PELÍCULAS QUE NOS IMPACTARON

14/10/2022

GREGORIO MILLÁN SANJUÁN

GREGORIO MILLÁN SANJUÁN. Topógrafo, profesor de autoescuela. Cinéfilo.

LA CABINA (1972)


La película de la que voy a hablar es un mediometraje titulado “La cabina” dirigida por Antonio Mercero y con guión del mismo director y de José Luis Garci. Su estreno fue a finales de 1972 y no tuvo una especial aceptación ni tampoco fue muy comprendida por el público, cosa bastante habitual cuando algo es adelantado a su tiempo.

Yo la vi unos años más tarde, supongo que a finales de los 70, pues en su estreno acababa de cumplir siete y en mi infancia veía las películas más bien por televisión, además de estar clasificada para más edad. Seguro que cuando la pusieron en la primera cadena tenía un rombo (para mayores de 14 años). Comienza con un camión que transporta a nuestra protagonista en su parte trasera y a unos operarios en la delantera (otra cabina también), los cuales la instalan con agilidad en una plaza a primera hora de la mañana, antes de que la gente se disponga a dirigirse a sus trabajos o a sus lugares de estudio. Un padre (José Luis López Vázquez) acompaña a su hijo a la parada del autobús escolar. El niño lleva un balón y este se cuela dentro de la cabina por una patada que le propina, entrando en ella para cogerlo. Se queda unos segundos mirando su interior pues le llama la atención el hecho de ser nueva. El padre le apremia porque puede llegar tarde a la parada del autobús, el cual aparece unos segundos después. El niño corre para montarse y se despide saludando con la mano por la ventana. Todo hasta ahora muy cotidiano.

El director también mete en escena diversos personajes de lo más variopinto, pero que te puedes encontrar cualquier mañana desplazándote hacia el trabajo. Cuando el padre se aleja del lugar vuelve a pasar por delante de la cabina, la cual se muestra sugerente tanto por su novedad, su llamativo color rojo y su invitadora puerta entreabierta. Capta la atención del potencial usuario y este decide estrenarla realizando una llamada telefónica. Entra en su interior, toma el auricular, introduce una moneda, pero el teléfono no funciona. Mientras el hombre realiza las pertinentes operaciones para comprobar qué ocurre, como colgar y descolgar de nuevo el auricular, comprobar si la moneda ha salido por la boca de devolución y demás, resulta que la puerta se cierra sola sin que este lo note. Cuando se decide a salir de la cabina, dada su inutilidad, la puerta está bloqueada y se lo impide. En esta escena capto una especie de metáfora con la manera de cazar insectos de la planta carnívora “venus atrapamoscas”. Esta llama la atención de sus presas con un dulce néctar contenido en el interior de sus hojas. Una vez que el insecto se encuentra dentro en busca de la apreciada ambrosía, la hoja en forma de pinzas se cierra de manera traicionera y se transforma en una trampa mortal de la que no se puede escapar. El señor del interior de la cabina realiza repetidos intentos de abrir la puerta sin conseguirlo, lo cual empieza a llamar la atención de los transeúntes. Primero de unos niños que con su innata crueldad, comienzan a mofarse de él por lo ridículo de su encierro y de su exposición pública.

Todos hemos sentido el ridículo en alguna situación de nuestras vidas y le tenemos auténtica aversión a padecerlo, lo mismo que cierta tendencia al pitorreo cuando es otro el que lo protagoniza. Cuando nos caemos, por ejemplo, la primera reacción que tenemos no es evaluar la posible lesión que se nos ha producido, sino que miramos alrededor para comprobar si hay alguien observándonos. El primer dolor no se produce en el cuerpo, se produce en la dignidad, quizá fruto del instinto de supervivencia que nos avisa de lo vulnerables que somos en ese momento. La escena del señor encerrado en la cabina comienza a atraer a más y más personas por lo inusual y grotesco de la situación. La dignidad del protagonista comienza a resquebrajarse, pasando de manera paulatina a ser visto como una atracción de feria. Con las primeras personas que intentan abrir la puerta para ayudarle a salir, se empieza a dar un fenómeno muy típico de nuestro país, que es aquel en el que uno trabaja y diez miran. También el director pone de manifiesto los diferentes roles que se dan en cualquier grupo o congregación de personas, las cuales adoptan determinadas funciones que se repiten con independencia de la ubicación espacial o temporal. Los profesores pueden dar buena fe de ello con los roles que se repiten en cada una de las clases, desempeñados por diferentes alumnos a lo largo del tiempo. Los intentos de sacar al hombre encerrado se van intensificando al mismo ritmo que crece el número de espectadores. Un señor fuertote tira del mango de la puerta hasta arrancarlo de cuajo y caer al suelo de manera aparatosa, lo cual despierta las risas de los asistentes. Luego lo sigue intentando embistiendo los cristales cual toro de lidia, sin conseguirlo, desatando igualmente más risas del “respetable”. El dolor del hombro y la desmoralización por su fracaso le hacen desistir. Luego lo intenta el “manitas” aplicando ese mantra de “más vale maña que fuerza” usando un destornillador, pero parece que el mecanismo de bloqueo de la puerta está diseñado a prueba de dichos elementos. El director también se regodea mostrando la “fauna” que campa entre los asistentes al fortuito evento.

Me llama la atención un espejo que sostienen unos operarios de mudanzas, en el que el protagonista se ve reflejado, aumentando su sensación de ridículo y de vulnerabilidad, la cual intenta paliar atusándose el pelo y ajustándose la corbata. En ese momento y dado el alboroto desatado, aparecen dos agentes de la policía, que con su habitual pragmatismo autoritario, llegan poniendo orden entre los asistentes y tratando con “condescendencia” al afectado. Al final, cuando se dan cuenta de lo imposible de la tarea de liberar a la persona encerrada, avisan a los bomberos. Estos se presentan hablando también con un tono de descreimiento sobre lo acontecido, tantean la situación y deciden romper el cristal del techo con una gran maza metálica. Justo cuando el bombero se dispone a golpear, ya con la maza elevada, suena repetidamente un claxon, que no es otro que el del camión con los operarios que la instalaron. Esto detiene la acción de los bomberos y evita la ruptura del cristal.

Los operarios de telefonía se bajan del camión y, sin mediar palabra alguna, desmontan la cabina y se la llevan con el inquilino accidental incluido. Todo el mundo cree que es la mejor solución, pues lo van a liberar los profesionales adecuados sin producirle daños ni al afectado ni a propiedad privada de la compañía de telecomunicaciones, lo cual da lugar a aplausos, gestos de solidaridad y de alivio, previendo un desenlace feliz para el implicado. Si hasta ahora se había dado una situación surrealista, durante el desplazamiento es aún peor, pues la figura de un hombre desplazándose dentro de una cabina telefónica montada en la plataforma de un camión y a la vista de todos, resultaba mucho más ridículo por exhibicionista para el siempre deshumanizado tráfico de cualquier gran ciudad. Los conductores y pasajeros se ríen casi con escarnio.

La situación no parece mejorar dada la falta de información de adonde se dirigen y de cuando lo van a liberar. Ante esto, en un intento de dar sentido a todo lo que acontece, el señor atrapado busca el bálsamo de la complicidad y el director introduce dos escenas donde esta aparece. En la primera se da cuenta de otro usuario que termina su llamada e intenta salir de su cabina, la puerta de esta ofrece dificultades y esto hace que nuestro protagonista fije su atención, pero al final consigue abrirla y salir, lo cual le produce un sentimiento de culpa y frustración, propia del que siente que la suerte no le acompaña, cuando a otros sí lo hace.

En la segunda hay mucha más complicidad, pues en un semáforo se le empareja otro camión idéntico con otra persona (Agustín González) en su misma situación. Los dos se quedan atónitos y estupefactos, intentan comunicarse por gestos pero no pueden y los camiones reemprenden su marcha. Este hecho desespera a nuestro protagonista, que empieza a ver gato encerrado, nunca mejor dicho, sintiéndose como un animal que lo llevan al matadero. Pide ayuda desesperadamente a todo a aquel que ve por la calle, pero solo obtiene sonrisas y saludos con la mano. La deriva va trasladando el argumento de la parodia a la incertidumbre. Se atisban los nubarrones que se avecinan previos a la tormenta.

