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La Semana Santa
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
La misa Crismal. Se puede celebrar en la mañana del Jueves Santo o en un día cercano. En ella se consagra el Crisma, se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y los presbíteros renuevan sus promesas sacerdotales en presencia del obispo. Para facilitar la presencia del mayor número posible de sacerdotes, se suele anticipar a los días anteriores, ya que el jueves están todos ocupados en la preparación de los oficios de la tarde. Como excepción dentro del tiempo de Cuaresma, se canta el Gloria y los ornamentos litúrgicos son blancos. El prefacio expresa la relación entre Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y la vida y el ministerio de los presbíteros, colaboradores de ese único sacerdocio: Él «elige a hombres de este pueblo para que, por la imposición de manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, presiden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos».
El Jueves Santo. En este día, las fuentes más antiguas solo describen el rito de reconciliación de los penitentes. A finales del s. IV, Egeria ya testimonia en Jerusalén una misa en el Martyrium (la basílica sobre el Gólgota) hacia las dos de la tarde. Al terminar, todos se dirigían a la capilla que había tras la cruz del atrio de la Anástasis (la basílica del Santo Sepulcro), donde se tenía otra misa sin lecturas, pero con comunión de todos los presentes (añadiendo que éste era el único día del año que se celebraba la Eucaristía en ese altar). Después de una cena ligera, todos se dirigían a la Eleona (la basílica del Monte de los Olivos), donde comenzaba hacia las siete de la tarde una vigilia en recuerdo de la agonía de Jesús, que duraba toda la noche y terminaba con una procesión hasta la Anástasis al alba del viernes. En el siglo V están testimoniadas en Roma tres misas: la de reconciliación de penitentes, la de consagración del crisma y la que conmemoraba la institución de la Eucaristía. Con el tiempo, las tres se fusionaron en una, celebrada por la mañana, en la que adquirieron gran importancia algunos elementos, como el lavatorio de los pies, la reserva del Santísimo en unmonumentum (sepulcro), al que se añadieron flores, velas e incluso soldados romanos (como los que hicieron vela ante el sepulcro de Jesús) y el proceso de desnudar los altares (e incluso de lavarlos y ungirlos). En nuestros días, la misa vespertina de la Cena del Señor da inicio al Triduo pascual. En ella se conmemora la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo del amor fraterno.
Reserva y adoración de la Eucaristía. Como el Viernes Santo no se celebra la Eucaristía, desde tiempos antiguos, la Iglesia reserva el Santísimo para la comunión del día siguiente. Al principio se conservaban en la sacristía el pan y el vino consagrados, pero desde el s. XI los libros rituales romanos excluyen la reserva del vino y especifican que el traslado se haga procesionalmente a un lugar convenientemente preparado. La liturgia recomienda «una adoración prolongada en la noche del Santísimo Sacramento ante la reserva solemne».
El Viernes Santo. Durante los primeros siglos del cristianismo, la Pascua era la celebración conjunta de toda la historia de la salvación y de todo el misterio de Cristo, subrayando su pasión. Siguiendo a san Juan, la pasión era identificada con la glorificación de Cristo. Con el pasar del tiempo, se distinguirán ambos aspectos en celebraciones separadas. A finales del s. IV, la beata Egeria testimonia en Jerusalén una adoración de la cruz, que duraba toda la mañana, y una liturgia de la Palabra, con numerosas lecturas, que duraba toda la tarde. La adoración se extendió a las iglesias que poseían reliquias de la cruz, para terminar siendo una práctica general. También se dramatizó el rito, con el descubrimiento y ostentación de la cruz, acompañado de postraciones. La actual liturgia del Viernes Santo es el fruto de la síntesis de tradiciones diversas. Su estructura celebrativa consta de cuatro partes: la pasión proclamada (liturgia de la Palabra), la pasión invocada (oraciones solemnes), la pasión venerada (adoración de la cruz) y la pasión comulgada (comunión eucarística).
El Via Crucis. La Iglesia no solo celebra su fe con la liturgia. En concreto, el Viernes Santo, la manifiesta con varios ejercicios de piedad, como el Via Crucis, las procesiones de la Pasión y el recuerdo de los dolores de la Virgen María. El Papa dice que el Via Crucis consiste en «evocar con fe las etapas de la pasión de Cristo [… para] contemplar los sufrimientos y la angustia que nuestro Redentor tuvo que soportar en la hora del gran dolor, que marcó la cumbre de su misión terrena» (Discurso al finalizar el Via Crucis en el Coliseo, 21-03-2008).
El Sábado Santo. Desde los primeros siglos, el Sábado Santo, como el Viernes, fue día de ayuno «por la ausencia del Esposo». Cuando se generalizaron los bautismos en la Vigilia, se dedicó la mañana para ultimar la preparación de los catecúmenos. La celebración comenzaba con un exorcismo y seguía con el effetá, la unción prebautismal, la renuncia a Satanás y la confesión de Cristo. En la Iglesia antigua, el catecúmeno se volvía hacia occidente (símbolo del ocaso del sol y, por tanto, del pecado y de la muerte) y pronunciaba un triple “no”: al demonio, a sus pompas y al pecado. Después se volvía hacia oriente (símbolo del nuevo sol que surge, de la luz y de Cristo) y pronunciaba un triple “sí”: al Padre, al Hijo y al Espíritu santo.
Estos ritos fueron eliminados al desaparecer el bautismo de adultos. Con el pasar del tiempo, la vigilia nocturna se fue adelantando, hasta terminar celebrándose a primera hora de la mañana, dándose las extrañas paradojas de que los textos seguían hablando de la noche y la Cuaresma terminaba a mediodía del Sábado Santo (llamado Sábado de Gloria), que es cuando se hacían tocar las campanas y se tiraban los aleluyas (estampas con grabados y versos escritos) desde el campanario. Por la tarde tenían lugar los estrenos teatrales y, en España, comenzaba la temporada de los toros. Con la reforma iniciada por Pío XII (1951-1955) y culminada después del Vaticano II (1969-1970), el Sábado Santo queda configurado como día de oración y silencio.
La «hora» de la Madre. Si el Viernes es la «hora» de Cristo, a la que toda su existencia se encaminaba, el Sábado es la «hora» de María, en que la fe y la esperanza de la Iglesia se recogen en su corazón de Madre, como recuerda la Congregación para el Culto Divino: «En María, conforme a la enseñanza de la tradición, está como concentrado todo el cuerpo de la Iglesia […] es imagen de la Iglesia Virgen que vela junto a la tumba de su Esposo, en espera de celebrar su resurrección». Por eso, recomienda una celebración mariana en la mañana del Sábado Santo, como se hace cada año en la basílica romana de santa María la Mayor.
El Domingo de resurrección. Los judíos terminaban su cena pascual a media noche. Quizás para diferenciarse de ellos, los primeros cristianos la iniciaban entonces y la prolongaban hasta el amanecer del domingo. La Didascalía de los apóstoles describe cuatro momentos: el ayuno previo, una gran liturgia de la Palabra, la celebración eucarística y un banquete: «Ayunad los días de Pascua, a partir del día décimo […] Pasad toda la noche en vela, rezando y orando, leyendo los profetas, el evangelio y los salmos […] Ofreced después vuestro sacrificio. Alegraos entonces y comed». Pronto se añadieron los ritos bautismales, que llegaron a ser su característica más distintiva. El Papa recuerda que, en la Vigilia, se celebraba el bautismo de la siguiente manera: «El bautizando era desvestido realmente de sus ropas. Descendía en la fuente bautismal y se le sumergía tres veces; era un símbolo de la muerte que expresa toda la radicalidad de dicho despojo y del cambio de vestiduras […]. Luego, al salir de las aguas bautismales, los neófitos eran revestidos de blanco, el vestido de luz de Dios, y recibían una vela encendida como signo de la vida nueva en la luz, que Dios mismo había encendido en ellos» (Homilía, 03-04-2010).
Cuando desaparecieron los bautismos de adultos, la vigilia pascual se fue adelantando, hasta trasladarse a la mañana del sábado. La reforma litúrgica del s. XX comenzó con la reinstauración de la vigilia pascual en 1951. Es decir, por el corazón y el núcleo inicial del año litúrgico. Hoy consta de cuatro partes: la liturgia de la luz (con la bendición del fuego y del cirio, del que se encienden la velas de los fieles, y el canto del exultet); la liturgia de la Palabra (que recorre las principales etapas de la historia de la salvación: creación, sacrificio de Abrahán, paso del Mar Rojo, promesas de los profetas, resurrección de Cristo y bautismo de los cristianos); la liturgia bautismal (con la bendición del agua, renovación de las promesas bautismales de todos los presentes y bautismo de los candidatos) y la liturgia eucarística (comunión con Cristo resucitado, que actualiza su sacrificio pascual).
Tradiciones pascuales. Teniendo la Pascua tanta importancia teológica y litúrgica, es natural que el pueblo cristiano la haya enriquecido con numerosas tradiciones. En España, Hispano América y en algunos lugares de Italia es muy común comenzar el día con la «procesión del encuentro». Un grupo de fieles sale de un templo con la imagen de Jesús resucitado. Otro grupo parte de otro oratorio con la imagen de la Virgen, envuelta de un manto negro. Cuando se encuentran, se canta el Regina coeli, se retira el manto de luto de la Virgen y tienen lugar otras manifestaciones de alegría, como soltar palomas y tirar dulces a los niños. En muchos lugares se mantiene la antigua costumbre de bendecir la carne y los huevos (tradicionalmente vetados durante la Cuaresma) y de tener comidas festivas con alimentos especiales (longaniza de Pascua, torta de Pascua…). El día se suele concluir con las «vísperas bautismales», con procesión al baptisterio y renovación de las promesas del bautismo. En muchos lugares, los días siguientes se bendicen las casas o se sigue llevando con solemnidad el Santísimo a los enfermos, para el cumplimiento del «precepto pascual», ya que el IV Concilio de Letrán determinó en 1215 la obligación de la comunión de los cristianos al menos una vez al año, el día de Pascua. Eugenio IV, en 1440, extendió la posibilidad de cumplir el precepto desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo In Albis. Hoy se alarga a todo el ciclo pascual.
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En años pasados ya os mandé una reflexión sobre el Domingo de Ramos, la Semana Santa de Jesús y el domingo de Pascua, que podéis encontrar en estos enlaces:
http://www.caminando-con-jesus.org/CARMELITA/ESDM/DOMDERAMOS.htm
http://www.caminando-con-jesus.org/CARMELITA/ESDM/la_semana_santa_y_la_pascua_de_j.htm
http://www.caminando-con-jesus.org/CARMELITA/ESDM/DOMDEPASCUA.htm
La Anunciación del Señor
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Los judíos celebraban cada Pascua el aniversario de la creación, de la alianza de Dios con Abrahán, de la salida de Egipto… y también esperaban en ese día la futura manifestación del mesías. Los Padres de la Iglesia creían que el día de la muerte de Jesús fue un 25 de marzo. Como coincidió con la Pascua judía, ese día recordaban también el aniversario de la creación, de las grandes intervenciones de Dios en la historia de la salvación y de la encarnación del Señor. De esta manera, ponían en relación la obra creadora de Dios y la redención.
Los primeros testimonios sobre una fiesta de la anunciación son del año 550, en Constantinopla. Los obispos de la España visigoda, para que no cayera en Cuaresma, la fijaron el 18 de diciembre en el concilio X de Toledo (año 656). En el rito Ambrosiano se introdujo el cuarto domingo de Adviento. El 25 de marzo se instituyó obligatoriamente en Roma a partir del 660.
Desde la recuperación de la solemnidad de santa María, Madre de Dios (el 1 de enero), la Anunciación ha perdido algo de su importancia, pero en la liturgia bizantina conserva su esplendor, ya que es una de las doce grandes fiestas. Se cantan oraciones de gran riqueza teológica, entre las que destaca el Akathistos, que recoge poéticamente sus contenidos dogmáticos. María es aclamada con títulos tomados de la historia de la salvación: «Salve, por ti resplandece la dicha; / Salve, por ti se eclipsa la pena. / Salve, levantas a Adán, el caído; / Salve, rescatas el llanto de Eva […] Salve, Virgen y Esposa» (Oda 1).
Por su parte, la liturgia latina insiste en la confesión de la fe católica sobre la encarnación, que se realizó en vistas de la redención y del surgimiento de la Iglesia. La primera lectura recuerda la promesa de Isaías: «La virgen está en cinta y da a luz un hijo» (Is 7,14). El evangelio recoge su cumplimiento en la anunciación (Lc 1,26-38). La segunda lectura (Heb 10,4-10) desvela la actitud del Hijo al entrar en el mundo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Cita el salmo 40 [39], que también se usa como salmo responsorial). Así, se relacionan el sí de Jesús y el sí de María, como recuerda Benedicto XVI: «El “Aquí estoy” del Hijo y el “Aquí estoy” de la Madre se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios» (Homilía, 25-03-2006). Por eso, en este día celebramos, al mismo tiempo, una fiesta cristológica y mariana, porque celebra un misterio central de Cristo (su encarnación) y la actitud esencial de María (su fe y su acogida a la Palabra de Dios).
Esta solemnidad confiesa que Jesús, concebido por obra del Espíritu Santo, no proviene de la carne, sino de Dios (cf. Jn 1,13). Es decir, no es el fruto de la unión de un hombre con una mujer, no es el resultado del esfuerzo de los hombres, sino un regalo de Dios. La Anunciación, además de ofrecer una reflexión sobre Cristo y María, también invita a pensar en los fundamentos de la eclesiología. De hecho, la Iglesia «reconoce que ha tenido su origen en la encarnación de tu Unigénito» (oración sobre las ofrendas). Tenemos que pensar que la Iglesia es la prolongación de la salvación de Cristo a lo largo de los siglos, la actualización de la encarnación en la historia.
El misterio de la Anunciación ha impregnado durante siglos la vida de los católicos gracias al rezo del Ángelus, que marcaba la jornada con el sonido de la campana por la mañana, a mediodía y al atardecer, y suponía el inicio y el final de las actividades laborales, así como la pausa para la comida. La Anunciación es uno de los motivos más frecuentes del arte cristiano. En Oriente es muy común encontrarla en la puerta real del iconostasio. Igualmente, es muy popular el icono de la Platytera o Virgen del Signo, que representa a María de pie con los brazos abiertos, y al niño Jesús, en su seno, dentro de un círculo dorado. María en la Anunciación es patrona de los tejedores, y se la suele representar junto a una rueca en los iconos orientales y en las pinturas medievales. A partir del renacimiento se la pinta normalmente en un reclinatorio con una Biblia en la mano. Por su parte, el Ángel Gabriel es patrono de los carteros, pues se le considera el cartero divino. De hecho, en algunas representaciones se le sitúa junto a María, con una carta en la mano.
19 de marzo. San José
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Dos aspectos hacen que san José sea importante en la historia de la salvación: su descendencia davídica (que él transmite a Jesús) y su condición de justo.
Respecto al primer punto, recordemos que José pertenece a la estirpe de David (cf. Mt 1,20). En cuanto que Jesús es legalmente el «hijo de José» (Lc 4,22), puede reclamar para sí el título mesiánico de «hijo de David» (cf. Mt 22,41-46), dando cumplimiento en su persona a las promesas hechas a su antepasado: «Mantendré el linaje salido de ti y consolidaré tu reino» (2Sam 7,12ss). Benedicto XVI afirma que, «a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como “hijo de David”» (Ángelus, 18-12-2005). José es el anillo que une a Jesús con la historia de Israel, desde Abrahán en adelante, según la genealogía de Mateo (1,1-16), y con las esperanzas de toda la humanidad, desde Adán, según la genealogía de Lucas (3,23-38).
Respecto al segundo punto, cuando la Escritura llama «justo» a José quiere decir, ante todo, que es un hombre de fe, que ha acogido en su vida la Palabra de Dios y su proyecto sobre él. Como Abrahán, ha renunciado a sus seguridades y se ha puesto en camino sin saber adónde iba, fiándose de Dios. De esta manera, vive las verdaderas actitudes cristianas: la fe inquebrantable en la bondad de Dios, la acogida solícita de su Palabra y la obediencia incondicional a su voluntad. Por eso, dice el Papa, «en él se anuncia el hombre nuevo que mira con fe y fortaleza al futuro, no sigue su propio proyecto sino que se confía a la infinita misericordia de Aquel que cumple las profecías y abre el tiempo de la salvación» (Ángelus, 19-12-2010).
Por último, en un tiempo en el que predominan los ruidos y solo llama la atención lo extraordinario, es importante recordar que san José es un hombre de silencio y de trabajo sencillo y humilde. Vivió su existencia consagrado a su trabajo y al servicio de su familia, en la fe y en la esperanza. Los carmelitas descalzos rezamos cada día: «En el fiel desempeño del oficio de carpintero, san José brilla como admirable ejemplo de trabajo. –Oh, Dios, que has encomendado la ley del trabajo a todos los hombres, concédenos que siguiendo el ejemplo de san José y bajo su protección, realicemos las obras que nos encomiendas y consigamos los premios que nos prometes, por Jesucristo, nuestro Señor».
Para terminar, os propongo como lectura un himno precioso del breviario:
Porque fue varón justo lo amó el Señor
y dio el ciento por uno su labor.
El alba mensajera
del sol de alegre brillo
conoce ese martillo
que suena en la madera.
La mano carpintera
madruga a su quehacer
y hay gracia antes que sol en el taller.
Cabeza de tu casa,
del que el Señor se fía,
por la carpintería
la gloria entera pasa.
Tu mano se acompasa
con Dios en la labor
y alargas tú la mano del Señor.
Humilde magisterio
bajo el que Dios aprende:
¡que diga, si lo entiende,
quien sepa de misterio!.
Si Dios en cautiverio
se queda en aprendiz,
¡aprende aquí la casa de David!
Sencillo, sin historia,
de espalda a los laureles,
escalas los niveles
más altos de la gloria.
¡Qué asombro, hacer memoria
y hallarte en tu ascensión,
tu hogar, tu oficio y Dios como razón!
Y pues que el mundo entero
te mira y se pregunta,
di tú como se junta
ser santo y carpintero,
la gloria y el madero,
la gracia y el afán,
tener propicio a Dios y escaso el pan.
Porque fue varón justo lo amó el Señor
y dio el ciento por uno su labor.
Domingo III de Cuaresma, ciclo B
Jesús purifica el templo de Jerusalén
P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd
Hay edificios que sirven para identificar un país (las pirámides, la estatua de la libertad, la torre Eiffel, la gran muralla, el Taj Mahal, etc.). Para los israelitas, el templo de Jerusalén también era un signo de identidad, pero era mucho más que eso, ya que estaban convencidos de que era la verdadera morada de Dios, construido a imagen de su santuario del cielo, por lo que era considerado el verdadero centro del universo, el«ombligo del mundo», como recuerdan muchos textos antiguos: «Como el ombligo está puesto en el centro del cuerpo humano, así Israel es el centro del mundo, Jerusalén es el corazón de Israel, el santuario es el ombligo de Jerusalén, el lugar sagrado es el centro del santuario y su suelo es la piedra angular, porque sobre él fue fundado el universo».
