EL GERANIO ROSA


Por Jesús Briseño Sánchez

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No sabía si escribir sobre esto. Francamente tampoco sabía cómo evitarlo. Ha pernoctado en mi mente más de ocho años.


Es la breve y dramática historia de un gatito. ¡Me encantan los gatos! Lo único que no puedo tolerar es que se maltrate a un gato o se tire un libro. Pero bueno, el destino a veces maltrata gatos. ¿Será esta una buena historia? Es decir, ¿será bueno que escriba esta historia? Tal vez nadie la lea. Tal vez este gato sea ignorado una ocasión más. O tal vez no, ¿Quién sabe?


Era un gatito blanco con ojos azul claro. Había sido rescatado de una veterinaria que lo ofrecía en adopción. A Laura no le gustaban los gatos en ese entonces, pero quiso darle una oportunidad. Terminó enamorándose de él y, de cierto, de todos los gatos. Un gato es un ser especial y misterioso que, si le das entrada, termina ganándose tu cama, corazón y mente.


Este gato se convirtió en el mejor amigo de Laura, si bien sin nombre. Como era su primer gato, tardó en ponerle nombre; sí, tardó mucho. Él hacía muy bien el trabajo de los mininos: primeramente proporcionaba compañía, la seguía a cualquier parte de la casa o del jardín, y siempre le contaba cosas, aunque ella no le entendiera. También aportaba una buena cantidad de ternura, sabía cuando ella se sentía cansada, enferma o melancólica, intuía el mejor momento para ronronear, meterse entre sus brazos, y hacerle caricias con sus bigotes.


Él pasaba horas esperándola en el centro del jardín, mirando atentamente hacia el portón negro. Ella llegaba buscándolo y le contaba cómo le había ido en el día. Ella llegó a creer que el gato la entendía; por su parte el gato jamás tuvo esa duda. Comían, jugaban, veían películas y dormían juntos. Solo quien ha tenido un gato, sabe lo que significa tener uno a los pies, sobre todo en tiempos de frío. Un tierno gato, un café caliente y un buen libro, deberían ser las principales aspiraciones del hombre.


Inmediatamente después de llegar y abrazar a su gato, lo segundo que Laura tenía que hacer era acomodar una macetita blanca que contenía una flor muy especial: un geranio rosa, símbolo del amor que no termina. Y la acomodaba porque el gato siempre la tiraba. No mordía al geranio ni sacaba la tierra, solo tiraba la macetita de lado. El gato sabía que su ama quería mucho a esa flor, tal vez por eso no la destruía, pero ¿Por qué la tiraba?


Así pasó más de un año. Lo que sigue no quisiera escribirlo, ni siquiera acordarme. Pero bueno, las historias son para contarse en todos sus crudos detalles. (A quien le afecte mucho, puede consolarse pensando que es solo un cuento y, si no lo logra, le sugiero seriamente abandonar la lectura).


Una ocasión, su dueña no llegó tan de buenas. Y aparte de tirar la macetita como era su costumbre, había hurgado en una ollita de la cocina. No tenía comida la ollita, ni el gato tenía hambre. Pero eso se le había ocurrido hacer. Tal vez sin pensarlo, Laura le tiró un golpe muy fuerte con el puño sobre la cadera al gato, y éste voló varios metros dando algunas vueltas horizontales. El gato jamás se lo esperó, por eso fue más certero y a la vez más perjudicial.


El gato no se defendió, creo que ni siquiera se indignó. Yo creo que fue más su sorpresa al recibir un golpe tan fuerte de parte de su ser amado. Al recobrarse, solo bajó su mirada al piso y buscó para donde intentar caminar, cojeando. Sería la última vez que Laura lo miraría, y con esa imagen se quedaría para siempre. Por eso su dolor en su corazón era como un gran nudo en la garganta que la ahogaba, y que las lágrimas no lograban aliviar. Solo con recordar la mirada sorprendida y triste de su amado gato.


