La bomba atómica

8.16 horas sobre Japón

Silbando y girando sobre sí misma, la bomba («un cilindro alargado con aletas en la cola») tardó 43 segundos en llegar a su punto de destino desde el momento en que fue arrojada desde el B-29 que la transportaba. Tenía pequeños agujeros en la parte central, por los que pasaban unos cables de los que se había tirado al lanzarla, poniendo así en marcha el mecanismo de relojería de su sistema detonador. También se habían perforado en Nuevo México otros orificios más pequeños en la parte trasera de su oscura envoltura de acero, por los que entraba el aire mientras caía libremente. Cuando hubo descendido hasta una altitud de dos mil metros sobre el suelo, se conectó un barómetro que ponía en funcionamiento el segundo sistema de encendido.

Desde el suelo, el avión B-29 era apenas visible como una silueta plateada, pero la bomba, que apenas contaba tres metros de longitud y unos 75 cm de diámetro, era demasiado pequeña para verla a tanta distancia. Desde la bomba llegaban débiles señales de radio al hospital Shina, situado en su vertical. Parte de esas señales de radio eran absorbidas por los muros del hospital, pero la mayoría se reflejaban hacia el cielo. Sobresaliendo de la parte trasera de la bomba. cerca de las aletas de giro. había unas minúsculas antenas de radio que recogían las señales de radio devueltas desde el suelo, calculando la distancia a éste a partir del lapso de tiempo transcurrido.

Llegó el momento en que esas señales de radio reflejadas indicaron que la bomba se hallaba a una altitud de 580 metros. John von Neumann y otros habían calculado que si estallaba a mayor altura la mayor parte de la energía creada se disiparía en el aire, mientras que si lo hacía más cerca del suelo originaria un enorme cráter. Lo ideal era, pues, que estallara a poco menos de 600 metros de altitud.

Un impulso eléctrico prendió los cartuchos de cordita, produciendo algo parecido a un disparo convencional de artillería. Una pequeña porción del uranio se vio así impulsada por un cañón inserto en la propia bomba. En los primeros planes ese cañoncito era un dispositivo muy pesado, una simple copia de las armas empleadas por la marina estadounidense. Hasta que pasaron varios meses no se dio cuenta uno de los miembros del equipo de Oppenheimer de que los cañones de la marina tenían que ser tan pesados para poder resistir el

retroceso de un disparo tras otro. Aquí, por el contrario, eso no importaba; sólo se iba a disparar una vez. En lugar de las dos toneladas o más acostumbradas bastaría con un cañón de unos 450 kilos.

La primera porción de uranio se desplazaba así poco mas de un metro a lo largo del cañón, e impactaba contra el resto. Nunca se había juntado sobre la Tierra una cantidad tan grande de ese isótopo inestable del uranio. Había en el algunos neutrones sueltos, y aunque los átomos de uranio estaban densamente protegidos por sus capas externas de electrones, los neutrones sin carga eléctrica pudieron esquivarlos fácilmente. Atravesaron la capa electrónica, de la misma forma que una sonda espacial atravesaría las órbitas de los planetas hacia el Sol, y aunque muchos de ellos traspasaban el átomo sin afectarlo, unos pocos entraron en colisión con el núcleo.

El núcleo normalmente impediría que entraran en él partículas ajenas, bullendo como está de protones cargados positivamente. Pero como los neutrones no tienen carga eléctrica, resultan invisibles para los protones. Los neutrones adicionales se incorporaban así al núcleo, desequilibrándolo y haciéndolo oscilar y tensarse.

Los átomos de uranio arrancados a la Tierra tenían más de 4.500 millones de años. Sólo una fuerza muy poderosa, antes de que se formara nuestro planeta, fue capaz de contrarrestar la repulsión eléctrica de los protones y juntarlos en su núcleo.Una vez que se había formado el uranio, la fuerza nuclear fuerte había actuado como pegamento, manteniéndolos unidos durante tan largo tiempo: mientras se enfriaba la Tierra

y se formaban los continentes, mientras América se separaba de Europa y el océano Atlántico se iba llenando lentamente, y mientras se producían erupciones volcánicas en el otro extremo del globo, formando lo que sería Japón. Un solo neutrón adicional iba a desequilibrar ahora esa larga estabilidad.

Una vez que la oscilación del núcleo era suficiente para contrarrestar la fuerza fuerte, la carga eléctrica de los protones bastaba para separarlos. Un solo núcleo no pesa mucho, y un fragmento suyo menos aún. Su impacto contra otros átomos de uranio no los calentaba excesivamente. Pero la densidad del uranio era suficiente para que se iniciara una reacción en cadena, y pronto hubo, no dos, sino cuatro fragmentos de núcleo, luego ocho, dieciséis, y así sucesivamente. De los átomos desintegrados iba «desapareciendo» masa, transformándose en

la energía de los acelerados fragmentos de núcleo. E = m c2 había entrado en funcionamiento.

Toda la serie de fisiones atómicas concluyó en unas pocas millonésimas de segundo. La bomba caía todavía en el húmedo aire matinal, con una leve condensación de vapor de agua sobre su superficie exterior, ya que 43 segundos antes había caído desde una altitud de diez mil metros, y ahora, a poco menos de seiscientos metros sobre el hospital Shina, la temperatura superaba los 25 °C. La bomba siguió cayendo tan sólo unos milímetros mientras se desarrollaba la reacción en cadena; desde el exterior sólo se habrían apreciado los primeros extraños alabeos de su cubierta de acero como indicio de lo que tenía lugar en su interior.