El templo en la vida de Israel. Para los judíos, el templo era el símbolo de la unicidad de Dios (porque hay un solo Dios, hay también un solo templo, elegido por Él mismo como morada de su gloria). También testimoniaba la unidad del pueblo elegido (a partir de los doce años, todos los judíos tenían que pagar un impuesto al templo, independientemente de dónde vivieran, ya que solo allí se ofrecían los sacrificios por el pueblo, por todo el pueblo). Por último, era signo de identidad para Israel y de distinción frente a los extranjeros (que no podían entrar en él, bajo pena de muerte).
Los israelitas amaban el templo y peregrinaban a él siempre que podían, especialmente con ocasión de las grandes fiestas. Se conservan varios «salmos de ascensión», que se cantaban precisamente durante las peregrinaciones. El más famoso empieza así: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!» (Sal 122 [121],1). Jesús también amó el templo y san Juan cita un salmo que habla de eso, precisamente para explicar la purificación del templo que Él realiza: «El celo de tu casa me devora» (Sal 69 [68],10; Jn 2,17).
El templo que conoció Jesús (levantado por Herodes) constaba de una gran explanada a cielo abierto, rodeada de pórticos y edificios administrativos (llamado «atrio de los gentiles»). Dentro se encontraba el edificio de culto propiamente dicho, con tres amplios atrios sucesivos: el de las mujeres, el de los varones y el de los sacerdotes, antes del lugar «santo», separado por una cortina del lugar «santísimo» o sancta sanctorum. En el interior se celebraba el culto, en el exterior se desarrollaba la vida social relacionada con la religión: enseñanza de los rabinos, adquisición de los animales para los sacrificios, cambio de las monedas ordinarias por las de curso en el templo... con un férreo control para que no se produjeran abusos.
Todo el mundo podía acceder a la explanada exterior (por eso era llamada atrio de los gentiles), pero al edificio solo podían entrar los de raza judía. En las puertas había carteles escritos en hebreo, griego y latín con la advertencia del peligro que se corría si no se respetaba la norma. (La detención de san Pablo, que lo terminó llevando encadenado a Roma, partió de la acusación de que había introducido incircuncisos en el templo, cf. Hch 21,27ss).
La mujeres judías solo podían acceder al primer recinto, pero no cuando estaban enfermas o cuando tenían el periodo (el contacto con la sangre las hacía «impuras»), ni cuando estaban embarazadas, hasta cuarenta días después de haber dado a luz, ni cuando moría alguien en su familia durante otros cuarenta días (ya que tenían que lavar el cadáver y eso también las hacía «impuras»). Los varones judíos podían acceder al segundo recinto, pero no los enfermos, los cojos, los ciegos o lisiados. Los sacerdotes podían entrar al tercer recinto, donde se «purificaban» lavándose y cambiándose de ropa antes de acceder al lugar santo para realizar su ministerio. Al lugar santísimo solo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año, el día del Yom Kipur (o de la gran expiación). Allí donde se encontraran, los judíos tenían la obligación de rezar tres veces al día mirando hacia el templo de Jerusalén (costumbre que conservan hasta el presente).
Jesús y el templo. Porque es el corazón de la religión judía y porque lo ama, Jesús acude al templo en distintas ocasiones, y enseña y realiza prodigios en sus atrios (Mt 21,14; Mc 14,49; Jn 18,20). Al mismo tiempo, se enfrenta a esta institución y a su significado. Tenemos el relato de la expulsión de los mercaderes en los cuatro Evangelios (en los sinópticos, al final; en Juan, al principio), con explícita referencia a la decisión tomada a partir de entonces, por las autoridades judías, de dar muerte a Jesús. De hecho, la acusación que se esgrime contra Jesús ante Caifás es que quería destruir el templo (Mt 26,61; Mc 14,58) y en la cruz se burlan de Jesús por el mismo motivo (Mt 27,40; Mc 15,29). Los Evangelios recuerdan una profecía de Jesús que hace referencia a la destrucción del templo (Mt 24,2; Mc 13,2; Lc 21,6; 19,44; cf. Jn 2,19). Los sinópticos anuncian que en la muerte de Jesús se rasgó el velo del templo (Mc 15,38 y par). El primer mártir cristiano fue acusado de anunciar que Jesús destruiría el templo (Hch 6,14). Por último, en la nueva Jerusalén no habrá templo (Ap 21,22). Como vemos, la asociación de Jesús con el templo y su destrucción está presente en todo el Nuevo Testamento.
Con toda claridad, Jesús se presentó como alguien «más grande que el templo» (Mt 12,6). El relato sobre la purificación del templo continúa con el anuncio de Jesús de que en tres días volverá a levantar el templo destruido. Juan dice al respecto: «Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de lo que había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2,21-22).
La maldición de la higuera estéril. Antes de purificar el templo, Jesús maldice una higuera que no tiene fruto «porque no era tiempo de higos» (Mc 11,13). Esta especificación es importante. El gesto de Jesús podría parecer caprichoso, si no se lee en su contexto: es un gesto profético en relación con la purificación del templo, como los que realizaban los profetas. Por eso las narraciones de la higuera y del templo se mezclan.
En el Antiguo Testamento, Israel ha sido comparado muchas veces con un árbol, una higuera, una vid. Jesús mismo comparó a Israel con una higuera que pertenece a Dios. Durante varios años la cavó y abonó esperando que diera frutos (cf. Mt 13,6-8), «pero no encontró más que hojas» (Mc 11,13). Le ha dado muchas oportunidades, con infinita paciencia, pero este es el momento definitivo y ya no se puede prolongar la espera.
Al maldecir la higuera estéril en el contexto de la purificación del templo, se indica que el culto que en aquel se ofrecía era únicamente hojarasca inútil, porque no producía frutos de conversión. De hecho, la purificación del templo se coloca al interior de la narración de la maldición de la higuera: El árbol estéril es maldecido (Mc 11,12-14), el templo es purificado (Mc 11,15-19), los discípulos comprueban que la higuera se ha secado (Mc 11,20-21). Así se explica que con el templo sucede como con la higuera: se acerca su fin, porque no da fruto.
La purificación del templo. Para alcanzar la comunión con Dios, en el templo se realizaban sacrificios de animales, que eran ofrecidos sobre el altar, en parte allí quemados y en parte comidos por los oferentes (los que se quemaban totalmente como ofrenda a Dios eran llamados «holocaustos»). Los puestos en la explanada del templo ofrecían a los peregrinos el material para los sacrificios, ya que no podían caminar desde lugares lejanos con el animal de la ofrenda a cuestas. Además, estos animales debían cumplir con ciertas condiciones para ser admitidos: ser machos, de un año, sin defecto corporal… Los lugares de los cambistas servían para el pago de tributos y ofrendas, porque en el templo no se admitían monedas extranjeras, consideradas impuras, ya que llevaban imágenes de los dioses locales. Solo se admitían las propias, que no se usaban fuera de allí.
Jesucristo «volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían» (Mc 11,15). Tirando por el suelo las ofrendas, acaba con una manera de relacionarse con Dios. La justificación que Jesús da es que la casa de Dios ha de ser «casa de oración para todos los pueblos, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones» (Mc 11,17). En realidad, está uniendo dos textos distintos del Antiguo Testamento. Por un lado cita a Jeremías, que denuncia el culto separado de la vida y exige que el culto se corresponda con una existencia íntegra, afirmando: «No os creáis seguros con palabras engañosas, repitiendo: “Es el templo del Señor” […] ¿De modo que robáis, matáis, adulteráis, juráis en falso, quemáis incienso a Baal, seguís a dioses extranjeros y desconocidos, y después entráis a presentaros ante mí en este templo, que lleva mi nombre, y os decís: “Estamos salvos”, para seguir cometiendo esas abominaciones? ¿Creéis que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? Atención, que yo lo he visto». (Jer 7,1-15)
Jeremías no llama ladrones (o mejor, bandidos) a los que venden, sino a los que acuden al templo a comerciar con Dios. Le ofrecen cosas sin comprometer la vida, esperando ser escuchados solo porque han ofrecido sus dones. Pero el profeta dice que Dios no quiere nuestras cosas, sino nuestros corazones. Citando este texto, Jesús explica que, al purificar el templo, no está corrigiendo los abusos de los vendedores, sino impidiendo el sistema cultual de Israel. No se enfrenta con un grupo de comerciantes, sino con una manera de relacionarse con Dios, al que le ofrecemos cosas para que Él nos dé lo que pedimos.
Por otro lado, Jesús cita a Isaías, que anuncia que, en los tiempos mesiánicos, Dios también aceptará el culto de los extranjeros y de las personas con defectos físicos, que hasta entonces no podían entrar en el templo, por ser considerados impuros: «El extranjero que se ha unido al Señor, no diga: “El Señor me excluirá de su pueblo”. No diga el eunuco: “Soy un árbol seco”. Porque esto dice el Señor: A los eunucos que guardan mis sábados, que eligen cumplir mi voluntad, […] a los extranjeros que se han unido al Señor, […] los traeré a mi monte santo, los llenaré de júbilo en mi casa de oración; sus holocaustos y sacrificios serán aceptables sobre mi altar; porque mi casa es casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,3-7).
Estas citas del Antiguo Testamento, que usa Jesús, ayudan a entender el gesto de la purificación del templo. La ofrenda de sacrificios animales sirvió hasta entonces, porque era imagen del verdadero sacrificio del verdadero cordero; pero, una vez que este se manifiesta, aquellos ya no sirven. Dios ya no se encuentra en un lugar, sino en la persona de Jesús, que es el verdadero templo.
En la narración de san Juan (2,13-22), se cita un salmo que habla de los sufrimientos del justo a causa de su fidelidad a Dios: «Soy un extraño para mis hermanos, porque me devora el celo de tu casa» (Sal 69 [68],9-10). Pero, especialmente, se indica el cumplimiento de un oráculo de Zacarías, que anunció que, cuando se instaure el reino de Dios, no habrá distinción entre sagrado y profano, ya que todo estará consagrado al Señor, hasta las ollas de cocinar y los cascabeles de los caballos que se usan en los desplazamientos (Zac 14,20-21). La purificación del templo indica que ha llegado el tiempo en que el culto no será solo celebrar unos ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días señalados, sino una vida ofrecida en consonancia con un culto «en espíritu y verdad» (Jn 4,23), en el que todos pueden participar. Santa Teresa de Jesús, sin conocer estos textos, decía a sus monjas que Dios está lo mismo en el templo, durante la oración, que en la habitación de una enferma, cuando se la atiende, que en la cocina, cuando se preparan los alimentos: «Hijas mías, no tengáis desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores, entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor, ayudándonos en lo interior y exterior».
Lo que ahora prefigura Jesús con este gesto profético, se realizará plenamente con la destrucción del verdadero templo, que es su cuerpo. Es significativo que, en el momento de su muerte, «el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mt 27,51). San Pablo dice que el templo del Señor hoy ya no es un edificio de piedra, sino los mismos creyentes (1Cor 3,16-17; 6,19), a los que san Pedro llama «piedras vivas» (1Pe 2,4). En esta línea lo entendieron las autoridades judías, que se dieron cuenta de que Jesús no estaba simplemente atacando unos abusos, sino destruyendo todo su sistema cultual y religioso. Por eso, decidieron eliminarlo.
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2do Domingo de Cuaresma. Ciclo B (04-03-2012)
Domingo II de Cuaresma: La transfiguración
P. Eduardo Sanz de Miguel, oc.d.
Al inicio de su camino hacia la cruz, el Padre manifiesta que Jesús es su «Hijo amado» y por un momento revela su gloria en la carne mortal de Cristo. Se manifiesta así su verdadera identidad, que ya se adivina en sus milagros y que los demonios han intuido, pero que los discípulos no terminan de descubrir. De ella dan testimonio Moisés y Elías (la Ley y los profetas), que lo anunciaron y ante el que se retiran, para dar paso al evangelio. De hecho, cuando Jesús levanta del suelo a sus asustados discípulos, «ya no vieron a nadie más que a Jesús, solo» (Mt 17,8).
El mesías sufriente. El evangelista Marcos afirma desde el principio que el contenido de su evangelio es Jesús mismo, el mesías, el Hijo de Dios (Mc 1,1). Toda la primera parte de su obra culmina en la confesión de Pedro: «Tú eres el mesías». La segunda culmina con la confesión del centurión romano, en el momento de la muerte del Señor: «Este era Hijo de Dios». El Bautismo, narrado al inicio del evangelio (1,9-11), es la introducción y la clave de lectura de la primera parte: indica que el que hace maravillas es el que antes se metió en la fila de los pecadores y aceptó ser el siervo que carga con los pecados. Por su parte, la transfiguración, narrada al inicio de la segunda parte (9,2ss), es la introducción y la clave de lectura del viaje de Jesús a Jerusalén: nos hace comprender que el que camina hacia la cruz, abandonado e incomprendido, es el Hijo que el Padre quiere que escuchemos, que manifiesta su gloria en la debilidad. Los paralelismos hacen ver la relación entre los dos acontecimientos, ya que son la cara y la cruz de la misma moneda.
A la confesión de Pedro («Tú eres el mesías»), sigue el primer anuncio de la pasión («Jesús empezó a enseñarles que tenía que padecer mucho»). A continuación Jesús inicia el viaje definitivo hacia Jerusalén. Las palabras de Jesús explican que su mesianismo no lo caracteriza el poder, sino el servicio; no la gloria humana, sino la humillación. Pedro no lo entiende, porque le parece imposible que el mesías deba sufrir y se lo hace saber a Jesús. Al igual que sus contemporáneos, esperaba un mesías fuerte y poderoso. Pero Jesús insiste en que debe subir a Jerusalén y morir. La transfiguración tiene lugar al inicio de este viaje, que será el último de Jesús.
En san Marcos, en san Mateo y en san Lucas encontramos que la confesión de Pedro, las explicaciones de Jesús sobre el verdadero significado de su mesianismo y la transfiguración están íntimamente unidos y enlazados entre sí. Los dos primeros dicen que la transfiguración sucedió «seis días después» (Mt 17,1; Mc 9,2), mientras que el tercero la sitúa: «unos ocho días después» (Lc 9,28). Poniendo estos acontecimientos en relación, nos indican que la transfiguración es, también, explicación del mesianismo de Jesús: en Él se juntan, de manera misteriosa, la pasión y la gloria.
La montaña, la nube y la voz. El evangelio afirma que la transfiguración tiene lugar en una «montaña alta» (Mc 9,2; Mt 17,1). De esta manera, la pone en relación con dos importantes acontecimientos bíblicos, que también sucedieron en lo alto de una montaña: la Alianza que Dios estableció con Israel en la cima del Sinaí, en tiempos de Moisés, y la revelación de que hay un solo Dios verdadero, que Él realizó en la cima del Carmelo, en tiempos de Elías. De hecho, ambos están presentes en el Tabor, para dar testimonio de Cristo, que lleva a cumplimiento lo que ellos iniciaron. Más tarde, la muerte de Jesús y su ascensión al cielo también sucederán en dos montes: el Calvario y el de los olivos.
La subida al monte hace referencia al esfuerzo de los que siguen a Jesús. La mayoría se quedó en el valle. San Jerónimo destaca que solo los que subieron al monte vieron a Jesús transfigurado. Así, los cristianos deben caminar con Cristo para contemplarle: «Jesús no se transfigura mientras está abajo: sube y entonces se transfigura. “Y los llevó a ellos solos, aparte, a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos”. Incluso hoy en día está abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús y son las turbas que no pueden subir al monte –al monte suben tan solo los discípulos, las turbas se quedan abajo–; si alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en vestidos blancos, sino en vestidos sucios. Si alguien sigue la letra y está totalmente abajo y mira la tierra a la manera de los brutos animales, este no puede ver a Jesús en su vestidura blanca. Sin embargo, quien sigue la palabra de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para este Jesús se transfigura al instante y sus vestidos se hacen blanquísimos».
La nube simboliza la presencia de Dios. Durante el Éxodo, en el desierto, Dios se hacía presente por medio de una nube que guiaba al pueblo y, cuando montaban el campamento, «descendía» sobre la tienda del encuentro, «cubriéndola» con su sombra (Ex 24,15-18). Isaías la identifica con el Espíritu Santo (Is 63,14). Esa misma nube es la que «descendió» sobre María y la «cubrió» con su sombra para fecundarla (Lc 1,35) y ahora «desciende» sobre Jesús y le «cubre» (Mc 9,7), para indicar que Dios se hace presente, llevando a cumplimiento todas sus anteriores intervenciones salvíficas. Es significativo el uso de los mismos verbos en los tres textos. Esto encuentra una clarificación en la afirmación de san Juan: «La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14). La palabra usada en griego eseskenosen, que hace referencia a la presencia de Dios entre los hombres por medio de su gloria (la sekiná), que antiguamente se hizo presente en la tienda del encuentro (cf. Ex 26,1) y ahora en Jesús.
Como ya había sucedido en el bautismo, en la transfiguración Jesús ora para someterse a la voluntad del Padre, que coincide con la obediencia y el sufrimiento del mesías. Como respuesta, llegaron del cielo los signos de su complacencia: la luz que transfiguró a Cristo y la voz que lo proclamó «Hijo amado», añadiendo la invitación a escucharle, porque es el Profeta definitivo.
Los testigos y la conversación. Pedro, Santiago y Juan son los discípulos presentes en la transfiguración (testigos del poder de Jesús). Son los mismos que se encontrarán también en Getsemaní, en la noche en que Jesús fue entregado (testigos de su debilidad). Así podrán dar testimonio de la gloria del siervo. El miedo que expresan es el temor sagrado de quienes descubren la identidad de Jesús, que es al mismo tiempo mesías y siervo. En la transfiguración, vieron la gloria de Dios en la debilidad de Jesús; la divinidad en su humanidad; su salvación en el camino de la cruz.
Pedro quiere hacer unas tiendas o cabañas para Jesús, Moisés y Elías. Esto pone el acontecimiento en relación con la fiesta judía de las tiendas o de las cabañas (llamada Sukkot en hebreo), que recuerda el Éxodo, el camino de Israel por el desierto hacia la tierra prometida. La fiesta consiste hasta el presente en hacer cabañas como morada temporal. El profeta Zacarías dice que, en tiempos del mesías, todos los pueblos subirán a Jerusalén a celebrar la fiesta de las cabañas (Zac 14,16-19). Por eso, los judíos identificaban esa fiesta con el futuro triunfo del mesías y con el establecimiento del reino de Dios. En este contexto, cuando Jesús inicia su viaje definitivo a Jerusalén, en el que se revelará claramente su identidad y se realizará la misión para la que vino al mundo, Moisés y Elías hablan con Jesús de su «éxodo, que iba a consumarse en Jerusalén».
La presencia de Moisés y Elías tiene gran importancia. El primero se encuentra en los orígenes del judaísmo y el segundo era esperado al final de los tiempos, para preparar la llegada del mesías. Representan «la Ley y los profetas» (expresión común en la Sagrada Escritura para referirse a toda la Biblia) y dan un testimonio concorde: que Jesús cumple las esperanzas de Israel, que es el profeta último y definitivo, que anuncia la Palabra de Dios. O mejor, como dice san Juan de la Cruz, que es la única palabra que Dios tiene, por medio del cual nos habla.
