José estaba sentado, en su postura favorita, las manos abrazando las piernas y el mentón sobre las rodillas. Solía pasarse horas en su atalaya viendo el ir y venir de las mulas y los vecinos por los senderos. Casi todas las tardes, mientras no lloviese, era facil verlo desde cualquier sendero, los colores de su poncho se distinguían sobre el verde.
Aquella tarde, desde lejos vio venir un forastero; traía puesto un poncho pardo oscuro, cerrado y largo hasta los pies. A la cintura, en vez del cinto de cuero, traía un cordón doble lleno de nudos, que le caía hasta la media pierna. La coronilla rapada le brillaba de traspiración.
José se incorporó, hizo una inclinación de cabeza y se tocó el ala del sombrero. El forastero lo saludo diciendo "Con buenas cosechas no hay guerra, me llamo Hermano Junípero". Por un instante José no dijo nada. Colgando sobre el pecho Junípero traía un extraño amuleto. Era una pequeña figura de hombre, clavado a dos palos cruzados, que tenía un rostro de dolor y angustia que asustaban.
Siempre que algo lo impactaba José, volvía a algún recuerdo. A los ojos de los demás era como un momento de duda. Para él era un vivido viaje a un lugar muy preciso de su pasado, a tal punto que volvían imágenes, olores y sabores lejanos.
Sintio que le quemaba el aire en los pulmones, iba corriendo cuesta arriba, con todas sus fuerzas de niño. "La Azulina no, la Azulina no", en la cara se mezclaba el sudor y las lágrimas, en la boca un gusto de sangre. Se veía rodando por el pasto, saltando de piedra en piedra con Azulina, su cabrita preferida. Le había puesto ese nombre porqué era blanca, tan blanca que reflejaba el azul del cielo.
Llegó al claro y la vio amarrada a dos palos cruzados, boca abajo. Sangraba por el cuello, de golpe comprendio que no iba a hablar más con ella, algo se le quebró dentro.
Sin quitar los ojos del amuleto de Junípero y señalandoló, José dijo: "Lo quiere mucho". Junípero se asombro: "¿Lo conoce?".
- "Si le pasó lo mismo que a la Azulina".
Así se conocieron José y Junípero, de apodo Volcán, porque se enojaba de golpe sin dar aviso.
©Mario Antonio Herrero Machado
A El Cabeza