5. GRÈCIA: DOCUMENTS

Alejandro asintió, se levantó con esfuerzo para sentarse sobre su catre y pidió a los amigos que le condujeran hasta la tina del baño. Leptina le lavó y perfumó el cuerpo y los cabellos, le seco y comenzó a vestirle.

-Ponme un poco de color en las mejillas -le pidió. Y la muchacha obedeció. Mientras le reavivaba las mejillas con afeite y le disimula las ojeras, le acarició el rostro diciendo:

-Te daré como esposa a un grande de mi Imperio y te concederé una dote digna de una reina...

Hablaba con franqueza y con un tono seguro en la voz. Cuando Leptina hubo terminado, Alejandro preguntó a los amigos:

--¿Cómo estoy?

--Nada mal -repuso Leonato con media sonrisa-. Pareces un actor.

-Y ahora la armadura.

Hefestión le ató la coraza y las grebas, le colgó la espada a un costado y le ciñó los cabellos con la diadema.

Valerio Massimo Manfredi. Aléxandros III El confin del mundo. (Aléxandros III Confine del mondo, trad. J. R. Monreal). Ed. Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1999. ISBN: 8425333857. 392 pgs. Pgs. 335-336.


La muchacha se levantó, se le acercó y le desnudó, luego se arrodilló sobre la alfombra delante de él y comenzó a besarle los muslos y el vientre.

-El punto vulnerable de tu antepasado Aquiles era el talón -susu­rró alzando hacia su cara sus ojos pintados con bistre-. El tuyo, en cambio, veamos si me acuerdo aún.

Alejandro le acarició los cabellos y sonrió: a fuerza de frecuentar a Apeles, la muchacha no conseguía hablar más que en términos de his­torias mitológicas. (73)

Se hicieron anunciar por un eunuco para no ser causa de embarazo y entraron juntos. La reina madre, que tenía el rostro bañado en lágri­mas y manchado de bistre, tuvo un momento de extravío y de vacila­ción y acto seguido se arrojó a los pies de Hefesúón creyendo que el rey era él, ya que era el más alto y el más imponente de los dos. El eunuco, que había comprendido perfectamente la situación, palideció y le mur­muró en persa que el soberano era el otro. (283)

Una muchacha con la cabeza cubierta por una peluca negra y con los ojos pintados con bistre, envuelta en un vestido de lino tan ceñido que hubiérase dicho que estaba desnuda, sirvió a los jóvenes conquista­dores vino de palma y dulces. (326)

Manfredi, Valerio Massimo. Aléxandros II Las arenas de Amón. (Aléxandros Le sabbiedi Amon, trad. José Ramón Monreal. Ed. Debolsillo, 5ª ed. Barcelona, 2005. ISBN: 849759441X. 344 p.


Arsames escuchaba en todo momento con el mismo rostro de esfinge; sus ojos pintados con bistre le añadían una extraña fijeza estatuaria. Alejandro, por su parte, observaba con atención ya al huésped extranjero, ya a su padre, tratando de comprender que se escondía tras la pantalla de aquellas palabras convencionales.

Manfredi, Valerio Massimo. Aléxandros I El hijo del sueño. Aléxandros Il figlio del sogno, trad. José Ramón Monreal. Ed. Debolsillo, 5ª ed. Barcelona, 2005. ISBN: 8497594401. 308 p. P. 62-63.


Cuando sané me vendieron en pública subasta. De nuevo permanecí de pie desnudo, pero esta vez ante la gente que me miraba. Desde la plataforma en que me encontraba Podía ver los brillantes destellos del palacio en el que mi padre había prometido presentarme al rey.

Me compró un mercader de piedras preciosas, si bien fue su esposa quien me escogió, señalándome con el dedo de uñas pintadas de rojo desde su silla de manos encortinadas. El subastador se había demorado y había insistido; el precio le había decepcionado. A causa del dolor y los sufrimientos, había perdido carne e indudablemente buena parte de mi apostura. (Pàg. 26)

Mi vida transcurría entre los pequeños deberes del harén, haciendo las camas, portando bandejas, mezclando sorbetes de nieve de la montaña y limón, pintando las uñas de mi ama y recibiendo las caricias de las muchachas; Datis sólo tenía una esposa y tres jóvenes concubinas que se mostraban amables conmigo sabiendo que al amo no le gustaban los muchachos. Pero si alguna vez las servía, mi ama me tiraba de la oreja. (Pàg. 28)