San Lucas señala que Jesús, Moisés y Elías «hablaban de su muerte (la palabra usada en griego es éxodos), que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,31). En su diálogo con el Padre, con la Ley y los profetas, se confirma lo que hemos visto en el bautismo: Jesús es el siervo de YHWH, que debe pasar por la cruz para llegar a la gloria. La Biblia (Moisés y los profetas) testimonia que su muerte es un éxodo, un paso de este mundo al Padre. Una vez más, asume la misión para la que ha venido al mundo y acepta la voluntad del Padre. Así, muestra que la verdadera oración consiste en unir nuestra voluntad a la de Dios. Por eso, la transfiguración en el Tabor está íntimamente unida con la agonía en Getsemaní.
Anticipo de la resurrección y de la gloria futura. Siguiendo a los santos Padres, la liturgia ve en la transfiguración un anticipo de la resurrección de Jesús: «Cristo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección» (Prefacio del domingo II de Cuaresma ). Podemos decir que en el rostro de Jesús brilla la luz divina que Él tenía en su interior y que resplandecerá plenamente el día de la resurrección. Si la transfiguración de Cristo es anticipo de la resurrección de su cuerpo mortal, también revela nuestro destino final, ya que es anuncio de la futura glorificación de nuestros cuerpos individuales y de su cuerpo místico, que es la Iglesia. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de la salvación. Los vestidos de Jesús transfigurado «se volvieron blancos como la luz». Los vestidos de los redimidos también serán blancos (Ap 7,9.13) porque «han lavado sus túnicas y las han blanqueado en la sangre del Cordero» (Ap 7,14).
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1er Domingo de Cuaresma. Ciclo B (26-02-2012)
Retiro de Cristo en el desierto y tentaciones
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Después del bautismo, Jesús, «empujado» por el Espíritu (cf. Mt 4,1), se retiró al desierto durante cuarenta días.
El lugar. El desierto es, ante todo, lugar de silencio y de soledad, que nos permite alejarnos de las ocupaciones cotidianas para encontrarnos con Dios. Por eso, Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16). Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo. No podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral. Hoy se usa la imagen del desierto para hablar de la pobreza, del hambre, del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. A todas esas realidades ha descendido Jesús. Allí se hace presente.
El tiempo. El retiro de Jesús en el desierto duró 40 días. ¿Tiene algún significado ese periodo de tiempo? Debemos recordar que la Biblia hace un uso abundante del simbolismo de los números, que los antiguos lectores entendían bien, aunque en nuestros días pueda parecer extraño. El número 40, que aparece aquí, lo podemos encontrar en más de cien textos, pero pocas veces con un significado matemático. Recordemos que, en la antigüedad, morían muchos niños y los adultos vivían unos 40 años. Los que superaban esa edad eran una minoría. Por eso, 40 años era el símbolo de una generación, de una vida, de un tiempo suficientemente largo para realizar algo importante. Moisés, por ejemplo, murió a los 120 años (Dt 34,7). San Esteban divide su vida en tres etapas de 40 cada una: el tiempo que pasó en Egipto, adorando a los dioses falsos, el tiempo que pasó en el desierto, purificándose, y el tiempo que vivió al servicio de Dios y de su pueblo (Hch 7,20-40). Es como si hubiera vivido tres «vidas». Isaac se casó a los 40 años (Gen 25,20) y también Esaú (Gen 26,34). Israel caminó por el desierto durante 40 años, guiado por Moisés (Dt 29,4). David reinó 40 años (1Re 2,11). Y Job, después de sus desgracias, vivió 40 años de bendición (Job 42,16).
Igual que 40 años significan una vida, 40 días significan un tiempo suficientemente largo para que se realice algo importante. Así, el diluvio duró «40 días y 40 noches» (Gen 7,12). Moisés pasó 40 días en oración antes de recibir las tablas de la Ley (Ex 24,18). 40 días tardaron sus enviados en explorar la Tierra Prometida (Num 13,25). Elías anduvo 40 días antes de encontrarse con Dios (1Re 19,8). Jonás anunció la destrucción de Nínive a los 40 días (Jon 3,4). Jesús fue presentado en el templo a los 40 días de su nacimiento (Lc 2,22), como mandaba la Ley (Lev 12). Después del bautismo, pasó 40 días en ayuno y oración (Mt 4,2) y, después de la resurrección, se apareció también durante 40 días (Hch 1,3). Así pues, los 40 días de Jesús en el desierto significan el tiempo necesario para prepararse a su misión.
Las tentaciones. El mismo Espíritu que consagró a Jesús, «lo empujó al desierto, para que fuera tentado por el diablo» (Mt 4,1). Si el evangelista afirma que Jesús fue al desierto empujado por el Espíritu, quiere decir que estamos ante un acontecimiento que tiene que ver con su misión; es decir, con nuestra salvación. Así se manifiesta el significado último de la kénosis, del vaciamiento de Cristo, que «se despojó de la forma de Dios y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6-7). Cristo sufrió las tentaciones para que se cumpliera lo que dice la carta a los Hebreos: «Ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (Heb 4,15). Por eso puede comprendernos y tener compasión de nosotros.
En último término, las tentaciones de Jesús coinciden con las de cada hombre, desde el principio: usar de Dios en provecho propio, pedirle pruebas, no fiarse de Él, usar del poder de este mundo para imponer los propios criterios, decidir por sí mismo, independientemente de lo que Dios disponga… Adán en el paraíso sucumbió, desobedeciendo a Dios. Lo mismo le sucedió a Israel en el desierto. Cristo venció sometiéndose al Padre. Y su victoria es ya nuestra victoria. San Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: Si la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la victoria del segundo! (cf. Rom 5,17).
Adán, por su desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su obediencia, nos abrió el camino del desierto al Paraíso. Lo subraya san Marcos, cuando dice que, después de vencer las tentaciones, Jesús «estaba entre fieras salvajes, y los ángeles le servían» (Mc 1,13). Así se cumple lo que anunció el profeta para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito» (Is 11,6). Con la victoria sobre el pecado, se restablece la armonía del Paraíso, en la que todos estamos invitados a participar. Al respecto, san Agustín afirma que todos estamos llamados a compartir la victoria de nuestra cabeza: «En Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de Él procedía para ti la salvación […] de ti para Él la tentación, y de Él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo».
Notemos que el demonio propone sus tentaciones con citas de la Escritura sacadas de su contexto. También en nuestros días se puede usar la Biblia para hacerla decir lo contrario de lo que dice. No son pocas las personas que la traicionan de este modo. Se consideran modernas, porque la privan del contexto interpretativo en el que encuentra su sentido (que es la comunidad creyente, la Iglesia) y la convierten en piedra de escándalo y de tropiezo para los que tienen una fe sencilla. Jesús respondió con una interpretación «tradicional» de la Escritura, viendo en ella la manifestación de la voluntad de Dios, que Él está dispuesto a obedecer hasta el final, sin ponerlo a la prueba. Este es un aspecto que en nuestros días adquiere una especial importancia.
La obediencia del siervo. Al tener lugar después del bautismo, en el que Jesús fue ungido mesías, las tentaciones iluminan la manera concreta de entender su mesianismo y su disposición a obedecer al proyecto de Dios sobre Él. Satanás le presenta otros modelos distintos del que ha recibido de Dios, tal como se ha manifestado en el bautismo. Dios le pide el servicio humilde y la obediencia hasta la muerte. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana; Satanás le propuso seguir el camino del éxito. Le sugiere que un mesías triunfante encontraría acogida en la gente, que fácilmente se dejaría guiar por Él. Todo lo contrario de lo que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentará en otros momentos de su vida (Lc 4,13), principalmente en la cruz (Mt 27,40-43).
Pero Jesús la supera no usando a Dios para su provecho, sino sometiéndose a los planes de Dios. Se abandona confiadamente en las manos del Padre; a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8). Cuando Jesús dice que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), está afirmando la absoluta prioridad de la voluntad de Dios (manifestada en su palabra, en la Escritura) sobre sus propias necesidades o proyectos (incluida la satisfacción de las necesidades primordiales). Un salmo lo había expresado así: «Tu gracia vale más que la vida» (Sal 62 [63],4). Jesús lo confirmó con sus elecciones. Y yo, ¿estoy convencido, como Él, de la absoluta prioridad de Dios en mi vida cotidiana? Él se abandonó en las manos del Padre, aceptando ser su siervo. Por eso, varias veces dirá que no ha venido a hacer su propia voluntad, sino la del Padre, que lo ha enviado. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21).
Así expone el Catecismo el significado de las tentaciones y de sus consecuencias para nosotros: «Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto […] Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto, Cristo se revela como el siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina […] Cristo ha vencido al Tentador en beneficio nuestro: “Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15)». nn. 538-540.
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EL MIÉRCOLES DE CENIZA
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
La imposición de las cenizas proviene del gesto que hacían en los primeros siglos los que estaban obligados a la «penitencia pública», imitando una práctica frecuente en el Antiguo Testamento: Los que habían cometido pecados graves eran apartados de la comunión eclesial durante un tiempo, en el que tenían que hacer penitencia con la cabeza cubierta de cenizas. La congregación para el culto divino recuerda que el rito está muy arraigado en el pueblo cristiano y lo explica así: «[La] ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal» (Directorio 125).
En camino hacia la Patria. No es por casualidad que la fórmula de imposición de las cenizas se tomara del libro del Génesis, en donde se narra la expulsión del Paraíso, después del pecado: «Eres polvo y al polvo volverás. Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén» (Gn 3,19ss). Durante la Eucaristía, los pecadores tenían que permanecer en el atrio del templo, expulsados de la Iglesia (verdadero Paraíso) y privados del Cuerpo de Cristo (fruto del verdadero árbol de la vida). Se sentían como si hubieran vuelto a la situación anterior a su bautismo. Cuando eran reconciliados regresaban al hogar, a la compañía de los Santos, anticipo e imagen de la Jerusalén celestial. También los catecúmenos debían abandonar el templo después de la liturgia de la Palabra, con la esperanza de poder permanecer dentro cuando recibieran el bautismo. Catecúmenos y pecadores públicos se sentían excluidos del Paraíso y de la tierra de promisión, que es la Iglesia. A medida que avanzaba la Cuaresma, crecían sus deseos de que llegara la Pascua, para incorporarse plenamente a la comunidad.
Con estos ritos expresaban que la vida es un camino, no exento de peligros, pero con una meta clara. A diferencia de los que no saben adónde se dirigen, se consideraban peregrinos, deseosos de llegar a su destino, que es la patria verdadera, «el descanso definitivo reservado al pueblo de Dios» (Heb 4,9). La Carta a Diogneto, citando a san Pablo, afirma que los cristianos no podemos identificarnos totalmente con el lugar donde nacimos, porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20): «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres […] Toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña […] Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo».
El actual himno de laudes (versión española), tomado de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, cumbre de la poesía española del s. XV, recuerda que la vida mortal es un camino hacia la eterna: «Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar; / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar». Aquélla no es camino, sino ciudad permanente. Pero añade que hay que tener cuidado, porque hay peligros en el recorrido que pueden desviarnos. Para no perderse, propone seguir los pasos de Cristo, que ya nos ha precedido y nos espera en la meta. Benedicto XVI también la presenta como un camino de seguimiento de Cristo y de identificación con Él: «La Cuaresma es un camino, es acompañar a Jesús que sube a Jerusalén […] Recuerda que la vida cristiana es un “camino” por recorrer, que no consiste tanto en una ley que debemos observar, sino en la persona misma de Cristo, a quien hemos de encontrar, acoger y seguir» (Audiencia general,09-03-2011).
Recuerdo de nuestra fragilidad. A partir del s. IX empezó a abandonarse la penitencia pública sacramental, que fue sustituida por la confesión como hoy la conocemos. La imposición de las cenizas se generalizó en el s. XI con un significado nuevo: el de la fragilidad de la vida, por lo que se convirtió en una invitación a estar preparados para cuando llegue la muerte. El himno del Oficio de Lectura (versión española), recoge las estrofas más estremecedoras de la misma poesía que en laudes, que subrayan la brevedad de nuestra existencia. Empieza así: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, /cómo se viene la muerte / tan callando». El Papa recuerda que las cenizas siguen evocando «la precariedad de la condición humana» (Homilía, 21-02-2007).
Desde el s. XII, la ceniza proviene de la quema de los ramos y palmas que se usaron el Domingo de Ramos del año anterior para aclamar a Cristo como rey. Los ramos convertidos en ceniza denuncian que hasta nuestros mejores deseos se quedan muchas veces solo en palabras, en propósitos que no se materializan, en polvo y ceniza.
El ministro impone la ceniza mientras dice: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19), o bien: «Conviértete y cree en el Evangelio» (Mc 1,15). El Pontífice afirma que «ambas fórmulas recuerdan la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores que siempre necesitamos penitencia y conversión» (Audiencia general, 06-02-2008). Este rito subraya, al mismo tiempo, la fragilidad del hombre y la confianza que Dios tiene en él, dándole una nueva oportunidad. San Clemente afirma que, en todas las épocas, Dios ha concedido una oportunidad de conversión, un tiempo de penitencia. Sucedió en tiempos de Noé y en tiempos de Jonás, de ello hablaron los profetas y los evangelistas. De tan variados testimonios hemos de aprovecharnos en este tiempo de gracia: «Emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos dones y beneficios de su paz» (Oficio de lectura del Miércoles de Ceniza). Así pues, la Cuaresma es un «camino» (o una «carrera», en palabras de san Clemente, que evoca 2Tim 4,7) que comienza con la imposición de la ceniza y termina con la renovación pascual. Se parte de la aceptación de nuestra fragilidad moral (expuestos al pecado) y física (sujetos a la enfermedad y a la muerte), para llegar a participar en la victoria de Cristo. En palabras de san Pablo, es el paso del hombre carnal al espiritual, de guiarse por los instintos a seguir las mociones del Espíritu Santo. El pecador es desobediente, como el viejo Adán; pero está llamado a vivir en comunión con Dios, como Jesús, nuevo Adán. Ése es el proceso de conversión que caracteriza la Cuaresma.
A todos los que este Miércoles de Ceniza comienzan su camino hacia la Pascua les deseo la paz de Cristo. Que Él les acompañe y les dé los dones necesarios para alcanzar la meta de su caminar. ¿Qué mejor inicio de la Cuaresma que escuchar el Attende Domine? En él decimos: «Escucha, Señor y ten misericordia porque hemos pecado contra ti. A ti, rey soberano, redentor de todos, levantamos nuestros ojos con lágrimas; escucha, Cristo, las plegarias de los que te suplican».
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05-02-2012. Domingo V del Tiempo Ordinario, ciclo B
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
La comunidad primitiva confiesa su fe en «Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con Él» (Hch 10,38). Cuando quieren presentar un resumen de su vida, dicen que «recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la Buena Noticia del reino, y sanando todas las enfermedades y las dolencias del pueblo» (Mt 4,23; 9,35). Los primeros cristianos estaban convencidos de que la predicación, los milagros y la victoria sobre el malprovienen de la misma fuente: el poder de Dios que actúa en Jesús. A partir del evangelio dominical, hace dos semanas os hablé de la predicación y el domingo pasado de la victoria sobre el mal. Hoy me detendré en los milagros de Jesús.
Los evangelios recogen numerosas narraciones de milagros (curaciones de enfermedades, expulsiones de demonios, resurrecciones…), pero solo aparece la palabra teras (milagro, prodigio) una vez, para descalificarla (Jn 4,48). Lo que nosotros llamamos «milagro» normalmente es llamadodynamis (acto de poder); en el caso de Juan, semeion (signo) y, cuando habla el mismo Jesús, ergon (obra). Se entiende su significado solo desde la fe y a la luz de la palabra. Lo contrario que en los relatos apócrifos, que se detienen en lo maravilloso, separado de la predicación profética.
Las obras de Jesús. En principio, Jesús no está a favor de los milagros, incluso acusa a quienes los buscan (Jn 4,48) y a quienes se quedan en su materialidad, sin comprender su significado (Jn 6,26). Rechaza la tentación de transformar las piedras en pan o de tirarse desde la cornisa del templo (Mt 4,1-11). No concede a los fariseos la señal que piden (Mc 8,11-12) y afirma que su predicación es suficiente señal, como lo fue la de Jonás para los ninivitas (Lc 11,29-32). También suele pedir a los beneficiarios y a los testigos que guarden silencio sobre el acontecimiento. Sus obras poderosas están en función de su misión y de su mensaje. Al margen de su significado religioso no tienen sentido. De hecho, Herodes y los líderes judíos los aceptan, pero no se convierten ante ellos. Durante su juicio, Herodes le pedirá un milagro como entretenimiento (cf. Lc 23,8). Sus enemigos afirmarán que los realiza con el poder del mismo demonio (cf. Mc 3,22). Y Jesús dice de las ciudades Betsaida y Corazaín que han sido testigos de muchos milagros suyos sin que sus vecinos se convirtieran (cf. Mt 11,21). Más tarde, el talmud dirá que Jesús fue ajusticiado porque extraviaba a sus contemporáneos con la magia (lo que significa que aceptaban sus milagros, aunque rechazaban que los hiciera con el poder de Dios). En definitiva, los milagros son, al mismo tiempo, signos reveladores de la identidad de Jesús y miden la fe de los hombres.
Después de ser bautizado y recibir el Espíritu, Jesús vence a Satanás en el desierto. Los milagros son imagen del regreso al paraíso, sello de la nueva creación que ha iniciado, muestran la salvación que se nos da, testimonian la victoria de Dios sobre las raíces de nuestro sufrimiento, que es consecuencia del pecado. Al mismo tiempo confirman la predicación del evangelio, cumplen las promesas de los profetas para los tiempos del mesías, son prueba que autentifica la actividad de Jesús y anticipan el reino escatológico, en el que no habrá llanto ni dolor. Manifiestan la gloria y el poder vivificador de Dios, que actúa en Jesús.
Cuando Juan Bautista se encontraba en la cárcel, mandó unos mensajeros a Jesús para que les confirmara si Él era el mesías de Dios o si se había equivocado al señalarle como tal en el momento del bautismo. Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados» (Mt 11,4-5). Estos signos debían ser suficiente confirmación para el profeta, que conocía las promesas de Isaías: «Aquel día oirán los sordos las palabras del libro, sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos del ciego, los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se llenarán de júbilo» (Is 29,18-19); «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, entonces saltará el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo» (Is 35,5-6); «Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad» (Is 61,1).
Los signos proféticos. Los profetas de Israel acompañaron su predicación con gestos simbólicos (a veces portentosos): los «ôt», que realizaban anticipadamente lo que anunciaban (cf. 1Re 11,29-39; Jer 19,10-11; etc.). Las «obras» de Jesús están en la línea del actuar profético: son signos que vienen de Dios y muestran que Dios actúa en Él: «Nadie puede hacer las obras que tú haces si Dios no está con Él» (Jn 3,2); «Las obras que yo hago con la fuerza del Padre dan testimonio de mí» (Jn 10,25). Normalmente, los evangelistas acompañan la narración de milagros con las explicaciones correspondientes: Jesús multiplica el pan para enseñarnos que Él es el Pan de la vida, da vista a los ciegos para que comprendamos que Él es la Luz del mundo, resucita a Lázaro para hacernos entender que Él es la Vida... En directa dependencia de las obras de Jesús, se hallan los sacramentos, que son signos compuestos de palabras y acciones, instituidos por Cristo, que cumplen lo que anuncian. El Catecismo reflexiona así sobre los milagros: «Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5,36; 10,25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10,38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5,25-34; 10,52). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: estas testimonian que Él es Hijo de Dios (cf. Jn 10,31-38). Pero también pueden ser “ocasión de escándalo” (Mt 11,6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11,47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3,22). Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6,5-15), de la injusticia (cf. Lc 19,8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12,13.14; Jn 18,36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8,34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas» (nn. 548-549).