La verdad es que Antonio Mercero aprovecha cada detención del camión para introducir elementos metafóricos, como el de unos dolientes llorando a un difunto también metido en una urna de cristal o la de unos payasos/saltimbanquis que asisten atónitos a la visión del hombre encerrado, siendo él quien da lugar al espectáculo en ese preciso instante, relegándoles a ellos a ejercer de público, un público mucho más solidario y empático con el que está en el escenario, pues saben lo que eso supone por estar haciéndolo todos los días. Uno de los payasos tiene una de esas miniaturas de barco metida en una botella de cristal, representando una vez más la falta de libertad. En un paso a nivel se detienen y pasa un tren a toda velocidad, la misma con la que la mala fortuna o la mala voluntad de otros puede cambiar tu vida en un santiamén. Cuando reanuda la marcha cruzando las vías, un niño con un balón intenta seguir al camión hasta que no puede y lo saluda mientras se aleja. Esto le recuerda a su hijo, que llegó a entrar en la misma cabina para coger el suyo.

El protagonista se aferra a una foto de familia para buscar fuerzas. Durante el trayecto se puede apreciar como el camión pasa del casco urbano al extrarradio para alejarse finalmente de la ciudad. Aparece un helicóptero que lo escolta hasta una infraestructura blindada con mucho hormigón y oscuras galerías. En ellas se puede ver como operarios preparan y transportan nuevas cabinas para ser instaladas en la ciudad. La incertidumbre y la angustia se acrecientan, también la sensación de claustrofobia producida por las galerías subterráneas, la cual se añade a la del propio encerramiento en la cabina. La banda sonora de Karl Orff contribuye asimismo de manera notoria. Una grúa y una plataforma lo llevan a un almacén donde el desenlace colapsa de manera impactante en lo más terrorífico, pues puede ver otras muchas cabinas conteniendo los cadáveres momificados de personas que estuvieron en su misma situación. Para colmo asiste otra visión pavorosa. El otro señor también encerrado en una cabina que vio en el semáforo, se acababa de ahorcar con el cable del teléfono. Todo esto le hace sucumbir, terminando la escena con la imagen de un cuerpo y un alma que se derrumban, con una mano que cae lentamente cual nave que naufraga. Terrorífico.

La película termina con una inquietante imagen de la cabina instalada de nuevo en otro lugar, con su puerta abierta en busca de otra presa, al igual que la “venus atrapamoscas”. ¿Qué se puede sacar en claro de la película? Es difícil saber a ciencia cierta lo que Antonio Mercero quiso transmitir, más aún cuando el rodaje se había realizado en tiempos de dictadura. Aunque fuera ya la etapa del tardofranquismo, seguía existiendo la censura y la represión ante cualquier signo de apertura o de rompimiento con el régimen. Sí que puede ser una crítica al franquismo y a todo lo que significaba a través de las metáforas que aparecen en la película. Empezando por el silenciamiento del protagonista, que no articula palabra alguna mientras se encuentra encerrado, pues nadie puede oírle. La impunidad con que operan los trabajadores y la propia organización que lleva las cabinas a la ciudad para apresar y dar muerte a determinados ciudadanos.

A mí personalmente me resulta una crítica mordaz de algunos sectores de nuestra sociedad a través de la parodia y de la tragedia. Una sociedad que produce la desgracia que marca a algunas personas de por vida, justificándolo por medio de la creación de un espectáculo frívolo y macabro dirigido al resto de sus integrantes. Un espectáculo del mal ajeno diseñado a medida para que personas de vidas aburridas y vacías lo puedan observar sin que les afecte desde la seguridad de su balcón. Esta película tiene lo mismo de trágico que de obra maestra y está abierta a tantas interpretaciones como personas la hayan visto.


Gregorio Millán Sanjuán.

10/11/2021

ADRIÁN PERALES FERNÁNDEZ

ADRIÁN PERALES FERNÁNDEZ. Profesor de Secundaria.

Wall-E (2008)


Pixar es un estudio de animación que entró con mucha fuerza en el corazón de los espectadores con su primera película, ‘Toy Story’ (1996). Fue una de las primeras en usar la animación en tres dimensiones en un momento en que la animación tradicional veía una época dorada de la mano del estudio Disney, que años después adquiriría al de la lamparita.

Desde entonces los animadores de Pixar no hicieron otra cosa que reafirmar su genialidad, especialmente con las películas que estrenaron en la década comprendida entre los años 2000 y 2010.

Monstruos, S.A.’ nos demostró que la risa es mucho más poderosa que el miedo; ‘Buscando a Nemo’ se puede considerar como otra reimaginación de la Odisea homérica; ‘Los Increíbles’ nos mostró que la familia es el mejor superpoder; ‘Cars’ (interior en muchos aspectos) nos enseñó el placer de disfrutar de las cosas sencillas; y ‘Ratatouille’, que debemos aferrarnos a nuestra vocación. Por supuesto, todo esto son solo unas pinceladas rápidas que no hacen justicia a todo lo que estas joyas animadas tiene que ofrecer.

Y entonces llegó Wall-E, la novena película del estudio. Y en una época en la que abundaban las escenas frenéticas de planos cortos y acción desenfrenada, los animadores de Pixar tienen la feliz idea de comenzar su nueva película con media hora sin diálogo. Lo repito. Media hora muda muda en una película de animación.

Una media hora totalmente necesaria para presentarnos el mundo de ‘Wall-E’, un planeta Tierra atestado de toneladas de basura que los seres humanos se encargaron de generar antes de abandonarlo. El planeta queda a cargo de unos robots limpiadores entre los que se incluye el protagonista.

Un día, Wall-E encuentra una planta. Y otro día, otro robot llamado EVA llega a la Tierra y reconoce ese pequeño resquicio de vida como una esperanza.

Esa primera media hora sin diálogos nos plantea ya los grandes temas de la cinta, que podemos resumir con la palabra «ecologismo». Pero, al igual que las cintas anteriores, ‘Wall-E’ tiene mucho más que ofrecer.

Las modas estéticas, el contacto humano, la naturaleza de las personas y de las máquinas o las intenciones de las grandes empresas son algunos de los grandes temas que la película trata. Y lo hace como corresponde a una buena película de animación orientada al público infantil: dejando un mensaje global muy claro pero sin menospreciar al público capaz de captar todo lo demás.

Incluso se permite el lujo de homenajear el siglo XX en general y el cine en particular, elementos que, ante los inocentes ojos de Wall-E, adquieren un color mucho más alegre de lo que cualquiera pudiera pensar.

A Pixar aún le quedaba por ofrecernos ‘UP’ y ‘Toy Story 3’ antes de que acabara la década, dos películas también excepcionales, especialmente la segunda. Sin embargo, el mensaje de ‘Wall-E’ nos queda tan cerca como especie, y el destino que nos plantea es tan real, que siempre debería tener un lugar en nuestro corazoncito como espectadores.


Adrián Perales Fernández. Profesor de Lengua Castellana y Literatura.


24/01/21

ALFONSO VARGAS MACÍAS


Alfonso Vargas Macías. Profesor de Secundaria.

La gran belleza


"La gran belleza" (La grande bellezza) es una película italiana de 2013 coescrita y dirigida por Paolo Sorrentino. Recibió grandes elogios de la crítica y ganó diversos galardones en 2014, como el premio Oscar a la mejor película extranjera, Globo de Oro, Mejor película extranjera de la Academia Británica de las Artes Cinematográficas y de la Televisión y nueve premios David de Donatello (Academia de cine Italiano), entre otros.

La película gira en torno a la vida de Jep Gambardella (interpretado por Toni Servillo) un sexagenario escritor que alcanzó un grandísimo éxito con su primera y única novela y desde entonces vive de su rédito entre fiestas y reuniones de la alta sociedad romana.

Es difícil concretar el tema central de la película: el amor o la soledad, la vida o la muerte, las prisas o la lentitud, los excesos de la Iglesia Católica en la sociedad o la trascendencia de la verdadera fe, la vida nocturna o el amanecer por el Tíber, la belleza o la gran belleza. Si algo derrocha a mares la película es Belleza. Bien podría haber ganado el Óscar a la mejor fotografía. No es difícil tratándose de Roma, la Ciudad Eterna, pero sí cuando rescata rincones recónditos y alejados del recorrido turístico, esos omnipresentes turistas de Roma, que según el protagonista son “los mejores habitantes” de la ciudad (In realtà, i romani mi sembrano insopportabili. I migliori abitanti di Roma sono i turisti).

