El golpe de 1942.

No deja de ser llamativo, cincuenta años más tarde, que el golpe de Alfredo Baldomir haya sido “borrado” de la memo­ria histórica de los uruguayos. La encarnadura de la versión oficial en torno al autocalificado “golpe bueno”, la soledad en que quedaron los opositores al mismo, su inserción en una coyuntura de conflictos muy dramáticos como la Segunda Guerra Mundial y el retomo del batllismo al gobierno en 1947, contribuyeron a convertirlo en una página olvidada de nuestra historia.

En la madrugada del sábado 21 de febrero de 1942 se produjo el segundo golpe de Estado de este siglo, distancia­do apenas nueve años del anterior quiebre del 31 de marzo. Unas pocas fuerzas de seguridad rodeaban un solitario Palacio Legislativo, mientras otras se apostaron en la Corte Electoral y frente a la casa de Luis Alberto de Herrera. Estos pocos “machetes” alcanzaron (y sobraron) para asegurar una calma” que nadie osó perturbar. Las fiestas de carnaval no se interrumpieron. Al “nuevo orden” no le hizo falta recurrir a las detenciones, deportaciones, violenta represión y censura de prensa, de la que tanto hizo abuso su antecesor. El herrerismo, golpista en 1933 y desplazado en esta opor­tunidad, denunciaba la “era sombría” en la que entraba la República, y proclamaba a César Charlone (entonces vice­presidente), como presidente legal.

Ese mismo día Baldomir anunciaba que seguiría en el ejercicio del poder y convocaba a elecciones a realizarse el último domingo de noviembre de ese año. En los círculos políticos se presentía y hasta se esperaba, pero la mayoría de los uruguayos recibió la noticia de los hechos con sorpresa e incertidumbre: ¿se entronizaba un nuevo dictador? ¿Ha­bría realmente elecciones? ¿Era una forma de retomar a los senderos democráticos?

Todo comenzó en 1938

Los resultados de la jornada electoral del 27 de marzo de 1938 en la que estaba en juego la sucesión de Gabriel Terra se convirtieron —tal vez inesperadamente—en el comienzo de un proceso de transición.

Esos comicios, ya particulares por tratarse de la primera vez en que votaban las mujeres, mostraron las fisuras de la “alianza de marzo”.

Pese a que los candidatos herreristas conservaron la mayoría, se les enfrentó —fruto de una escisión— el sector minoritario de José Otamendi.

Entre los colorados terristas, la pugna electoral alcanzó altos niveles de competitividad y fue la “interna” que concitó mayor atención. La cuestión estaba entre dos candidatos: el general arquitecto Alfredo Baldomir y el doctor Eduardo Blanco Acevedo, ambos partícipes activos del “régimen de marzo” y ligados por parentesco a Gabriel Terra (cuñado y consuegro respectivamente). Los dos competían bajo la mirada aparentemente neutral de Terra. Sus costosas campa­ñas apuntaban a nutrir sus filas con las nuevas votantes y a contrarrestar la propaganda abstencionista de batllistas y nacionalistas independientes.

Entre Baldomir y Blanco Acevedo la diferencia no era sustancial; pero fue lo suficientemente importante como para definir los comicios. El elector captó el matiz, las diferencias en los mensajes. Blanco Acevedo, rodeado de los candidatos más desprestigiados del terrismo, postulaba como sublema “Viva Terra”. Baldomir, sin renunciar a sus oríge­nes terristas, apostaba con su eslogan “para servir al país”, a una convocatoria más amplia y, sobretodo, menos “irritativa”.

El triunfo de Baldomir por 23.000 votos más que su oponente colorado habría de tener muy pronto una enorme significación. Los festejos fueron opacados en las horas siguientes por un oscuro episodio denominado el “Motincito”, tendiente a no reconocer el resultado de las urnas. En la madrugada del 30, de acuerdo con las versiones publicadas en El Plata, el Cuerpo de Infantería n0 4 se aprestaba a detener al recién electo presidente cuando éste, informado del hecho, se refugió en el Cuartel de Bomberos, desde donde se procedió a detener al jefe de Policía, coronel Marcelino Elgue. Este episodio, al que el gobierno trató de quitar trascendencia, nunca fue esclarecido. Se sabe que estuvieron involucrados altos jefes y oficiales del ejército disconformes con el resultado electoral y que fue superado por la intervención personal de Gabriel Terra.

