organismos de mediación y por una articulación de carácter nacional frente a los trabajadores y empresarios de los países competidores de la producción uruguaya.

d. Expresaba una constante afirmación de los valores democráticos y la defensa de las instituciones, elementos clave para su autodiferenciación de los procesos tanto argentino como brasileño, así como de los regímenes fascistas y socialistas.

Esta función benefactora de la industria debía ser favorecida y fortalecida por una acción tutelar del Estado. En tal sentido, una característica sobresaliente en este período fue la marca “economicista” que asumió la actividad política. Los principales caminos adoptados fueron el contralor del comercio exterior y del tipo de cambio, una legislación especial de protección y fomento industrial, una políti­ca amplia de créditos y la implementación de un régimen de subsidios para culti­vos industriales. Junto a ello, el Estado debía favorecer el aumento del consumo a través de una política tendiente al pleno empleo y al incremento de las remunera­ciones personales.

Pese a que, como afirma Germán Rama, la noción dominante en las orienta­ciones societales apuntaba a que “el país había llegado a su meta: el desarrollo y la democracia social”, el período estuvo atravesado por una intensa moviliza­ción social.

Luis Batlle reivindicó para su sector el haber mantenido una posición “obre­rista” tanto desde la Presidencia de la República como desde el Consejo Nacional de Gobierno. En la campaña electoral de 1958 apelaba al apoyo de los trabajado­res en estos términos:

“Nosotros creemos que nuestro Partido ha impulsado la inmensa mayoría de las conquistas obreras. Pero si se pretende adjudicar esa obra a la existencia de una clase obrera organizada. [...] se debe reconocer que esa clase obrera ha po­dido llevar adelante sus reivindicaciones en función de la existencia de un efectivo clima de respeto y de garantía por el trabajador, por su organización y por sus dirigentes. [...] Hay un Gobierno quincista, abanderado y custodio celoso de esas libertades. Que no se olvide.”

Sin embargo, la intervención del Estado en tales conflictos adquirió ribetes diferentes en función de las coyunturas, los gobiernos de turno y los grupos socia­les involucrados. La implantación de Medidas Prontas de Seguridad ante movili­zaciones obreras en 1952, bajo el gobierno batllista de Andrés Martínez Trueba, puede ser indicador del endurecimiento de las posiciones.

2. Los límites del intervencionismo estatal

Diversos aspectos de las modalidades que el intervencionismo estatal adoptó en Uruguay (y en otros países latinoamericanos), lo alejaban de las ex­periencias de Estado de Bienestar que se estaban produciendo en la Europa de posguerra.

El desarrollo del Estado de bienestar estaba relacionado directamente con el progreso económico del país en cuestión. En función de ello podía cumplir una de sus misiones básicas: “garantizar estándares mínimos de ingreso, alimentación, salud, habitación y educación a todo ciudadano”. En este trabajo no vamos a referimos a este aspecto, aunque podría señalarse por frentes indirectas (la perma­nente denuncia en la época de la proliferación de “pueblos de ratas” y, en el mar­co del éxodo campo-ciudad, la aparición de los irónicamente denominados “can­tegriles”, por ejemplo), que en Uruguay esos estándares mínimos no se habrían al­canzado.

Aquí nos interesa esbozar algunas interrogantes en tomo a las modalidades que asumió el intervencionismo estatal. En el Estado de bienestar el accionar para mejorar el nivel de vida de la población es planteado como algo más que una polí­tica de caridad o asistencia pública, elementos presentes en formas anteriores al Estado contemporáneo; se trata de un derecho de todos los ciudadanos.[2]

En el caso uruguayo, la reforma constitucional de 1934 introdujo los llama­dos derechos sociales: a la salud, la educación, el alojamiento higiénico y econó­mico del obrero, al trabajo, la sindicalización y la huelga, a las jubilaciones gene­rales, los seguros sociales y las pensiones a la vejez.