Paolo Sorrentino, proyecta en ella su mundo de contradicciones, enfrentando todos los arquetipos del espectro humanos. Desde el exceso de las fiestas al más estilo Berlusconi, hasta la simpleza de un largo paseo, de la música más ruidosa y comercial, al silencio prolongado. Estos contrastes son continuos en la película y, a pesar de sus 2 horas y 22 minutos, el tiempo es una metáfora que se desliza lentamente entre la mirada y las reflexiones de su protagonista.

Pero La gran belleza no es sólo una película, es también un viaje por los rincones más hermosos de la ciudad romana, amenizado por una banda sonora que cumple con todos los arquetipos definitorios del cine de Sorrentino. Nuevamente un mundo de contradicciones que va desde canciones pachangueras y estridentes como Mueve la colita, conocidos hits discotequeros, sinfonías para orquesta de Henryk Górecki, la minimalista de Arvo Pärt e incluso la música sacra. Y como no, sin que falte la omnipresente y también eterna Raffaela Carrà.

Por ello, pienso que La gran Belleza es también un regalo. Un regalo lleno de sensibilidad para la vista, al oído y sobre todo para el corazón.


22/01/20

ESTRELLA MILLÁN SANJUÁN


Estrella Millán Sanjuán. Profesora de Secundaria.

“THE SHINING”. (EL RESPLANDOR). (1980). Stanley Kubrick.

“EL ESPÍRITU DE LA COLMENA”. (1973). Víctor Erice.

Me llamo Estrella y nací en un pueblo llamado Úbeda, en la provincia de Jaén. Una ciudad bellísima y cultural, renacentista en su arquitectura. Viví allí hasta los 15, ya que mi madre pidió traslado a Granada, ciudad en la que pasé 10 años, en los que disfruté durante la época de Bachillerato y Universidad de todas películas que pude de todo tipo, ya que en los 80 y 90 todavía había muchos cines en la capital. Poco a poco asistimos al cierre de algunos históricos como el Aliatar, que ahora es una discoteca y un pequeño centro comercial. Sin embargo, el Madrigal, del que guardo muy gratos recuerdos, sobrevive sorprendentemente a pesar de las multisalas de los centros comerciales. Cuando nos mudamos a Granada, la primera película que vi en este cine fue “La mitad del cielo” (1986) de Manuel Gutiérrez Aragón, con una Ángela Molina guapa a rabiar. Y posteriormente, en 1990, en ese mismo, recuerdo ver “Ghost” en el que Patrick Swayze nos encandiló a las adolescentes.

Tengo muchos recuerdos sobre películas desde que era muy pequeña, vagos la mayoría, muchos de ellos de la televisión de los 70. Pero quiero destacar los que me sobrecogieron más en el cine, que es el medio que tenemos que reivindicar. Mi madre ha amado y ama el cine y, desde pequeños, hizo que la acompañáramos muchas veces.

Antiguamente no se ponía especial cuidado en la conveniencia o no de la clasificación por edades, o eso percibía yo. El señor que nos recogía las entradas hacía caso omiso cuando entramos a ver El resplandor en el Teatro Ideal Cinema de Úbeda. Recuerdo que mi madre nos decía: “poneos de puntillas para parecer más altas”, qué risa, y yo calculo que tendría 9 o 10 años cuando la vi, ya que los estrenos llegaban muy tarde a los pueblos. Me enfrenté a mi primera película de miedo de verdad en el cine, quizá ya habría visto por esa época alguna de Frankenstein en la tele, pero, si me atemorizaba, seguro que me iba a mi habitación. Con El resplandor no había “escapatoria” posible.

Desde la butaca que apenas llenaba con mi pequeño cuerpo, me quedé perpleja y muda ante lo que veían mis ojos, la forma de narrar del genio Kubrick captó la atención de todos nosotros y de mi hermana Pilar a la que buscaba con la mirada de vez en cuando para encontrar un alivio momentáneo. Lo que parecían unas vacaciones en un hotel idílico, se convirtió en una pesadilla para la familia de ese escritor en horas bajas interpretado por Jack Nicholson de manera histriónica y perturbadora. La maestría con que nos condujo este director hacia el abismo que sufre el protagonista es perfecta. Rememoro perfectamente empatizar con ese niño que recorre los pasillos con el triciclo de forma compulsiva, anunciando en cada secuencia el “laberinto” infernal en el que se van a ver inmersos él y su madre por los extraños acontecimientos que ocurren en ese hotel y el progresivo estado de locura en el que va sumiéndose el padre.

Kubrick tuvo el acierto de narrar una historia de verdadero miedo y horror sin utilizar oscuridades, falsos trucos, ni tonterías varias. Durante un tiempo, se me repitió la imagen de la habitación con la cascada de sangre y, sobretodo, la secuencia con el repetitivo hasta la saciedad ¡Redrum, redrum, redrum!, que no entendí el porqué de esa palabra a pesar de que en subtítulos ponía (asesinato). Después me lo explicaron.

Y qué decir de las gemelitas, forman parte del imaginario colectivo de nuestra generación. Y de la moqueta con esos dibujos geométricos setenteros en los que el niño se sienta a jugar en perfecta conjunción con ellos. Pero no tuve ningún trauma a pesar de mis 10 años, la recuerdo incluso con agrado o se me ha olvidado si tuve que cerrar mis ojos en más de una ocasión. Sí evoco con más angustia cuando el niño se adentra en el laberinto al final, porque nos tocaba más de tú a tú por la edad.

Este director tiene la especialidad de que ninguna de sus películas se parece a la anterior, es increíble cómo hace un recorrido tan dispar con el denominador común de su perfeccionismo hasta la extenuación, una música enigmática y preciosa, buena dirección de actores, encuadres perfectos e historias interesantes.

Otra de las películas que rememoro con más cariño y me evoca más recuerdos es “El espíritu de la colmena” de Erice. Me viene a la mente perfectamente, como si fuera ayer y ya ha “llovido” bastante, que mi madre me dijo: “Estrella, vamos a ver una película muy buena en la que sale una niña que se parece muchísimo a ti”. No sé si fue por la intriga de ver si eso era realmente verdadero o simplemente porque me encantaba ir al cine, pero allí que me encontré cara a cara con una Ana Torrent pequeñita, con unos ojos que traspasaban la pantalla y que transmitía una tristeza sutil en su forma de actuar. Más tarde la vería en “Cría cuervos” de Saura todavía siendo ella una niña, hasta convertirse en nuestra Ángela en “Tesis” de Amenábar.

Esta película de Víctor Erice tuvo que estrenarse bastante más tarde en Úbeda, si no yo no la recordaría, ya que es de 1973. Tengo flashes de las niñas jugando, andando por una vía del tren, pero de lo que más me acuerdo es de la impresión que se llevó la pequeña con la película Frankenstein, yo creo que por ser prácticamente simultáneo el sentimiento. Evidentemente, si yo tenía unos 6 años cuando la vi, no entendí apenas nada, ni en qué época estaba ambientada, ni su poso de postguerra civil, ni las historias que de ella se derivaron.

Pero sí volví a ponerme en el lugar de la niña Ana (se llamaron igual), como me ocurrió con Danny de "El resplandor" y mirar la vida con sus mismos ojos de inocencia e incomprensión hacia el mundo de los mayores.

Agradezco a mi madre que nos inculcó el amor por el cine a todos los hermanos y a esos cines-teatros de los 70-80, incómodos y fríos algunas veces, pero rebosantes de cultura que han hecho que mi generación necesite alimentarse de buenas obras de arte cinematográficas.

23/01/20

GABRIEL URBINA SÁNCHEZ

PELÍCULAS QUE NOS IMPACTARON


Gabriel Urbina Sánchez. Profesor de Secundaria.

CINEMA PARADISO. (1989). Giuseppe Tornatore.

ARRIVAL. (LA LLEGADA). (2016). Denis Villeneuve.

Siempre pienso que a lo largo de la vida uno visita el paraíso varias veces, en diferentes momentos y lugares. Uno de los primeros viajes al paraíso que yo pude hacer con solo diez años fue ir al estreno de Cinema Paradiso, en el cine de mi barrio. El Cine Almirante, sobre el que está construido el actual Centro de Congresos de la Real Isla de León, en San Fernando, fue ese lugar donde se materializaron algunos de mis primeros sueños y donde nacieron otros tantos.

Si algo he aprendido con el tiempo, es que en esos primeros paraísos que uno recorre de pequeño ya podemos ver con claridad qué colores dominan nuestro mundo, qué constelaciones brillan más en nuestro universo personal y único, anticipando ese camino del que nunca deberíamos distanciarnos. Con Cinema Paradiso yo ya intuí lo que me hacía feliz, lo que me haría feliz siempre, hasta el final, y trato de no olvidarlo para no alejarme demasiado del cine, de la música, del arte y, sobre todo, de esas historias que se escriben, como la película de Tornatore, para contar una verdad con más fuerza de lo que podría hacerlo la propia realidad.