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29-01-2012, Domingo IV del Tiempo Ordinario, B
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Las fiestas de Navidad terminaron con la celebración del bautismo de Jesús, que supuso el final de su vida escondida y el inicio de su vida pública. El domingo siguiente (II del Tiempo Ordinario), el evangelio nos habló de algunos discípulos de Jesús (y yo os mandé unas reflexiones sobre la vocación). El domingo III del Tiempo Ordinario (la semana pasada), el evangelio hablaba de la actividad de Jesús, que era –ante todo– un predicador, que anunciaba la llegada del reino de Dios (os mandé una reflexión sobre ese tema). Hoy el evangelio habla de otra actividad de Jesús, también importantísima, sobre la que vamos a reflexionar: La victoria sobre el mal.
En nuestros días, no está de moda hablar del demonio. Incluso, muchas veces, en los estudios sobre Jesús se pasa por alto este tema. Y, sin embargo, los evangelios testimonian abundantemente la oposición del diablo a la actividad de Jesús y la victoria de Jesús sobre el maligno. Los episodios de exorcismos son demasiado numerosos como para ignorarlos.
¿Quién es el demonio? En el Antiguo Testamento, los términos Satanás, demonio o diablo aparecen raramente. En el libro de Job, por ejemplo, aún no está clara su identidad, pero Satanás se manifiesta como el acusador del hombre ante Dios. Por eso, más tarde, el Apocalipsis lo presentará como «el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios» (Ap 12,10). En realidad, acusando al hombre, pretende ofender a Dios. Le dice que esa criatura, que Él ha formado a su imagen y semejanza, en la que ha depositado su amor, es una criatura miserable; que se ha equivocado al hacerla y al confiar en ella. Para demostrar su tesis, despoja a Job de sus bienes y de su salud, esperando que así se rebele contra Dios, aunque falla en su propósito. A su manera, este libro ya testimonia que el poder del diablo no es absoluto y que puede ser vencido.
El misterio del maligno se fue clarificando progresivamente, especialmente a la luz de dos relatos: la tentación de los primeros padres (Gen 3) y cuando se afirma que la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (Sab 2,23-24). En tiempos de Jesús, todos creían en ellos y en que causaban daño a los hombres. Incluso les hacían responsables de las enfermedades y de otras desgracias. El Catecismo (nn. 391-395) lo presenta así: «Detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gen 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sab 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo […] La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2Pe 2,4). Esta “caída” consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su reino […] La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama “homicida desde el principio” (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11) […] Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del reino de Dios».
En el Nuevo Testamento, las referencias al demonio van siempre unidas a la persona y actividad de Jesucristo, como representantes de dos mundos totalmente distintos; con la certeza de que donde está el uno no hay sitio para el otro. Por supuesto, el más fuerte de los dos es Jesús, que lo vence y expulsa.
Al respecto, es muy significativa la curación del endemoniado de Gerasa. El acontecimiento tiene lugar fuera del territorio de Israel. Jesús expulsa los demonios de un pagano que vivía en el cementerio, incapacitado para relacionarse con los demás y haciéndose daño a sí mismo (imagen de los que viven alejados del Dios verdadero), los envía a la morada más humillante para un judío (a los cerdos, considerados animales inmundos, que causaban en los judíos la misma sensación de asco que las ratas entre nosotros. De hecho, la mayor humillación del hijo pródigo es que terminó en un país extranjero, cuidando cerdos, una vez que se alejó de su padre. Cuando comprendió su triste situación, se decidió a regresar a su tierra, a la casa paterna) y los hace precipitarse en el abismo, acabando con ellos (Mc 5,1-20).
El mismo Jesús explica que su victoria sobre el mal es la manifestación de la llegada del reino de Dios: «Si expulso los demonios con el poder de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,22-28). San Pablo cantará gozosamente: «Si Jesús ha vencido al mal, ¿quién nos puede separar del amor de Dios? Nada ni nadie» (cf. Rom 8,31-35). El Catecismo (n. 550) reflexiona así sobre el tema: «La venida del reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12,26): “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12,28). Losexorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf.Lc 8,26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12,31). Por la cruz de Cristo será definitivamente establecido el reino de Dios: “Dios reinó desde el madero de la cruz”, [Venancio Fortunato, Himno Vexilla Regis])».
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22-01-2012. Domingo III del Tiempo Ordinario, ciclo B
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
«Está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
El evangelio de este domingo nos ofrece una primera presentación de la actividad pública de Jesús, que predica la buena noticia de la cercanía de Dios y de su reino, invitando a la conversión. Todos los evangelistas insisten en que Jesús era, ante todo, un predicador. Ésa es su principal actividad y lo que mejor le caracteriza. Su predicación se inicia después del Bautismo y de su estancia en el desierto, cuando anuncia (como Juan antes que Él) la llegada del reino de Dios. El núcleo de las enseñanzas de Jesús es el «reino de Dios», expresión que aparece 122 veces en el Nuevo Testamento, de las cuales 90 en boca de Jesús. Casi todas sus parábolas hablan de ese reino y a Él le acusaron de falso rey, poniendo sobre la cruz un cartel con la escritura: «Jesús nazareno, rey de los judíos».
Es importante empezar recordando que tanto la palabra hebrea malkut como la griega basileía no significan el lugar donde gobierna un rey (el reino de España, por ejemplo), sino el ejercicio de la soberanía por parte del rey. Por lo que «reino de Dios» se puede traducir por «reinado de Dios, señorío de Dios, actuación de Dios». ¿En qué consiste ese señorío de Dios sobre el mundo? El Antiguo Testamento insiste en que Dios es rey y explica que su señorío se manifiesta, principalmente, en la creación y en la historia de la salvación, ya que liberó a Israel de la esclavitud y, en los momentos difíciles, repite la experiencia salvadora del Éxodo. De hecho, su reinado y su salvación coinciden: «El Señor hace pública su salvación, su amor y su fidelidad […] Todos los confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios […] que llega para reinar en la tierra. Regirá el orbe con justicia y a los pueblos con rectitud» (Sal 98 [97]). Por eso, la llegada del reino es buena noticia, es evangelio: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia y proclama la salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios!» (Is 52,7).
En tiempos de Jesús, el reino de Dios era interpretado de manera distinta por los varios grupos del judaísmo. A pesar de las diferencias, todos admitían su significado religioso, que implicaba el señorío de Dios sobre Israel y sobre el mundo, la manifestación clara de su voluntad sobre los hombres y el establecimiento de su justicia, que debía premiar a los que se han mantenido fieles y castigar a los que han abandonado su alianza (este último punto se ve muy claro en la predicación de Juan Bautista). Al mismo tiempo, la mayoría coincidía en que el señorío de Dios iría unido al restablecimiento del reino de David, a la reunificación de las doce tribus, a la renovación de la alianza, a la liberación de la opresión romana y al dominio de Israel sobre los otros pueblos. Jesús, con su predicación, explica su comprensión particular del reino, que en parte coincide con las esperanzas de sus contemporáneos y en parte no.
Jesús dice que el reino de Dios «ha llegado ya» (Mt 4,17; Lc 10,9s). Por eso son dichosos los que pueden ver lo que tantos justos del pasado han deseado sin conseguirlo (Lc 10,23s). La predicación de Jesús anuncia el reino e instaura el reino. Por medio suyo, «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,5). Jesús predica el evangelio y es el evangelio. Las parábolas del sembrador, los invitados al banquete de bodas, los viñadores homicidas... descubren la relación entre Jesús y el reino: Él es el sembrador y la semilla es su predicación; Él es el esposo y el banquete se prepara para celebrar su presencia entre nosotros; Él es el Hijo enviado por el dueño de la viña para reclamar los frutos… Todas las parábolas subrayan la íntima relación existente entre el reino y la persona de Jesús.
La palabra de Jesús descubre que entrar en el reino es adherir a su persona; por eso son «dichosos los que sufren por mi causa» (Mt 5,11) y también «dichosos los que no se escandalicen de mí» (Mt 11,6). Esto desconcierta. Unos le siguen entusiasmados y otros deciden acabar con Él. Su originalidad está en que no se limita a comentar las enseñanzas de Moisés, como los sabios y los escribas. Habla en nombre de Dios, como los profetas, pero lo hace con autoridad propia (Mc 1,22) y se atreve a corregir a Moisés: «Se os ha dicho... pero yo os digo» (Mt 5,22). Nos encontramos ante el escándalo de una palabra humana que se presenta como Palabra de Dios; o mejor, como la Palabra de Dios. Por eso, le preguntan: «Tú, ¿con qué autoridad haces eso?» (Mt 21,23-27). Los judíos piden continuamente a Jesús una prueba de que su predicación viene de Dios y no es un invento suyo.
La palabra de Jesús ayuda a comprender el significado de sus acciones y de su misma persona. Lo vemos con claridad en un acontecimiento situado al inicio de su vida pública: Al comentar un texto de Isaías que habla de la llegada del mesías (Is 61), Jesús dice: «Hoy se está cumpliendo esta palabra» (Lc 4,16-30). Sus compatriotas se quedaron asombrados. A pesar de haber vivido tantos años con Él, no se imaginaban que fuera un profeta. Menos aún que en Él se hiciera presente la salvación. Su palabra revela lo que su presencia no había descubierto todavía: con Él se establece el reino de Dios, los tiempos mesiánicos han llegado (cf. Lc 7,22).
En el Padre Nuestro, Jesús enseña a pedir a Dios que venga su reino; es decir, que Él mismo sea nuestro rey, que establezca sus leyes justas y buenas, que realice su proyecto de salvación prometido desde antiguo. Este reino de Dios, que «es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom 6,12) ya ha empezado con la manifestación de Cristo en nuestra carne. Por eso, san Pablo dice que «ahora ha aparecido ya la bondad de Dios nuestro salvador y su amor a los hombres […] por Jesucristo nuestro salvador» (Tit 3,4ss). Pero este reino aún es solo una semilla que debe crecer, un poco de levadura en la masa. Solo se mostrará en plenitud al final de los tiempos. Precisamente por esto, debemos vivir ya una vida nueva, conforme a lo que Dios quiere de nosotros, para ir preparando con nuestra vida la plenitud final: «Porque se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres. Ella nos enseña a renunciar a la vida sin religión y a los deseos del mundo, para que vivamos en el tiempo presente con moderación, justicia y religiosidad, aguardando nuestra bienaventurada esperanza: la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tit 2,11ss).
El reinado de Dios coincide con la plena realización del proyecto de Dios, «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). Cuando se realice, podremos cantar con los redimidos: «Ya reina el Señor, nuestro Dios todopoderoso» (Ap 19,6). Entonces escucharemos de labios de Jesús las palabras más consoladoras que se pueden oír: «Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). «Entonces, en el reino de su Padre, los justos brillarán como el sol» (Mt 13,43). El Catecismo habla detenidamente del tema: «“Cristo, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos” (LG 3). Pues bien, la voluntad del Padre es “elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra “el germen y el comienzo de este reino” (LG 5) […] Todos los hombres están llamados a entrar en el reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10,5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8,11; 28,19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús […] El reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde» (nn. 541-544).
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15-01-2012. Domingo II del Tiempo Ordinario, ciclo B
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
“Le preguntaron: -Maestro, ¿dónde vives? Él les respondió: -Venid y lo veréis. Ellos fueron y se quedaron con Él” (Jn 1,38-39).
Después de las celebraciones navideñas, la liturgia de hoy nos habla del seguimiento de Cristo. El niño que nació en Belén no es un recuerdo del pasado. Sigue vivo y nos llama para que le sigamos, para que estemos con Él y para que colaboremos con Él en la salvación del mundo. Igual que llamó a Juan y Andrés (evangelio), del mismo modo que llamó a san Francisco o a santa Teresa, nos llama a nosotros, me llama a mí.
Jesús llama a todos. Pero, ¿para qué nos llama?, ¿qué quiere de nosotros? En primer lugar nos llama para que estemos con Él, para que seamos sus amigos, miembros de su familia, para darnos su perdón, su paz, su vida. Este es el proyecto de Dios sobre cada ser humano, tal como dice san Pablo: “A los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el Primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (Rom 8,29-30). Todos hemos sido conocidos por Dios desde siempre y todos hemos sido destinados a unirnos a Cristo, a formar en nosotros su imagen, a vivir de su vida. Pero Dios es un caballero y respeta nuestra libertad. Podemos acoger su invitación y podemos rechazarla. Podemos secundar su proyecto o podemos malograrlo.
Dios también nos llama para que colaboremos con Cristo en la salvación del mundo. Cada uno recibe una misión en el Cuerpo de Cristo a favor del bien común. Unos pocos son llamados a seguir a Cristo más de cerca, en el sacerdocio o en una vida de especial consagración, pero todos son llamados a colaborar con Él, cada uno según sus capacidades. Aunque es un poco exagerada, en cierto sentido es verdadera la oración que dice: “Jesús, tú no tienes manos; tienes solo nuestras manos para construir un mundo nuevo donde habite la justicia. Señor, tú no tienes pies; tienes solo nuestros pies para poner en marcha a los hombres por el camino de la libertad. Señor, tú no tienes labios; tienes solo nuestros labios para proclamar al mundo la Buena Noticia de tu Evangelio. Señor, tú no tienes medios; tienes sólo nuestra acción para lograr que todos los hombres sean hermanos…” Hoy Jesús actúa normalmente por medio de hombres y mujeres que colaboran con Él, que aceptan ser sus manos y sus pies y su boca… y también sus miembros doloridos en los que se prolonga su pasión redentora.
Y ¿cómo nos llama?, ¿qué medios usa para que llegue a nosotros su voz? Él utiliza muchos caminos, porque se adapta a nuestra sensibilidad, a nuestras capacidades, a nuestra psicología… A algunos los llama de niños (como a Samuel), a otros de jóvenes (como a Jeremías) y a otros de ancianos (como a Moisés, que fue invitado a sacar a Israel de la esclavitud cuando ya tenía ochenta años). Hay quien siente la llamada sin saber quién le habla (como Samuel en la primera lectura de hoy), hay quien se acerca a Jesús de propia iniciativa (como los apóstoles del evangelio de hoy), hay quien comprende en seguida cuál es su vocación personal y hay quien fatiga durante mucho tiempo hasta aclararse. Incluso hay quien nunca tiene totalmente claro qué le pide Dios en concreto.
Santa Teresita del Niño Jesús sufría tremendamente porque no terminaba de saber cuál era su misión específica en la Iglesia. Se sentía llamada a ser misionera, a ser sacerdote, a ser madre, a ser mártir… Finalmente descubrió su verdadera vocación, que se identificaba con su identidad más profunda, aquello para lo que había sido creada: «Al contemplar el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido a mí misma en ninguno de los miembros que san Pablo enumera, sino que lo que yo deseaba era más bien verme en todos ellos. Entendí que la Iglesia tiene un cuerpo resultante de la unión de varios miembros, pero que en este cuerpo no falta el más necesario y noble de ellos: entendí que la Iglesia tiene un corazón y que este corazón está ardiendo en amor. Entendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia y que, si faltase este amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno. Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: “Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia, y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío. En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá colmado”». De una manera o de otra todos estamos llamados a ser el amor en el corazón de la Iglesia. El Señor nos lo conceda. Amén.
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Epifanía 2012
P. Eduardo Sanz de Miguel
Donde el 6 de enero es festivo, se conserva esta fecha para celebrar la fiesta de la Epifanía y el domingo siguiente la del bautismo de Jesús. Donde el 6 no es festivo, la Epifanía se celebra el domingo después de Santa María, Madre de Dios (este año, el 8 de enero) y el bautismo del Señor el lunes siguiente (el día 9).
Epifanía es una palabra griega que significa “manifestación”. Efectivamente, en ella celebramos que Dios se ha manifestado en Cristo, que ha venido a nuestro encuentro, que se ha revelado. De manera especial se manifestó a los pastores de Belén (primicia del pueblo judío que adora a Jesús) y a los magos de Oriente (primicia de los pueblos paganos, de los no judíos que también están llamados a la salvación). En realidad toda la vida terrena de Jesús fue una manifestación del amor de Dios. Ante todo, Jesús es el “revelador” del Padre, “la imagen visible del Dios invisible” (Col 1,15), tal como afirma san Pablo.
La fiesta de hoy nos muestra, una vez más, la esencia del cristianismo: Durante siglos, el ser humano ha buscado conocer a Dios. Del deseo de Dios que arde en el corazón humano surgieron todas las religiones. Como dice san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. El deseo de Dios responde al fin para el que fuimos creados, ya que Dios nos hizo a su propia imagen y semejanza, con capacidad de entrar en comunión con Él, para comunicarnos su vida, para hacernos miembros de su familia. Desde entonces, el hombre ha buscado a Dios. Sin embargo, Dios es más grande que todo lo que el hombre puede explicar, que todo lo que puede experimentar, que todo lo que puede imaginar. En principio, Dios es inalcanzable para el hombre. El hombre lo desea y lo necesita, pero no puede comprenderlo ni alcanzarlo solo con sus fuerzas.
Sin embargo, Dios no nos da deseos irrealizables. Nos ha creado con capacidad de infinito y no puede permitir que se frustre su proyecto, lo que sucedería si no alcanzáramos el fin para el que fuimos creados. Por eso, “al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de una mujer” (Gal 4,4), “hecho semejante en todo a nosotros” (Flp 2,7) “menos en el pecado” (Heb 4,15). Él (Jesús) es el revelador definitivo. Todo lo que las religiones intuían (a veces con más acierto, a veces con menos), lo bueno, lo hermoso y lo verdadero que el hombre buscaba, sin saber exactamente dónde encontrarlo, se ha manifestado en Cristo. El cristianismo no es, pues, una religión más, en la que los hombres buscan a Dios y hablan de Él. El cristianismo es, ante todo, el misterio de Dios que busca al hombre y le habla en Cristo. Por eso afirma san Juan: “A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Todas las anteriores revelaciones de Dios eran parciales (la Escritura dice que Moisés, el mayor amigo de Dios en la antigüedad, solo pudo ver “sus espaldas”; es decir, que pudo experimentar algo pequeño y secundario de Dios). Pero, en el momento definitivo, Dios ha entrado en nuestra historia, se ha hecho “comprensible” para nosotros, ha hablado un lenguaje humano, nos ha dejado ver su rostro.
Los días pasados hemos leído en la misa la primera carta de san Juan, que empieza así: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida […]; eso que hemos visto y oído os lo anunciamos” (Jn 1,1ss). Esto es el cristianismo: hacer experiencia de la vida eterna, que se nos ha manifestado en Cristo. Ante todo, no es un conjunto de doctrinas o unas normas morales. En primer lugar, el cristianismo es Cristo, su gracia, su amor, su paz, su bendición. Las otras cosas vienen después.
Hermanos, Dios se ha manifestado en Cristo. Y lo ha hecho como amigo de los hombres, dulce y tierno, compasivo y misericordioso. Alegrémonos y démosle gracias. Bendigamos siempre su nombre: Señor Jesús, te bendigo, te alabo, te doy gracias porque nos has revelado el amor de Dios Padre, porque nos has manifestado su proyecto de salvación sobre nosotros, porque nos has convertido en miembros de tu familia, porque has derramado sobre nosotros tu Espíritu Santo. A ti la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.