Reconocí inmediatamente en él al hombre (Darío) que había acudido a 1a fiesta de cumpleaños de mi padre. Pero en aquella ocasión su atuendo había sido el que resulta apropiado para una larga subida a lomos de caballo por difíciles caminos. Ahora lucía una túnica color púrpura bordada en blanco y llevaba puesta la mitra ligera que utilizaba en los momentos de descanso. Tenía la barba peinada como seda y olía a especias árabes. (Pàg. 32)

Se encontraba reclinado (Darío) sobre los cojines mirando al patio; a su lado sobre la baja mesilla estaba la jarra del vino y una copa vacía. Reconocí inmediatamente en él al hombre que había acudido a 1a fiesta de cumpleaños de mi padre. Pero en aquella ocasión su atuendo había sido el que resulta apropiado para una larga subida a lomos de caballo por difíciles caminos. Ahora lucía una túnica color púrpura bordada en blanco y llevaba puesta la mitra ligera que utilizaba en los momentos de descanso. Tenía la barba peinada como seda y olía a especias árabes. (Pàg. 49)

El rey (Darío) estaba acercándose a los cincuenta años y, a pesar de los baños y de los perfumes, empezaba a oler a viejo. Durante algún tiempo, en el lecho real, mi único deseo fue el de poder cambiar a aquel fornido hombre barbado de elevada estatura por el flexible cuerpo de Oromedon. (Pàg. 51)

«Bueno, es que son bárbaros», pensé. Y, sin embargo, algo suspiró en mi corazón. El eunuco añadió:

-Jamás he visto a un rey (Alejandro) con una corte tan sencilla; vive peor que cualquiera de nuestros generales. Cuando entró en la tienda de Darío, se quedó mirándolo todo como un campesino. Sabía lo que era el baño y lo utilizó; fue lo primero que hizo pero, por lo demás, resultaba difícil contener la risa. En el asiento de Darío los pies no le llegaban al suelo y tuvo que apoyarlos en la mesilla del vino suponiendo que ésta era un escabel. No obstante, pronto empezó a comportarse como un pobre al que hubiera correspondido una gran herencia. (Pàg. 57)

Me llevé los mejores vestidos, una muda Para el camino y algunos trajes de danza. Llevaba el dinero y las joyas en la bolsa del ceñidor; por si me sucedía alguna desgracia, me guardé allí también el espejo de mano y los peines y la pintura de ojos con los cepillos. Nunca usaba carmín. No debe hacerse tal cosa cuando se es un tipo persa genuino. Resulta vulgar con la tez color marfil. (Pàg. 63)

El transporte se extendía interminablemente. Había doce carros sólo para el rey, para su tienda, su mobiliario, el guardarropa y la vajilla, el cuarto de baño transportable y los correspondientes accesorios. Había carros para los eunucos de la corte y las pertenencias de éstos; y después carros para todas las mujeres. Al final, el rey había decidido llevarse a todas las concubinas más jóvenes, más de cien; ellas con sus efectos personales y los eunucos no eran más que el principio. (Pàg. 65)

Puesto que en Babilonia hace mucho calor, el baño es un placer que podría prolongarse todo el día. El suelo es de mármol del oeste con paredes de vidrio y flores blancas sobre fondo azul. El baño es un espacioso estanque cuyos mosaicos de lapislázuli están adornados con peces de oro grabados. Hay macetas con hermosos arbustos y plantas que se cambian con las estaciones, con jazmines y cidros; las caladas persianas dan acceso al bañadero, cuya agua procede del Éufrates.

Todo había sido preparado, todo relucía; el agua era tan limpia como el cristal, simplemente tibia, puesto que el depósito había sido calentado con sol filtrado. Había un sofá con cojines de fino lino, para descansar en después del baño.