Siempre conservaré la imagen cristalina de ese primer abrazo de música y luz que recibí sin esperarlo en aquella sala oscura. Esta pequeña joya, esta especie de fado audiovisual me ha regalado tanto a lo largo de la vida que me he ido creciendo a su lado. Con Cinema Paradiso comprendí que la belleza no estaba reñida con la tristeza y que a menudo hay que alejarse del lugar que te vio crecer para aceptarlo y conocerlo, para valorar sus matices. Comprendí también que dentro de una historia caben otras muchas, y escuché por primera vez el relato del soldado y la princesa, ese cuento que Alfredo contó a Salvatore para que entendiera que no todos los sentimientos son correspondidos ni merecen tanto sacrificio, y que el amor no siempre es más fuerte que las circunstancias. Y así, pude ver al soldado en los ojos de Salvatore, aguardando cada noche el frío y la lluvia bajo la ventana de Elena, antes de que ese primer beso se grabara más tarde con la tinta amarga de la distancia y el silencio.

Luego llegarían otras referencias, mi pasión por la literatura, otras películas y otras historias. Iba creciendo y empecé a añadir colores a aquellos recuerdos que Cinema Paradiso dejó en mi memoria. A veces necesitaba verla otra vez, revivirla. Me interesé por el compositor de aquella música extraordinaria, Ennio Morricone. Hay gente que no puede imaginar el cine sin un director, sin un actor, sin una película… Yo, desde que viera Cinema Paradiso, no puedo imaginarlo sin la música de Ennio Morricone, capaz de disipar con una sola nota la distancia entre mi asiento y la pantalla. En todos estos años no he dejado de volar con esa música que traspasa imágenes y recuerdos para encontrarme con ese niño que quedó, en algún rincón de aquella sala, enredado entre sus notas.

Y gracias a Morricone conocí también a Dulce Pontes, quien, colaborando con el genio italiano, cantó en portugués la definición más hermosa y exacta que se ha escrito nunca, obra de João Mendonça y J. Medeiros, de lo que es para mí esta película y el cine:

Era uma vez / Érase una vez

Um rasgo de magia / Un jirón de magia

Dança de sombra e de luz / Baile de sombra y de luz

De sonho e fantasia / De sueño y fantasía

Num ritual que me seduz / En un ritual que me seduce

En mayo del año pasado pude al fin cumplir mi sueño de verlos juntos en directo, en la última gira de Ennio Morricone, en el Bizkaia Arena de Bilbao. Sentí que ese cuento que nació de pequeño aún me guardaba algunas de sus páginas más bonitas. Y es que Cinema Paradiso ha sido como esos relatos que comienzan con “Érase una vez” pero no llegan nunca al final, porque su historia se mezcla con la tuya y ahora late a tu ritmo, respirando contigo. A menudo me repito que nunca es tarde para visitar por un rato el paraíso y contemplar ese baile mágico de sueño y luz donde ahora se dan la mano, sonriendo, el niño y el adulto que siguen disfrutando de cada fotograma, de cada escena, dentro de mí.

La llegada

Escribía Celaya que la poesía es un arma cargada de futuro. Y esa concepción de la comunicación como arma imprescindible, universal, es la que utilizará Denis Villeneuve para levantar este monumento al diálogo y a la evolución individual y colectiva. La llegada es la adaptación cinematográfica de la novela A Story of Your Life, de Ted Chiang, pero es mucho más que una mera adaptación y poco a poco se va cubriendo con esa pátina atemporal que tienen las películas de culto.

El nombre del director canadiense era una estrella más en ese universo inabarcable del cine que me gusta. Había visto algunas películas suyas que me habían llamado la atención, pero fue con Incendies cuando su filmografía empezó a brillar en mi interior como una constelación nueva, imprescindible, que necesitaba explorar con más atención. Por eso, cuando anunciaron La llegada como uno de los próximos estrenos en el cine, allá por 2016, sabía que ni el tráiler de presentación ni la sinopsis podrían reflejar con fidelidad la mirada de un director y guionista que, por encima de todo, no trata al espectador como un niño al que entretener con simples fuegos artificiales.

La capa más superficial del argumento podría parecer, en principio, poco original: doce naves alienígenas se han instalado en puntos estratégicos de la Tierra y el gobierno de los Estados Unidos decide tratar de averiguar cuál es la intención de los visitantes. Sin embargo, Villeneuve va a centrar la trama en un proceso fascinante y, al mismo tiempo, cercano a nuestro mundo cotidiano: el aprendizaje de un idioma. Soy un apasionado del lenguaje y del poder de las palabras, por eso aplaudí desde el comienzo que el director canadiense hubiera decidido que la película girara en torno a la lingüista Louise Banks, que hará lo posible para comunicarse con esos seres que acaban de llegar a nuestro planeta. El aprendizaje de un idioma que desafía la concepción lineal del lenguaje y el tiempo será un reto personal y profesional para Louise, quien, junto al científico Ian Donnely, tratará de descifrar un mensaje que va a cambiar sus vidas y las de todos los seres humanos.

Si aprender un idioma modifica la estructura cerebral, ¿qué ocurriría al aprender un idioma que rompe nuestra noción del tiempo? Así, salpicando la pantalla de poesía y filosofía, de psicolingüística, Villeneuve lleva a su terreno la que podría haber sido una película más sobre alienígenas para convertirla en una pieza única sobre el sentido de la vida y sobre la necesidad de comunicarnos para superar nuestros miedos y prejuicios. Y en ese proceso de comunicación y aprendizaje, durísimo, complejo, será donde el tiempo se diluya, se transforme, obligando al espectador a regresar al principio y rebobinar mentalmente para visualizar muchas de las escenas y darles una nueva lectura, otro sentido. Porque La llegada fue compuesta para romper nuestros esquemas, con flashbacks que son fragmentos de un futuro recordado y con un final que se convierte en el comienzo de una evolución: la del propio espectador, que llegará a los créditos planteándose los límites de su propia realidad.

Villeneuve nos crea la ilusión de haber visto dos películas diferentes, como ya hiciera con Incendies: la que vemos en tiempo real y otra muy diferente que solo podemos ver cuando todas las piezas del rompecabezas están colocadas. Siempre he sentido una curiosidad infinita por esa conexión inquebrantable entre el pensamiento y el lenguaje. Con esta película, mi curiosidad se alimenta en cada escena, en cada nuevo descubrimiento de ese lenguaje extraño y portentoso que reflejaba una forma de vivir y de interpretar el mundo tan diferente. Para mí, esta candidata a convertirse en clásico de la ciencia ficción es, ante todo, el recuerdo de que el cine sigue siendo ese lugar mágico donde no todo es lo que parece y donde caben todos los sueños.


31/01/20

PILAR SANJUÁN NÁJERA

PELÍCULAS QUE NOS IMPACTARON

Pilar Sanjuán Nájera. Maestra jubilada.

Me llamo Pilar Sanjuán Nájera y tengo 90 años. Fui maestra durante más de 40.

Mi pasión por el cine nació de una forma extraña, cuando tenía diez, a principios de 1940. Yo vivía en mi pueblo riojano de unos 200 habitantes y allí no sabíamos ni que existiera el cine. Pero un día, marcado a fuego (nunca mejor dicho), mi hermana mayor de 14 años, me llevó a Logroño, la capital, para ver una película. Aquello me pareció un sueño. Era una policíaca con tiros, muertos, persecuciones, intriga y todo lo que suelen tener esa clase de películas. Aún recuerdo el título por el impacto que me hizo: “Charlie Chan en Egipto”. El intérprete principal era un detective chino que por lo visto estaba de moda en esa época.

Yo creía que todo lo que salía en pantalla era real y, cada vez que disparaban, me escondía tras la butaca delantera (como hicieron cuarenta años después aquellos valientes diputados el 23 -F de 1981, …) Me pasé la película temblando de miedo y no entendía cómo mi hermana me había puesto en peligro soportando aquellas “balaceras”.

