Diez años sin Alfredo Kraus
10 de septiembre de 2009.- José Carreras nos había enseñado que los tenores no mueren de cáncer. Al menos, hasta que Alfredo Kraus clausuró la rivalidad de antaño con la elegancia de una muerte silenciosa, presumible, desprovista del heroísmo que convirtió a Caruso en el tótem reverencial de la ópera contemporánea. ¿Y si Alfredo Kraus no hubiera muerto de cáncer el 10 de septiembre de 1999?
Año 2015. Un taxista desorientado de Viena reconoce a Plácido Domingo y José Carreras en el asiento posterior del vehículo. Hace tiempo que los miembros españoles del triunvirato abandonaron la escena y los campos de fútbol, pero comparten aún la tentación de asistir juntos a los teatros de ópera.
-¿Dónde les llevo?, pregunta el chófer discretamente.
-Al Musikverein, por favor, responde Plácido Domingo, enfundado en el esmoquin de rigor.
-¿Quién canta esta noche?
-¡Alfredo Kraus!, proclaman ambos tenores con la misma simultaneidad de los macroconciertos.
El protagonista nos deslizó sutilmente la broma minutos antes de reaparecer en el mítico escenario vienés que mencionaban sus viejos colegas. Estábamos en una pequeña sala de ensayo, con su pianista, Edelmiro Arnaltes, con el chelista Asier Polo y con Rosa, inseparable compañera del maestro hasta que el funesto diagnóstico de un tumor en la cabeza se ocupó de reventarla el 5 de septiembre de 1997.
Apenas unos meses después de aquella broma imposible, el propio Kraus sacudía las paredes del domicilio familiar con una revelación inverosímil para quienes habíamos asumido el estereotipo del hombre indestructible, el látigo devastador, la conciencia implacable de los heterodoxos. Y sin embargo...
"Muchas veces", confesaba Kraus en el salón de su residencia madrileña, "tengo ganas de pegar puñetazos contra la pared, de levantar la voz y de preguntarme por qué me ha sucedido esto a mí. En un momento pensé que no pintaba nada en esta vida, que lo justo sería que dos personas que se quieren durante años tienen el derecho de morir juntas. ¿Me podía haber pasado algo peor? No, ésta ha sido la mayor tragedia de mi vida, los momentos más duros y trágicos, la situación más terrible que nadie pueda imaginar. Me siento solo, hundido, destrozado, roto, abandonado, triste, vacío. ¿Qué puedo decir después de haber estado tantos meses junto a mi esposa con la esperanza de que iba a recuperarse?".
Las palabras adquirieron una dimensión estremecedora con la noticia de la muerte del maestro. Primero, porque Alfredo Kraus tuvo los redaños de reaparecer en público para asomarse otra vez a los nueve sobreagudos de 'La hija del regimiento'.
Y, en segundo lugar, porque la certeza de una trayectoria profesional repleta de riesgos, de noches históricas y de partidarios estomagantes apenas podía sostenerse sin el báculo discreto, sutil e inapreciable de aquella mujer canariona cuyas manos sacudían las hombreras del esmoquin, o disuadían, quién sabe, el ajetreo a las admiradoras.
"No sé, todo ha ido muy bien", confesaba telefónicamente el propio Kraus 24 horas después del histórico recital madrileño, "pero aquí hay algo que no funciona, que no marcha, algo me falta para sentirme seguro, como antes. Será una cuestión de tiempo, de habituarme al ir y venir de los conciertos. La realidad es que no consigo mantener la tranquilidad y la seguridad de antaño".
Son muchos los allegados al maestro que se negaron a deletrear el nombre de Rosa en el sincero testimonio de Alfredo. Y son muchos más los que aprovecharon el destino malvado del maestro para especular con los pormenores de la muerte o para atribuir a la ausencia de su mujer una especie de energía liberadora, más o menos como si el vínculo sentimental y profesional forjado durante cuatro décadas irrepetibles -la historia de la ópera se ha ocupado de demostrarlo- pudiera descoyuntarse con vacuos rumores de alcoba y cotilleos de premeditada vocación carroñera.
