PLAZAS DURAS - PRINCIPIOS DE INSOLACIÓN EN ALMERÍA
Después de un tiempo en el cajón, por fin han aparecido por Almería los carteles inspirados en el texto de Eugenio Castro "Principio de insolación (las plazas duras)". Y lo han hecho en dos plazas que cumplen en un alto tanto por ciento la descripción que de las mismas hace el autor: suelos duros, enlosados de lápidas blancas, jardínes y árboles minúsculos y puramente decorativos, pocos bancos y poco atractivos a su uso, invitando a la circulación y/o al consumo frente a la reunión y las relaciones. En este caso fueron por un lado la calle Conde Ofalia y la plaza de Pablo Cazard (más conocidas como "Plaza de los Burros") y la plaza del Museo Arqueológico, los días 16 y 17 de septiembre de 2013 respectivamente. Humilde acción que pretende dar a conocer un ataque urbanístico que por generalizado y cotidiano la mayoría de la población no lo considera como tal.
Aquí os colgamos íntegro el texto de Eugenio Castro junto con dos apostillas inéditas. El escrito original se publicó en el boletín nº 2 de El Rapto, del Grupo Surrealista de Madrid.
Puedes leer el original AQUÍ. Y descargar los boletines de El Rapto AQUÍ.Además de algunas fotos de la acción y el cartel, tanto en jpg como descargable en archivo de escritura para su uso y modificación (en la flecha al final de la página).
Principio de insolación (las plazas duras)
Eugenio Castro
Proliferan las llamadas “plazas duras”. Se las reconoce porque el suelo que las conforma está constituido por losas que, valga la redundancia, enlosan la tierra. Es una superficie cuyo material, supongo que hecho a base de aleaciones indistintamente naturales y artificiales (aunque esto poco importa) endurece hasta la propia vista. En ellas, apenas unos cuadrados o rectángulos se abren aquí y allí (y eso cuando así ocurre) siguiendo el criterio de los diseñadores, urbanistas, etc. En ellos se han plantado árboles que cumplen una función meramente decorativa, siguiendo, de nuevo, el modelo del diseñador. Especies que no alcanzarán ni la altura ni el volumen como para poder cobijar al ciudadano de la inclemencia estacional. Risibles pinceladas verdes para disimular la desolación que produce esa extensión de material armado. A juego con el suelo, el mobiliario que las viste, en concreto los bancos, definen con la crudeza de su incomodidad, el sentido arisco e inhóspito que suelen tener esas plazas.
Si se presta un poco de atención, se observará que las mismas circundan o avanzan, sobre todo, edificios de instituciones culturales. Y de modo especial, de Museos de arte contemporáneo. (Por puro mimetismo, esta costumbre se ha extendido a otro tipo de edificio cultural, como el teatro, sobre todo cuando se ha destruido uno antiguo y en su lugar se ha levantado uno moderno, cuya construcción no guarda ninguna relación con el entorno arquitectónico, además de destruir la plaza vieja). Lo cierto es que el cemento, el hormigón, el asfalto, el granito o no importa el material análogo con el que se hacen estas plazas, vuelve su superficie hostil a la luz, que al caer sobre ella rebota como si sintiera rechazo de tanta y dura aridez: sepultada la tierra que acogía la luz solar hasta penetrar en ella, estas losas, como sucede con el cristal de espejo de tantos nuevos edificios, rechazan todo lo que viene de fuera, separándolo e impidiendo que entre en el interior. En efecto, estas plazas están diseñadas y pensadas para mantener la sombra escindida de su luz, para que domine un estado de insolación que crispe la afectividad e impida la pausa, el sosiego, la siesta, la contemplación, el dulce perecear… A sus constructores les gusta jugar, en el colmo de su jactancia, con la idea de que insertan en el seno de la ciudad espacios metafísicos, lo que consiguen como sola apariencia, ya que, es cierto, el aspecto debe ser predominante y lo más ascético posible, en verdad puritano. Sin embargo, en estas plazas no se concentra sensación alguna de límite (ni origen ni confín), sino vaciamiento físico de la experiencia, indistintamente individual y colectiva. Son plazas sin comunidad real, sin alojamiento, inhóspitas para la afectividad más elemental. ¿Por qué? Porque se conciben como plazas para la cultura tal y como esta se entiende hoy: como espacio sin sombra, sin tierra, desarbolado, construido para deslizarse por él. Esta es una de las posibles explicaciones de que proliferen en ellas, de