Mullet y Arito
Guy Debord; apariencias e identidad bajo la influencia de la sobreexposición personal
M. Recio (10/08/2024)
Guy Debord; apariencias e identidad bajo la influencia de la sobreexposición personal
M. Recio (10/08/2024)
Hace unos meses, empecé a sustituir el escribir ficción por escribir ensayos para este blog. A pesar de sentirme más cómodo con la ficción y sentir con mayor fuerza la necesidad de desarrollar esta parte más creativa de la escritura, innata en mí –al contrario que la parte expositiva-argumentativa que se presencia ahora mismo–, nació una satisfacción diferente, más potente e inmediata cuando escribía cualquier tipo de ensayo o pieza que pudiese publicar. No tardé en darme cuenta de que la única razón por la que la ficción había pasado a ocupar un segundo plano era que no había un lugar considerado válido por mi ambiente social donde publicarlo. Es simple. Lo que escribo aquí es leído, aunque sea por unos pocos. Si no es leído, al menos es publicado. Aparece en mi perfil de Instagram, donde hay una constancia de que he escrito, de que sigo escribiendo, de que tengo ideas y trato de no ahogarme en la desesperación que me genera el hacer aparecer una palabra detrás de otra. Brevemente explicado, al escribir para The Octopus el resto de personas sabían que escribía.
Este sentimiento, al principio gratificante, pronto se convirtió en un problema que me ha llevado a tener una crisis como aspirante a poder ganarme el pan con mis metáforas e historias de simbología oculta. He pasado a sentir que si el resto no es consciente de que escribo, es como si no escribiese en absoluto. En otras palabras, tengo que mostrar que soy capaz de escribir para realmente sentir que he escrito.
El pensamiento torturador me hizo pensar en Guy Debord, filósofo que en su día me condujo amablemente a una de entre muchas crisis de identidad y que escupió la certera sentencia que anuncia que “hemos pasado del ser al tener, y del tener al parecer”.
Pero, ¿qué quería decir Guy Debord con estas palabras, y cómo de preocupantemente precisas son en 2024?
Sin haber llegado a conocer el concepto de “redes sociales”, Guy Debord (1931-1994) publicó su obra “La sociedad del Espectáculo”, en la que duramente retrata una sociedad cada vez más centrada únicamente en aquello que podía ser mostrado, en una primera y única imagen; una sociedad en la que la superficie empezaba a sustituir la esencia -convirtiéndose en ella- de las personas, los objetos, los deseos y las necesidades, una sociedad que había pasado a ser lo que él consideraba un mero “espectáculo”.
“La sociedad del espectáculo” es, esencialmente, una crítica al capitalismo, a la producción en masa y a la deshumanización del individuo llevada a cabo por el sistema socioeconómico actual. Sin embargo, pretendo con este escrito llevar la teoría de Guy Debord a un terreno más personal, extrapolando sus palabras a la situación de muchos en una época en la que parecemos ser definidos tanto por nuestras redes sociales y nuestra figura pública como por las redes y figuras de otros y, como bien declaró Debord, nuestra principal preocupación es “parecer” mediante lo material y la imagen que decidimos enseñar al resto del mundo, dejando de lado nuestra intimidad y, en muchos casos, nuestra identidad.
Guy Debord planteó que es mediante la sobreproducción, la alienación del individuo y la creación de falsas necesidades constantes e imposibles de satisfacer que dejamos, primeramente, de lado el ser, acomplejado e inacabado debido a la falta de lo que considera necesario, cosas tan inútiles como la nueva marca de café del último influencer o las sábanas de corazones agotadas de IKEA. Todos estos objetos –aunque la idea podría trasladarse también a “conceptos"– nos parecen necesarios debido a la sobre-estimulación de ideas, productos e identidades creadas a partir de ellos a la que somos sometidos diariamente. Por ello, el ser es sustituido en un primer lugar por el tener. Sin embargo, la satisfacción de “poseer” lo material es efímera, pues nos rodea un mundo en el que todos tienen, en el que el tener pasa de ser el fin a satisfacer, a un mero medio. Ya no nos sirve, como pensábamos que nos iba a servir, el hecho de ser dueños de lo deseado, sino que es más importante hacer parecer que es tu posesión, ofrecer la imagen inmediata que exigen los productos que tenemos en nuestra mano, o que no tenemos, pero que queremos tener; la principal preocupación pasa a ser “el parecer”. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué nos parece más importante aparentar antes que verdaderamente tenerlo, antes que serlo? ¿Por qué sentimos que no ser vistos siendo es lo mismo que no ser en absoluto?