Ahora bien, las disposiciones económicas, laborales o sociales aprobadas en el período a estudio, aparecen en gran medida ligadas a intereses sectoriales o in­cluso individuales. Esa relación tan fuerte que el clientelismo —en sus múltiples variantes— presentó en la aplicación de las políticas públicas, ese sesgo de particu­larismos, nos aleja del modelo de un Estado de bienestar. La obtención de mejoras se continuaba produciendo a través de favores, de redes personalizadas, y no en función de derechos.

Las medidas de política económica presentan ejemplos muy claros en este sentido. Uno de los instrumentos para financiar toda la intervención del Estado surgía del manejo y transferencias de divisas. El Contralor de Cambios fijaba las cuotas, los artículos y las empresas beneficiadas. En el nivel de desarrollo de la in­dustria uruguaya esas disposiciones, en realidad, se referían a empresas específi­cas, que obtenían así privilegios especiales. Se estaba lejos de una política planifi­cada, equilibrada, que definiera cuáles sectores debían ser fomentados mediante la regulación estatal del mercado.[3]

El propio Luis Batlle, ante una asamblea de trabajadores textiles en la Casa del Partido Colorado en 1957, relató sus “modalidades” de protección industrial. El ejemplo refiere a la fábrica Lanasur, que afrontaba la exigencia de pago de una hipoteca por $600.000 y tenía dificultades con la política cambiaria. Siendo uno de los administradores de la empresa Juan José Gari se dirigió al Presidente en busca de una solución. Según contó el propio Luis Batlle, a raíz de ese pedido te­lefoneó al rematador para pedirle una semana más, y luego al Presidente del Ban­co Hipotecario, el batllista Lanza, a fin de que se asistiera financieramente a la empresa. Ante estos hechos interpelaba a su auditorio:

“Y así de esa manera, yo salvé a Lanasur. Yo no sé si el Presidente de la Re­pública en aquel momento estaba actuando arbitrariamente o no [...] Pero puedo decir que actué en el cumplimiento de mi deber [...] cuando vienen hasta la Casa de Gobierno intereses económicos que representan una esperanza de progreso y de trabajo, a pedirme ayuda porque la necesitan, me juego entero.”

Las medidas tendientes a lograr pleno empleo, esto es, la expansión del fun­cionariado público, o la política de jubilaciones tempranas, también muestran con claridad el sesgo de las redes clientelísticas. Las cifras de votantes vinculados al Estado —empleados públicos, jubilados, pasivos—, pueden indicar la magnitud del fenómeno. En las elecciones de 1954 alrededor del 40% de los sufragios corres­pondieron a esa categoría.[4] Según datos del Presupuesto General de Gastos, el número de trabajadores de la Administración Central tuvo un incremento del or­den del 25 % entre 1944 y 1955; y el total de empleados públicos hacia 1955 (incluidos entes autónomos y servicios descentralizados) se situaba en 166.400 per­sonas.

El acceso a los puestos públicos o la obtención de jubilaciones o pensiones exigían —casi inevitablemente— la intermediación partidaria, la “tarjeta” que abriera todas las puertas. Es que se trataba de algo más que de una función del Es­tado (mantener el desempleo en límites aceptables). Mientras por un lado crecía el discurso en torno al “parasitismo burocrático “, por otro aumentaba el papel de los clubes y gestores políticos como canales privilegiados para obtener el “ansia­do” puesto.

Claro que sobre este aspecto, tal vez más que sobre otros, la crisis de me­diados de los cincuenta se hizo notar con mayor fuerza. Si la legitimidad del régimen dependía de su capacidad de absorber y satisfacer demandas particula­res, sobrevenía la hora de un reacomodamiento. Los pedidos aumentaban mien­tras disminuía la capacidad del Estado —y de los partidos “co-gobernantes”— de desplegar políticas sociales acordes a las necesidades o de incrementar el nú­mero de empleos.