Mientras viva no olvidaré ni un solo mosaico, ni un pez dorado, ni un hilo de lino. Cuando lo vi por primera vez sé, simplemente, que todo era muy hermoso. (Pàg. 70)

Después de los bactrianos llegaron a Babilonia los escitas vasallos de Bessos. Salvajes hirsutos y rubios con los rostros tatuados de azul. Lucían puntiagudos gorros de piel de lince, blusones sueltos y calzones ajustados al tobillo; transportaban en carros de bueyes sus negras tiendas y sus mujeres. Son grandes arqueros. Pero apestan espantosamente; la única vez que se bañan en su vida se produce cuando la comadrona les sumerge en leche de yegua. Se les trasladó inmediatamente al campamento. Ningún pueblo podría permitirse ser tan descarado como son los babilonios Por el hecho de bañarse todos los días. (Pàg. 75)

Cada desfiladero era más alto y empinado que el anterior: desde las escarpadas rocas contemplábamos los pedregosos barrancos. Las cabras monteses nos miraban desde los despeñaderos y, una vez muertas por los arqueros bactrianos, nos servían de alimento. Por la noche, puesto que en 1a pequeña tienda escaseaban las mantas, los cinco nos acurrucábamos juntos para damos calor. Bubakes, que me favorecía con su protección y se comportaba conmigo como un padre, compartía las mantas conmigo de tal forma que pudiéramos disponer de dos. Utilizaba almizcle para perfumarse, y yo le estaba agradecido. Nos podíamos considerar afortunados porque disponíamos de una tienda. La mayoría de los soldados, perdido el equipo, dormían bajo las estrellas. (Pàg. 88)

A pesar del homenaje que le tributó Mazaios, Alejandro avanzó cautelosamente en orden de batalla encabezando la marcha. No obstante, ordenó que le trajeran el carro dorado de Darío y entró con la pompa que es de rigor.

Procuré imaginarme a aquel salvaje y extraño bárbaro en el palacio que tan bien conocía. Por no sé qué motivo, tal vez porque lo primero que hizo en la tienda de Darío, de la que se adueñó, fue tomar un baño (a todos los efectos parecía tan aseado como un persa), lo imaginé en la sala del baño, con sus mosaicos de lapislázuli y sus peces dorados, chapoteando en el agua calentada al sol. Desde Ecbatana resultaba una imagen digna de envidia. (Pàg. 92)

Sobre la mesa se encontraba el pequeño cuchíllo con el que le recortábamos las uñas. Lo torné, rasgué con él la cortina y apliqué el ojo a, la rendija. Bubakes me míró escandalízado. Yo le entregué el cuchillo. El rey se hallaba de espaldas a nosotros. En cuanto a los demás, aunque hubiéramos asomado las cabezas a través de la cortina, no se hubieran dado cuenta. (Pàg. 104)

Vivir entre aquellos resultaba más fácil porque llevaban mucho tiempo en Persia y estaban al corriente de nuestras costumbres. Aunque ignoraban la modestia en sus relaciones, sabían, sin embargo, reconocerla en mí. Respetaban la santidad de los ríos y extraían de los mismos el agua para lavarse sin profanar la corriente. Se limpiaban los cuerpos de una manera muy extraña untándolos de aceite que eliminaban posteriormente con cuchillos poco cortantes, exhibiéndose de forma tan descarada que yo solía alejarme. El olor del aceite me resultaba desagradable de cerca y jamás conseguí acostumbrarme al mismo. (Pàgs. 132-133)

-Te apetecerá bañarte después del viaje. No tardarăn en traerte el agua.

Me avergoncé de manchar el sofá con mi sucia ropa. Dos esclavos escitas llenaron la bañera con agua fría y caliente y después vertieron en la misma perfumado bálsamo. Fue un placer extraordinario. Me bañé y me lavé el cabello sin apenas darme cuenta de que entraba un bien adiestrado sirviente para llevarse mi ropa manteniendo los ojos cortésmente bajos.

Mientras me reclinaba en la templada agua, adormecido de satisfacción, se entreabrió un poco la cortina de la entrada. Bueno, pensé, ¿y qué? Esta lucha en el bosque me ha puesto nervioso como a una muchacha. Un hombre como aquél ya hubiera entrado. ¿Es que debo considerar enemigo a todo el mundo? Salí de la bañera, me sequé y me puse la bonita bata de lana que me había dejado dispuesta. (Pàgs. 134-135)

Me dirigí por tanto a la alcoba del rey para prepararle la cama. Me sorprendió que ésta no fuera mucho mejor que la de un soldado cualquiera, con apenas sitio para dos personas. Había algunas hermosas vasíjas de oro, supongo que de Persépolis, pero el mobiliario estaba integrado exclusivamente por la cama, un taburete para la ropa, un aguamanil, un escritorio con una silla, un estante de rollos de papel y una hermosa bañera con incrustaciones de plata que debía haber pertenecído a Darío y que seguramente fue tomada junto con la tienda. (Pàg. 148)

Yo prefería no ser llamado. Cuando su fuerza se desbordaba en la guerra, Alejandro se quedaba sin nada y, además, se le había acumulado el trabajo de medio mes. Lo despachó en cinco días. Después ínvító a algunos amigos y estuvieron bebiendo toda la noche. Empezó a hablar y volvió a relatar toda la guerra. Después durmíó todo el día y la noche siguiente.