Uno de los mayores condicionantes en nuestra vida, así como una de las principales razones por las que caemos y participamos en que la sociedad siga basándose en un “espectáculo”, es la reducción del span de atención que ha causado el auge de plataformas como TikTok, Twitter o Instagram. Aun con algún que otro beneficio, lo cierto es que nos han acostumbradosa una inmediatez enfermiza, a una brevedad preocupante. Adictos a la dopamina y con una distracción automática siempre que la deseemos, el resto de nuestra vida puede empezar a tender a la monotonía, a la falta de creatividad o al aburrimiento, dado que otras actividades requieren un esfuerzo y una paciencia a la que no estamos acostumbrados, convirtiéndose pues en más costosas de realizar y, por lo tanto, menos frecuentes de llevar a cabo. Cuando nos dejamos llevar por esta inmediatez podemos acabar en la pérdida de identidad propia. Sin nada sobre lo que crear y crecer, pues el “yo” es construido sobre una realidad inmediata, inestable y cambiante, deseamos únicamente continuar en ella y no quedarnos atrás. Así pues, el mejor momento de nuestro día son los ochenta euros que nos hemos gastado en ropa o las cantidades industriales de likes que nuestro reel de un solo segundo ha conseguido, ya que todos estos aspectos contribuyen a la inmediatez.
Esta clase de factores que contribuyen a la inmediatez, alimentan nuestra figura y nuestro papel en el mundo de las apariencias -no el de Platón–, ayudándonos a crear una imagen para el resto, que es lo que verdaderamente importa nutrir, olvidándonos con la necesidad de “parecer” de la necesidad de “tener”, y permitiéndonos dejar obsoleta la construcción, infinitamente más compleja, del ”ser”.
La inmediatez es alimentada paralelamente por el constante bombardeo de imágenes rápidas y llamativas, con un mensaje claro y estético, del que no somos capaces de librarnos. Anuncios cuando uno abre el móvil, cuando sale a la calle, a mitad de las películas de Prime Video; cincuenta pestañas abiertas cuando decide utilizar YouTube, cada una de ellas vendiendo una imagen, una identidad; las paredes de los metros, los discursos políticos con el puño alzado de los representantes de los partidos… Es retorcidamente complicado deshacerse de la sobre-estimulación de estéticas, estímulos de deseo y creación rápida de ideas repletas de prejuicios, por lo que desafortunadamente es igual de retorcidamente natural el modelar nuestras vidas para basarse en las apariencias, en esa necesidad de mostrar con la que somos alimentados.
Es un problema lo suficientemente preocupante que este tipo de media y la cantidad masiva de ella nos inciten a repetir sus acciones y actuar según apariencias, pero me atrevería a decir que nuestras acciones no son la verdadera preocupación; el verdadero conflicto se produce cuando estas acciones no nacen únicamente de la repetición, sino que la aclimatación a la inmediatez ha condicionado nuestra manera de pensar y percibir la realidad y al resto de humanos que nos acompañan en ella, y esta forma superficial de actuar nace pues de la naturalidad del ser y no desde la imitación.
Pongamos el ejemplo de una persona cuyo objetivo es ser alguien sobrio, alguien con cierto aire de misterio acompañándole allá a donde va, que únicamente habla cuando hay algo que decir, pero aquello que dice siempre tiene algún tipo de importancia. Sin embargo, en la “sociedad del espectáculo”, no importaría que esta persona realmente fuese así, que hubiese leído a autores que le hayan ayudado a pensar, que realmente fuese reservado y midiese sus palabras con verdadera intención, sino que debe aparentarlo. Es más, si realmente su ser fuese como desea, pero por alguna razón no lo aparentase, no importaría su personalidad. Nadie se percataría de ello. En vez de serlo, esta persona deberá fijarse en aquellos objetos, manera de vestir y de andar, peinado o maquillaje, que el resto de personas relacionase con estos adjetivos con los que quiere ser él relacionado. Así, si ve un anuncio por la calle de una chaqueta -un anuncio que ha pasado tanto por sus ojos como por el de miles de otras personas- que despide este aire que quiere despedir él también, no tendrá más remedio que llevar esa clase de chaqueta, la chaqueta que grita “misterio”, “sobriedad” y “sabiduría”, transformando nuestra imagen, y con ella a nosotros mismos, con lo que el otro piensa que estos adjetivos significan, perpetuando así la pérdida de identidad.