La reacción en cadena pasó por ochenta «generaciones» duplicantes antes de finalizar. En las últimas, los fragmentos de núcleos de uranio eran tan abundantes, y se desplazaban a tanta velocidad, que comenzaron a calentar el metal que los rodeaba. Esas últimas duplicaciones fueron las decisivas, Imaginemos que tenemos un estanque en el jardín y que un nenúfar en él duplica su tamaño cada día; ¿qué día está todavía sin cubrir la mitad del estanque, abierto al sol y al aire del exterior? El septuagésimonoveno.

Desde ese momento en adelante, toda la influencia de las reacciones E=mc2 había acabado. No iba a «desaparecer» más materia, ni se iba a crear más energía. La que almacenaban esos núcleos en movimiento simplemente se iba a manifestar como calor, del mismo modo que al frotarse uno las manos se calientan. Pero los fragmentos de uranio se estaban «frotando» contra el metal en reposo a una inmensa velocidad, debido a la multiplicación por el factor c2. Pronto llegaron a moverse a una velocidad próxima a la de la luz.

Las repetidas colisiones provocaron que los metales contenidos en la bomba comenzaran a calentarse. Al principio estaban a una temperatura cercana a la del cuerpo humano (37ºC), pero pronto alcanzaron la del agua en ebullición (100ºC) y a continuación la de fusión del Plomo, 327 ºC. Pero las generaciones duplicadas de la reacción en cadena habían proseguido, fisionándose más y más núcleos de uranio, de forma

que pronto se alcanzaron los 5.000 °C - la temperatura de la superficie solar- y luego varios millones de grados -como en el centro del Sol-, y seguía aumentando. Durante un breve período, en el interior de la bomba que iba cayendo, se alcanzó una situación parecida a la de los primeros instantes del universo.

El calor se extiende. Atraviesa la cubierta de acero que rodea el uranio, así como las varias toneladas de peso que habían formado la envoltura de la bomba, pero entonces se detiene. Algo tan caliente como aquella explosión desprende mucha energía, que debe liberarse. Comienza emitiendo rayos X en todas direcciones, tanto hacia arriba como hacia los lados y naturalmente hacia el suelo.

La explosión planea sobre Hiroshima; los fragmentos se van enfriando, desprendiendo parte de su energía. Luego, al cabo de una diezmilésima de segundo, cuando concluye la emisión de rayos X, la bola de calor reemprende su expansión.

Sólo ahora se hace visible la erupción central. Los fotones de la luz ordinaria no podían atravesar la capa de rayos X; sólo se podía percibir cierta luminiscencia a su alrededor. Cuando aparece con todo su esplendor el relámpago, es como si se abriera un desgarrón en el cielo. Surge algo similar a uno de los distantes soles gigantes de nuestra galaxia, que ocupa varios cientos de veces más que nuestro Sol cotidiano.

Ese objeto extraterrestre arde con la mayor intensidad durante medio segundo, y luego comienza a desvanecerse, tardando dos o tres segundos en desaparecer del todo. Ese «vaciamiento» se realiza, en gran parte, desprendiendo calor hacia el exterior. Casi instantáneamente comienzan los incendios. La piel estalla, colgando en grandes jirones del cuerpo de quien estuviera a su. alcance. Comienza así a morir la primera de las decenas de miles de víctimas de Hiroshima.

Al menos la tercera parte de la energía creada durante la reacción en cadena llega con ese relámpago. El resto sigue pronto tras él. El calor desprendido por aquella extraña cosa impulsa el aire a su alrededor, acelerándolo hasta velocidades nunca antes alcanzadas aquí, a no ser que en algún momento del pasado remoto hubiera impactado contra la superficie terrestre un meteorito o un cometa. Se mueve varias veces más rápido que un huracán, tan rápido, de hecho, que no se lo oye, ya que se adelanta a cualquier ruido que su inmensa fuerza pudiera originar. Luego llega un segundo pulso de aire, algo menos veloz; tras él, la atmósfera parece retirarse hacia atrás, para llenar el vacío creado anteriormente. Esto disminuye por un instante la densidad del aire prácticamente hasta cero. Suficientemente lejos del relámpago, las formas de vida que han sobrevivido a él comienzan a estallar, al haber quedado expuestas por ese breve instante al vacío interestelar.

Una pequeña fracción del calor producido no puede disiparse. Permanece allí, planeando cerca del lugar donde antes se encontraban las espoletas, las antenas y la cordita. Al cabo de unos segundos comienza a ascender, hinchándose, y cuando alcanza suficiente altura se expande formando el característico hongo.

Así, con la aparición de ese enorme hongo atómico, había culminado la primera aplicación" que los humanos hicieron de la ecuación E=mc2.

Foto de alta velocidad tomadas por Harold "Doc" Edgerton, después del tercer milisegundo de la explosión del test Trinity.

"E=mc2 La biografía de la ecuación más famosa de Einstein", David Bodanis, Planeta 2006