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Imagen tomada de la web
Orígenes de la fiesta de Navidad
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Entre todas las celebraciones de la Iglesia, las de Navidad son las que conservan mayor repercusión en las manifestaciones culturales y folklóricas de la sociedad, impregnando todas sus dimensiones: recetas culinarias, adornos, belenes, obras de teatro, villancicos, películas de cine (tan numerosas, que han dado lugar a un género específico), actividades para niños, campañas solidarias, etc. Hay que reconocer que nuestros contemporáneos muchas veces la celebran privándola de su referencia religiosa, por lo que hay que centrar la atención en lo esencial, que es la contemplación orante del misterio.
Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. Ratzinger recuerda que la Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños: «En Navidad no celebramos el día del nacimiento […] Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia […] Si no tuviéramos otra cosa que celebrar más que el idilio del nacimiento y del ser niño, al final no nos quedaría idilio alguno» (J. Ratzinger, La bendición de la Navidad, 108-109). El Papa dice que la Navidad es algo más profundo, porque supone la entrada de Dios en nuestra historia: «La celebración litúrgica de la Navidad no es solo recuerdo, sino que es sobre todo misterio; no es solo memoria, sino también presencia […] es la invitación a dejarse transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne» (Audiencia general,05-01-2011). Por su parte, la Congregación para el Culto Divino dice que lo propio de este tiempo es la manifestación de la identidad y de la misión del Señor, que se revela en los diversos acontecimientos epifánicos que se conmemoran en esos días: «En el tiempo de Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la manifestación del Señor: su humilde nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel que acoge al Salvador; la manifestación a los Magos, “venidos de Oriente” (Mt 2,1), primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al Cristo Mesías; la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por el Padre “Hijo predilecto” (Mt 3,17) y comienza públicamente su ministerio mesiánico; el signo realizado en Caná, con el que Jesús “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11)».
Es lícito suponer que las primeras manifestaciones de culto al misterio de la Natividad surgieran en el mismo lugar donde los evangelios la sitúan. Según la profecía de Miqueas, recogida por san Mateo, el Mesías debía nacer en Belén, la ciudad de David (cf. Miq 5,1; Mt 2,6). Los evangelios no entran en detalles. San Mateo solo habla de la ciudad y san Lucas especifica que María «acostó [a su hijo] en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). La literatura cristiana ha desarrollado el simbolismo del pesebre, para subrayar la pobreza voluntariamente asumida por Cristo.
Desde antiguo, los cristianos de Belén acudían a rezar a la gruta donde nació Jesús. Con la intención de acabar con el culto cristiano, el emperador Adriano, el año 135, ordenó plantar encima un bosque sagrado en honor de Adonis. Pero los creyentes locales nunca perdieron memoria del lugar. San Justino, a mediados del s. II, confirma la tradición. Otros testimonios indican que vecinos y forasteros lo visitaban. Orígenes escribe el año 248 que «en Belén se muestra la cueva en la que nació Jesús y, en esta cueva, el pesebre en el que fue depositado».
Tal como narra Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos, el año 326, santa Elena hizo construir una preciosa basílica, colocando el altar sobre la gruta y conservando un acceso a la misma. Severamente dañada por los samaritanos el año 529, el emperador Justiniano la sustituyó por otra de mayores dimensiones, que es la que se conserva. Los cruzados la usaron para las ceremonias de coronación de sus reyes y la adornaron con mosaicos y frescos, de los que algunos aún perduran. En la fachada se pueden observar: el dintel de la gran puerta primitiva, el arco gótico que la sustituyó en época cruzada y la pequeña puerta que se adaptó en siglos posteriores, para que los turcos no pudieran entrar a caballo. Esta puerta se ha convertido en el símbolo de la necesaria humildad para poder penetrar en el misterio de la encarnación. Miguel de Unamuno tiene una preciosa poesía que se puede aplicar a la puerta de la basílica de Belén, que dice: «Agranda la puerta, Padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para los niños, / yo he crecido, a mi pesar. / Si no me agrandas la puerta, / achícame, por piedad, / vuélveme a la edad bendita / en que vivir es soñar».
Desde antiguo, se tuvieron allí celebraciones en honor del nacimiento de Cristo. A partir de la paz constantiniana, la numerosa afluencia de peregrinos a Tierra Santa influyó en la extensión de las fiestas que conmemoraban algún aspecto de la vida del Señor. Al regreso a sus lugares de origen, las fueron instituyendo, a imitación de las que habían visto.
También por influencia de los peregrinos, en muchos lugares se construyeron capillas en honor de Sancta Maria ad praesepium, donde se conmemoraba el nacimiento del Señor en la pobreza de Belén. En Roma se levantó una en el Esquilino, en la que se expuso un pesebre de madera. La tradición dice que es el pesebre de Belén, llevado a Roma por san Jerónimo. Algunos creen que fue llevado en tiempos del Papa Teodoro (s. VII) para librarlo de la profanación de los sarracenos, y otros por los cruzados (s. XII).
El Papa Liberio († 366) la incorporó dentro de una Basílica en honor de santa María de las nieves. Después del concilio de Éfeso (431), Sixto III la reedificó, llamándola de santa María la Mayor. De esa época son los mosaicos que decoran el arco triunfal, con escenas de la vida de la Virgen y de la infancia de Cristo. Con el pasar del tiempo, se convirtió en la iglesia de Navidad en Roma. Nicolás IV (Papa franciscano † 1292) encargó los mosaicos del ábside y de la fachada, así como las figuras del Belén, obra de Arnolfo di Cambio, que se conserva en el museo de la Basílica y que es el primero conocido de esculturas exentas.
Ratzinger escribió un artículo sobre el significado artístico y espiritual de esta «basílica de Navidad» («El mensaje de la basílica de santa María Mayor en Roma». En J. Ratzinger, El resplandor de Dios). Allí explica que los mosaicos colocados a ambos lados de la nave central recuerdan la historia de la humanidad como una gran procesión hacia el Redentor, cuyo nacimiento debería estar representado en el centro del arco triunfal. Sin embargo, en su lugar se encuentra solo un trono vacío. Ésta es su interpretación: «El arco triunfal se encuentra sobre la cripta, que fue construida originalmente como una reproducción de la cueva de Belén en la que Cristo vino al mundo. En ese lugar se venera hasta el día de hoy la reliquia que la tradición considera como el pesebre de Belén. De este modo, la procesión de la historia, toda la suntuosidad de los mosaicos, se ve arrastrada hacia abajo, a la cueva, al establo: las imágenes caen a la realidad. El trono se halla vacío, pues el Señor ha descendido al establo […] Es el paso de la estética religiosa al acto de fe, en el que nos quiere introducir».
La celebración de Navidad el 25 de diciembre está documentada en Roma en el cronógrafo del 354, compuesto el año 336. Varios datos permiten suponer que la fiesta es más antigua, incluso anterior a la paz de Constantino. Por su parte, la Epifanía es de origen oriental, como su nombre indica. Está documentada desde el s. II entre los basilidianos gnósticos de Alejandría, que conmemoraban el bautismo del Señor. A lo largo del s. IV la asumieron casi todas las iglesias orientales, con diversos contenidos: nacimiento de Jesús, adoración de los Magos, bautismo en el Jordán y milagro de Caná, principalmente. Pronto se produjo un intercambio entre ambas fiestas y se introdujo la Navidad en Oriente y la Epifanía en Occidente, respetándose las fechas originales de ambas y celebrándolas como dos momentos del mismo misterio.
Los latinos usaron el nombre de Natalis Domini para su fiesta del 25 de diciembre. En ella subrayaron la fe en la encarnación del Señor, la debilidad libremente asumida por Cristo al tomar nuestra condición (la apparitio Domini in carne). Los griegos, por su parte, usaron los nombres de Epifanía y Teofanía para su fiesta del 6 de enero. En ella subrayaron la revelación de la gloria de Cristo y de su divinidad en distintos acontecimientos.
Varias realidades coincidieron en el surgimiento de la Navidad: las saturnales, los cultos de Mitra, la fiesta del Natalis (Solis) Invicti, la teología simbólica de los Padres y la oposición a las primeras herejías cristológicas. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre cuál fue la más influyente en este proceso.
Eran fiestas romanas en honor del dios Saturno (el Chronosgriego). Comenzaban el 17 del décimo mes (diciembre), con un sacrificio en su templo del foro y un banquete, en el que podía participar todo el pueblo. Duraban siete días, durante los cuales había espectáculos de gladiadores, disfraces y juegos de azar. También se suavizaban las obligaciones de los siervos y esclavos, que eran admitidos a comer en la mesa de sus señores y recibían regalos. Ya que las fiestas obligaban a todos y los cristianos eran minoría, éstos pudieron aprovechar la ocasión para celebrar a Jesucristo, que libera de la esclavitud, regala su propia vida y sienta a su mesa a los creyentes, convirtiéndose en su alimento (al contrario de Saturno, que devoraba a sus propios hijos).
El 25 de diciembre celebraban su nacimiento de una roca, en una cueva, con una antorcha encendida en una mano. Inmediatamente fue adorado por unos pastores. Con el tiempo,Mitra fue identificado con el sol y llamado Deus Sol Invictus Mitra. Casi no se conservan textos de esta religión. Solo restos arqueológicos y referencias de los Santos Padres de la Iglesia, por lo que cualquier conjetura al respecto es difícil de demostrar, a pesar de los numerosos libros y artículos que se publican dando por supuesto lo contrario.
Más clara parece la relación del Natalis (Solis) Invicti en el surgir de la Navidad. En esto coinciden muchos autores, aunque no hay unanimidad. Al llegar el solsticio de invierno, los romanos celebraban grandes festejos en honor del sol, especialmente en su templo del Campo Marzio en la Urbe. El emperador Aureliano (270-275) decretó la obligación de celebrar la fiesta en todo el imperio. La fecha estaba muy bien escogida. De hecho, en el hemisferio Norte, a medida que avanza el otoño, los días son cada vez más cortos y fríos, y las noches más largas. En cierto momento, la tendencia se invierte, las horas de luz van creciendo y los rayos del sol ganan fuerza, hasta que las noches son más cortas que los días. En la parte occidental del imperio romano, el solsticio de invierno se celebraba el 25 de diciembre.
Los romanos creían que, desde el principio de los tiempos, las tinieblas hacían guerra al Sol para arrebatarle su poder benéfico sobre la Tierra. La noche previa al solsticio, parecía que las tinieblas alcanzaban su máximo poder y que la pervivencia del sol (y con él, de la vida) estaba en peligro. Por eso, el 24 de diciembre encendían hogueras en las puertas de sus casas y junto a las murallas, para ayudar al sol en su batalla contra las tinieblas. Cuando amanecía, se postraban para adorar al astro rey, que ascendía victorioso un año más. La fiesta, llamada Natalis (Solis) Invicti, continuaba con intercambios de regalos, comilonas y borracheras.
Estas costumbres estaban tan arraigadas, que todavía san León Magno († 461) denuncia a los que continuaban realizando gestos de veneración al sol en Navidad: «Antes de pisar la basílica de san Pedro […] suben las escaleras que llevan a lo alto de la plaza, vuelven allí su cuerpo hacia el sol naciente, e inclinando la cabeza, hacen reverencia al brillante disco» (Sermón 27 in nativitatem). Gesto que él reprueba, considerándolo incompatible con la participación en la misa. Se conservan varios testimonios de los Santos Padres que condenan los abusos que se realizaban en esos días, invitando a los cristianos a meditar la Palabra de Dios, a la oración y a la limosna, como verdaderas prácticas de Navidad. San Agustín contrapone los regalos, fiestas en los teatros y borracheras de los paganos, a las limosnas, oraciones y ayunos de los cristianos (Sermón 198,2). San Gregorio Nacianceno insiste en lo mismo: «No pondremos guirnaldas en los zaguanes, ni organizaremos danzas, ni adornaremos las calles […] Nosotros debemos gozar con la Palabra de Dios y con las explicaciones correspondientes a la fiesta de hoy» (Sermón 38,4-6).
Estas cosas no sucedían solo en las provincias occidentales del imperio. Casi todos los pueblos de la antigüedad consideraron al sol como un dios benéfico. Con motivo de su ciclo anual, también en Oriente había fiestas aunque, por el uso de calendarios diversos, celebraban el solsticio el 6 de enero, como testimonia san Epifanio de Salamina, a mediados del s. IV: «Ocho días antes de las kalendas de enero, los idólatras griegos celebran una fiesta que los romanos llaman saturnalia, los egipcios kronia, los alejandrinos kikellia. En efecto, el octavo día antes de las kalendas de enero significa una ruptura, ya que en ese día cae el solsticio y el día comienza de nuevo a alargarse y la luz del sol brilla durante más tiempo» (Panarion 51,22).
Con estos precedentes, no debe extrañar que, entre los formularios litúrgicos más antiguos para Navidad y Año Nuevo, se encuentren los de la missa ad prohibendum ab idolis, es decir: misa para apartar a los fieles del culto a los ídolos. Los primeros cristianos transformaron lentamente las fiestas invernales en honor del sol hasta convertirlas en fiestas en honor de Cristo, luz del mundo y salvador de los hombres, tomando del ambiente cultural algunos elementos simbólicos, como la victoria de la luz y el calor sobre las tinieblas y el frío. Muchos villancicos hacen referencia al frío del invierno, para indicar el sufrimiento libremente asumido por Cristo.
El simbolismo solar puede ser una buena ayuda a la hora de expresar la dimensión cósmica de nuestra fe, tal como recuerda Benedicto XVI: «Cristo es el sol de gracia que, con su luz, “transfigura y enciende el universo en espera” (liturgia). La misma colocación de la fiesta de Navidad está vinculada al solsticio de invierno, cuando las jornadas, en el hemisferio boreal, comienzan a alargarse» (Ángelus, 21-12-2008). Pero él mismo afirma, también, que los contenidos de la Navidad no se explican únicamente a partir de esa referencias, ni mucho menos a partir de las antiguas fiestas paganas en honor del sol. El simbolismo cósmico ayuda a comprender el acontecimiento histórico de la encarnación, pero nunca puede suplantarlo. El cristianismo no cree en mitos intemporales, sino en la manifestación de Dios en la historia: «Todo esto, sin embargo, no basta para captar en su plenitud el valor de la fiesta a la que nos estamos preparando. Nosotros sabemos que en ella se celebra el acontecimiento central de la historia: la encarnación del Verbo divino para la redención de la humanidad […], un acontecimiento histórico que el evangelista san Lucas se preocupa de situar en un contexto muy determinado» (Audiencia general, 17-12-2008).
Sobre el mismo tema, ya había escrito: «No es lo histórico lo que está en función de lo cósmico, sino lo cósmico en función de lo histórico. De tal manera que lo cósmico encuentra su centro y su meta en lo histórico» (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 144). Lo novedoso del cristianismo es que Dios ha entrado en nuestra historia, se ha dejado ver, oír y tocar (cf. 1Jn 1,1-3). En Navidad, la Iglesia celebra el amor de Dios, que ha enviado su Hijo al mundo para salvar a los hombres del pecado y hacerlos hijos suyos. Por eso, las fiestas de la manifestación de Cristo tienen el mismo significado en los países mediterráneos del hemisferio norte, donde surgieron, que en los países del Ecuador o en los del hemisferio sur, que celebran la Navidad en verano. Más aún: la celebración de la Navidad en el mundo entero, independientemente de su relación con la estación invernal, indica que la fe cristiana va más allá de los condicionamientos geográficos o culturales. La liturgia hace referencias a los ciclos de la naturaleza, pero solo por su relación con los episodios históricos de la vida de Cristo, que son la clave última de interpretación de toda la obra de Dios, también de la Creación, ya que «todo fue creado por medio de Él y para Él» (Col 1,16). Por lo que todo (también los ciclos de la naturaleza) encuentra su sentido último en Él.
Éste es el motivo por el que no deben ser despreciadas las explicaciones de la teología simbólica de los Padres sobre el origen de la fiesta. Según una tradición judía, recogida por san Agustín y otros autores, Dios creó a Adán el 25 de marzo (inicio de la primavera e inicio del año hebreo, que coincidía con la Pascua según Ex 12,2). En la misma fecha habrían tenido lugar los principales acontecimientos de la historia de Israel, por lo que también en esa fecha se esperaba la manifestación del Mesías, como se puede ver en el tratado hebreo de Rosh Hashanah: «El mundo fue creado en el mes de Nisán y en Pascua nacieron los patriarcas, al inicio del año Sara, Raquel y Ana recibieron la visita de mensajeros celestes, José salió de la prisión, cesó la esclavitudde nuestros padres en Egipto; y en el mes de Nisán llegará la redención futura».
Hoy, estos razonamientos pueden resultar extraños, pero para la tradición judía son muy importantes, porque manifiestan la unidad de toda la historia de la salvación, en la que la creación, la alianza y la redención final son distintas etapas del eterno proyecto de Dios. De hecho, hasta el presente, los israelitas celebran cuatro noches en la Pascua: la de la creación, la de la alianza con Abrahán, la de la salida de Egipto y la de la futura venida del Mesías. Por este motivo, desde antiguo, los Padres pusieron en relación la creación del mundo, el nacimiento de Cristo y su muerte redentora. Algunos autores hacen coincidir el nacimiento y la muerte; otros, la concepción y la muerte, situando el nacimiento nueve meses después.
Los Padres también ponen en relación el nacimiento de Cristo, en el solsticio de invierno, con el nacimiento de san Juan Bautista, en el solsticio de verano, ya que entre ambas fechas se dan los seis meses de diferencia que señala san Lucas (1,26). Así, Juan Bautista habría sido concebido en el equinoccio de otoño y nacido en el solsticio de verano. Por su parte, Jesús habría sido concebido en el equinoccio de primavera y nacido en el solsticio de invierno. De esta manera queda subrayado el simbolismo de Cristo, luz del mundo. San Agustín, comentando la frase del Bautista «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), hace notar el significado místico del texto, que se cumple al nacer san Juan en el momento en que los días disminuyen y Jesús cuando los días comienzan a alargar, dando a entender que la misión del Bautista habría de terminar cuando comenzara la del Señor. De esta manera, los Padres interpretaban que Cristo da sentido a toda la Creación (cf. Col 2,10).
Posiblemente, éstas no sean explicaciones históricas fiables sobre la fecha del nacimiento de Cristo, pero tuvieron gran importancia en la elección del 25 de diciembre para celebrar la Navidad. Además, ayudan a comprender el sentido que la Iglesia primitiva daba a esta fiesta. También recuerdan que el nacimiento del Señor está en referencia con su muerte y resurrección, de la que alcanza su sentido último. Ratzinger siempre defendió esta postura en sus escritos, como puede verse aquí: «El punto de partida para la fijación de la fecha del nacimiento de Cristo lo constituye, sorprendentemente, la fecha del 25 de marzo […] Hoy resultan insostenibles las antiguas teorías según las cuales el 25 de diciembre había surgido en Roma en contraposición al culto de Mitra, o también como reacción cristiana ante el culto del sol invicto, promovido por los emperadores romanos del s. III como intento de crear una nueva religión imperial. Lo más decisivo fue la relación existente entre la creación y la cruz, entre la creación y la concepción de Cristo […] Partiendo de este contenido, originalmente cósmico, de la fecha de la concepción y nacimiento de Jesús, el desafío del culto al sol pudo ser aceptado e incluido de forma positiva en la teología de la fiesta» (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 147-149).