El problema no es que parezcamos, sino que parezcamos antes de “serlo”; más bien, que prefiramos el parecer al ser. Por ello, cuando uno se cruza por la calle con un veinteañero con mullet y un solo aro plateado, estereotipo digno de ridiculizar a estas alturas y aun así perseguido por muchos –de vez en cuando incluso me incluyo a mí-, uno da por hecho que es una persona “progre”; un “tío que se toma muy en serio el respeto a las mujeres”, que asiste a todas las manifestaciones y no puede evitar quedarse despierto a altas horas de la madrugada leyendo los diarios de Sylvia Plath para saciar su insaciable ansia de conocer. Solo en Valencia podremos encontrar a más de quinientos hombres de estas características, todos ellos sabiendo, o al menos esperando, que el resto de personas se cree esta imagen casi automática de ellos en sus mentes, tan solo porque lo parecen. No importa si nunca han leído más allá de lo exigido para aprobar bachillerato.
No importa leer, importa leer el libro con la portada bonita, y asegurarse de que todo aquel mínimamente interesado pueda ver que estás leyendo un libro con una imagen atractiva, lo que significa que tú, o al menos algo dentro de ti, tiene que ser igual de atractivo. No importa pintar, sino mancharte las manos para que, cuando te pregunten por la suciedad en ellas, puedas excusarte, triunfante, explicando que has dedicado horas a pintar tu nuevo y complejo cuadro.
De manera que yo, aspirante a escritor, simultáneamente víctima y creador del espectáculo, me siento en la obligación de mostraros que escribo, que conozco el vocabulario y la gramática. ¿Debería empezar a vestir con camisas de lino y chalecos negros? ¿Debería empezar a fumar, como tantos otros escritores y culturetas han hecho antes que yo? Estoy seguro de que muchos me tomarían más en serio.
Pero entonces, ¿quiénes somos? ¿Qué somos? Parece imposible escapar del espectáculo, a no ser que se decida abandonar la vida tal como la conocemos la mayoría de nosotros, desaparecer en las montañas, instalar un único teléfono fijo y dejar que el tiempo sane lo necesario.
Recuerdo la ya mencionada crisis de identidad que me provocó Guy Debord la primera vez que apareció en mi clase de filosofía de cuarto de la ESO, el perderme entre quién realmente era y quién me habían dicho que era. Toda mi ropa, esencial para definirme, mis libros, mi manera de hablar, la música que escuchaba de camino al instituto, los temas sobre los que escribo, el color de mis libretas… son realmente míos? ¿Cómo de profundo he caído en el espectáculo, cuánto de mí es verdaderamente mío? ¿Qué soy yo? ¿Realmente no somos nosotros?
No tengo una respuesta sólida y clara para este tipo de preguntas, no estoy seguro de si la llegaré a tener. Puede que lo haga, cuando crezca y madure lo suficiente como para saber quién soy entre quiénes son los demás. Hasta este momento, la única verdad que encuentro es mi necesidad de “ser”, sin conocer hasta qué punto está ligada con la de “parecer”. Cayendo en el espectáculo del que habla Guy Debord, una parte de mí depende de lo externo para reafirmar lo interno, necesito ver el camino que van creando mis acciones dibujado por mis pisadas. Es cierto, hay un espectáculo llevado a cabo por mí, tanto para mí como todo aquel que quiera mirar, pero dentro de este espectáculo trato de no olvidarme de, por encima de todo, ser.
De nuevo, caer en el “espectáculo” en el que vivimos y participar en él es, como Debord sentenció, casi imposible, pero el verdadero problema se encuentra en la obsesión con el parecer, superponiéndolo y olvidándonos así del “ser”, y no en el parecer siendo.
Bibliografía:
La sociedad del espectáculo (Debord, 1967)
Redescubriendo el inmenso valor del ser frente al parecer - Dialektika