modo mayoritario, un grupo humano que, como los “skaters”, se tornan representantes simbólicos de la cultura sin tradición a la que pertenecen estas plazas. Puede entenderse esto último que digo si se estima que tales plazas son espacios sin lugar (que nadie confunda mis palabras con la expresión, acaso desgraciadamente desvirtuada para su autor, de no-lugares: yo quiero decir sin localidad), pues son espacios para un público especialista, no para un ciudadano que no espera nada y, por esa razón, mantiene intactas todas sus posibilidades de relación sin condición. Resulta significativo, en este punto, señalar que este espacio que sustituye a la plaza abunde tanto, como ya he sugerido, al lado de los Museos de arte contemporáneo. Aunque debería corregirme y decir que la realidad es que forma parte de ellos, al erigirse en extensión que juega el papel de antesala de los espacios interiores de esos museos, por los que habremos de transitar siguiendo la inercia a la que esas antesalas externas predisponen: el deslizamiento entre ansioso y sedante, un tanto esquizofrénico, propio del espectáculo, del que participan estos museos que son entretenimiento en el estricto sentido anglosajón de la palabra entertainment y sus invariables connotaciones espectaculares. ¿Pues cómo dejar de ser enteramente globales, si se asume con indolencia provinciana la titularidad de un idioma que arrasa, así aplicado, con el lugar propio, convertido en espacio de exhibición? Lo que tenemos, ante tal fenómeno, es la comprobación de cómo la interiorización de lo “cultural” sepulta, por un lado, y encierra, por otro, lo abierto; de cómo el instinto de reunión es usurpado por el principio “capital” de la circulación. No puede dejar de contemplarse, en estos espacios internos y externos que son plataformas pertenecientes al Orden Mundial de la Economía, un testimonio de esa culturización de la exterioridad que conduce, cada día más, a una urbanización de la vida interior: construir, de hecho, y operar simbólicamente, espacios celulares en abierto dentro de la ciudad, como se levantan urbanizaciones en mitad de la naturaleza, para crear espacios-corte en la convivencia no delegada, espacios-corte para la potenciación de una especialización abusiva y generalizada (los mismos “skaters” son expertos, como lo son hoy los artistas, esto es, ejecutivos -conservadores o progresistas, por igual- puestos al servicio del liberalismo espectacular), en suma, urbanización que parcela, orientada a fomentar una acumulación de gente que es, por definición, una negación de la reunión y, en consecuencia, de la relación.
Apostilla.Tras la construcción de tales “ágoras” existe una metafísica: una metafísica del control. Lo que insinúo es que la escasez de árboles, la escasez de sombras es señal, al menos, de dos formas de control policial. Una se produce a ras de tierra, siguiendo la simple ecuación menos follaje=menos obstáculos=más visibilidad (los árboles pueden jugar una baza maravillosa para esconderse, o burlarse, o esquivar a las fuerzas fácticas, y, en casos extremos, para levantar con ellos barricadas; y, en otra dirección, por supuesto son una invitación a no hacer nada, a que la pereza, el diálogo y el ocio real desocupen el espacio tomado por el orden policial así como por el flujo de la mercancía). La otra forma de control es aérea: resulta evidente que el despojamiento característico de estas plazas (en realidad la tala), sin el arbolado que hasta hace no mucho lucían, despeja la vista cenital a los helicópteros policiales para llevar a cabo su cinegética de precisión.Vemos cómo se confirma esta operación policial de desbroce y caza, por ejemplo, en la plaza de Lavapiés (lo que puede aplicarse a otras plazas en esta misma ciudad y en otras): primero fue su ordenamiento urbanístico, un aplanamiento generalizado, una limpieza general, de origen esteticista y vanguardista reaccionario. ¿Y para qué una obra tal? Hoy lo comprobamos atemorizados: ese paso fue el primero en el allanamiento de morada de la vía y de la vida pública por parte de la policía y de la cultura policial. Las cámaras que se han prometido instalar abarcan ahora a todo el barrio de Lavapiés, de tal modo que al principio de insolación es necesario sumar el efecto asolación. ¿Qué resta hacer ante ésta injuria, ante esta violación del hombre de la calle? Apagar estos astros de transparencia para que vuelva la oscuridad.