Fue tal la repercusión que hizo en mi mente, virgen de aquellas emociones, que desde entonces no paré de pensar en él. Justo por entonces, acontecimientos de tipo político que repercutieron a la familia dieron un vuelco a nuestra vida: a mis padres, ambos maestros de la República, se les represalió y los desterraron a Úbeda. El régimen franquista, después de tener preso a mi padre, que salvó la vida de milagro, considerando gravísimo que el matrimonio fueran maestros republicanos, aplicó su “justicia”: se les retiró de la escuela, el sueldo y los envió de destierro. Así que, en pleno invierno, mis padres y sus seis hijos, dimos en aquel pueblo de Jaén. Lo pasamos muy mal, sobrevivíamos con la paga de clases particulares de mi padre, mi madre con depresión, con un frío metido en los huesos y el estómago vacío.

Entonces, se acabó el cine para nosotros. ¿Cómo íbamos a ir si no podíamos ni comer? De todas formas, no yendo, nos ahorrábamos momentos poco agradables: nos contaban las amigas que, al terminar el film, todo el mundo, de pie, con el brazo en alto, tenía que cantar los himnos franquistas y corear las consignas obligatorias. ¡Vaya humillación! Cuando nosotros empezamos a ir, unos cuatro o cinco años después, ya, afortunadamente, se habían enfriado un poco los ardores del Régimen y no se hacía eso.

Aunque, como dije antes, estuve varios años sin aparecer por un cine, el venenillo que el sr. Charlie Chan me había “inoculado” no se me olvidaba. Tuve que conformarme con mirar y remirar lo que llamábamos “ARGUMENTOS”, unos folletos que repartían por la calle cuando se estrenaban las películas. Yo las coleccionaba y me pasaba muchos ratos observando las caras y nombres de actores y actrices, españoles y extranjeros.

Era la época de la propaganda descarada del Régimen, con películas casi siempre de José Luis Sáenz de Heredia: “Raza”, “Franco, ese hombre”, “Alba de América”, etc…y también de las películas folclóricas, procurando entontecer a la gente para que no pensara (pensar es peligroso para el Estado) y creyeran vivir en el mejor de los mundos. Conocíamos al dedillo a Miguel Ligero y Estrellita Castro, Imperio Argentina y las películas de entonces: “El negro que tenía el alma blanca” (cantaba un tal Angelillo), “María de la O”, “Morena Clara”, “Mariquilla Terremoto”,… Luego apareció como un torbellino Lola Flores (que por lo visto era muy del agrado del Caudillo), con sus canciones arrebatadoras y su traje de faralaes, que nadie movía como ella.

Hubo por entonces hasta ciertos “escarceos” entre el cine franquista y el nazi. A Imperio Argentina le ofrecieron la UFA para rodar y estuvo en Alemania con su elenco.

Poco después, aparecieron películas donde la historia de España la veíamos manipulada por los historiadores y directores del Régimen: la ya citada “Alba de América”, ”Juana la Loca”, “Agustina de Aragón”, etc… Estas dos últimas nos hacían llorar (¡qué ingenuas e ignorantes éramos!). En ellas, Aurora Bautista, aconsejada por el director, se desmelenaba hasta extremos ridículos (entonces no nos dábamos cuenta). Cuando hace pocos años la he visto en una magnífica película de Miguel Picazo, “La tía Tula”, era otra: comedida en sus gestos, sin aspavientos innecesarios, resultaba una buena actriz. Lo que hace un buen director, si hay talento. Por cierto, que la adaptación al cine de la obra de Unamuno fue magnífica.

A los 14 años, empecé a ver cine en la terraza de una amiga desde la cual se veía la pantalla de un cine de verano, ¡qué placer! Ver películas de todas las clases y gratis. (Dejé de coleccionar argumentos). Acostumbrada al régimen de vida espartano que forzosamente habíamos llevado en casa y con gran austeridad en todo, ver películas con tanta frecuencia, me parecía un derroche, aun siendo gratis.

Nos volvíamos locas con las del “Oeste”, que ya empezaron a venir. Aquellos cowboys con sombreros tejanos, caballos galopantes, pistolas bien manejadas, guapos, ganándoles la partida a forajidos desalmados, nos hacían soñar. Nuestras mentes ingenuas, llenas de fantasía, tenían con aquellas películas una válvula de escape. Bien pronto, Miguel Ligero empezó a parecernos un zafio pueblerino sin la menor gracia.

Pasaba el tiempo. La vida iba mejorando y empecé a ir al cine con regularidad. Comenzaron a interesarme los directores (antes me pasaban desapercibidos) y a leer buenas críticas en los periódicos. Me sonaban ya Saura, John Ford, Fellini, Charlot, Pasolini, Lubitsch, Hitchcock,… De este último, la primera que vi fue “Sabotaje” y, me gustó tanto, que me preocupé de ver otras como “La sombra de una duda”, que era sobrecogedora, “La soga”, extraordinaria, “Extraños en un tren”, de gran intriga. De Charles Chaplin me entusiasmó “Tiempos modernos”, de Saura “La caza”, que no tiene nada que envidiar a las mencionadas; es una película insuperable y, cada vez que la veo, me gusta más. ¡Qué actores tan extraordinarios y tan bien dirigidos!

Quiero hablar de las adaptaciones al cine de obras literarias; siempre se han hecho en España, creo yo, mejor que en otros países. De las más antiguas que recuerdo, hay dos, ambas basadas en novelas de Pedro Antonio de Alarcón. “El clavo” y “El escándalo” y me parecieron muy dignas. Más recientemente, se hicieron “El bosque animado” de una obra de Wenceslao Fernández Flórez, “La colmena” de Cela, “Los santos inocentes” de la magnífica obra de Miguel Delibes, que es una terrible crítica a las tremendas injusticias que se cometían con los campesinos (en este caso extremeños), por parte de desalmados terratenientes de la alta sociedad. La película está tan bien adaptada, que no desmerece de la novela. ¿Y qué decir de los intérpretes? Tanto Alfredo Landa, como Paco Rabal o Terele Pávez, rozan la perfección. Mario Camús dirigió una película sencillamente extraordinaria.

Me gustaría citar algunas de las películas que me han entusiasmado a lo largo de estos años. Son muchas, pero solo citaré unas cuantas. “La noche del cazador”, donde aun actuaba una actriz, ya muy mayor, de los tiempos gloriosos de Hollywood: Lillian Gish. “El manantial de la doncella”, “La reina de África”, “Te doy mis ojos”, “También la lluvia”, “Furtivos”, “El apartamento”, “El cartero de Neruda”, “La cinta blanca”, “El espíritu de la colmena”, “Las uvas de la ira” (magnífica adaptación de una obra de Steinbeck) y “El quinteto de la muerte” (humor inglés).

No quisiera terminar sin decir que el cine español cuenta ahora con magníficos directores, directoras, actrices y actores. Nada tiene que envidiar al cine de otros países. Se hacen buenas películas sorteando las dificultades “monetarias” a base de ingenio y talento. Enhorabuena.

Pilar Sanjuán Nájera.

3/02/20

DAVID MORILLA MOTA

PELÍCULAS QUE NOS IMPACTARON

David Morilla Mota. Profesor de Secundaria.

ORIGEN. (2010). Christopher Nolan. (Inception).


Desde los inicios del cine han existido dos formas de narración fílmica: la tradicional, es decir, contar la historia de principio a fin, añadiendo información que decore lo monótono de la trama (véase efectos especiales, grandes interpretaciones, banda sonora que enganche, decorados, vestuarios) y la innovadora, que busca el juego estético de la cámara, hacer trabajar al espectador para que vaya percibiendo flashbacks apurados, historias paralelas y relaciones entre ellas, las historias intercaladas que incluyen unas a otras , hechos de personajes que en presente, pasado y futuro obligan a mantener toda la atención; ésas que como te levantes para ir al servicio un par de minutos puede que no entiendas el final.

Tanto de una forma como de la otra tenemos que reconocer la importancia del juego de las cámaras y la perspectiva, que añade connotaciones éticas y estéticas a través de las múltiples interpretaciones.

ORIGEN es una película que da un paso más en esa segunda línea porque reúne requisitos de ambas formas de hacer cine; es un producto híbrido que plantea interrogantes olvidados desde películas como Matrix o Blade Runner y te entra por los ojos como espectáculo visual que es. No descuida ni la forma ni el contenido.

Leonardo di Caprio es un especialista que se dedica a robar ideas introduciéndose en los sueños de la gente. En nuestro mundo las ideas tienen más valor del que generalmente les damos y pueden montar y desmontar imperios, evitar o provocar guerras, hacerte rico o miserable, y, a fin de cuentas, salvar o destruir el mundo. Partiendo de este argumento tan sugerente se construye un puzzle de personajes que van y vienen, de acciones efectistas y efectivas.