Una vez elegido Pontífice, ha conservado la opinión, enriqueciéndola de nuevas referencias: «El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra. En la cristiandad, la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del Sol invictus, el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado» (Audiencia General, 23-12-2009).
Finalmente, no podemos olvidar el surgimiento de las primeras herejías cristológicas y la oposición de la Iglesia a las mismas, por medio de sus concilios y de su liturgia. Para algunos, ésta sería la causa principal del surgimiento de la Navidad. Otros no la consideran su origen, pero sí el motivo de su rápida difusión. Lo que está claro es que la profundización de la fe en los escritos de los Padres, y su definición en los concilios, influyó definitivamente en los textos litúrgicos.
Con la celebración de la manifestación del Hijo de Dios en la carne, se subrayaba el realismo de la encarnación, en la que se realiza el eterno proyecto de salvación, que se revelará plenamente solo en la muerte y resurrección del Señor. De hecho, la finalidad principal de la Navidad no es tanto conmemorar el aniversario del nacimiento de Cristo cuanto celebrar que el Verbo se ha hecho carne para salvar a los hombres.
Los primeros cristianos anunciaban que Jesucristo murió, resucitó y ha sido constituido salvador de los hombres (cf. Hch 2,22-36). Por eso lo aclamaban como Kyrios (traducción del Adonaihebreo, forma de nombrar a Dios en la versión griega de la Biblia). No ignoraban su pasado histórico, pero ponían el acento en el poder salvador de Cristo resucitado, único camino para llegar al Padre y fuente del Espíritu Santo. Con el pasar del tiempo, algunas personas quisieron adaptar el cristianismo a sus ideas filosóficas, surgiendo diversas herejías cristológicas, a las que respondieron los autores ortodoxos, profundizando en la verdad revelada.
Ya en el s. I, algunos gnósticos (que pensaban que Dios y la materia son incompatibles) rechazaron tanto la posibilidad de la encarnación del Señor como la de su pasión. Afirmaban que el Hijo de Dios no fue verdaderamente hombre, ya que no tuvo una carne real, sino solo en apariencia. Por eso fueron llamadosdocetas. Los apóstoles reaccionaron con energía contra estas fantasías: «Han irrumpido en el mundo algunos seductores que no reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre» (2Jn 7). Esta doctrina fue considerada falsa y sus propagadores fueron identificados con el anticristo (cf. 1Jn 2,22). Hasta el punto de que la confesión de la humanidad del Señor se convirtió en la clave para distinguir a los verdaderos cristianos: «Si reconocen que Jesucristo es verdadero hombre, son de Dios; pero si no lo reconocen no son de Dios» (1Jn 4,2-3).
La primera generación cristiana profundizó entonces en el misterio de Cristo y comprendió que Jesús no comenzó a ser el Hijo de Dios después de su resurrección. Lo era desde siempre. Y no por adopción, sino por naturaleza. De hecho, es el mediador de la Creación, presente junto al Padre desde antes del tiempo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15ss). Si no se dieron cuenta durante su vida mortal es porque Él mismo escondió su condición divina al asumir la naturaleza humana: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6ss). La reflexión alcanza su punto culminante en el prólogo de san Juan, cuando afirma que «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir: el Logos de Dios ha asumido nuestra sarx, nuestra realidad concreta, débil y limitada.
También se creció en la comprensión de las consecuencias salvíficas de la encarnación como inicio y posibilidad de la redención, que se llevará a cumplimiento en el misterio pascual. Al hacerse el Hijo de Dios hermano nuestro, Dios nos ha adoptado como hijos suyos: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos sometidos a la ley y convertirnos en hijos adoptivos de Dios» (Gal 4,4-5). En definitiva, Jesucristo es el Hijo de Dios, que se ha hecho hombre por salvar a los hombres. Quienes lo rechazan permanecen en sus pecados, pero a cuantos creen en Él, les hace hijos de Dios (cf. Jn 1,12ss).
Al principio, los cristianos solo se interesaban por los acontecimientos de la vida pública de Jesús, a partir de su bautismo en el Jordán, tal como muestra el Evangelio de san Marcos (el más antiguo). A partir de las polémicas con los docetas, surgió el deseo de saber más datos de su infancia, aquéllos que María conservaba en su corazón (cf. Lc 1,29; 2,19.51). Por eso, san Mateo y san Lucas antepusieron unosevangelios de la infancia a sus narraciones de la vida pública, como pórtico de lo que viene después, pero también como clave de comprensión. Ratzinger recuerda que en ellos se narran los inicios de la historia de Jesús con palabras e imágenes tomadas del Antiguo Testamento, para hacer comprender a los lectores que Él da cumplimiento a las esperanzas de Israel e incluso de toda la creación, que alcanza en Cristo su plenitud: «Este origen de Jesús en el misterio de Dios, “al que nadie conoce”, es descrita en los llamados evangelios de la infancia […] emplean casi íntegramente palabras tomadas del Antiguo Testamento, para presentar así el acontecimiento como la realización de la esperanza de Israel […] Yendo más allá de la historia de la Alianza de Dios con Israel, la vista se alarga a toda la creación» (J. Ratzinger, Introduzione al cristianesimo, 219-220).
Aunque parecía que el peligro de una comprensión sesgada del misterio de Jesús había sido superado, se presentó con nuevas variantes. En el s. II surgió el adopcionismo, que sostenía que Cristo (el Hijo eterno de Dios) había descendido sobre Jesús (un hombre histórico y concreto) y se había aposentado en su cuerpo, como en un templo, cuando fue bautizado en el Jordán. Cristo habría hablado y actuado entre los hombres usando el cuerpo humano de Jesús, que abandonó en el momento en que éste fue crucificado. En resumen, creían que el que enseñó e hizo milagros fue el Cristo de Dios, pero el que nació de María y murió en la Cruz fue el hombre Jesús.
Por el contrario, viendo en la encarnación el fundamento de la redención, «los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo» (Ad Gentes, 3). Por eso confiesan unánimes que Jesucristo es el verdadero Hijo de Dios, nacido de María Virgen. Él, asumiendo nuestra condición, vivió una vida en todo igual a la nuestra (excepto en el pecado), sin dejar de ser Dios. Lo recuerda Melitón de Sardes († 180 ca.) en su homilía pascual, donde pone en relación la encarnación y la Pascua, al afirmar que el Hijo de Dios vino del cielo a la tierra en beneficio de los hombres, para salvarlos de la situación doliente en que los había dejado el pecado: «El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro». Por su parte, san Hipólito († 235) añade: «Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición […] Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento». San Atanasio († 373) insiste en el realismo de la encarnación, en clara polémica con los herejes: «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro […] Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de Él ha conseguido la salvación el hombre entero […] El cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro».
San Gregorio Nacianceno († 389) lo desarrolla con firmeza, uniendo de nuevo la encarnación y la pasión como dos momentos de una misma obra salvadora: «Él asume mi carne para dar la salvación al alma creada a su imagen y para dar la inmortalidad a la carne […] Tuvimos necesidad de que Dios asumiera nuestra carne y muriera, para que nosotros pudiéramos vivir». San Agustín († 430) expone la misma fe en diálogo con el lector: «Estarías muerto para siempre si Él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca habrías sido librado de la carne del pecado si Él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Nunca habrías vuelto a la vida si Él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte». Se pueden encontrar textos similares en todos los Padres. La liturgia recoge varios.
Una vez superado el adopcionismo, surgió una nueva herejía, que esta vez negaba la plena divinidad de Jesucristo: el arrianismo. Según Arrio († 336), el Verbo sería la primera y más excelsa criatura de Dios, mediador de la posterior creación, que se encarnó en el vientre de María para salvar a los hombres, pero que no era de naturaleza plenamente divina. Más tarde, los nestorianos se manifestaron contrarios a llamar Theotokos a María, porque la consideraban madre de Cristo, pero no del Hijo de Dios.
Ratzinger ve en todas estas desviaciones un origen común: querer asimilar el misterio de Jesús a los mitos paganos sobre semidioses, originados por la unión entre una divinidad y un ser humano, dando lugar a seres medio humanos y medio divinos. Por el contrario, él recuerda que los Padres (siguiendo la enseñanza bíblica) afirman unánimemente que Jesucristo es totalmente Dios y totalmente hombre: «Jesús es íntegramente Dios e íntegramente hombre. Su ser Dios no conlleva ninguna sustracción a su ser hombre: ésa fue la ruta seguida por Arrio y Apolinar, los grandes herejes de la Iglesia antigua. Contra ellos se defendió con energía la intacta integridad de la naturaleza humana de Jesús, rechazando así de una vez para siempre la asimilación de la narración bíblica al mito pagano del semidiós generado por la divinidad» (J. Ratzinger, Introduzione al cristianesimo, 222).
Se convocaron para responder a esas doctrinas y otras similares, explicando la fe apostólica y las enseñanzas de los Santos Padres. Los Concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451) fijaron con claridad la fe de la Iglesia: Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, de la misma naturaleza que el Padre en lo que concierne a la divinidad, de nuestra misma naturaleza en lo que concierne a la humanidad, engendrado antes del tiempo por el Padre y nacido en el tiempo de la Virgen María. No dos personas distintas, sino una sola persona, con dos naturalezas (la humana y la divina).
El resultado más importante de estos concilios fue la formulación del símbolo niceno-constantinopolitano, el Credo que une a todos los cristianos en la confesión de la divinidad y de la humanidad de Jesucristo. La formulación del Credo no surgió como una novedad. Al contrario, fue el esfuerzo de la Iglesia por preservar la originalidad de la fe cristiana en la encarnación libre de contaminaciones posteriores: «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1Jn 4,2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1Tim 3,16)» (Catecismo 463).
Como es natural, las clarificaciones de la doctrina sobre la encarnación influyeron en la evolución de la liturgia de la Iglesia y en los textos celebrativos de la Navidad, así como en la rápida difusión de la fiesta en todas las Iglesias locales. Además del Credo, la liturgia conserva hasta el presente numerosos textos que confiesan la fe católica, tal como se formuló en los primeros concilios. De especial belleza es el prefacio II de Navidad:«Cristo, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado».
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Los personajes del Adviento
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
En la liturgia de Adviento, la Iglesia deposita su mirada principalmente sobre cuatro grandes figuras bíblicas (Isaías, Juan Bautista, María y José), que le ayudan a vivir este tiempo con autenticidad.
Isaías. El primer personaje es el que muchos autores antiguos llaman el evangelista del Antiguo Testamento. Se lee durante el Adviento según una costumbre presente en todas las tradiciones litúrgicas, ya que él expresa con gran belleza la esperanza que ha confortado al pueblo elegido en los momentos difíciles de su historia. Esperanza que brota de la fe, tal como recuerda Benedicto XVI: «El profeta encuentra su alegría y su fuerza en la Palabra del Señor y, mientras los hombres buscan a menudo la felicidad por caminos que resultan equivocados, él anuncia la verdadera esperanza, la que no falla porque tiene su fundamento en la fidelidad de Dios» (Ángelus, 12-12-2010).
Es el profeta más citado por los escritores del Nuevo Testamento, ya que habla tanto de la gloria del Mesías como de los sufrimientos del siervo de YHWH, que traerán la salvación al pueblo. En Adviento, de él se toman la mayoría de las primeras lecturas de la misa (tanto ferial como dominical) y del Oficio de Lectura. Estos textos son un anuncio de esperanza para los hombres de todos los tiempos, independientemente de las circunstancias concretas que les toque vivir. Todos ansiamos un tiempo en el que las víctimas del egoísmo encuentren justicia, en que las armas se transformen en instrumentos de trabajo y los pueblos vivan unidos.
Al mismo tiempo, Isaías invita a no permanecer con los brazos cruzados, a preparar activamente el camino del Señor, a hacer posible su venida al mundo: «Preparad el camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale» (Is 40,3-4). Estas palabras serán el corazón del anuncio de san Juan Bautista. La Iglesia las repite en las oraciones de Adviento. El Señor viene, pero quiere que le preparemos el camino abajando los montes del orgullo y rellenando los valles de la indiferencia, enderezando los comportamientos que se han desviado, igualando los derechos de todos. La salvación será un don de Dios en Cristo, pero Él quiere que nos dispongamos convenientemente y, de alguna manera, la adelantemos con nuestras buenas obras.
Juan Bautista. Es el segundo personaje de Adviento, cuya historia se lee los domingos segundo (en sus tres ciclos) y tercero (ciclos a y b) y los días feriales (desde el sábado de la segunda semana hasta el viernes de la tercera). Las lecturas patrísticas del segundo y tercer domingo, tomadas de Eusebio de Cesarea y de san Agustín, reflexionan sobre su mensaje. Su ayuno, su ascetismo y su oración en la soledad del desierto son un estímulo para los que quieren acoger al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Bien encarna, por lo tanto, el espíritu de Adviento.
Juan es el punto de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre las promesas y su cumplimiento. Es el último de los profetas de Israel (Anuncia, como ellos, la llegada del Mesías, invitando a la conversión ) y el primero de los evangelistas (Da testimonio de que el Mesías ya ha venido, señalándolo entre los hombres). Después de varios años de retiro y soledad, comenzó su tarea de predicación. Muchos lo escucharon y se acercaron al río para participar en el rito penitencial que él proponía. Insistía en que la urgencia de la conversión estaba motivada por la llegada inminente del reino de Dios, tantas veces anunciado por los profetas. Supo reconocer al Mesías y dar testimonio de Él.
Quizás su testimonio más significativo sea el que da poco antes de morir, cuando manda mensajeros a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?» (Lc 7,19). La franqueza de la pregunta es la garantía de su seriedad. Juan se encuentra al final de su existencia, caracterizada por las privaciones. Vivir de saltamontes y miel silvestre en el desierto no tiene nada que ver con las excursiones turísticas a los lugares santos o con las idealizaciones de las personas devotas. Él lo ha hecho sostenido por el convencimiento de una misión divina. Ahora todo parece hundirse, ya que Jesús no respondía a las expectativas de Juan.
La respuesta de Cristo sirve para confirmarle en la fe y para ponerle un nuevo reto: «Contad a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el Evangelio, y ¡dichosos los que no se escandalicen de mí!» (Lc 7,22-23). Efectivamente, se han cumplido las palabras de Isaías, que indicaban las señales de los días últimos. Si el bien vence sobre el mal y la buena noticia se anuncia a los anawin, al resto humilde de Israel que confiaba en las promesas de Dios y esperaba su realización, es porque han llegado los días de la salvación.
Cuando los embajadores de Juan se retiran, Jesús dice que éste no era «una caña batida por el viento», es decir: un hombre sin raíces ni convicciones, sino un profeta, «e incluso más que un profeta». Juan conocía las obras de Jesús, pero en cierto momento duda de que Él se ajustara a la figura de Mesías que sus contemporáneos esperaban, por lo que corre el riesgo de «escandalizarse». Efectivamente, con Jesús irrumpe en el mundo la novedad de Dios, que cumple las promesas del Antiguo Testamento superándolas, que va más allá de nuestras expectativas, que rompe nuestros esquemas, que nos obliga a hacernos pequeños para ver, más allá de las apariencias, los signos que muestran que Jesús es el que vino, el que vendrá, el que está viniendo.
Jesús invita a creer no solo cuando Dios se adapta a nuestras ideas sino, especialmente, cuando las rompe. Precisamente Juan Bautista, que dará el testimonio supremo al derramar su sangre, se convierte en figura de Jesús, que nos salva por medio del anonadamiento y del don total de sí. El Adviento de Dios sigue aconteciendo en la humildad. Él viene a los corazones de aquellos que no se dejan escandalizar por el hecho de que Dios no se presente como ellos deseaban. Viene a los corazones de los que están abiertos a la perenne novedad de Dios, que nunca se encierra en los pensamientos y deseos de los hombres, por muy nobles que sean.
María. El Vaticano II recuerda que en María confluyen las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento: «Con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva Economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne» (LG 55). María es modelo excelso de las actitudes propias del Adviento: la confianza en la Palabra de Dios, que cumple sus promesas, y la disponibilidad para acoger al Señor que viene. Por eso, Benedicto XVI la llama «Mujer del Adviento» (Ángelus 28-11-2010) y la propone como modelo para este tiempo litúrgico. Pablo VI, en su encíclica sobre el culto mariano, indica la profunda relación existente entre el Adviento y María: «La liturgia de Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este periodo, como han observado los especialistas en liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor» (Marialis Cultus, 3-4).
De hecho, en las misas de Adviento, María está presente en los textos bíblicos y en las oraciones, subrayando el paralelismo Adán-Cristo y Eva-María, muy común en los Santos Padres. Los textos de la liturgia de las horas también la citan e invocan desde el principio. Ya al final del Adviento, la figura de María se une de una manera indisoluble con el cumplimiento de las promesas y la llegada del tiempo esperado. En el Oficio de Lectura se proponen dos importantes textos de san Ireneo (sobre Eva como antitipo de María) y del beato Isaac de Stella (sobre María como tipo de la Iglesia).
Las actitudes de María se convierten en el modelo que los cristianos deben seguir para vivir el Adviento: su fe, su silencio, su oración, su alabanza agradecida al Padre, su disponibilidad a la voluntad de Dios y al servicio. Las fiestas de la Inmaculada, de Nuestra Señora de Guadalupe y de Nuestra Señora de la Esperanza, celebradas en el corazón de este tiempo litúrgico, subrayan aún más la relación de María con el Adviento, tal como recuerda la Congregación para el Culto Divino: «La Concepción purísima y sin mancha de María, en cuanto preparación fontal al nacimiento de Jesús, se armoniza bien con algunos temas principales del Adviento: nos remite a la larga espera mesiánica y recuerda profecías y símbolos del Antiguo Testamento, empleados también en la liturgia del Adviento […] La fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre) acrecienta en buena medida la disposición para recibir al Salvador» (Directorio, 102).
José. Terminemos esta reflexión recordando a san José, especialmente presente en los evangelios de los días anteriores a la fiesta de Navidad. Ciertamente, José y María vivieron de una manera única el tiempo de la espera y del nacimiento de Jesús. Como subraya Benedicto XVI, dos aspectos hacen de san José uno de los personajes importantes del Adviento y de toda la historia de la salvación: su descendencia davídica (que él transmite a Jesús) y su condición de justo.
Respecto al primer punto, recuerda que José pertenece a la estirpe de David (cf. Mt 1,20). En cuanto que Jesús es legalmente el «hijo de José» (Lc 4,22), puede reclamar para sí el título mesiánico de «hijo de David» (cf. Mt 22,41-46), dando cumplimiento en su persona a las promesas hechas a su antepasado: «Mantendré el linaje salido de ti y consolidaré tu reino» (2Sm 7,12ss). El Pontífice afirma que, «a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como “hijo de David”» (Ángelus, 18-12-2005). José es el anillo que une a Jesús con la historia de Israel, desde Abrahán en adelante, según la genealogía de Mateo (1,1-16), y con las esperanzas de toda la humanidad, desde Adán, según la genealogía de Lucas (3,23-38).
