Podemos rastrear ideas sobre el aprendizaje en muchos autores. Han reflexionado sobre lo que significaron para ellos los años de escuela. Es muy curioso observar como sin, posiblemente, haber leído a Rogers o Vygotsky llegan a escribir cosas como esta.
Thomas Bernhard. El sotano.
A mi abuelo, el hecho de que por mi mismo hiciera de mi en un instante, es decir, de un estudiante de bachillerato un aprendiz de una tienda de comestibles, debió deprimirlo de la forma más profunda, a mi madre probablemente también, a los otros es posible que ese problema no les preocupara.
Mi abuelo fue el único que comprendió lo que quería decir, y sólo él tuvo una idea de lo que pasaba dentro de mí. Consideró mi cambio del instituto al aprendizaje del comercio como una transición y, poco tiempo después de mi declaración, estaba ya plenamente convencido de la utilidad de ese aprendizaje del comercio, aunque no supo o no quiso decirme por qué.
Y probablemente fue él lo que me permitió llevar a la práctica mi decisión temeraria, considerada por todos como aberrante, el sentimiento que yo tenia de su autoridad. El había proyectado para mi algo grande, y había hablado de ello una y otra vez, y no sólo me había hablado a mí, y ahora yo iba a parar, como aprendiz de comerciante, a una tienda de comestibles en un sótano del poblado de Scherzhau-serfeld. Por mi parte, en el momento mismo en que el señor Podlaha me admitió, fui libre.
Era libre y me sentía libre. Todo lo había hecho por mi libre voluntad y lo hacía por mi libre voluntad. Si antes lo había hecho todo sólo en contra de mi voluntad, ahora lo hacía todo por libre decisión, sin resistencia y con alegría. No era que creyese haber descubierto el yo, por lo menos, mi propio sentido de la vida, pero sabía que mi decisión era la acertada.
Hoy tengo que decir que el instante decisivo para mi vida ulterior fue el instante en que di la vuelta en la Reichenhaller Strasse. Probablemente no hubiera tenido ninguna vida ulterior. Las circunstancias que, finalmente, aplastaron y mataron a mi abuelo y a mi madre, me hubieran aplastado y matado también a mí. Como estudiante, hubiera sido aplastado y muerto, como aprendiz de comercio en el sótano del poblado de Scherzhauserfeid y sometido a la vigilancia y sometido al orden de Kari Podlaha, sobreviví.
El sótano fue mi única salvación, la antesala del infierno (o el infierno), mi único refugio. Una vez por semana, el día exacto no lo sé ya, tenía que ir a la escuela profesional, alojada en el llamado Nuevo Borromeum. Los profesores eran muy distintos de los del instituto, eran comerciantes de la ciudad, que enseñaban por razones fácilmente comprensibles de prestigio o del sueldo y la pensión para la vejez que aseguraba esa enseñanza en la escuela profesional y, por su relación absoluta con el presente y su trato diario con la marcha de los tiempos, como realidad, tenían mi confianza. Las materias enseñadas suscitaban mi interés, al fin y al cabo eran totalmente nuevas para mí y, con sorpresa por mi parte, me sentía atraído hacia la rama comercial de las matemáticas. Las matemáticas, que en el instituto no me habían interesado en absoluto y sólo me habían aburrido y deprimido, tenían de pronto para mi, en la escuela profesional, una fascinación imprevista.
Ha caído en mis manos, totalmente por casualidad, uno de mis cuadernos escolares de esa época, y su contenido me resulta convincente, aunque la verdad es que hoy se ha alejado mucho otra vez de mí, y frases como «El proveedor recibe un efecto cambial» o «Compramos mercancías a plazo» o «Pagamos una letra vencida» no me resultan ya familiares. No iba en absoluto de buena gana a esa escuela, pero al fin y al cabo se trataba sólo de breves visitas al Nuevo Borromeum, y hasta esas breves visitas estaban a menudo separadas por periodos bastante largos, cuando, en efecto, no tenia tiempo para ellas y se interponía un anuncio de distribución de víveres, como avalancha de clientes, o porque utilizaba ese tiempo para poner orden en el almacén.
En la escuela profesional no se trataba de alumnos sino de aprendices, que no querían ser alumnos. Y los profesores eran en el fondo comerciantes o, así llamados, expertos económicos y, aunque en gran parte eran tan fatuos y estúpidos como los profesores del instituto, resultaban sin embargo más soportables. A mí, con mi trauma escolar, esos días de clase, a diferencia de los otros aprendices que no habían conocido el infierno del instituto, sólo la escuela primaria superior o incluso sólo la primaria elemental, no me entusiasmaban. También aquí reinaban en el fondo la estrechez de miras y la pedantería y la fatuidad y la mentira, pero todo aquello no era tan estremecedor, todo aquello no era tan crispado y perverso como los excesos humanistas del instituto. Reinaba sobre todo un tono franco, aunque también más rudo, el estilo era el de los que se dedican al comercio o la industria, el de los luchadores de la economía. Lo que aquí eran mentira, no era tan mentira como en el instituto, lo que aquí se enseñaba era inmediatamente utilizable. y no, a plazo muy largo, totalmente inútil como en el instituto.