Cine francés


ORIGEN Y EVOLUCIÓN DEL POLAR


El tema criminal despertó un gran interés desde los albores del cine entre los primeros creadores y el público francés. Bebiendo del Naturalismo, movimiento artístico que imperaba en Francia y Europa, urgía representar y reproducir la realidad, en este caso en su faceta más sórdida y oscura. Como ejemplos más evidentes y pioneros nos encontramos con “Histoire d’un crime” (1901), de Ferdinand Zecca, en el que ya existe un asesinato, posterior detención por la policía y muerte en guillotina. Un hallazgo en que, a pesar de estar enmarcado en un protocine, existe un intento de narración más elaborada con esa doble pantalla de recuerdos del preso en su última noche. Considerada la primera historia policial en el cine francés, sin embargo, encontramos unos años antes un corto en clave de comedia de Alice Guy donde los hechos delictivos de unos ladrones son minimizados por el sentido del humor cuando los gendarmes que los persiguen por los tejados abuhardillados son arrojados al vacío (que no vemos) ganándoles la partida en una sátira contra el sistema en “Les cambrioleurs” (1898). De igual forma respecto a la pena de muerte, podemos observar en Georges Méliès que, además de su cine ocurrente, también acudió al crimen en “Les incendiaires” (1906) con parecida temática delictiva y ajusticiamiento con guillotina muy bien recreado con su capacidad para la magia, escenas que causaban gran temor y asombro entre las personas que asistían a las salas de la época. Maurice Tourneur pronto caería en la tentación del crimen, que años después perfeccionaría con el género de terror, al igual que su hijo Jacques. En 1913 crearía un corto junto a Émile Chautard, basado en la obra “Le mystère de la chambre jaune”, de Gaston Leorux, de 1908 y titulado igual, en el que se darían un intento de asesinato y crímenes posteriores originando esas intrigas de cuarto cerrado que tanto adoraba el público.

Con su germen en novelas policíacas de folletín muy populares adaptadas al cine, tenemos como ejemplo la serie criminal “Fantômas”, que adaptaría Louis Feuillade entre 1913-14, posteriormente realizándose también en la década de los 20 en EEUU. Tuvo tal éxito, que el mismo director creó el serial mudo “Les vampires” (1915-16), que lanzaría al estrellato a Musidora (Irma Vep) con esas historias en relación a una organización criminal y que tanta influencia tendría en directores sobresalientes, así como completaría la trilogía con “Judex” (1916), otro serial de gran popularidad sobre un héroe que anticiparía la afición a la literatura pulp de escasa calidad. Sin embargo, estas series generaron críticas por glorificar a los criminales y forajidos, sello que más tarde sería una constante en el polar. Pero gozaron de tanta repercusión, que estos seriales han sido homenajeados por Julien Duvivier en “Le mystère de la tour Eiffel” (1928), Claude Chabrol con sus capítulos de la serie de 1980 o Georges Franju con su revisión de “Judex” (1963). Lo cual denota la intemporalidad y calidad de estas obras de Feuillade.

Ya inmersos en la vanguardia, encontramos la excelente película de Jean Epstein “Coeur fidèle” (1923) en la que se atisba, debajo de esa experimentación inigualable en la narración visual, un interés en los bajos fondos alrededor del muelle de Marsella, acercando al público un melodrama social, pero de una forma tan poderosa visualmente, que sublimaba la tragedia. Mafia marsellesa, actos delictivos, personajes criminales, asesinato, abusos, amor pasional, se dan cita con un impresionismo virtuoso del que hacía gala Epstein y que asentaba las bases del posterior movimiento, el Realismo Poético, sobretodo el de Marcel Carné y Jean Grémillon, en esos ambientes portuarios que aderezaban la ambigüedad moral de los personajes. Pero no sería la única referencia al crimen de Jean Epstein, pues en 1929 rodó “Sa tête”, en la que un hombre asesina a un banquero que acosa a la chica de la que está enamorado.

También es ejemplo precursor de ese movimiento y del neorrealismo la excelsa película “Ménilmontant” (1926) de Dimitri Kirsanoff, en la que encontramos escenas bastante crudas como el asesinato brutal de los padres de dos niñas con que nos sorprende ya al inicio, con esa genial elipsis de un hacha que cae al suelo entre forcejeos. Una historia sórdida que nos introduce posteriormente en el corazón sin esperanza del barrio de París donde las hermanas son absorbidas por la injusticia social, la miseria, prostitución y diversas penurias. Un magistral y memorable ejercicio estilístico y temático.