No fue a causa del vino, aunque había bebido mucho; hubiera podido serenarse en la mitad del tiempo. El vino lo utilizaba para que sus pensamientos se dctuvíeran cuando olvidaba descansar. Aunque estaba embriagado consiguió tomar un baño, cosa que le agradaba mucho a la hora de acostarse. No me puso la mano encima ni una sola vez como no fuera para apoyarse. El vino descubre las cosas ocultas y este efecto le produjo a él, si bien la vulgaridad en la alcoba jamás había sido propia de él. (Pàg. 200)

Lo estaba pensando mientras lavaba a Alejandro con la esponja antes de la cena. Eso le gustaba tanto como el baño a la hora de acostarse. Era el hombre más limpio que jamás había visto, siempre que las guerras se lo permitían. Al principio solia preguntarme qué ligero perfume debía utilizar y buscaba el frasco, pero no había ninguno; era un don natural. (Pàg. 202)

En Persia sólo danzan las mujeres adiestradas especialmente Para excitar a los hombres. Aquella danza era decente y correcta; al girar en sus pesadas faldas mientras chocaban entre sí las ajorcas, apenas mostraban otra cosa más que los pies pintados de alheña. Sus inclinaciones poseían gracia y no resultaban lascivas y, cuando agitaban los brazos, éstos semejaban ondulante cebada. Pero hubiera sido una necedad calificar de modesta a aquella danza. Aquellas damas (sogdianas) estaban por encima de la modestia y, en lugar de ésta, derrochaban orgullo. (Pàg. 291)

Yo le sonreí y él me hizo pasar. Hubiera podido decirle que aquella muchacha sogdiana jamás había imaginado que pudieran existir tales esplendores y ni siquiera sabría para qué servía la mitad de las cosas destinadas a su aseo personal. Pero, yo lo inspeccioné todo muy serio, hablé de la necesidad de agua de azahar si ésta podía conseguirse y dije que no faltaba nada. El lecho era muy grande según el pesado estilo de aquella provincia. Recordé de nuevo el perfume de la madera de cedro y de la salada brisa de Zadrakarta. (Pàg. 298)

Me dirigí al harén. La última vez que había acudido allí lo había hecho en compañía de Darío y aspirando el perfume de la túnica de éste. (Pàg. 425)

Mary Renault. El muchacho persa. (The Persian Boy, trad. M.A. Menini). Ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 1994. ISBN: 84-226-4744-3. 512 pàgs.

Perfumado en el ágora. Fiel a mí principio de que la anécdota es la vía regia que conduce al epicentro de un pensamiento, quisiera volver al perfume no tan inocente como el del cirenaico. Muy a menudo se da la espalda al Aristipo filósofo en nombre de este tipo de historia entendida al pie de la letra, sin perspectiva. En cambio, si se descodifica el sentido, el significado, el mensaje que transmitió el filósofo con ese hecho equivalente a una agudeza, a una figura de fuegos artificiales, se obtiene una teoría, se termina por descubrir un discurso coherente, sensato y digno de comentarios críticos.

La anécdota antigua equivale al aforismo en el orden de las ideas. La teatralización de la filosofía pone de manifiesto una manera alternativa de practicar la disciplina, que en general se apoya en el curso, esotérico o exotérico, y en el ofrecimiento de una enseñanza a partir de palabras consignadas, a modo de recordatorio, en rollos que atraviesan los siglos. Por tanto, se puede filosofar en una escuela, a la sombra de un maestro que habla, a partir de textos; pero también se puede aprender filosofía en la calle, en el ágora, observando a un filósofo que, por razones de eficacia acumulada y quintaesenciada, se expresa menos con la palabra que mediante gestos y otras escenografías, pensadas para producir efectos pedagógicos.