Respecto al segundo punto, cuando la Escritura llama «justo» a José quiere decir, ante todo, que es un hombre de fe, que ha acogido en su vida la Palabra de Dios y su proyecto sobre él. Como Abrahán, ha renunciado a sus seguridades y se ha puesto en camino sin saber adónde iba, fiándose de Dios. En este sentido, el Papa recuerda que José es «modelo del hombre “justo” (Mt 1,19) que, en perfecta sintonía con su esposa, acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano»(Ángelus, 18-12-2005). De esta manera, vive las verdaderas actitudes del Adviento: la fe inquebrantable en la bondad de Dios, la acogida solícita de su Palabra y la obediencia incondicional a su voluntad. Por eso, añade el Papa, «en él se anuncia el hombre nuevo que mira con fe y fortaleza al futuro, no sigue su propio proyecto sino que se confía a la infinita misericordia de Aquel que cumple las profecías y abre el tiempo de la salvación» (Idem).
Hablando de la relación entre san José y el Adviento, Benedicto XVI reflexiona sobre el silencio del santo Patriarca, manifestación de su actitud contemplativa, del asombro ante el misterio de Dios. Siguiendo su ejemplo, nos invita a vivir este tiempo en actitud de recogimiento interior, para meditar la Palabra de Dios y acogerle cuando viene a nuestra vida: «El silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos. Un silencio gracias al cual san José, al unísono con María, guarda la palabra de Dios, conocida a través de las sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia» (Ángelus, 18-12-2005).
Burriana, 21 de noviembre de 2011
El año pasado escribí sobre los orígenes y contenidos del Adviento. Si alguien tiene interés, lo encuentra en:
http://www.caminando-con-jesus.org/CARMELITA/ESDM/ADVIENTO.htm
Si queréis escuchar el himno tradicional de Adviento, el Rorate coeli (Que se abran las nubes y los cielos lluevan al justo), podéis clickar aquí:
http://www.youtube.com/watch?v=f06qdhO_sEY
Y si queréis el himno Ven, Salvador, con la música hebrea tradicional que hoy es el himno de Israel:
http://www.youtube.com/watch?v=JDveqqlhqJk
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Catequesis del Papa sobre San Juan de la Cruz
El 2 de febrero, el Papa tuvo la catequesis semanal sobre Santa Teresa. En seguida os mandé una traducción para que la pudierais conocer, advirtiendo que la traducción oficial saldría más tarde. Es mucho más bella que la que os mandé. Ya la tenéis en:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2011/index_sp.htm
Hoy, miércoles 16 de febrero de 2011, el Papa ha hecho la catequesis sobre San Juan de la Cruz. Como la vez anterior, os mando la traducción de Zenit, muy provisional, para que vayáis conociéndola, aunque la traducción oficial saldrá dentro de unos días en la dirección anterior. Un abrazo para todos. P. Eduardo Sanz, o.c.d.
Queridos hermanos y hermanas,
hace dos semanas presenté la figura de la gran mística española Teresa de Jesús. Hoy quisiera hablar de otro importante santo de esas tierras, amigo espiritual de santa Teresa, reformador, junto a ella, de la familia religiosa carmelita: san Juan de la Cruz, proclamado Doctor de la Iglesia por el papa Pío XI, en 1926, y al que la tradición puso el sobrenombre de Doctor mysticus, “Doctor místico”.
Juan de la Cruz nació en 1542 en la pequeña villa de Fontiveros, cerca de Ávila, en Castilla la Vieja, hijo de Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez. La familia era paupérrima, porque el padre, de noble origen toledano, había sido expulsado de casa y desheredado por haberse casado con Catalina, una humilde tejedora de seda. Huérfano de padre a tierna edad, Juan, a los nueve años, se trasladó, con la madre y el hermano Francisco, a Medina del Campo, cerca de Valladolid, centro comercial y cultural. Aquí asistió al Colegio de los Doctrinos, llevando a cabo también trabajos humildes para las monjas de la iglesia-convento de la Magdalena. Posteriormente, dadas sus cualidades humanas y sus resultados en los estudios. Fue admitido primero como enfermero en el Hospital de la Concepción, y después en el Colegio de los Jesuitas, apenas fundado en Medina del Campo: en él entró Juan a los dieciocho años y estudió durante tres años ciencias humanas, retórica y lenguas clásicas. Al final de su formación, tenía muy clara su propia vocación: la vida religiosa y, entre las muchas órdenes presentes en Medina, se sintió llamado al Carmelo.
En el verano de 1563 inició el noviciado entre los Carmelitas de la ciudad, asumiendo el nombre religioso de Matías. Al año siguiente fue destinado a la prestigiosa Universidad de Salamanca, donde estudió por un trienio filosofía y artes. En 1567 fue ordenado sacerdote y volvió a Medina del Campo para celebrar su Primera Misa rodeado del afecto de sus familiares. Precisamente aquí tuvo lugar el primer encuentro entre Juan y Teresa de Jesús. El encuentro fue decisivo para ambos: Teresa le expuso su plan de reforma del Carmelo también en la rama masculina, y propuso a Juan que se adhiriera a él “para mayor gloria de Dios”; el joven sacerdote quedó fascinado por las ideas de Teresa, hasta el punto de convertirse en un gran apoyo del proyecto. Los dos trabajaron juntos algunos meses, compartiendo ideales y propuestas para inaugurar lo antes posible la primera casa de Carmelitas descalzos: la apertura tuvo lugar el 28 de diciembre de 1568 en Duruelo, lugar solitario de la provincia de Ávila. Con Juan, formaban esta primera comunidad masculina otros tres compañeros. Al renovar su profesión religiosa según la Regla primitiva. Los cuatro adoptaron un nuevo nombre: Juan se llamó entonces “de la Cruz”, nombre con el que será después universalmente conocido. A finales de 1572, a petición de santa Teresa, se convirtió en confesor y vicario del monasterio de la Encarnación de Ávila, donde la Santa era priora. Fueron años de estrecha colaboración y amistad espiritual, que enriqueció a ambos. A aquel periodo se remontan también las más importantes obras teresianas y los primeros escritos de Juan.
La adhesión a la reforma carmelita no fue fácil y le costó a Juan incluso graves sufrimientos. El episodio más dramático fue, en 1577, su apresamiento y su encarcelamiento en el convento de los Carmelitas de la Antigua Observancia de Toledo, a raíz de una acusación injusta. El santo permaneció en prisión durante seis meses, sometido a privaciones y constricciones físicas y morales. Aquí compuso, junto con otras poesías, el célebre "Cántico espiritual". Finalmente, en la noche entre el 16 y el 17 de agosto de 1578, consiguió huir de forma aventurada, refugiándose en el monasterio de las Carmelitas Descalzas de la ciudad. Santa Teresa y sus compañeros reformados celebraron con inmensa alegría su liberación y, tras un breve tiempo para recuperar las fuerzas, Juan fue destinado a Andalucía, donde transcurrió diez años en varios conventos, especialmente en Granada. Asumió cargos cada vez más importantes en la Orden, hasta llegar a ser Vicario Provincial, y completó la redacción de sus tratados espirituales. Después volvió a su tierra natal, como miembro del gobierno general de la familia religiosa teresiana, que gozaba ya de plena autonomía jurídica. Vivió en el Carmelo de Segovia, desempeñando el cargo de superior de esa comunidad. En 1591 fue quitado de toda responsabilidad y destinado a la nueva Provincia religiosa de México. Mientras se preparaba para el largo viaje con otros diez compañeros, se retiró a un convento solitario cerca de Jaén, donde enfermó gravemente. Juan afrontó con ejemplar serenidad y paciencia enormes sufrimientos. Murió en la noche entre el 13 y el 14 de diciembre de 1591, mientras sus hermanos recitaban el Oficio matutino. Se despidió de ellos diciendo: “Hoy voy a cantar el Oficio en el cielo”. Sus restos mortales fueron trasladados a Segovia. Fue beatificado por Clemente X en 1675 y canonizado por Benedicto XIII en 1726.
Juan es considerado uno de los más importantes poetas líricos de la literatura española. Sus obras mayores son cuatro: Subida al Monte Carmelo, Noche oscura, Cántico espiritual y Llama de amor viva.
En el Cántico espiritual, san Juan presenta el camino de purificación del alma, es decir, la progresiva posesión gozosa de Dios, hasta que el alma llega a sentir que ama a Dios con el mismo amor con que es amada por Él. La Llama de amor viva prosigue en esta perspectiva, describiendo más en detalle el estado de unión transformadora con Dios. El ejemplo utilizado por Juan es siempre el del fuego: como el fuego cuanto más arde y consume el leño, tanto más se hace incandescente hasta convertirse en llama, así el Espíritu Santo, que durante la noche oscura purifica y "limpia" el alma, con el tiempo la ilumina y la calienta como si fuese una llama. La vida del alma es una continua fiesta del Espíritu Santo, que deja entrever la gloria de la unión con Dios en la eternidad.
La Subida al Monte Carmelo presenta el itinerario espiritual desde el punto de vista de la purificación progresiva del alma, necesaria para escalar la cumbre de la perfección cristiana, simbolizada por la cima del Monte Carmelo. Esta purificación es propuesta como un camino que el hombre emprende, colaborando con la acción divina, para liberar el alma de todo apego o afecto contrario a la voluntad de Dios. La purificación, que para llegar a la unión de amor con Dios debe ser total, comienza desde la de la vía de los sentidos y prosigue con la que se obtiene por medio de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que purifican la intención, la memoria y la voluntad. La “Noche oscura" describe el aspecto “pasivo”, es decir, la intervención de Dios en el proceso de “purificación” del alma. El esfuerzo humano, de hecho, es incapaz por sí solo de llegar hasta las raíces profundas de las inclinaciones y de las malas costumbres de la persona: las puede frenar, pero no desarraigarlas totalmente. Para hacerlo, es necesaria la acción especial de Dios que purifica radicalmente el espíritu y lo dispone a la unión de amor con Él. San Juan define "pasiva" esta purificación, precisamente porque, aun aceptada por el alma, es realizada por la acción misteriosa del Espíritu Santo que, como llama de fuego, consume toda impureza. En este estado, el alma es sometida a todo tipo de pruebas, como si se encontrase en una noche oscura.
Estas indicaciones sobre las obras principales del Santo nos ayudan a acercarnos a los puntos sobresalientes de su vasta y profunda doctrina mística, cuyo objetivo es describir un camino seguro para llegar a la santidad, el estado de perfección al que Dios nos llama a todos nosotros. Según Juan de la Cruz, todo lo que existe, creado por Dios, es bueno. A través de las criaturas, podemos llegar al descubrimiento de Aquel que nos ha dejado en ellas su huella. La fe, con todo, es la única fuente dada al hombre para conocer a Dios tal como es Él en sí mismo, como Dios Uno y Trino. Todo lo que Dios quería comunicar al hombre, lo dijo en Jesucristo, su Palabra hecha carne. Él, Jesucristo, es el único y definitivo camino al Padre (cfr Jn 14,6). Cualquier cosa creada no es nada comparada con Dios y nada vale fuera de Él: en consecuencia, para llegar al amor perfecto de Dios, cualquier otro amor debe conformarse en Cristo al amor divino. De aquí deriva la insistencia de san Juan de la Cruz en la necesidad de la purificación y del vaciamiento interior para transformarse en Dios, que es la única meta de la perfección. Esta “purificación” no consiste en la simple falta física de las cosas o de su uso; lo que hace al alma pura y libre, en cambio, es eliminar toda dependencia desordenada de las cosas. Todo debe colocarse en Dios como centro y fin de la vida. El largo y fatigoso proceso de purificación exige el esfuerzo personal, pero el verdadero protagonista es Dios: todo lo que el hombre puede hacer es “disponerse”, estar abierto a la acción divina y no ponerle obstáculos. Viviendo las virtudes teologales, el hombre se eleva y da valor a su propio empeño. El ritmo de crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad va al mismo paso que la obra de purificación y con la progresiva unión con Dios hasta transformarse en Él. Cuando se llega a esta meta, el alma se sumerge en la misma vida trinitaria, de forma que san Juan afirma que ésta llega a amar a Dios con el mismo amor con que Él la ama, porque la ama en el Espíritu Santo. De ahí que el Doctor Místico sostenga que no existe verdadera unión de amor con Dios si no culmina en la unión trinitaria. En este estado supremo el alma santa lo conoce todo en Dios y ya no debe pasar a través de las criaturas para llegar a Él. El alma se siente ya inundada por el amor divino y se alegra completamente en él.
Queridos hermanos y hermanas, al final queda la cuestión: este santo con su alta mística, con este arduo camino hacia la cima de la perfección, ¿tiene algo que decirnos a nosotros, al cristiano normal que vive en las circunstancias de esta vida de hoy, o es un ejemplo, un modelo solo para pocas almas elegidas que pueden realmente emprender este camino de la purificación, de la ascensión mística? Para encontrar la respuesta debemos ante todo tener presente que la vida de san Juan de la Cruz no fue un “vuelo por las nubes místicas”, sino que fue una vida muy dura, muy práctica y concreta, tanto como reformador de la orden, donde encontró muchas oposiciones, como de superior provincial, como en la cárcel de sus hermanos de religión, donde estuvo expuesto a insultos increíbles y malos tratos físicos. Fue una vida dura, pero precisamente en los meses pasados en la cárcel escribió una de sus obras más bellas. Y así podemos comprender que el camino con Cristo, el ir con Cristo, "el Camino", no es un peso añadido a la ya suficientemente dura carga de nuestra vida, no es algo que haría aún más pesada esta carga, sino algo completamente distinto, es una luz, una fuerza que nos ayuda a llevar esta carga. Si un hombre tiene en sí un gran amor, este amor casi le da alas, y soporta más fácilmente todas las molestias de la vida, porque lleva en sí esta gran luz; esta es la fe: ser amado por Dios y dejarse amar por Dios en Cristo Jesús. Este dejarse amar es la luz que nos ayuda a llevar la carga de cada día. Y la santidad no es obra nuestra, muy difícil, sino que es precisamente esta “apertura”: abrir las ventanas de nuestra alma para que la luz de Dios pueda entrar, no olvidar a Dios porque precisamente en la apertura a su luz se encuentra fuerza, se encuentra la alegría de los redimidos. Oremos al Señor para que nos ayude a encontrar esta santidad, a dejarnos amar por Dios, que es la vocación de todos nosotros y la verdadera redención. Gracias. P. Eduardo Sanz de Miguel.
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Queridos amigos,
Hoy (2 de febrero de 2011), en la audiencia general, Benedicto XVI ha hecho una catequesis sobre santa Teresa de Ávila. Os la envío en la traducción (bastante pobre) de zenit. En los próximos días pondrán la traducción oficial en la página web del vaticano (www.vatican.va). De momento, han colgado sólo un resumen. No he querido esperar a la traducción definitiva ni gastar tiempo en hacerla yo, para que todos podáis disfrutarla en el mismo día en que ha sido pronunciada. Un abrazo. P. Eduardo
Foto: idjmp
Queridos hermanos y hermanas,
En el curso de las Catequesis que he querido dedicar a los Padres de la Iglesia y a grandes figuras de teólogos y de mujeres de la Edad Media, he podido detenerme también en algunos Santos y Santas que han sido proclamados Doctores de la Iglesia por su eminente doctrina. Hoy quisiera iniciar una breve serie de encuentros para completar la presentación de los Doctores de la Iglesia. Y comienzo con una Santa que representa una de las cumbres de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Jesús.
Nace en Ávila, en España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: el nacimiento de “padres virtuosos y temerosos de Dios”, dentro de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Aún niña, con al menos 9 años, pudo leer las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del martirio, tanto que improvisa una breve fuga de casa para morir mártir y subir al Cielo (cfr Vida 1, 4); “quiero ver a Dios” dice la pequeña a sus padres. Algunos años después Teresa habló de sus lecturas de la infancia y afirmó haber descubierto la verdad, que resume en dos principios fundamentales: por un lado “el hecho de que todo lo que pertenece a este mundo, pasa”, por el otro que sólo Dios es para “siempre, siempre, siempre”, tema que recupera en su famosísimo poema “Nada te turbe, nada te espante; todos se pasa,/ Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, /quien a Dios tiene nada le falta, ¡Sólo Dios basta!”. Se quedó huérfana de madre a los 12 años, le pidió a la Virgen Santísima que fuera su madre (cfr. Vida 1,7).
Si en la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las distracciones de la vida mundana, la experiencia como alumna de las monjas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de espiritualidad franciscana, le enseñan el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, siempre en Ávila. Tres años después, enferma gravemente, tanto que permanece durante cuatro días en coma, aparentemente muerta (cfr Vida 5, 9). También en la lucha contra sus propias enfermedades la Santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios. Escribe: “Deseaba vivir porque comprendía bien que no estaba viviendo, sino que estaba luchando con una sombra de muerte, y no tenía a nadie que me diese vida, y ni siquiera yo me la podía tomar, y Aquel que podía dármela tenía razón en no socorrerme, dado que tantas veces me había vuelto hacia Él, y yo le había abandonado” (Vida 8, 2) . En 1543 pierde la cercanía de sus familiares: el padre muere y todos sus hermanos emigran uno detrás de otro a América. En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa llega a la cumbre de su lucha contra sus propias debilidades. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida (cfr Vida 9). La Santa, que en aquel periodo siente en profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones, describe así la Jornada decisiva de su experiencia mística: “Sucedió... que de repente me vino un sentimiento de la presencia de Dios, que de ninguna forma podía dudar que estaba dentro de mí o que yo estaba toda absorbida en Él” (Vida 10, 1).
Paralelamente a la maduración de su propia interioridad, la Santa comienza a desarrollar de forma concreta el ideal de reforma de la Orden Carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del Obispo de la ciudad, don Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la aprobación del Superior General de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En años sucesivos continuó la fundación de nuevos Carmelos, en total diecisiete. Fue fundamental su encuentro con san Juan de la Cruz, con el que, en 1568, constituyó en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de carmelitas descalzos. En 1580 obtiene de Roma la erección en Provincia autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden Religiosa de los Carmelitas Descalzos. Teresa termina su vida terrena justo cuanto está ocupándose de la fundación.
En 1582, de hecho, tras haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras está realizando el viaje de vuelta hacia Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones: “Al final, muero como hija de la Iglesia” y “Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos”. Una existencia consumada dentro de España, pero empeñada por toda la Iglesia. Beatificada por el papa Pablo V en 1614 y canonizada en 1622 por Gregorio XV, fue proclamada “Doctora de la Iglesia” por el Siervo de Dios Pablo VI en 1970.
Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre atesoró enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora, se atuvo siempre a lo que personalmente había vivido o había visto en la experiencia de otros (cfr Prólogo al Camino de Perfección), es decir, a partir de la experiencia. Teresa consigue entretejer relaciones de amistad espiritual con muchos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Agustín. Entre sus obras mayores debe recordarse ante todo su autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las Misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el recorrido biográfico y espiritual, escrito, como afirma la misma Teresa, para someter su alma al discernimiento del “Maestro de los espirituales”, san Juan de Ávila. El objetivo es el de poner de manifiesto la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la obra recoge a menudo el diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la Santa no solo narra, sino que muestra revivir la experiencia profunda de su amor con Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino de Perfección, llamado por ella Admoniciones y consejos que da Teresa de Jesús a sus monjas. Las destinatarias con las doce novicias del Carmelo de san José en Ávila. Teresa les propone un intenso programa de vida contemplativa al servicio de la Iglesia, a cuya base están las virtudes evangélicas y la oración.
