Charles Baudelaire
XXXVI El deseo de pintar

    ¡Infeliz puede ser el hombre, pero feliz el artista a quien el deseo desgarra! Ardiendo estoy por pintar a aquella que se me apareció tan raramente y que huyó tan rápido, como algo bello que uno lamenta tras el viajero arrebatado en la noche. ¡Cuánto tiempo hace ya que desapareció!

    Ella es linda y más que linda: es sorprendente. Lo negro en ella abunda; y todo lo que inspira es nocturno y profundo.  Sus ojos son dos antros donde centellea nebulosamente el misterio, y su mirada ilumina como el resplandor: es una explosión en las tinieblas.

    La compararía a un sol negro, si fuera posible concebir un astro negro que esparciera luz y felicidad. Pero ella hace pensar más naturalmente en la luna, que sin dudas la marcó con su temible influjo; no la luna blanca de los idilios, semejante a una novia fría, sino la luna siniestra y embriagadora, suspendida del fondo de una noche tormentosa y sacudida por los nubarrones que avanzan; no la luna apacible y discreta que visita el sueño de los hombres puros, sino la luna arrancada del cielo, vencida y rebelde, que las Brujas tesalias obligan reciamente a bailar ¡sobre la hierba aterrorizada!

    En su pequeña frente habitan la voluntad tenaz y el amor por la presa. Sin embargo, en la parte baja de este rostro inquietante, en el que las móviles fosas nasales aspiran lo desconocido y lo imposible, reluce, con una gracia inexpresable, la risa de una boca grande, roja y blanca, y deliciosa, que hace soñar con el milagro de una soberbia flor naciente en un terreno volcánico.

    Hay mujeres que inspiran deseos de vencerlas y de gozarlas; pero esta infunde el deseo de morir lentamente ante su mirada.