El insulto: el arte de insultar (1ª parte)

insulto

Me parece que fue Freud quien dijo que la civilización humana empezó cuando, por primera vez, un hombre insultó a su enemigo en lugar de atacarlo con palos y piedras. Y es que las relaciones entre los seres humanos difícilmente pueden entenderse sin algo tan arraigado en cualquier sociedad como es el insulto. La convocatoria de un concurso de insultos ingeniosos en el blog de Algernon me da la idea de hacer una pequeña reflexión sobre este tema.

Lo primero que necesitamos para poder comprender un concepto es definirlo. ¿Qué es el insulto? Para dar una buena definición, hemos de buscar los rasgos que lo caracterizan y lo diferencian.

En primer lugar, está claro que un insulto es un acto de comunicación, pues cualquier insulto transmite información. Para que haya insulto, por lo tanto, se necesita al menos la presencia de un emisor y un receptor, además de una tercera entidad que juega un papel fundamental en el insulto: el objeto del insulto. Como en cualquier acto de comunicación, para estudiar un insulto es importante conocer el lenguaje o código en que se emite, así como el contexto, que como veremos resultará particularmente importante en este caso.

La mejor forma de aclarar el papel que juegan todos estos elementos que intervienen en el insulto es mediante un ejemplo. Así, supongamos la siguiente situación: Pedro está en un supermercado y, cuando se disponía a comprar fruta, observa cómo una señora de edad avanzada está inmersa en el proceso de extraer ciruelas de una caja, manipularlas con sus manos, ejerciendo una leve presión sobre cada una de ellas para comprobar su estado, y depositarlas de nuevo en la caja. Ante ello, Pedro se dirige a la mujer diciendo: “Eso es para comer, no para sobar, vieja zorra”.

Analizando el insulto, es evidente que el emisor del insulto es Pedro. El receptor y el objeto del insulto son, en este caso, la misma persona: la señora. Es importante darse cuenta de que las tres entidades fundamentales del insulto (emisor, receptor y objeto) no tienen por qué ser distintas. Los casos más comunes donde no lo son son los insultos directos, como éste, donde coinciden receptor y objeto; pero también es posible que coincidan emisor y objeto (”mira que soy inútil”), emisor y receptor (cualquier insulto emitido entre dientes) o incluso todos a la vez (estando solo en medio del desierto: “mira que soy inútil, hay que ser lerdo para traer un odre agujereado”). Esto hace posible que, en la práctica, apenas necesitemos nada para ejercitar el arte del insulto; entrenar esta habilidad sale gratis y podemos hacerlo sin llamar la atención de nadie. En este sentido, cabe destacar también que, si no queremos servir nosotros mismos como objeto de nuestros insultos, existe la posibilidad de recurrir a entidades abstractas, o a entidades concretas pero no presentes. Las deidades, y en nuestra cultura los santos, son objeto habitual de quienes practican el arte de insultar.

Pero volvamos al análisis del ejemplo. Ya hemos señalado emisor, receptor y objeto; pero nos quedan los otros dos elementos importantes de todo insulto: el código y el contexto. Evidentemente, el código es, en este caso, la lengua castellana. Sin embargo, no hemos de caer en el error común de suponer que el código de un insulto ha de ser siempre un idioma hablado o escrito. Las diferentes culturas humanas tienen gestos que se consideran insultos (todos conocemos los nuestros), e incluso en un insulto verbal tradicional la información no sólo se transmite en las palabras; sino también en el modo de decirlas. En cuanto al contexto, en este ejemplo es la situación “comprando fruta en el supermercado” y la descripción de lo que está haciendo el objeto del insulto. Podemos ver la importancia que tiene estudiar el contexto de los insultos con un ejercicio muy simple: imaginar el mismo insulto en otro contexto totalmente diferente. Por ejemplo, imaginemos exactamente el mismo insulto emitido por Pedro; pero en la situación “desnudo en su habitación, puerta cerrada, a solas con el receptor”.

Hemos encontrado una característica consustancial al concepto de insulto: un insulto es un acto de comunicación. Pero para definir completamente el concepto de insulto queda encontrar otra característica, la que diferencia a los actos de comunicación que son insultos de los que no lo son. Y esa característica es, sin duda, su finalidad. Cualquiera puede emitir un insulto, cualquiera puede recibirlo y ser objeto de él. El lenguaje o código de un insulto, como hemos dicho, tampoco tiene por qué ser uno concreto, y seguramente en cualquier contexto se puede encontrar un insulto idóneo. Lo que diferencia al insulto es el efecto que se supone que ha de producir en el receptor: un insulto es un acto de comunicación que produce daño. El insulto, como bien vieron los creadores de “Monkey Island”, es el equivalente verbal de una estocada.

El insulto ideal es aquél que parece generar un silencio en el que sus ecos resuenan. El insulto ideal es aquél que crea una situación de superioridad del emisor que lo hace incontestable. Sucede, en suma, lo mismo que con las estocadas: así, un buen insulto puede dejar al insultado en una situación tan humillante que no le quede otro sitio al que ir que el infierno, mientras que un mal insulto puede rebotar y volverse contra el que lo profiere. Existe, no cabe duda, un arte de insultar: pues no se ha de creer que el insulto tiene que ser necesariamente algo malo o innoble, que se puede insultar con nobleza y con valor. Las obras de Shakespeare están llenas de ejemplos, algunos de los cuales mencionaré más tarde.