¿Qué es entonces lo que dice la anécdota de un Aristipo perfumado en el ágora? Más que la aparente provocación de la apropiación de un artificio femenino por parte de un filósofo de sexo masculino. No Cabe duda de que este comportamiento significa también desprecio de las conveniencias, indiferencia respecto del juicio de los demás, el método irónico, la teatralización lúdica y otras opciones caras a los filósofos del triángulo subversivo, pero no es indiferente que, en esta historia, se trate de olor, de la nariz y del registro habitualmente asociado a esta parte del cuerpo, como, por ejemplo, estar hasta las narices, hinchársele a uno las narices, salirle a uno de las narices y otras expresiones semejantes.

¡Pues el descrédito y el olvido de la nariz en la historia de la filosofía merecen por sí mismos un estudio aparte! En vano buscaríamos en las obras de filosofía consagradas al juicio del gusto, a la estética, al análisis de los sentimientos, las emociones y las percepciones artísticas, reflexiones, ni siquiera modestas, o análisis dignes de este nombre que tengan por objeto los olores o los perfumes ¡Todo para el ojo! Y la misma complacencia para el oído, pues estos dos órganos ponen el mundo a distancia, contrariamente al gusto, el tacto y el olfato, que suponen la carne y el cuerpo en su totalidad.

La imagen y el sonido tienen un estatus intelectual que se niega a los sabores, los olores y las percepciones táctiles; y es que la boca, la nariz y la piel, no sólo la yerna de los dedos, que es ya tan restrictiva, suponen las mucosas y las secreciones. Pero, por encima de todo, estos tres sentidos dan testimonio de la animalidad que subsiste en el hombre: tocar, oler, husmear, masticar, tragar, deglutir, son todas ellas operaciones que conciernen a la digestión y a la defecación, al sometimiento a las necesidades naturales. La nariz es el órgano de las bestias que cazan, matan y comen.

También recuerda la posición del cuadrúpedo, el hocico pegado a la tierra, las fosas nasales abiertas y la respiración jadeante de un mamífero tras la huella de otro animal, ya sea para protegerse, para defenderse o para lanzarse al ataque. En los senderos entre la hierba espesa, el ojo no cumple bien su función, mientras que el olfato no falla: las huellas de orina, de excrementos, de glándulas que marcan el territorio, son signos y señales para encontrar y ocupar su lugar en un mundo en el que reina la violencia y la muerte acecha permanentemente en virtud de las lógicas de los depredadores en el orden natural. Más tarde, cuando se incorpora, deja de desplazarse a cuatro patas y se hace bípedo, el antepasado del hombre libera las manos, desarrolla el cerebro, construye una corteza para agregar al cerebro de reptil; el sentido del olfato se debilita y la olfacción pierde agudeza. En cambio, se desarrolla la vista: ve mejor. El ojo evolucionado sustituye a la nariz primitiva; el olor desaparece en proyecto de la imagen, y lo mismo ocurre con el tacto, reemplazado por el oído.

Finalmente, en los filósofos oficiales los cinco sentidos son objeto de una jerarquización que asigna a los sentidos nobles un estatus inverso al de los innobles. Se aceptan los primeros, a los que se asocia sin vergüenza prácticas elaboradas y técnicas sutiles que dan lugar al arte de las imágenes y al de los sonidos, la pintura y la música, actividades todas ellas indiscutiblemente ligadas a la estética, palabra cuya propia etimología recuerda la capacidad de... sentir. En cambio, en vano se buscaré en las obras de filosofía un elogio del olfato, el gusto o el tacto, y menos aún una celebración de las actividades artísticas con ellos relacionadas: nadie reconoce sin ambages que la enología, la ciencia de los perfumes o la gastronomía sean disciplinas pertenecientes a las bellas artes.

Al pasearse perfumado por el ágora, Aristipo remite a todas estas reflexiones: reivindica su animalidad y no se olvida de que procede de la naturaleza; invita a todos y a cada uno a hacer lo mismo y a recordar su genealogía imperfecta; ataca con ironía a los platónicos aficionados a las ideas puras y los remite a los perimes, realidades impuras entre las impurezas; reivindica el artificio que habitualmente se asocia a lo femenino y, por tanto, en esa época, a la pasividad, pecado cardinal entre los griegos; subraya que todas las ocasiones de gozar son buenas, incluidas las que la sociedad por último,_ reconoce los sentidos, todos los sentidos, su condición de medios para acceder tanto al conocimiento como a las verdades fácticas, subjetivas y relativas. Una piedra más en el jardín de Piatón...