Origen, en honor a su nombre, es una película para recrearse. Habrá que verla más de una vez para disfrutarla en su totalidad. Y es que al estar tan pendientes de la trama puedes olvidar algunos de las lúcidas opiniones envueltas en el diálogo de sus personajes. Las más de dos horas reales de duración no suponen un obstáculo insalvable: es una película que te atrapa como sus sueños. Sucede demasiado pero no se te hace eterna. Porque tiene un despertar. Un despertar final, múltiple y circular. Un despertar que se nos devuelve filtrado por tantos acontecimientos que lo manipulaban y no lo sabíamos.

La vida es sueño, y los sueños sueños son, rumiaba Calderón de la Barca en su drama. Como la música que casi nunca desaparece, el final es como un eterno retorno que funde y confunde lo onírico y lo real, hasta poner en evidencia las barreras que los distinguen. Nuevamente el espectador necesita acudir a la reflexión tras ver- o más bien vigilar- una película de Nolan.

4/02/20

DANIEL CASTILLO TALLAFIGO.

PELÍCULAS QUE NOS IMPACTARON

Daniel Castillo Tallafigo. Profesor de Secundaria.


EL PICO (Eloy de la Iglesia, 1983)

INTERSTELLAR (Christopher Nolan, 2014)


Si tengo que señalar dos películas que me hayan impactado, que hayan supuesto para mí experiencias de una intensidad y una amplitud tales que elevaran mis expectativas ante el cine, que enriquecieran mi concepto del cine, he de mencionar Ordet (Carl Theodor Dreyer, 1955), que vi en los primeros años de la Universidad, y Arrebato (Iván Zulueta, 1979), que como tantos de mi generación vi cuando la emitieron por la 2 de TVE en el programa Versión Española, en 1999. Pero lo cierto es que he sido y soy más de andar fascinado por películas fetiche que de apoyarme en un camino marcado por películas que supusieran hitos; más de películas que, con no ser las mejores que he visto, me han aportado imágenes, símbolos y diálogos entretejidos con el tiempo de tal forma en mis pensamientos y mis sueños que siento que son parte de mi: Hermano Sol, hermana Luna (Franco Zeffirelli, 1972), Excalibur. La espada del poder (John Boorman, 1981), Gigante (George Stevens, 1956). En cualquier caso, para responder a la línea propuesta en este apartado del blog, quiero centrarme en dos películas que vienen muy al caso, tanto por la fuerte impresión que me causaron como por la bonita relación que guardan con el IES Las Salinas.

En abril de 2006 la profesora Ana del Moral organizó en este centro un ciclo de cine para los alumnos, dentro del cual y dirigida en particular para el alumnado de las enseñanzas de adultos se proyectó El pico (1983). Película mítica de Eloy de la Iglesia, uno de los directores del denominado cine quinqui, género que a principios de los 80 llevó a las pantallas de cine y televisión las correrías callejeras de jóvenes delincuentes elevados casi a héroes del ansia humana de libertad frente a una mojigatería que servía de pátina legitimadora del materialismo consumista imperante, materialismo consumista que, tal como este cine mostraba, los esclavizaba a ellos tanto como a sus víctimas. La había visto ya varias veces antes de compartirla aquella tarde con los alumnos y alumnas que se animaron a verla, pero fue en aquella ocasión cuando la película conectó con inquietudes e intereses míos de tal modo que comencé a tenerla como referencia cinematográfica de primera línea. Faltaban aún dos años para el estallido de la crisis en 2008 y cinco largos años para mayo de 2011 y el despertar político colectivo de la sociedad española en ese mes maravilloso. El cine español de la época adolecía, en mi opinión, de la ausencia de películas que, como se atrevieron a su manera a hacerlo las del cine quinqui, mostraran a las claras los trapos sucios de un país empeñado en huir hacia adelante a lomos de la locura del ladrillo y del consumo compulsivo; de películas que hablaran de lo que ocurría en las calles —sería injusto no recordar a este respecto Historias del Kronen (Montxo Armendáriz, 1995) o 7 Vírgenes (Alberto Rodríguez, 2005)—, en los despachos de los altos ejecutivos empresariales o de los altos cargos públicos, de toda esa suciedad que proliferaba desde hacía años y que estallaría después en el tramo más duro de la crisis, cuando día tras día los medios publicaban uno tras otro casos de corrupción que nos forzaba a mirar lo que, mientras la flecha de las finanzas aún subía, nos habían incitado con tanto énfasis a ignorar. Me hubiera gustado mucho que en aquellos últimos años del siglo XX y primeros del XXI el cine español se hubiera atrevido —¡ay! las películas son caras y las paga quien las paga— con la mentira social, política y económica tal como años más tarde empezaron a hacerlo algunas —por citar dos: Hermosa juventud (Jaime Rosales, 2014), El desconocido (Dani de la Torre, 2015)— y tal como lo hizo en su día el cine quinqui con ese estilo tan característico de ingenua exageración en los trazos de personajes y situaciones y con ese tono épico con que retrataba las peripecias de perdedores que se negaban a rendirse sin ofrecer resistencia.

El pico cuenta una historia de amistad imposible entre el hijo de un guardia civil y el de un dirigente abertzale, a los que une lo que en aquellos barrios obreros vizcaínos, madrileños o barceloneses tenía más fuerza que cualquier credo, ideología o proyecto moral: la heroína. El descenso a los infiernos que compartirán de la mano de la fatal adicción los irá llevando a recorrer los espacios marginales de la ciudad y a tratar con los personajes que los habitan —equilibristas sin red amenazados a un lado por el paro y al otro por la cárcel: prostitutas, homosexuales decididos a no reprimir su deseo, camellos, rateros, policías corruptos—, en una trágica aventura narrada con un romanticismo que por momentos roza lo cursi, por momentos lo grotesco, pero que con los años ha llegado a convertirse para mí, como para tantos de los que andan en torno a mi edad, en un símbolo de la nostalgia; nostalgia de aquel cine gamberro e incorrecto, nostalgia de aquel mundo callejero de la adolescencia, mundo que ha dejado de existir sustituido por impecables centros comerciales y calles que se les quieren parecer, monótono aburrimiento plastificado que lo ha inundado todo.

El hilo que une para mí El pico a la segunda película de la que trataré tiene que ver, como he dicho, con este Instituto. Hace un par de años un alumno, cuyas preguntas e inquietudes me recuerdan mucho a las mías cuando tenía su edad, me recomendó con entusiasmo una película que yo aún no había visto, a pesar de que las que había visto de su director me habían parecido muy buenas. Hay ocasiones en las que las películas y los libros esperan a que para uno sea el momento oportuno de verlas o leerlos. La conexión escolar no acaba ahí, ya que la película, siendo, a mi juicio, una obra maestra de la ciencia ficción, arranca de manera sorprendente con la visita del protagonista al cole de su hija para hablar con la tutora de la niña. En un ejercicio del pin parental a la inversa, el padre defiende el derecho de su hija a recibir una formación basada en el conocimiento científico y el amor al conocimiento, frente a un sistema educativo constreñido por un dogmatismo tramposo, estúpido y dañino. Todo lo que sigue a partir de ese encuentro con la tutora es un homenaje a la capacidad humana de acrecentar la vida a través del conocimiento.

2001. Una Odisea en el espacio (Stanley Kubrik, 1968), Alien. El octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) y Blade Runner (Idem, 1982) son para mí las mejores películas de ciencia ficción (considero que Solaris [Andrei Tarkovsky, 1972] ha envejecido mal). Al ver Interstellar (Christopher Nolan, 2014) sentí esa alegría propia del momento en que uno puede añadir una obra más a su particular olimpo cinematográfico. Interstellar retoma la pregunta que afrontó Blade Runner, la de la especificidad de lo humano frente a nuevas formas de vida sensibles e inteligentes que pueda generar el avance tecnológico, presentando una visión del ser humano carente de los inquietantes perfiles que sugiriera 2001 —la técnica nos capacita para el progreso tanto como para la destrucción, nuestros logros decisivos son obra de poderes superiores al nuestro que tal vez nos dirigen, tal vez nos inspiran…—. Una visión más luminosa, conforme a la cual el ser humano se manifiesta como lo que es en su capacidad de prometer —ni el viaje más largo y más inverosímil puede hacer olvidar al protagonista la obligación de cumplir su promesa—, su capacidad para reír —el humor supone creatividad, requiere ganar distancia, ese paso siempre posible hacia el afuera—, y su capacidad para amar —solo el amor puede abarcar las más insondables distancias, solo el amor puede mostrarnos vías que se abren a través de las más firmes apariencias de lo imposible—. Por supuesto la película no olvida que también somos capaces de egoísmo, pero el egoísmo le sirve para realzar por contraste la figura del héroe protagonista. Nos muestra que héroe es aquel que ofrece con su vida un modelo de vida para los demás, que convierte su vida en un relato de alcance arquetípico por ser capaz de enfrentar situaciones que para los demás no pasan de ser simbólicas en su aspecto literal más fuerte, más apremiante. Y lo logra por el sacrificio de su pequeño yo, de ese amasijo que nos es tan querido, a veces tan pesado o incluso insufrible, hecho de hábitos de proyección y reconocimiento, inercias, ecos, miedos, deseos, proyectos, sueños, que nos identifica como los individuos que somos en la misma medida que nos impide ver y ser más allá de los límites de esa individualidad.