Los siguientes días fueron los más terribles, como cuando se pierde a un familiar. Sentía ganas de acariciar las pocas pertenencias del gato, sus platitos y juguetes. Los pensamientos y recuerdos vinieron a sustituir al gatito. Se imaginaba el dolor que le había causado, alguna posible fractura; se imaginaba lo que pensó el gato, sus sentimientos. Tal vez el gato creyó que había fallado en algo. Tal vez pensó que su dueña lo acusaba de más cosas. ¿Quién sabe qué pensaría el gato? Lo que sí es seguro es que él supo que ya no era amado, y que debía de buscar otro hogar.


Quizás otra persona le daría una segunda oportunidad. Pero, ¿hacia dónde ir y cómo buscar? Desde que tenía uso de razón, el rostro siempre alegre de su ama era todo lo que conocía. Acariciarlo con sus blancas mejillas, mientras ella le cantaba canciones infantiles, era su mayor placer. Ella era todo lo que tenía en este mundo, y lo único que ahora recordaba era su rostro lleno de ira hacia él.


Aparte de esperar a su gato cada noche durante meses, Laura tiró el geranio rosa a la basura. Se sentía indigna de él o, tal vez, no hallaba cómo castigarse o calmar un poco su conciencia. Aparte, cada que llegaba de su trabajo, ya no tenía que levantar la macetita blanca del geranio, y eso la torturaba aún más.


Le encontraba menos sentido a las películas y el frío calaba más. ¿Tendría el gato qué comer? ¿Ya habría encontrado a alguien más? ¿Sobreviviría? Eran preguntas para las que nunca tendría respuesta. Ahora que ya no lo tenía, sabía lo bendecida que había sido con ese pequeño amor sincero e incondicional. Ernest Hemingway escribió “un gato tiene absoluta honestidad emocional. Los seres humanos, por una razón u otra, pueden ocultar sus sentimientos, pero un gato no lo hace”. Un gato solamente te ama, sin importarle si eres rico o pobre, atractivo o feo, simpático o gruñón; su propósito es estar ahí.


A un lado de su casa había un gran baldío descendente, donde había humedad, oscuridad y muchos bichos de toda especie. ¿Allí viviría su gato? ¿Se habrá refugiado en alguna parte de la que ya no pudo salir? ¿Se alimentaría de bichos y agua sucia? ¿Le gritaría a ella desesperado hasta quedar afónico y desfallecer? ¿Su último pensamiento sería para ella? Ella no podía bajar por lo inclinado del baldío, pero deseaba que un pedazo de su alma pudiera buscarlo ahí.


Se le ofreció otra casa en renta, más barata. Pero ella no quiso alejarse de ahí. ¿Y si su gato regresaba? ¿No pensaría acaso que su ama se fue para no verlo más? Jamás perdería la esperanza de volverlo a ver. Durmió meses con la ventana abierta. En ocasiones soñaba que entraba su gato maullándole; despertaba solo para limpiar las lágrimas secas de sus mejillas. No sabía qué era más intenso, si el recordado amor de su gato o el sufrimiento de perderlo para siempre, y de aquella forma.


Esta historia no tiene un final feliz desgraciadamente, pero sí uno positivo. Gracias a esta penosa experiencia, Laura se convirtió en otra persona. Jamás volvería a maltratar a un gato, ni a cualquier otro ser vivo. Defendería, acariciaría y alimentaría a cuantos se encontrara en la calle. Ahora tiene a dos gatas, que viven como reinas.


A veces me pregunto, si las mascotas no serán parte de un plan superior para hacernos mejores personas. El ser humano puede sufrir menos, si logra entender que las experiencias y las circunstancias adversas o dolorosas, no están para derrumbarnos, sino para extraer lo mejor de nosotros, para hacernos cambiar para mejor, para que nos demos cuenta de qué estamos hechos y para que aprendamos a amar incondicionalmente a toda la creación de Dios. Las mascotas no son elementos secundarios, sino parte de nuestra vida, están con nosotros en nuestras alegrías y no son ajenas a nuestras penas.


Cuando por fin tuvo que cambiarse, la señora que le rentó la nueva casa le dijo que había un objeto que su anterior inquilino no se había podido llevar: ¡un geranio rosa! Símbolo del amor que no termina.


Jesús Briseño Sanchez

Tonalá, Jalisco – Agosto de 2020