Michel Onfray. Las sabidurías de la antigüedad. Les sagesses antiques. Trad. Marco Aurelio Galmarini. Ed. Anagrama, Barcelona, 2008, 2ª ed. ISBN: 978-84-339-6256-0. 334 pàgs. Pàgs. 111-114.


Un esclavo negro se arrodilló ante Demóstenes y Apolo­nio, les quitó las sandalias y los acompañó escalera abajo, hasta los baños del sótano, iluminados con antorchas y lám­paras. Mientras se desnudaban, otros dos esclavos cogieron sendas cubas y fueron a buscar agua caliente de una gran olla de bronce puesta al fuego; luego vertieron el contenido en unas pequeñas tinas de bronce colocadas junto a unos gri­fos. Los dos hombres se lavaron con agua caliente, esponjas y piedra pómez. Después subieron a la gran piscina de pie­dra blanca y lisa, se sentaron en los escalones, se relajaron y dejaron que el agua tibia corriese sobre sus cuerpos. Mien­tras Demóstenes iba al koprón, un cobertizo con cuatro cu­bas, una al lado de la otra, Apolonio mandó a un esclavo si­rio que lo untara con aceite y salvia. Le ordenó también que tirara «esos sucios harapos» y dispusiera ropa limpia para Demóstenes. (P. 151)

Olimpia dio unas palmadas; al cabo de unos instantes apareció la tracia. Compartía con otras criadas una habitación contigua a los aposentos de la reina, que comunicaba con éstos mediante un delgado tubo de barro empotrado en la pared de ladrillo hueco.

-El baño. Rápido -dio Olimpia-. ¿Hay agua caliente?

La tracia asintió y se marchó de inmediato.

-Las prisas me han llevado a impartir instrucciones sin pedir tu opinión -dijo Antípatro. Vació la copa y se levan­tó-. Espero que me perdones.

-Si Antípatro es el que ordena, las órdenes son espléndidas.

El cuarto de baño de Olimpia se encontraba al otro lado del pasillo, junto al patio interior del palacio. Receptáculos para captar la lluvia colocados en el techo del edificio central alimentaban la cacerola de bronce de un horno de carbón ve­getal que se levantaba en un rincón del pasillo. Una vez ca­liente, el agua fluía a través de un tubo hacia el cuarto de baño, donde la recibía una tina apoyada en columnas de ladrillo. En esa tina, que llegaba a la altura del pecho, podía mezclarse a voluntad agua caliente y fría. Una válvula regulable permitía hacer caer el agua, a través de un tubo que, ya en la bañera hundida en el suelo, terminaba en una especie de colador, de manera que uno podía ducharse; otras tuberías iban directa­mente a la bañera y al lavamanos de mármol verde, que era un regalo del rey «para que la belleza de tus ojos te envuelva al re­flejarte». Tras el baño, las criadas recogían con unas jarras grandes y sencillas el agua de la bañera, que más tarde sería usada para evacuar la taza del retrete, también de mármol verde. De allí el agua, como toda el agua usada, pasaba por unos tubos adosados a las paredes del palacio hasta llegar a los canales subterráneos, que cruzaban la ciudad por debajo y desembo­caban en los campos de regadío del norte.

Olimpia se desvistió, con ayuda de la tracia; luego se me­tió en la bañera, se dejó rociar de agua, se lavó el cabello y se sumergió en el agua caliente. Una iliria gorda, de dedos suaves y delicados, la untó con aceite y agua perfumada y retiró lo que no se había filtrado por sus poros, primero con una espá­tula de marfil, después con una esponja. Olimpia salió de la bañera. De pie sobre la gruesa piel de oso pardo extendida sobre las baldosas, dejó que las dos criadas la secaran, mien­tras escuchaba los ruidos que llegaban del patio interior. (Pp. 182-183)

Haefs, Gisbert. Alejandro Magno. Alexander I. Alexander II, Asien. Trad. J.A. Alemany i A. Kovacsis. Ed. Edhasa,Barcelona 2005, 1ª ed. ISBN: 84-350-1727-3. 1206 pp.


L’antiguitat a través del mirall

La nostra vida és plena de miralls i 1a majoria no són per la nostra, seguretat, per evitar que un malfactor ens salti per sorpresa darrere de 1a columna del garatge. No, la majoria són per mirar-se, per veure'ns i saber si anem ben pentinats, els ulls vius i els llavis brillants.