Esto último ofrece, tal como interpreto la película, la clave para entender el significado vital del viaje en el tiempo, tema de la película y uno de los temas por excelencia del cine de ciencia ficción. Si pudiéramos viajar al futuro para regresar después, de entre las cosas que haríamos, sin duda una de ellas sería traernos respuestas. Por eso el viaje en el tiempo puede ser visto como la metáfora de la búsqueda en uno mismo de la posición desde la cual la visión es la más clara que nos sea posible. No me refiero con esto a cosas como buscarse uno a sí mismo, o a realizarse como persona, etc., porque no me refiero a profundizar en ni a trabajar con ese persistente conglomerado de vivencias y expectativas que cada cual es para sí mismo. Inspirándome también en la maravillosa banda sonora de Hans Zimmer y sus cadencias de trance hipnótico, me refiero a descentrar el sí mismo para sintonizar la voz más lúcida, para hallar la perspectiva de visión más clara, sin salir por ello de uno mismo —imposible salir de uno mismo en sentido literal, material— pero alcanzando respecto a sí la mayor distancia posible, esa que en términos metafóricos gana el protagonista al viajar en el tiempo. Precisamente la belleza y la potencia de atracción del viaje en el tiempo tal como lo muestra Interstellar responden a la intuición que todos tenemos alguna vez de la necesidad y la posibilidad, también de la tremenda dificultad, de ganar esa distancia.


10/02/20

Óscar J. Gómez Pérez

PELÍCULAS QUE NOS IMPACTARON

Óscar J. Gómez Pérez. Profesor de Secundaria.

INDIANA JONES Y LA ÚLTIMA CRUZADA. (1989). Steven Spielberg. (Indiana Jones and the las crusade).


“Los tiempos han cambiado.” “Las cosas no son como eran antes.” “En mis tiempos...” Frases manidas que se aplican a la mayoría de los aspectos de la vida. Y el cine no es menos.


Pero hay algo que desde que los hermanos Lumière dieron el pistoletazo de salida al séptimo arte; que los años no han podido cambiar; y no son otra cosa que los sentimientos que despierta en el espectador.

Esos sentimientos son tan propios, tan íntimos, que marcan nuestra experiencia vital. La de un servidor comienza allá por los años ochenta, cuando apenas sabía hablar y no llegaba al metro de altura, y sin embargo, ya tuve mi primera experiencia con el cine. Recuerdo, como si fuera ayer, que iba al cine con mis hermanos mayores y su pandilla. Vivíamos en un cuartel e íbamos haciendo pandillas según las distintas generaciones. Pero cuando había algún estreno especial acudía tal patulea de chavales y chavalas que parecía una verbena. Tenía yo cuatro años, lo tengo grabado en la memoria, porque recuerdo cómo mi hermana mayor me cogía en brazos y me decía “dile al chófer que tienes tres años, y así no pagamos tu viaje y tenemos más dinero para caramelos”. Para un niño de cuatro años, aunque el fin justificase los medios, mentir suponía un trauma que me duró hasta la segunda piruleta. En los multicines nuevos de Cádiz, disfrutamos de Superman II. Salí del cine desbordado por la emoción. Quería tener los enormes poderes de Superman. Al grito de tatatachán tachán tachatatachán, corría con mi puño en alto, hasta que la colleja de mi hermano me frenó en seco.

Luego fueron llegando otras películas ochenteras. Siempre el mismo modus operandi. Mis hermanos mayores y sus amigos y amigas. Ellos y ellas, estableciendo relaciones más estrechas; y yo, dejándome llevar en mi imaginación por películas como “E.T. el extraterrestre”, “El retorno del Jedi”, “Cortocircuito 1 y 2”, “Regreso al futuro”. Cada una con sus retales iba construyendo la persona que soy hoy.

Es difícil quedarse con una película que te haya marcado tanto, pues todas tuvieron influencias trascendentales, pero la que destaco me empujó a ser lo que soy profesionalmente. A finales de los ochenta se estrenaba “Indiana Jones y la última cruzada”. Yo no había visto las dos entregas anteriores, pero sí que algo había oído de las peripecias del Doctor Jones. Tenía que ingeniármelas para ir a verla al cine, pero con una década recién cumplida no tenía posibilidad ninguna de convencer a mi padre.

Mi hermano y yo trazamos el plan perfecto. Su novia era una ferviente admiradora de Harrison Ford y con mi presencia tendría el permiso de mi padre para ir al cine. Y allá que íbamos, mi hermano, mi actual cuñada y yo al cine Avenida a ver al apuesto, elegante y astuto doctor Henry Jones. Justo en la cola nos encontramos con unos amigos míos del cole con sus padres. Mi hermano vio el cielo abierto y ahí me dejó con ellos. El plan salía redondo para las dos partes. Mi hermano no sé si estaba tan interesado como yo y mi cuñada en Indy, pero al final de la película lo vi con la misma sonrisa con la que me dejó “abandonado” con mis amigos.

Y yo, pues me preparaba a vivir una maravillosa aventura a través de la historia. Buscar tesoros históricos, con los nazis persiguiéndote los talones era lo máximo. Revivir el pasado de las cruzadas, buscar en iglesias y castillos medievales me habían convencido. Sería arqueólogo, y con mi sombrero, mi pistola y látigo al cinto no habría nada que se me resistiese. Sería el profesor que volvería locas a sus alumnas, y escapando por la ventana correría innumerables aventuras en busca del Santo Grial, de una cruz del imperio español o cualquier otro objeto de contrastado valor histórico.

Spielberg y Lucas lo habían vuelto a conseguir. Me habían convencido. A partir de entonces comencé a buscar en libros y enciclopedias acontecimientos históricos y aventuras. Vas creciendo y descubriendo que las inexactitudes históricas abundan (Como el viaje en avión transoceánico o el uso de dirigibles tras la tragedia del Hindenburg), experimentas que el trabajo de arqueólogo es mucho más ingrato y “tranquilo” de lo que esperabas. Pasas horas cribando al sol, donde el mayor enemigo es la escasez de subvenciones para salir adelante. Además, la fantasía choca de bruces con la realidad histórica.

Pero no dejas de verla, no dejas de sentirla. Los Reyes Magos hacen su magia y traen una edición de coleccionista. Y como la sigues viendo sigues aprendiendo desde otra perspectiva. Descubre lo que son los flashbacks (Ese flequillazo del adolescente Henry Jones Junior era uno de mis sueños de adolescente), o el Mcguffin (a través del santo Grial).

Y sigues creciendo y sigues amando el cine y la historia. Mientras iba camino de mi licenciatura, aprovechaba las numerosas noches de estudio para combinar ambas pasiones. Estudiaba y luego contribuía al negocio del videoclub de un amigo. Caen en mi zurrón de la vida numerosos datos históricos y numerosas películas que marcan mi camino.

Y aprendes una cosa fundamental. Que el cine te da la posibilidad de analizarlo críticamente y sentimentalmente. Siempre sales del cine enardecido, como diría mi querido capitán Jack Aubrey de Horatio Nelson en la maravillosa Master and Commander. Ya sea con una película Disney (cómo tuve que disimular las lágrimas ante mi hijo viendo Coco); o con una película histórica (Ver el discurso de un fabuloso Karra Elejalde/Unamuno con mis alumnos/as de Historia de España no tuvo precio); cada vez que te sumerges en una película, especialmente en su hábitat natural, las vivencias y el aprendizaje están garantizado.



Óscar J. Gómez Pérez

18/02/20

Amparo Moreno López


Amparo Moreno López. Profesora de Secundaria.