Finalmente, el 19 de junio de 1938 Baldomir asumió la primera magistratura. En ese momento nadie podía aventurar el giro que habría de tener su gobierno. Lo cierto es que la acción de la oposición, el especial contexto internacional, los cambios sociales y económicos que se estaban operando, convirtieron su gobierno en el primer tiempo de una restauración democrática.

De la oposición a la “serena expectativa”

Durante el quinquenio terrista la línea divisoria entre quienes apoyaban la dictadura y quienes se movilizaban en su contra estaba perfectamente definida. En 1938 esa línea se empezó a desdibujar.

En su discurso de asunción, Baldomir dejó abierta la posibilidad de una reforma de la Constitución, aunque sin especular demasiado sobre su alcance. Esto permitió a la oposición dirigir su acción hacia ese tópico que le dejaba un espacio para ir “rodeando” al nuevo mandatario.

En ese marco, apenas un mes más tarde, el 25 de julio, las fuerzas de la oposición organizaron un acto público bajo la consigna “por una nueva Constitución y leyes democrá­ticas”. Esta convocatoria, realmente sin precedentes en la historia del país (según los cálculos más pesimistas concu­rrieron doscientas mil personas), dejó en claro la voluntad mayoritaria por un cambio político.

Ese “mitin” resultó del cruce de caminos: batllistas, nacionalistas independientes, socialistas y comunistas en filas partidarias, junto a estudiantes y organizaciones sindi­cales, se unían en el rechazo al “régimen de marzo”, pero se dividían en cuanto a los pasos a adoptar. No era la primera vez que ocurrían estas divergencias operativas. Por lo pron­to, habían adoptado actitudes electorales diferentes. Mien­tras batllistas y blancos independientes optaron por mante­ner inflexiblemente una conducta abstencionista, socialistas y comunistas —también enfrentados entre sí por viejas polé­micas— optaron por el camino de las urnas. E incluso llega­ron en 1938 a una alianza electoral, al obtener los candidatos socialistas, Frugoni y Riestra, el apoyo transitorio de los comunistas. Lo cierto es que la oposición mostró signos de debilidad que la inhibieron para concretar acciones conjun­tas eficaces, aunque existieron importantes intentos.

Los sucesos posteriores al acto de julio pusieron al descubierto, una vez más, las diferencias. Gran parte del batllismo y del nacionalismo independiente se esforzó en dejar claro que su oposición no era hacia Baldomir, sino hacia el terri-herrerismo. Comenzaba una constante aproximación al presidente, lo que le permitió a éste romper con la “alianza de marzo”. El País hablaba de que en adelante había que adoptar una “serena expectativa”, estableciendo un “matiz diferencial entre el gobierno de Terra y Baldomir”. La legislación electoral de 1939 también enfrentó a las fracciones partidarias a duras opciones y a intensas polémi­cas internas. La ley de lemas obligaba a batllistas y naciona­listas independientes a optar entre volver a la matriz original —y entonces sumar sus votos con sus oponentes— o abando­narla y claudicar de su historia, tradiciones, símbolos, nom­bres, etcétera. Por su parte, el Partido Comunista instaba a “agruparse al lado del gobierno” para derrotar la “subversión herrerista-fascista”. Los socialistas y la Agrupación Demócrata Social de Quijano criticaron duramente estas posturas de acercamiento al gobierno, sin lograr articular otra alternativa.