Doncs això dels miralls no es pensin que és una característica pròpia d’aquesta època frívola í una mica. que ens ha, tocat viure. A l’antiguitat, totes les cases volien tenir mirall i es considerava un article gairebé de primera necessitat. I un cop arriba e1 mirallet a casa., no es conforma amb 1a imatge que té. El mirall va obrir la porta a1 maquillatge, la depilació i la perruqueria. Precisament d’aquestes dues qüestions tracta 1'exposició que fa unes setmanes i fins al juny estarà al Museu d’Arqueologia de Catalunya, a Barcelona.

L’exposició s’anomena Històries de tocador i té com a peça estrella un bust d’una matrona romana a qui jo tinc una estima especial:1’anomenada Dama Flàvia. Aquest bust, que es va trobar a Empúries, correspon a una senyora que va viure en el darrer quart del segle I després de Crist. I això se sap, simplement, pel seu pentinat, que es va posar de moda precisament en aquella època, quan la filla de l’emperador Tit, Flàvia Júlia, va imposar-lo. Segur que l’heu vist a moltes pel·lícules, encara que estiguin teòricament ambientades en una època diferent de Roma. Per davant el pentinat és ple de rínxols, i s’anomena gràficament niu d'abella, unes trenes fines a 1a closca i, al darrere, un recollit. Amb un cabell tan elaborat, aquest bust crida l’atenció.

Els fenicis feien servir pírcings i els antics egipcis es pintaven els ulls ben foscos

Però l’exposició no acaba pas en la dama en qüestió. També es para, esment en les diferents maneres d’embellir el cos. Per exemple, els pírcings no van ser inventats per Tarantino a Pulp Fiction, sinó que els fenicis i els cartaginesos ja en feien servir. O el maquillatge fosc al voltant dels ulls, que ara. està de moda, ve clarament d’Egipte, on els antics egipcis van començar a posar-se'l per qüestions pràctiques per tal de protegir1’ull de la sorra del desert, i després va acabar sent una marca estètica que feia més profunda la mirada.

I també és curiós de comprovar com en el passat pensaven el mateix que nosaltres en moltes cases. Per exemple, una dona molt maquillada es considerava a Roma de mal gust, perquè molt sovint les prostitutes o les senyores molt grans que volien dissimular l’edat eren les que carregaven massa la mà en el maquillatge. I ara els deixo, que vaig a repassar-me el rímel...

Enric Calpena, article revista Sàpiens 126, feb. 2013, p. 73.


El culte al cos és vell

El Museu d'Arqueologia revela en una exposició els mil i un trucs de bellesa dels homes i les dones de l'antiguitat

24/12/12 MARIA PALAU Diari El Punt Avui

Els antics ja es depilaven amb cera, es rentaven les dents i es tenyien els cabells

Les dames de l'antiga Grècia se n'anaven a dormir amb màscares facials fetes amb farina i, de bon matí, es netejaven la cara amb llet. Era el seu secret per treure's les taques de la pell i per aconseguir un aspecte fresc i rejovenit. Els grans intel·lectuals de l'època clàssica competien en fórmules magistrals: Ovidi aconsellava les màscares de base vegetal i Galè i Plini eren partidaris dels compostos orgànics com ara la placenta, la medul·la, els genitals, el fel i els orins. Us sona? El culte al cos no és avui més exagerat que a l'antiguitat. Que s'ha sofisticat? Sí, però ens sorprendrien els mètodes que feien servir els homes i les dones de fa més de 2.000 anys per ser bells.

Ho descobreix l'exposició Històries de tocador. Cosmètica i bellesa a l'antiguitat, que presenta la seu barcelonina del Museu d'Arqueologia de Catalunya (MAC) en un muntatge molt suggestiu farcit de peces reveladores d'unes dèries estètiques no gaire allunyades de les nostres. Ni el pírcing és un invent modern: en la mostra hi ha una petita escultura púnica, del segle IV-III aC, amb tota una senyora anella al nas. Un viatge per la història apassionant, amb Teresa Carreras de comissària i amb la complicitat del Museu de la Perruqueria Raffel Pages i del Museu del Perfum Fundació Júlia Bonet d'Andorra.