Los médicos, enciclopedia en mano, se negaron a aceptar una relación directa entre la desaparición de Rosa y el desenlace fatal del marido. En efecto, ninguno de los especialistas valoró que los personajes míticos y malditos de Alfredo Kraus se han confabulado para convertirlo en la quintaesencia del amor imposible. Como el Werther de Massenet, inmolado en la búsqueda inútil de Charlotte; como el Romeo de Gounod, postrado exánime ante el cuerpo de Julieta; o como el Edgardo de Donizetti, incapaz de sobrevivir y de sobreponerse al espectro de Lucia di Lammermoor.
Entre unos y otros fantasmas, Alfredo Kraus ya no tiene tiempo para hojear la partitura de 'La hija del regimiento', para recordar el intenso calor de los nueve dos de pecho, para convertir en pedazos el disfraz de los mártires, o para reconciliarse con un libreto feliz, o para cumplir los deberes de un abuelo respetable, de un anciano inverosímil, de un tenor histórico en extinción.
No, no se trata de invocar el nombre de José Carreras como ejemplo del tenor que conjuró los tentáculos de una enfermedad incurable en medio de la expectación internacional, sino más bien de recordar la manera en que Alfredo Kraus representaba el cordón umbilical del belcanto y constituía el patrón obsesivo de la honestidad, de la coherencia y del compromiso.
¿Cuántos cantantes hubieran sobrevivido a una guerra contra las compañías discográficas? ¿Qué otras figuras de la ópera permanecerían en el olimpo si emularan la rebeldía del cantante canario? ¿Quién puede discutirle a Kraus el coraje de haber rechazado los papeles que corrompían su voz pese a la tentación de los talones en blanco? ¿Quién ha osado a desafíar durante 10 años el liderazgo intratable de los tres tenores?
"En España existe una mafia cultural gracias a Carlos Caballé, hermano de Montserrat y manager de Carreras", nos decía Kraus en una de sus confesiones publicables. "Es un grupo con aspecto de secta que se protege a sí mismo e impide el acceso a los demás. Yo no vendo mi imagen, sino mi arte. Y por tanto no vendo mi cara a la televisión haciendo payasadas. Hay tenores más populares que otros, sin duda. Todo en la vida tiene un precio, y se hacen muchas horteradas que se pueden justificar económicamente con un cheque gordo (...) Para mí, sacar la ópera del teatro es desvirtuarla y vulgarizarla. ¿Llevar el fenómeno lírico al estadio? Podíamos aprovechar las dimensiones de una soprano gorda para que no entraran goles en la portería".
La cruzada comenzó en El Cairo hace más o menos 53 años -'Rigoletto'-, pero la verdadera señal de una carrera histórica pudo reconocerse entre las paredes del Teatro San Carlos de Lisboa el 27 de marzo de 1958.
Los melómanos recuerdan la fecha porque el prometedor alumno de Mercedes Llopart, aquel muchacho rubio de ojos azules y apellido austriaco, comparecía en la función inaugural de 'La Traviata' para medirse al talento desbocado de María Callas.
"No quiero más sorpresitas como la de este tenor canario", dijo entonces la soprano al empresario lisboeta para reprocharle la sorpresa de un rival aclamado.
Después sobrevino el debut en el Covent Garden de Londres (1959, 'Lucia'), en la Scala (1960, 'Sonámbula'), en Nueva York (1966, 'Rigoletto') y, sobre todo, cundió la sensación de que Alfredo Kraus irrumpía entre los gigantes de su tiempo -Bjorling, Tucker, Di Stefano, Del Monaco, Corelli, Gedda, Bergonzi, Wunderlich- con los ademanes de un mesías aristocrático, más o menos como si hubiera llegado el momento de proclamar al heredero de Tito Schipa.
Que conste, que nadie olvide la incómoda impertinencia de Alfredo Kraus, que la desaparición del maestro sirva para ahuyentar a los buitres, que los médicos se retracten del diagnóstico oficial. Porque Alfredo Kraus murió de amor, como en las buenas óperas, hace ahora diez años, el 5 de septiembre de 1997.
Quisiera morir, escribía Tosti.