Gioconda Belli

Hermosura de la dialéctica

a Cosme, mi profesor de filosofía

Estoy viva

como fruta madura

dueña ya de inviernos y veranos,

abuela de pájaros,

tejedora del viento navegante.

No se ha educado aun mi corazón

y, niña, tiemblo en los atardeceres,

me deslumbra el verde, las marimbas

y el ruido de la lluvia

hermanándose con mi húmedo vientre,

cuando todo es más suave y luminoso.

Crezco y no aprendo a crecer,

no me desilusiono,

ni me vuelvo mujer envuelta en velos,

descreída de todo, lamentando su suerte.

No. Con cada día, se me nacen los ojos del asombro,

de la tierra parida,

el canto de los pueblos,

los brazos del obrero construyendo,

la mujer vendedora con su ramo de hijos,

los chavales alegres marchando hacia el colegio.

Sí.

Es verdad que a ratos estoy triste

y salgo a los caminos,

suelta como mi pelo,

y lloro por las cosas más dulces y más tiernas

y atesoro recuerdos

brotando entre mis huesos

y soy una infinita espiral que se retuerce

entre lunas y soles,

avanzando en los días,

desenrollando el tiempo

con miedo o desparpajo, encenderán

desenvainando estrellas

para subir más alto, más arriba,

dándole caza al aire,

gozándome en el ser que me sustenta,

en la eterna marea de flujos y reflujos

que mueve el universo

y que impulsa los giros redondos de la tierra.

Soy la mujer que piensa.

Algún día

mis ojos

encenderán luciérnagas.