Charles Baudelaire
XLV Confesión
Era tarde; lo mismo que una medalla nueva
la luna llena relucía,
y París, como un río que a la noche nos lleva,
goteando dormía.
Los gatos por debajo de las puertas cocheras
se deslizaban furtivamente,
y también en acecho, cual sombras de rameras,
nos venían siguiendo lentamente.
De súbito y en medio de aquella intimidad
que a la pálida luna se abría,
de ti, rico instrumento, de tal sonoridad
que en él no vibra más que la alegría;
de ti, clara y gozosa, cual fanfarria valiente
en una jubilosa mañana,
se escapaba una nota, melancólicamente
dolorida y humana.
Como un niño enfermizo, sombrío, horrible, inmundo,
que a su familia sonrojara
y al que durante años, por ocultarlo al mundo,
en una cueva encadenara,
cantaba, ¡pobre ángel!, la nota inesperada.
«Nada es cierto aquí abajo; todo es uno y lo mismo.
Se ve siempre pasar la torpe mascarada
del humano egoísmo.
Es un oficio duro el de mujer hermosa,
y es un trabajo muy banal.
danzar desfalleciendo lo mismo que una rosa
con una sonrisa maquinal.
No se edifica nada sobre los corazones;
todo se agrieta y cruje; amor, belleza, infieles,
todo el olvido lo echa al cesto de los papeles...
¡Sólo la eternidad impone sus razones!»
Yo evoco muchas veces esa luna encantada,
su silencio, su lánguida, su nocturna emoción,
aquella confidencia horrible, musitada
en el confesonario de nuestro corazón.