Un testimonio de quien jugó su última carta, esto es, de alguien que ante la negativa de sus líderes partidarios, optó por el riesgoso camino del cambio de ban­do, resulta bastante ilustrativo al respecto:

“Hace ya tres años, antes de casarme y ser padre, que usted quedó en solu­cionar mi situación cuando me presenté a usted con una recomendación del exce­lente caballero amigo, escribano Alvaro Viña. Hace más de ocho años que estoy en el Palacio y estoy estancado. Aquí me insinúan siempre los ‘diablos rojos’ que me cambié al Partido Nacional por una promesa de Viña. Trabajé por el partido, le di unos cuantos votos que ni siquiera pertenecían al Partido. Cuando usted quedó en arreglarme yo le expliqué que no pertenecía a su partido y usted me dijo que me arreglaría sin ningún interés. Tenga usted la seguridad de que si me arre­gla mi situación jamás se arrepentirá. Espero no ser desamparado en tan grave eventualidad ya que no contaré más con el Partido Colorado. Sólo en sus manos está mi desesperado destino.“[5]

En síntesis, en los años cuarenta y cincuenta se desarrollaron en el país una serie de mecanismos que apuntaban a una peculiar forma de construcción del consenso social, a través de la satisfacción de demandas sectoriales e indi­viduales de corto plazo. Como señala Francisco Panizza, se pretendía “repre­sentar todos los intereses (no ciertamente en igual grado de importancia), es decir la ‘voluntad de todos’ y no la ‘voluntad general’”. Ahora bien, jus­tamente eso redundó en la fragmentación del poder y los recursos estatales y, en ese marco, en un mayor margen de maniobra para las diferentes fuerzas so­ciales en conflicto.

El éxito de la concertación buscada tanto en el período de Amézaga como en el “neobatllismo” dependía de los contenidos que los diferentes actores políticos y sociales atribuyeran a ese intervencionismo estatal.

La legislación laboral y social no contó con el apoyo de los industriales. La conducta de las gremiales empresarias [...] fue la de presionar por estímulos económicos y rechazar la intervención en las re­laciones laborales. En cuanto a los ganaderos, levantaron su tradicional bandera contra las industrias “artificiales” y un Estado “muy caro”.

La posición de los trabajadores organizados, a su vez, apuntó a un reclamo por legislación laboral protectora (ley de despidos, seguro contra la desocupación, consejos de salarios), junto a un rechazo por todo lo que se considerara un intento de regular el funcionamiento interno de los sindicatos.

[...]

De este modo, un juego de compromisos y “equilibrios difíciles” atravesaba el intervencionismo estatal, bloqueando la formulación de un proyecto viable de desarrollo a mediano o largo plazo.

Ana FREGA: “’Como el Uruguay no hay’. Apuntes en torno al Estado en los años cincuenta y su crisis”,

en Revista Encuentros Nº 2, F.C.U., Montevideo, Agosto de 1993, pp. 91-99.

[1] Reiteramos lo dicho al comienzo: no es que surja aquí el intervencionismo estatal —con diverso signo hemos destacado lo actuado tanto durante el primer batllismo como durante el ajuste conservador de Terra—, sino que adquiere una modalidad diferente, con mayor participación de agentes corporativos. Además esa legislación tuvo aplicaciones y énfasis diferentes en la administración de Amézaga que en la de Luis Bat­lle, o bajo el Colegiado. (Por ejemplo, Ministros de Industrias y Trabajo como Julio César Canessa o Ra­fael Schiaffino no eran precisamente “comunistas chapa 15” como calificó Benito Nardone a Luis Batlle Berres.)

[2] “En realidad, lo que distingue al estado asistencial de otros tipos de estado no es tanto la intervención directa de Las estructuras públicas para mejorar el nivel de vida de la población, sino más bien el hecho de que tal acción es reivindicada por los ciudadanos como un derecho“.

[3] Entre 1925 y 1983 más de 2.000 leyes, decretos y resoluciones establecieron benefi­cios para empresas individuales identificadas por su nombre y otros tantos, que sin mencionarlas, eran su­mamente precisos en la identificación de los bienes involucrado.

[4] Para 1955 César Aguiar maneja estas cifras: 18,9% funcionarios públicos y 22,4% pasivos.

[5] Car­ta manuscrita dirigida al Consejero Ramón Villa, firmada por Francisco A. Maciel. Pese a no estar fechada debe pertenecer al período 1955-1959 en que Villa fue Consejero.