I és que tot just llevar-se, els romans ja afrontaven el dia amb la il·lusió de millorar el seu aspecte. La toaleta matinal era obligada: primer de tot es netejaven la cara, els braços i les cames. Això sí, no coneixien el sabó sòlid, i per rentar-se a fons utilitzaven una esponja amarada amb substàncies abrasives (com ara l'arrel de la sabonera, la sosa i la cendra de faig, o directament la pedra tosca). La pell se'n ressentia, però tot seguit s'aplicaven olis per suavitzar-la. La cosa no s'acabava aquí. Després es rentaven les dents amb el dentrificium (unes pólvores a base de nitrum, sosa i bicarbonat, o també orins) i es netejaven les orelles amb petites culleres.

A més d'un li xocarà saber que els antics ja es depilaven, amb pinces i també amb una mena de crema feta amb brea o pega grega dissolta en oli, resina, cera i una substància càustica. I la seva gran obsessió eren els cabells. La calvície estava mal vista i es dissimulava pentinant els cabells cap endavant, o bé amb postissos o perruques. D'ungüents per frenar-ne la caiguda, els que vulgueu. Grecs i romans anaven sempre ben pentinats: Ovidi deia que uns cabells mal tallats esguerraven un rostre. Les dones riques sempre portaven els cabells ben recollits (mai curts) i n'augmentaven el volum amb postissos i trenes gruixudes.

Fins i tot tenyir-se (amb un tipus de sabó fet a base de cendres i greix animal) era el més normal. Les romanes van entrar en deliri quan van descobrir el color ros de les dones de la Germània: es decoloraven les cabelleres amb safrà o amb una famosa recepta composta de greix de cabra i cendres de faig. Messalina, la tercera esposa de l'emperador Claudi, va dur la seva mania fins a límits insòlits: tenia més de 700 perruques rosses.

I que no es maquillaven els clàssics? Sí, però sense excessos, perquè es relacionava amb la prostitució (per cert, les meuques es tenyien el cabell de blau i roig). El color de la pell també els feia anar de bòlit: a Roma es portava tenir la pell com més blanca millor. La cerussa o blanc de plom servia de base de maquillatge i permetia emblanquir els rostres i uniformar la pell. Les galtes i els llavis es pintaven de color vermell; les parpelles, de verd, blau o rosa, i el contorn dels ulls es delineava amb kôhl (encara s'utilitza) fet de galena o antimoni polvoritzat.

Històries de tocador. Cosmètica i bellesa a l'antiguitat.

Museu d'Arqueologia de Catalunya. Barcelona. fins al 17 de juny.

________________________________________________

Històries de Tocador

Cosmètica i bellesa a l'antiguitat

Oli de rosa per a l’aigua del bany o Metopion,un dels millors perfums d’Egipte? La millor mascareta per embellir el rostre? Calb o amb postís? Khöl per ressaltar o protegir els ulls?

La Bellesa és una qualitat de les coses que ens atrauen. Hi ha qui pot trobar lleig o desagradable una cosa que sedueix a un altre. Malgrat tot, existeix un cert consens. En una mateixa època o cultura, els judicis solen ser coincidents.

Per als grecs, l'estètica i l'ètica estaven molt relacionades. Allò que causava el bé era bell. La bellesa estava simbolitzada per una figura seductora: la deesa Afrodita, en el seguici de la qual trobarem les tres Gràcies -Bellesa, Castedat i Voluptuositat o Entusiasme-. En canvi, per als romans, la bellesa va deixar de ser una qualitat ideal, gairebé sobrenatural. Va baixar del cel i es va materialitzar; va perdre el seu poder enlluernador i revelador per esdevenir una qualitat capaç d'intervenir en la vida diària, facilitar-la i millorar-la.

Ara, l’exposició Històries de tocador. Cosmètica i bellesa a l’antiguitat ens desvetllarà els principals secrets de bellesa a l’antiguitat, de les tècniques i dels petits gestos quotidians que homes i dones feien servir per millorar la seva imatge personal, per estar bells.

Lloc: MAC Barcelona

Dates: del 20 de desembre de 2012 fins al 17 de juny de 2013

ENLLAÇ MUSEU: http://www.mac.cat/Seus/Barcelona/Exposicions/Histories-de-Tocador


Se había pintado el rostro con el bronceado que usaban los atletas, y rojo. Sus ojos estaban sombreados con kohl.

Mary Renault. La máscara de Apolo. The Mask of Apollo. Ediciones G.P., Esplugues de Llobregat, 1970. 442 págs. (Pàg. 218).