Entre los pasajes más preciosos está el comentario al Padrenuestro, modelo de oración. La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se remite a la estructura de un castillo con siete estancias, como imágenes de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace en mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La Santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los Cantares, para el símbolo final de los “dos Esposos”, que le permite describir, en la séptima estancia, el culmen de la vida cristiana en sus cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su actividad de fundadora de los Carmelos reformados, Teresa dedica el Libro de las fundaciones, escrito entre el 1573 y el 1582, en el que habla de la vida del naciente grupo religioso. Como en la autobiografía, el relato se dedica sobre todo a evidenciar la acción de Dios en la fundación de los nuevos monasterios.
No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y compleja espiritualidad teresiana. Podemos mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza evangélica (y esto nos concierne a todos); el amor de unos a otros como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, cortesía, alegría, cultura. En segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los Cantares, con el apóstol Pablo, además de con el Cristo de la Pasión y con el Jesús eucarístico.
La Santa subraya después cuán esencial es la oración: rezar significa “frecuentar con amistad, pues frecuentamos de tú a tú a Aquel que sabemos que nos ama” (Vida 8, 5) . La idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como amicitia quaedam hominis ad Deum, un tipo de amistad del hombre con Dios, que ofreció primero su amistad al hombre (Summa Theologiae II-ΙI, 23, 1). La iniciativa viene de Dios. La oración es vida y se desarrolla gradualmente al mismo paso con el crecimiento de la vida cristiana: comienza con la oración vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento, hasta llegar a la unión de amor con Cristo y con la Santísima Trinidad. Obviamente no se trata de un desarrollo en el que subir escalones significa dejar el tipo de oración anterior, sino que es una profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más que una pedagogía de la oración , la de Teresa es una verdadera “mistagogía”: enseña al lector de sus obras a rezar, rezando ella misma con él; frecuentemente, de hecho, interrumpe el relato o la exposición para realizar una oración.
Otro tema querido a la Santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con Él por gracia, por amor y por imitación. De ahí la importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor incondicional a la Iglesia: ella manifiesta un vivo sensus Ecclesiae frente a episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden Carmelita con la intención de servir y defender mejor a la “Santa Iglesia Católica Romana”, y está dispuesta a dar la vida por ella (cfr Vida 33, 5).
Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quisiera subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La Santa tiene una idea muy clara de la “plenitud” de Cristo, revivida por el cristiano. Al final del recorrido del Castillo interior, en la última “estancia”, Teresa describe esa plenitud, realizada en la inhabitación de la Trinidad, en la unión a Cristo a través del misterio de su humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todo tiempo. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseñan a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción, nos enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscarlo, de tener una conversación con Él y de ser sus amigos. Esta es la amistad necesaria para todos y que debemos buscar, día a día, de nuevo.
Que el ejemplo de esta Santa, profundamente contemplativa y eficazmente laboriosa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura a Dios,
A este camino de búsqueda de Dios, para verlo, para encontrar su amistad y por tanto la vida verdadera; porque muchos de nosotros deberíamos decir: “no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida”. Porque este tiempo de oración no es un tiempo perdido, es un tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente a Él y a su Iglesia y una caridad concreta hacia nuestros hermanos.
Video de la Catequesis sobre Santa Teresa de Ávila.
Audiencia con el Papa Benedicto XVI en la Sala Pablo VI.
Ciudad del Vaticano, 02 febrero 2011.
http://www.youtube.com/watch?v=NNxHqkztmfg
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San Enrique de Ossó y Cervelló
27 enero 2011
P. Eduardo Sanz de Miguel
San Enrique de Ossó fue sacerdote secular. Los carmelitas hacemos especial memoria de él, por haber sido en el siglo XIX el gran propagandista del mensaje espiritual de santa Teresa de Jesús y por haber fundado la Compañía de Santa Teresa, Instituto femenino que tiene como finalidad la formación de la mujer en la escuela del Evangelio y de la santa de Ávila.
Nació en Vinebre(Tarragona), en 1840. La lectura del Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús despertó en él la vocación sacerdotal. Fue un infatigable anunciador del evangelio, especialmente por medio de la catequesis. Fundó varias asociaciones de fieles para fomentar la oración y el apostolado entre los niños, jóvenes y adultos. Fundó periódicos y escribió numerosos libros y artículos para propagar la doctrina católica, defender la Iglesia y enseñar a orar.
Fundó la Compañía de Santa Teresa, Instituto femenino que tiene como finalidad la formación de la mujer en la escuela del Evangelio y de la santa de Ávila. Tras un duro calvario de sufrimientos, entregó su alma a Dios en la localidad valenciana de Gilet el 27 de enero de 1896. Fue canonizado en 1993. Ver video: San Enrique de Ossó y Cervelló 01 Volver a inicio: En la Interior Bodega
Sígueme
23 de enero de 2011.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
El evangelio de hoy recuerda la llamada del Señor a sus primeros discípulos: “Seguidme y os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19). El texto añade que ellos, “dejándolo todo, inmediatamente lo siguieron” (Mt 4,20). El Señor sigue haciendo la misma invitación a muchas personas. A mí me la hizo hace algún tiempo y me la sigue haciendo hoy. Entonces me fue fácil dejarlo todo y seguirle “inmediatamente”. Hoy me cuesta un poco más. A veces me hago el remolón. Cuando creo que ya puedo descansar, Él vuelve a decirme que deje todo y me pide un nuevo servicio, una manera nueva de seguirle. Quiero mantenerme en espíritu de disponibilidad, para ir donde su gloria me llame, aunque me cueste. Yo sé por experiencia que he estado a gusto en todos mis destinos y que he tenido su ayuda en todas las tareas que se me han encomendado. La gracia del Señor me ha precedido y me ha acompañado siempre. Y creo que será así también en el futuro.
En 2009 se cumplieron 25 años desde que sentí la llamada del Señor a seguirle más de cerca. Era el 13 de noviembre de 1984. Yo tenía 18 años recién cumplidos y me encontraba en Zaragoza, estudiando derecho. Recuerdo perfectamente el momento y el lugar. No vi ni oí nada especial, pero ciertamente sentí una presencia cercana. Se produjo un diálogo sin palabras, en lo más profundo de mi alma. Cristo me hacía comprender con toda claridad que me quería en el Carmelo. Me resistí durante algún rato, pero Él venció. Al día siguiente pedí el ingreso en la Orden. Con unas cosas y otras, empecé el postulantado en Valencia el 5 de enero de 1985.
En 2010 se cumplieron 25 años de mi toma de hábito, con la que inicié el santo noviciado. Llegué a Úbeda en el mes de septiembre. Los primeros días me costaba entender lo que decían (pueden imaginarse uno de Castilla la Vieja que viaja por primera vez a Andalucía). Aún recuerdo el salmo responsorial del día de mi llegada, que decía “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado” y que en boca del que lo cantaba me sonaba algo así como “Tensarsaré, Señó, poque mas librao”. El prior de la casa era el P. Antonio José de Torres y el maestro de novicios el P. José Fernández Marín. Nunca podré dar suficientes gracias a Dios por ellos, por sus enseñanzas, por su ejemplo.
Este año 2011 se cumplen 25 años de mi consagración religiosa. Fue el 21 de septiembre de 1986, el mismo día que cumplí 20 años de edad. Antes de hacer los votos, el celebrante principal nos preguntó: “¿Qué queréis, hermanos? Y los candidatos respondimos: “La misericordia de Dios, la pobreza de la Orden y la compañía de los hermanos”. En estos años, muchas veces he recordado estas palabras y se las he repetido al Señor. Quiera Él, por su bondad, que pueda repetírselas cada día de mi vida.
Lamentablemente, en Occidente, hoy son pocos los jóvenes que escuchan la llamada del Señor. ¡No saben lo que se pierden! Puedo certificar que Él da el ciento por uno a los que se deciden a seguirlo. Ciertamente, “su gracia vale más que la vida” (Sal 63 [62],4). A veces, cuando tomamos conciencia de que detrás de nosotros vienen pocos, podemos desanimarnos. Como si la salvación del mundo dependiera de nosotros o de que nuestros conventos sigan abiertos. Cristo es el único salvador, ayer, hoy y siempre. Y Él sabrá sacar bien incluso de los males. Mientras tanto, a mí, que miro demasiado a mi alrededor y me preocupo por lo que los otros hacen o dejan de hacer, el Señor me dice: “¿Tú me amas más que éstos?” (Jn 21,15). No me pregunta si otros vienen o van, si somos muchos o pocos, jóvenes o ancianos. Sólo me dice: “¿Tú me amas más que éstos?” Y cuando le pregunto por la falta de vocaciones, por los jóvenes, por el futuro de la vida religiosa y de la Iglesia, sólo me responde: “¿A ti qué? Tú sígueme” (Jn 21,22).
Esto me hace comprender que tengo que orar por todos y desear el bien de todos, pero que soy responsable ante el Señor sólo de mi respuesta personal. Él me pide que lo siga con corazón sincero, amándolo con toda mi alma, con todo mi corazón y con todas mis fuerzas. Y yo, en esta mañana del domingo, le digo una vez más: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal 40 [39],8). Haz de mí lo que quieras, mándame donde quieras, pídeme lo que quieras. Sea lo que sea. Sólo quiero lo que Tú quieras. Amén.
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Carta dirigida a una jovencita
30-12-2010
Querida amiga,
¡Ay que ver qué rápido crecéis las adolescentes! La última vez que te vi, hace unos años, eras una niña y ahora eres ya una mujercita, que está terminando secundaria. Después de mucho tiempo sin saber de ti, me mandas un correo lleno de interrogantes. Me preguntas por la manera correcta de interpretar la Biblia, por el Opus Dei y los Neocatecumenales, por el matrimonio homosexual, por los fundamentos de la fe y de la moral cristianas… Ciertamente, no puedo responder en una carta a todos tus interrogantes. Pero sí puedo decirte algunas cosas que están más allá de tus preguntas, que deben ser respondidas antes de entrar en las cuestiones concretas.
La primera y principal es sobre la esencia del cristianismo. ¿Qué es lo fundamental de nuestra religión, que no puede cambiar aunque pasen los tiempos? ¿Qué es lo que debemos creer y esperar? Permíteme decirte que lo más importante de nuestra religión no son las doctrinas (es decir, el credo), ni la moral (es decir, cómo tenemos que comportarnos), ni los ritos (las celebraciones litúrgicas, los sacramentos). Lo más importante de nuestra religión es una persona: Jesús, el Hijo de Dios que, al llegar la plenitud de los tiempos, nació de la Virgen María, predicó el Evangelio, murió en la cruz, resucitó del sepulcro y permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos. Él es la esencia del cristianismo y de la Iglesia. Antes que creer en unas verdades, creemos en Él. Antes que cumplir unas normas, le seguimos a Él. Antes que cumplir unos ritos, le celebramos a Él. Sólo porque creemos en Él, aceptamos que sus palabras son verdaderas, intentamos vivir como Él nos enseñó y celebramos los sacramentos que Él nos ha regalado. Por eso, si falla la relación personal con Él, todo lo demás pierde su sentido. No estoy diciendo que el credo, la moral y la liturgia no sean importantes (son más importantes que cualquier otra cosa). Estoy diciendo que, a pesar de su importancia, hay algo (o mejor, Alguien) aún más importante, que es su origen y les da sentido: Jesucristo.
Lo primero y principal del cristianismo consiste en saber que Jesús no es sólo un personaje del pasado (como Julio César, Felipe II o Napoleón). Él está vivo y es fuente de vida. Es verdad que, para conocerle, tenemos que estudiar su historia, lo que hizo y dijo hace 2000 años. Pero eso no basta. Eso es sólo una parte de su misterio. Antes de nada, para conocerle, tenemos que relacionarnos personalmente con Él. Y eso sólo se consigue por medio de la oración, que es un trato de amistad con Jesús. Y para orar es necesario el silencio. Ya sé que la sociedad contemporánea no nos acostumbra al silencio. Al contrario, las computadoras, la televisión, la radio… todo nos invita a estar entretenidos, a hacer cosas, a escuchar ruidos. ¡Muchos necesitan llevar el mp3 enchufado hasta cuando pasean por el parque!
Santa Teresa de Jesús escribió que la única puerta para entrar en el castillo interior, donde Dios mora y donde suceden las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma, es la oración. No hay otro camino para establecer una relación íntima de amistad con Él. Si estamos convencidos de que queremos encontrarnos con Cristo, hemos de convencernos de cuál es el medio para lograrlo: la oración. Y hemos de practicarla con insistencia, aunque nos cueste trabajo. Si no lo hacemos, no tenemos excusa posible, por mucho que queramos engañarnos a nosotros mismos, diciendo que no tenemos tiempo o que hay otras cosas más urgentes. Para la higiene personal o para acudir al médico encontramos siempre el tiempo necesario. Cuando decimos que no tenemos tiempo para orar, deberíamos reorganizar nuestras vidas, porque eso significa que nuestro tiempo está mal repartido. Claro que, para reorganizar la propia vida y dedicar tiempo a la oración hay que tener claro que la relación con Dios es algo no sólo importante, sino esencial en nuestra vida, absolutamente «prioritario».
Amiga María, te invito a dedicar momentos de tu jornada a la oración. A veces, bastan unos breves pensamientos dedicados a Jesús a lo largo de la jornada (Buenos días, Señor, quiero comenzar el día en tu nombre. Ayúdame a tenerte presente siempre y a hacer las cosas bien…). En otras ocasiones, podemos rezar las oraciones que conocemos o leer una página del evangelio o un salmo y pensar en lo que hemos leído. Otras veces, podemos contar nuestras cosas a Jesús y a la Virgen, con nuestras propias palabras, sin preocuparnos mucho de cómo lo hacemos, sabiendo que ellos nos escuchan siempre. Otras basta con que estemos en silencio, mirando al Señor y dejándonos mirar por Él. Lo importante es que nos acostumbremos a tratar con Él, a vivir en su presencia, a ser sus amigos. Lo demás se nos dará por añadidura.
Por supuesto que también es importante formarse. Con el pasar de los años aprendemos muchas cosas nuevas, leemos libros, estudiamos distintas materias. No podemos pretender desenvolvernos en la vida con los conocimientos de una niña pequeña. En cada edad tenemos que aprender cosas nuevas (desde cómo usar el microondas a cómo abrir una cuenta de ahorros en el banco, desde cómo planchar la ropa a cómo poner en marcha la calefacción). Lo mismo pasa con la vida de la fe. Tenemos que profundizar en el conocimiento de Cristo. No basta con lo que aprendimos cuando nos preparamos para la primera comunión. Hoy hay muchos medios. Te invito a visitar una preciosa página web, con numerosos escritos sobre la Biblia, los Santos, la vida espiritual… Hasta yo tengo una sección en ella, con varios artículos. Lee algunas cosas, sin prisas, saboreándolas. http://www.caminando-con-jesus.org
Soy consciente de que no he respondido a tus preguntas. Pero, para un primer contacto después de tanto tiempo, creo que puede bastar. El Señor te bendiga y te ayude a crecer en edad, sabiduría y gracia. Da mis saludos a tu familia. Recuerdo con cariño a cada uno de ellos.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
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Verbum Domini (Palabra del Señor)
Benedicto XVI acaba de regalar a la Iglesia una exhortación apostólica titulada Verbum Domini (Palabra del Señor), sobre «La Palabra de Dios y la vida de la Iglesia». En ella habla de los orígenes de la Biblia, su transmisión, su estudio, su relación con la teología y la liturgia, etc. Creo que es el documento más bello escrito por este Papa y el que más influirá en la vida de la Iglesia, no sólo durante su pontificado, sino también en el futuro. Aunque ha sido publicado hace tres días, ya lo he leído dos veces, con verdadera pasión. Quiero compartir con vosotros sólo unas ideas que tienen que ver directamente con la vida y la espiritualidad del Carmelo. En realidad, todo el documento tiene que ver con el Carmelo, cuya vida consiste en «meditar día y noche la Palabra de Dios, a no ser que estén ocupados es otras legítimas actividades», tal como manda la Regla. Pero hay algunas referencias directas a sus Santos y a la vida contemplativa, que quiero compartir con todos, invitando a su lectura. Antes, os coloco dos pequeñas citas, que hablan de la actualidad de la Biblia, a través de la cual Dios nos habla (la primera) y de la importancia de la lectura que los Santos han hecho de la Biblia (la segunda). Después recojo algunas palabras del Papa sobre nuestros Santos y sobre las contemplativas, a las que cada día quiero más. Un abrazo. P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
En la Palabra de Dios proclamada y escuchada, y en los sacramentos, Jesús dice hoy, aquí y ahora, a cada uno: «Yo soy tuyo, me entrego a ti», para que el hombre pueda recibir y responder, y decir a su vez: «Yo soy tuyo». Verbum Domini, 51.
La santidad en la Iglesia representa una hermenéutica de la Escritura de la que nadie puede prescindir.Verbum Domini, 49.
La Iglesia expresa su conciencia de que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es «el primero y el último» (Ap 1,17). Él ha dado su sentido definitivo a la creación y a la historia […] San Juan de la Cruz ha expresado admirablemente esta verdad: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad» (Subida del Monte Carmelo, II, 22). Verbum Domini, 14.
No es una casualidad que las grandes espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura […] Santa Teresa de Jesús, carmelita, que recurre continuamente en sus escritos a imágenes bíblicas para explicar su experiencia mística, recuerda que Jesús mismo le revela que «todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura» (Libro de la Vida, 40,1). Santa Teresa del Niño Jesús encuentra el Amor como su vocación personal al escudriñar las Escrituras, en particular en los capítulos 12 y 13 de la Primera carta a los Corintios (Cf.Historia de un alma, Ms B 3rº); esta misma santa describe el atractivo de las Escrituras: «En cuanto pongo la mirada en el Evangelio, respiro de inmediato los perfumes de la vida de Jesús y sé de qué parte correr» (Ibíd., Ms C, 35vº). Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios. Así, pensemos también […] en los mártires del nazismo, representados, por santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), monja carmelita. Verbum Domini, 48.
Deseo hacerme eco una vez más de la gratitud y el interés que el Sínodo ha manifestado por las formas devida contemplativa, que por su carisma específico dedican mucho tiempo de la jornada a imitar a la Madre de Dios, que meditaba asiduamente las palabras y los hechos de su Hijo (cf. Lc 2,19.51), así como a María de Betania que, a los pies del Señor, escuchaba su palabra (cf. Lc 10,38). Pienso particularmente en las monjas y los monjes de clausura, que con su separación del mundo se encuentran más íntimamente unidos a Cristo, corazón del mundo. La Iglesia tiene necesidad más que nunca del testimonio de quien se compromete a «no anteponer nada al amor de Cristo». El mundo de hoy está con frecuencia demasiado preocupado por las actividades exteriores, en las que corre el riesgo de perderse. Los contemplativos y las contemplativas, con su vida de oración, escucha y meditación de la Palabra de Dios, nos recuerdan que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,4). Por tanto, todos los fieles han de tener muy presente que una forma de vida como ésta «indica al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable». Verbum Domini, 83.
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