Charles Baudelaire
CXXVI El viaje

Para el niño, amante de mapas y de estampas,

el universo es igual a su vasto apetito.

¡Ah, qué grande es el mundo a la claridad de las lámparas!

¡A los ojos del recuerdo qué pequeño es el mundo!


Una mañana partimos, el cerebro lleno de llama,

el corazón henchido de rancúnia y de deseos amargos,

y vamos, siguiendo el ritmo de la lámina,

arrullando nuestro infinito sobre el finito de los mares:


Los unos, felices de huir de una patria infame;

de otros, el horror de sus cunas, y algunos,

astrólogos ahogados en los ojos de una mujer,

La Circe tiránica de los peligrosos perfumes.


Para no ser cambiados en bestias, se embriagan

de espacio y de luz y de cielos abrasados;

el hielo que les muerde, los soles que les cuecen,

borran lentamente la marca de los besos.


Pero los verdaderos viajeros allí son aquellos que parten

por partir; corazones ligeros, semejantes a globos,

de su fatalidad jamás se escapan,

y, sin saber por qué, dicen siempre: ¡Vámonos!


Aquellos para los que los deseos tienen la forma de nubes,

y que sueñan, como un recluta el cañón,

de vastas voluptuosidades, cambiantes, desconocidas,

y de las cuales el espíritu humano jamás ha sabido el nombre.