ESTA TIERRA ES MÍA (1942). (This land is mine). Jean Renoir.

JUNTOS HASTA LA MUERTE. (1949). (Colorado territory). (Raoul Walsh.

UNA JORNADA PARTICULAR. (1978) . (Una giornatta particolare). Ettore Scola.


Mi primer recuerdo cinematográfico es el agua de mar salpicándome y un automóvil deportivo ultramoderno y de él bajando el guapísimo 007; corría el año 67 o 68 y vi esa película con mis padres en un cine de verano que era una plaza de toros: música sesentera, rabiosos colores, atractivos actores y bellísimas chicas en bikini. ¡Un sabor muy veraniego!

Desde entonces hasta ahora ,desde los cines de verano o inverno hasta la actualidad con los cines frente a casa con múltiples salas, siempre me ha acompañado esa ventanilla abierta al mundo, al pasado, al presente, al futuro y a los sueños.

Durante cinco años, mi horizonte cinematográfico se limitó al cine de invierno de la Estación de Linares- Baeza, el Ideal Cinema, donde viví los años más felices de mi infancia y mi primera adolescencia hasta los quince y que me formó sentimentalmente como la persona adulta que he sido después.

Mi hermano Paco, mi primo Juanito y yo íbamos los domingos a la matiné de las 12 donde “echaban” viejas reposiciones en blanco y negro o tecnicolor para un bullicioso público infantil: “Tarzán de los monos”, “El mago de oz”, “El gendarme se casa”… y una vez en una noche de lluvia y como excepción a las diez, “Drácula”; en el de verano al aire libre y cerca de una estación de ferrocarril que te hacía soñar con viajes remotos “Las minas del rey Salmón”. De fondo y hasta la madrugada, se oían traquetear los trenes y daban ganas de coger un expreso y viajar a esos exóticos paisajes, pero esos trenes no llevaban ahí, sino a Madrid o Barcelona, que a los chiquillos se nos antojaban tan exóticos como África. Aventuras, primeros amores y descubrimientos, aunque fuera en películas antiguas y muy trotadas. El cojo Lorite, el operador, desde su cabina de proyección, hacía con las manos la paloma de la paz que tapaba la pantalla cuando la cosa se ponía caliente y subida de tono, y todo el cine era un alarido de gritos y risas. ¡Había magia!

El día de Reyes en la matiné nos daban una bolsa de caramelos y la entrada era gratis, apenas veíamos la película entre caramelazos y bullicio, la luz parpadeante de la pantalla era nuestro telón de fondo y salíamos felices y gritones y con chichones en la cabeza de los caramelos que tiraban desde el paraíso al patio de butacas: risotadas y despreocupación infantil, inocencia. Desde ahora veo que nunca fui tan feliz como entonces, con esa felicidad del que no sabe lo que es. Reíamos y llorábamos, gritábamos y nos sobrecogíamos juntos en la oscuridad y anonimato del patio de butacas, y sentías que formabas parte de algo.

Después, ya viviendo en Linares, con sus más de 12 cines, estrenos setenteros: “Tiburón”, “La guerra de las Galaxias”, “Kramer contra Kramer”, “Al final de la escalera”, … en distintos sitios y épocas, al mismo tiempo que innumerables películas de cine negro, que forman parte de mi memoria vital y sentimental.

He elegido tres películas que tienen algo en común con el cine que nos gusta, películas de antihéroes, de perdedores, de gente singular que pone patas arriba el orden establecido y la sociedad biempensante; a saber, son por orden cronológico “Esta tierra es mía” de 1942, “Juntos hasta la muerte” de 1949 y “Una jornada particular” de 1978; dos americanas y una italiana. De españolas me es imposible elegir, muchas, todas las de Bardem, Berlanga, Florián Rey, Víctor Erice y las de Mariano Ozores, que, aunque menospreciadas, son un vivo testimonio sociológico de cómo de casposa era aquella España de finales de la Dictadura. Y por supuesto “Pulp Fiction” como retrato de una generación llena de excesos y esperanzas, la de los 80, que fue la mía. ¡Ya veis que difícil es elegir una o dos! Podría seguir hasta el infinito porque muchas de ellas las vi de chica en la tele en blanco y negro y otras en las salas de cine. Soy una cinéfila perdida.

Empecemos por esa joyita de Jean Renoir “Esta tierra es mía”, que rodó en su exilio americano mientras su patria, Francia, era ocupada por los alemanes en plena Segunda Guerra Mundial, con el mérito que en ese momento aún no se sabía si pintaban bastos u oros. Todo un testamento vital y moral y que particularmente a mí me influyó en mi manera de entender el fin último de la docencia y la vida. Siempre la vimos en Literatura Universal, asignatura que impartí varios años, porque quería trasmitirles a mis alumnos sus valores, esto es, una persona cualquiera, un maestro cobarde y apocado puede ser también un héroe; todos podemos ser héroes si cumplimos con nuestras obligaciones en circunstancias desfavorables, pero también cotidianas (ocupación alemana de tu patria y el día a día de tu profesión). Ninguna persona es corriente, ni siquiera este maestro mojigato, maduro, madrero, tímido, solterón y secretamente enamorado de la maestra que es su compañera (Maureen O’Hara), un Charles Laughton enorme, que cuando inexorablemente la historia y la vida que no ha elegido, le ponen ante el paredón del deber, se hace un gigante y encuentra su misión como docente y ser humano, instruir en valores democráticos y de ciudadanía, en educación y respeto a las generaciones futuras, que son sus alumnos. Mientras en el pasillo se oyen los pasos marciales de los nazis que van a detenerlo y llevarlo al paredón, los niños sacan las páginas censuradas de los libros y leen los artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y al ser detenido se despide con un “Salve Ciudadanos”, momento apoteósico en el que todo cobra sentido y encuentra su orgullo como maestro y como hombre, que ya no es corriente y en el que la maestra demuestra su admiración y amor por el hombre sencillo y continuando leyendo con los alumnos los artículos que formarán a los hombres libres del mañana.

“Juntos hasta la muerte” (1949) es un remake en forma de western de otra película del mismo director, Raoul Walsh, “El último refugio”, adaptación de una novela de W.R. Burnett. En esta película, que parece menor, pero no lo es, el director reescribe y relee la historia años después para hacer una obra redonda con dos actores casi secundarios, Joel Mcrea y Virginia Mayo, que se hacen grandes interpretando a un delincuente que acaba de salir de prisión y prepara un último golpe y a la chica decepcionada y gastada de cabaret, que en una huida hacia adelante y casi ya sin ilusiones ni esperanza, entrecruzan sus caminos para morir juntos en un cerro escarpado con el horizonte del amor y la esperanza abiertos de par en par para estos dos perdedores, que en medio de múltiples aventuras vitales fracasadas, hallan una mano entrelazada en la que se reconocen y acompañan hacia otra vida y otro lugar distintos, aunque efímeros; si hay amor todo es posible, hasta el final trágico y previsible cobra sentido y se abre a otra dimensión más humana y justa.

Por último, “una jornada particular” de Ettore Scola, oscarizados ambos en (1978) con unos inmensos Sofía Loren, que encarna a una ama de casa y madre de seis hijos sobreexplotada y un Marcelo Mastroiani que interpreta a un periodista gay y de izquierdas. Ambos vecinos de un bloque de pisos, en un día especial, el del Desfile fascista de 1938, al que nos asisten y son sus únicos inquilinos; un bloque vacío, desierto, como suspendido en un tiempo distinto; todo el mundo está viendo la apoteosis mussoliana menos ellos, que por azar o desidia, coinciden en la azotea, entre sábanas blancas tendidas al sol y al viento de la libertad, dos antihéroes en la inconsciencia de no saberlo, explotados y marginados que se hermanan en la heroicidad de la indiferencia ante lo que está pasando y la solidaridad entre dos seres humanos distintos y tan semejantes en ansias, valores y deseos. Mientras el mundo se precipita de cabeza al abismo de la intolerancia, ellos representan la resistencia individual del hombre y la mujer corrientes en lo que de heroicidad tiene valorar su diferencia respecto a lo que está pasando en la calle, que llega muy lejano a través de la radio y desear que otro mundo distinto para ellos es posible.

En fin, seguiré viendo cine, gozándolo, riéndolo y llorándolo, sintiéndolo, mientras conserve la vista y la memoria, porque me ha formado como persona y mucho de lo que soy se lo debo al cine y a la lectura.

Amparo Moreno López. Linares (Jaén). 1962.