Tempranamente pues, empezaba a diseñarse el camino que había de tomar el régimen de transición. El final del terrismo sobrevendría —como antes de la dictadura— desde dentro de los partidos tradicionales. El transcurso de la Segunda Guerra Mundial allanó el terreno, fortaleciendo y solidificando nuevos alineamientos. Gradualmente, la “se­rena expectativa” dio lugar al apoyo incondicional. Baldomir estuvo acompañado por gran parte de sus antiguos oponentes, que lo fueron rodeando y conduciendo por nuevos rumbos; el hombre de la transición había nacido.

La Guerra y su impacto en la trama partidaria

El triunfo de los regímenes fascistas en Europa y su política exterior agresiva, así como el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la posterior entrada de Estados Unidos en el conflicto, obligaron a los países latinoamericanos a definir con claridad sus conductas al respecto.

Uruguay había decretado el 5 de setiembre de 1939 su neutralidad frente a la guerra europea. No obstante esta primera actitud, se fue perfilando con creciente nitidez una definida posición a favor de los aliados y de las directivas estadounidenses. De este modo, el gobierno de Baldomir revirtió las orientaciones del terrismo en materia internacio­nal. La causa aliada era identificada —y en esto coincidía con la opinión pública en general— con la defensa de la democra­cia amenazada seriamente por el avance totalitario.

El país entero se contagiaba del clima bélico internacio­nal. En diciembre de 1939 la batalla de Punta del Este había acercado la guerra a nuestras playas. El 17 de diciembre el hundimiento del Graf Spee sacudió la modorra dominical y veraniega de los montevideanos. De allí en adelante los rumores de una posible expansión nazi-fascista alimentaron los temores colectivos. La publicación en la prensa de las “listas negras” donde aparecían los nombres de comerciantes y empresarios vinculados con el nazi-fascismo, la sus­pensión del diputado colorado Kayel por su “prédica totali­taria”, la denuncia de una conspiración nazi (“el plan Fuhrmann”, que contenía un plan de ataque al país para convertirlo en una “colonia alemana de campesinos”) y la creación de la Comisión Investigadora de Actividades Antinacionales, fueron algunos de los hechos que exacerba­ron el clima opresivo que se vivía. A esto se unía una casi constante movilización, a lo largo y ancho del país, de repudio al fascismo y apoyo a los aliados.

La marcada tendencia proaliada en la política oficial agudizó el resquebrajamiento en el sistema de alianzas que el gobierno de Baldomir había heredado del período ante­rior. El herrerismo, con inocultables simpatías hacia el nazi-fascismo, esgrimía un “nacionalismo neutralista” y enjui­ciaba duramente toda concesión a Estados Unidos. Los planes de defensa continental, la adquisición de armamentos, las leyes de asociaciones ilícitas y de instrucción militar obligatoria, o la intención de asentar bases militares en el país, tuvieron amplia resonancia a nivel parlamentario gene­rando encendidos debates.

La causa aliada quedó indefectiblemente envuelta en una actitud incondicional hacia Estados Unidos y fueron pocos los que advirtieron —Carlos Quijano y su Agrupación Demócrata Social se contaron entre ellos— el peligro que implicaba.

Herrera pasó a ser considerado “enemigo público número uno” y principal obstáculo para impulsar los planes “de solidaridad americana en la defensa continental”. El golpe de febrero de 1942 permitió barrer con dicha resistencia.

El clima golpista

1941 fue un año preelectoral y cargado de graves pertur­baciones. La renuncia forzada de los ministros herreristas, las amenazas crecientes de golpe y los enfrentamientos con la Corte Electoral fueron algunos de sus hitos relevantes.

En marzo, la situación de enfrentamiento con el herrerismo hizo crisis con el fin de la coparticipación ministerial esta­blecida por la Constitución del 34. Baldomir pidió la renun­cia de los tres ministros herreristas. Sostuvo que el Partido Nacional no tenía “título” para integrar el gabinete y hacer al mismo tiempo una política de oposición al gobierno. El nombramiento de dirigentes colorados para ocupar los car­gos vacantes —contrariando la letra constitucional que esta­blecía la coparticipación con el nacionalismo— aumentó los niveles de la tensión política. La sombra de un nuevo golpe pareció cernirse sobre el país. Sin embargo, se diluyó ante la reacción cautelosa del herrerismo.