Segunda apostilla.
La ofensiva avanza y ahora nos damos cuenta de que no se trataba solamente de asolar las plazas del centro urbano, sino todo él. Y decimos que la ofensiva avanza porque realmente la operación urbanística sobre Madrid es de inspiración militar. En efecto, se trata de hacer de Madrid una tumba gigantesca que tiene, cuanto menos, las dimensiones de buena parte de su centro histórico, y que se extiende cardinalmente desde el barrio de los Austrias hasta la plaza de Neptuno y desde Malasaña hasta Lavapiés. Debemos contemplar, como es obvio, esta operación en el plano simbólico, pero no por ello éste deja de provocarnos escalofrío y desasosiego. ¿No invierte acaso este nuevo tipo de faraón que gobierna Madrid aquella consigna resistente que pronunciaban los combatientes de la revolución española “Madrid será la tumba del fascismo”? ¿No la invierte por la siguiente: El fascismo convertirá Madrid en una tumba? Pues podemos denominar como fascismo urbanístico el acoso y derribo realizado en los últimos doce o dieciséis años sobre esta ciudad, blanqueándola conforme a un propósito que no deja lugar a dudas sobre la procedencia ideológica de sus promotores. Y es que semejante planificación urbanística tiene un carácter totalitario, puesto que es imperialmente colonizadora, lo que tiene una consecuencia inevitable: cobrarse víctimas, urbanísticas y humanas. En efecto, elimina de su camino todo lo que pudiera impedir su marcha triunfal, hasta conseguir su total asentamiento. Como ya se ha dicho, la comunidad humana establecida en unos barrios y la vida que se ha vivido en ellos durante varias generaciones, es excluida y enviada a la “penitenciaría” de la periferia, donde el arraigo proletario ha desaparecido, o al menos la conciencia de clase obrera que hasta no hace tanto tiempo en ellos se tenía. Así desaparece, paulatina e insensiblemente, la memoria que se tenía de todo ello. Aquí surge de nuevo (o quizá no se había ido nunca, pues solamente estaba de tapadillo), el fascismo urbanístico, que llamamos así porque obra ese blanqueamiento al que antes nos hemos referido, practicando un claro ejercicio eugenista: al tiempo que hay que eliminar a los viejos inútiles de su comunidad generacional y sus formas de vida y modos de vivir, hay que mostrar un centro limpio y reluciente, indistintamente arquitectónico, comercial o turístico; un centro, lo repetimos, que se ha vuelto un gigantesco “mall” al aire libre, una descomunal burbuja a la que todos somos arrastrados por la fuerza descomunal de la corriente generada por la mercancía. No podemos pasar por alto la importancia simbólica que cobra, en este punto, el granito que alosa las calles, glorietas y plazas de la ciudad: color blanco asociado a la naturaleza eugenista del fascismo (siempre la pureza de raza, hasta en la materia) (1). Y aquí, digámoslo de una vez, el inconsciente no engaña: en esta operación urbanística que coloniza las mentes y las conductas, los modos de vivir y las formas de vida, advertimos que de lo que se trata es de no terminar nunca con la venganza fascista sobre Madrid. Su progresivo enlosamiento revela la función sepulturera del fascismo político y mental del gobierno de esta ciudad: celebrar el recuerdo de la victoria fascista mediante esta “estatuificación” hecha a ras de suelo, y, a la vez, soterrar bajo toneladas de losas el recuerdo de su masacre. Un detalle fundamental me lleva a esta conjetura, pues es inherente a esta operación beligerante realizada por medio del urbanismo totalitario: en esta descomunal tumba metropolitana nada debe recordar a nombre o suceso alguno que remita a unos hechos que un numeroso grupo de hombres y mujeres no querrán olvidar jamás. En suma, enlosamiento de la ciudad=lápidas sin nombre. ¿Nos recuerda esto a algo?
(1). Un amigo me comunica la noche del 26 de junio, al comentarle sobre este asunto, que Ernesto Giménez Caballero, tipo sin escrúpulos que fue surrealizante en un principio y a continuación falangista de por vida, propuso llevar a cabo una falangización de la arquitectura, de tal modo que toda una serie de elementos obraran simbólicamente en esta dirección, destacando entre ellos, por ejemplo, el color rojo del ladrillo o del marco de las ventanas. La analogía está servida.