El arte de insultar; sin embargo, es complicado y no está al alcance de cualquiera. Todos los días vemos y escuchamos por doquier insultos innobles, chabacanos, inoportunos, innecesarios o vulgares. Pero un insulto de calidad, bien pensado, utilizado en el momento oportuno y con profesionalidad, hace más efecto que mil insultos mediocres.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que, como ya se ha dicho antes, la información que se transmite en un insulto no está sólo en las palabras; sino en la manera de decirlas. Alguna gente parece pensar que lo único que hay que tener en cuenta a la hora de insultar es gritar mucho; pero nada más lejos de la realidad: sin duda alguna, el insulto que más hiere no es el proferido con vehemencia; sino el insulto desdeñoso, altivo. Un insulto no tiene por qué mostrar odio, lo importante es que muestre desprecio: así, si queremos afilar nuestros insultos para hacerlos lo más efectivos posibles, debemos insultar despreocupadamente, sin dar la impresión de estar poniendo mucha concentración en el acto. Debemos insultar como si realmente no le diésemos importancia a nuestro propio insulto, como si estuviésemos pensando que en realidad estamos perdiendo el tiempo, pues la inteligencia del insultado no va a ser suficiente para comprendernos, o sencillamente el insultado no merece que le dirijamos la palabra ni siquiera para insultar. De este modo, no sólo insultamos con la palabra; sino que nuestra propia actitud es un insulto. Si somos capaces de hacer esto, tendremos mucho camino andado hacia el estado de Maestro del Insulto: a la hora de insultar, importa tanto la forma como el contenido, y un insulto bien formulado puede ser efectivo incluso si su contenido es mediocre.

Respecto al insulto en sí, podemos distinguir dos clases de insultos: los que utilizan recursos estilísticos y los que no los usan. “Gordo de mierda” o “Eres un maldito inútil” son ejemplos de insultos puramente descriptivos, que no utilizan ningún recurso estilístico. Evidentemente, éstos son insultos toscos: quedaría mucho mejor, para estos casos, algo como “no saltes, no vaya a ser que desvíes la tierra de su órbita” (hiperbólico) o “eres más inútil que los intermitentes de un avión” (comparativo). Si queremos insultar de modo elegante, el símil, la metáfora y la hipérbole tienen que estar entre nuestros recursos.

Los insultos comparativos son, tal vez, los más populares de entre los insultos mínimamente sofisticados. Algunos insultos comparativos han llegado a hacerse populares entre las masas por su vertiente humorística, que los hace adecuados para escarceos en los que no se busca realmente hacer daño sino más bien divertirse un poco, cosa que es otra función totalmente legítima del insulto que no debemos desdeñar. Así, tenemos desde “eres más feo que mandar a la abuela a por droga”, hasta el costumbrista “eres más tonto que el del turrón El Almendro, que hace la mili todos los años”. Pero también hay insultos comparativos en la literatura culta, algunos de ellos de gran calidad: por ejemplo, en Shakespeare encontramos “vales menos que el polvo que el duro viento sopla en tu cara” (King Lear) o “su cerebro está tan seco como la última galleta tras un viaje” (As You Like It).

Si en lugar de un símil utilizamos una metáfora, estaremos ante un insulto metafórico. Los insultos metafóricos pueden llegar a ser muy elegantes: así, en Othello tenemos “You are an index and prologue to the history of lust and foul thoughts” y en Henry IV “His face is Lucifer’s privy-kitchen, where he doth nothing but roast malt-worms” (perdonad que no los traduzca; pero mi nivel de inglés no les haría justicia). Sin embargo, pensar un buen insulto metafórico puede resultar difícil. Tal vez por eso abunden menos que los comparativos.

Sí son bastante comunes, sin embargo, los insultos hiperbólicos, que tienen la ventaja de ser muy flexibles, pues el mismo defecto se puede exagerar de distintas maneras. Insultos como “No hay palabras para describir lo feo que eres” (Monkey Island) o “Eres tan feo que cuando naciste tu padre buscó la cámara oculta” (Chiquito de la Calzada) son hiperbólicos puros; pero la mayoría de los insultos comparativos son hiperbólicos también: véase, por ejemplo, “Eres más feo que la parte sur de una mula que mira al norte” o cualquiera de los insultos comparativos anteriores.

Se podría decir muchísimo más sobre esta antigua y apasionante arte que es la del insulto; pero, como siempre, me está quedando un post demasiado prolijo. Me limito a resumir, por lo tanto, diciendo que el insulto no es algo que haya que trivializar: hay mucho campo por descubrir más allá de las típicas referencias a los muertos o a la profesión de la madre. Insultemos con gracia, y para quien quiera aprender a hacerlo o mejorar su nivel, doy dos referencias imprescindibles: una es el videojuego Monkey Island, que enseña fundamentalmente al arte de responder a unos insultos con otros (que no hemos tocado aquí) y otra es la genial “Art of Insulting“, una guía práctica y completa con multitud de ejemplos, que incluyen incluso insultos indirectos y no verbales.

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