En setiembre de ese mismo año apareció el diario presi­dencial El Tiempo. Baldomir, al igual que su predecesor, abría el año anterior al golpe su propio órgano periodístico. Ya en el segundo número, una caricatura invertida —donde aparecía un gran garrote con la leyenda “Política nacional: el argumento que se insinúa”— generó reacciones a nivel parla­mentario. El ministro del Interior, Pedro Manini Ríos, fue llamado a sala. Afirmó categóricamente que el Poder Ejecu­tivo estaba dispuesto a mantener la legalidad. Sin embargo, el alerta rojo ya se había encendido.

Ahora más que nunca se hacía imperativo acelerar la reforma de la Constitución de 1934, ya que obligaba al ganador a repartir el Senado en mitades y otorgar tres ministerios al partido que le seguía en número de votos. En los hechos, esto significó distribuir parte del Legislativo y del Ejecutivo con los herreristas. De manera que a tono con los “nuevos tiempos” y nuevos aliados, había que eliminar estos obstáculos que frenaban irremediablemente todo acuer­do político.

En diciembre de 1941, en un acto en el Estadio Centena­rio, Baldomir reafirmó sus convicciones reformistas. El herrerismo, contrario a la “deforma” (así la llamaba, descalificándola), conservaba importantes espacios de po­der en el Parlamento y en la Corte Electoral, donde la alianza con los representantes colorados blancoacevedistas trababa toda posibilidad de impulsar la vía de la reforma. La Corte Electoral fue considerada como el bastión casi inexpugnable de las tendencias antirreformistas.

A comienzos de 1942 la situación se presentaba como insalvable y los presagios de golpe se hicieron sentir con mayor virulencia. La prensa revelaba esas tensiones. El Día afirmaba “no hay Corte que valga para impedir que la reforma sea sancionada”. Los titulares del diario El Tiempo anunciaban en forma amenazante: “No habrá elecciones si no se nombra la Corte Electoral”. Ante esto el herrerismo promo­vió una nueva interpelación. La exposición del ministro, reafir­mando la solidaridad del presidente con las opiniones vertidas en su periódico, determinó una declaración de repudio del Senado. Horas después, en la madrugada del sábado 21 de febrero, se concretó el tan anunciado golpe de Estado.

Alfredo Baldomir fue un mandatario de paso, sin brillo propio, sin pasado ni futuro político, al que las circunstan­cias, el contexto internacional, los impulsos de quienes empezaron a rodearlo, hicieron que abandonara definitiva­mente la senda marcada por el terri-herrerismo. En su aspecto político, la transición se fue vertebrando a lo largo de la presidencia, y tuvo en el golpe del 42 uno de sus momentos fundamentales. El proceso y su desenlace sobrevinieron, al igual que en 1933, desde los partidos políticos, sólo que esta vez los antigolpistas de ayer estrecharon filas junto a Baldomir.

El marco institucional actuó de manera decisiva facilitan­do nuevos alineamientos internos. También el contexto ofreció un estímulo económico traducido en un aumento de las exportaciones y un crecimiento del sector industrial. Aunque los aspectos políticos acapararon la atención, los años cuarenta constituyeron una coyuntura compleja de transformaciones en diferentes planos de la vida del país.

La dictadura terrista quedaba atrás; de ella se evocaron el suicidio de Brum y la trágica muerte de Grauert. Otras tragedias de la dictadura quedaron deliberadamente sepultadas.

Con el golpe de Estado del carnaval del 42 había ganado otra vez, como decía Quijano —quien solitariamente evocaba esta página de la historia— “el país de los atajos”.

Ana FREGA; Mónica MARONNA e Ivette TROCHÓN: Verano del 42 en "el país de los atajos”.

En VV.AA.: Las brechas en la historia, Tomo 1. Los períodos, Brecha, Montevideo, 1996, pp. 135-143.