Antes de entrar de lleno en el Realismo Poético, observamos la temática en torno al crimen y personajes desarraigados y carcelarios en “La petite lise” (1930), de Jean Grémillon, un drama con asesinatos, prostitución, con una parte estupenda realista, documental, de la prisión de la Guayana; una historia marcada por la fatalidad, sello característico del cine que vendrá en la década de los 30 antes de la II Guerra mundial. Interesante, con la participación de la misma protagonista que la anterior de Kirsanoff, Nadia Sibirskaïa. También hallamos la primera adaptación de una novela de Georges Simenon por Jean Renoir en "La nuit du carrefour" (1932), interpretada por su hermano Pierre haciendo del detective Maigret, que tantas películas aportaría con posterioridad. Un año después nos detenemos en otra adaptación de otra novela de Simenon por Julien Duvivier, como es “La tête d’un homme” con un asesinato por encargo para cobrar una herencia tratado de atribuir a un hombre con discapacidad intelectual.

Si este importante e influyente movimiento asienta sus bases en un realismo sublimado por la estilización deudora del expresionismo alemán y direcciones artísticas que recreaban esos ambientes nostálgicos, melancólicos y brumosos, también tenían su principal baluarte en los guiones de autores como Charles Spaak y Jacques Prévert, que actualizaron el cine creando obras naturalistas apoyadas en diálogos intensos que engrandecían las historias, aportando un especial lirismo y un ropaje literario con sus sublimes diálogos, apuntalados con un desesperado romanticismo. Aunque también las adaptaciones de novelas de Émile Zola, Georges de la Fouchardière, Henri La Barthe, Albert Simonin, James Hadley Chase, Pierre Mac Orlan o Georges Simenon, entre otros, fueron claves para la creación de un noir francés inigualable.

Existe un pensamiento generalizado en torno a que el cine negro es un género solo norteamericano, en gran medida por el concepto genérico que acuñaron unos críticos franceses en 1946 atribuyéndolo a ese país, afianzado definitivamente por un libro por el que la prensa y los historiadores norteamericanos desarrollaron la concepción de que es un estilo de cine genuinamente estadounidense. Pero diversas fuentes hablan de que el concepto se crea en Europa, cuando el término film noir aparece ya en 1938 por la prensa del momento, catalogando así muchas películas de una forma particular del Realismo Poético. De hecho, en algún libro de historia antiguo, encuentro que este movimiento es llamado también “Realismo negro”. Hallamos que el libro del estadounidense James M. Cain, “El cartero siempre llama dos veces” (1934) vio su primera adaptación al noir con la estupenda película francesa de Pierre Chenal “Le dernier tournant” (1939), antes que la de Visconti y la de Tay Garnett (1946). Incluso Fritz Lang adaptó la misma obra de Fouchardière, años después de “La chienne” (1931) en su exilio americano, creando “Scarlett Street” (1945), volviendo la mirada a Francia, a la que emigró también anteriormente desde Alemania.

El film noir norteamericano tuvo su origen en el de gánsteres de los 20 y 30, un cine auténtico de allí, por su idiosincrasia histórica, pero también se vio influenciado estéticamente por directores y técnicos que emigraron o se exiliaron allí desde Europa y que aportaron su sello especial. En ese aspecto sí podemos decir que existe una confluencia entre los dos noir, sobre todo con la mirada de admiración que dirigieron los franceses a partir de los 50 a EEUU, pero al que también supieron añadir y acuñar un término propio: Polar –apócope de “policier” y “noir”– con especiales características, localizaciones y temática, pero con un origen anterior ya en su propio país.

De la época de Marcel Carné, Jean Renoir, Julien Duvivier, Jean Grémillon, Jacques Feyder o Pierre Chenal, el polar posterior heredó con gran acierto esos personajes arrancados de las capas más bajas de la sociedad, desertores, presos, asesinos, prostitutas, proxenetas, corruptos, violentos, mafiosos, con un deliberado pesimismo negro; pero también existe un romanticismo en esos seres desubicados, en los que existen códigos de honor y tiempo para el amor. Almas con un denominador común lo más parecido a una tragedia griega, proscritos que queman su existencia para encontrar la felicidad.

Si me tengo que quedar con una referencia de esta etapa del cine francés, lo hago con Jean Gabin antes de exiliarse a EEUU, cuya composición de personajes se ajusta a esa idea de fatalidad, de desarraigo, nihilismo y fracaso. Películas como “Pépé, le Moko” (1937) de Julien Duvivier, “Le quai des brumes” (1938) o “Le jour se lève” (1939) de Marcel Carné, representan el espíritu del antihéroe, de la vida llevada al límite, del suicidio, de lo derrotista… Historias con tanto desaliento, que no gustaron un ápice y fueron relegadas por ofrecer una imagen pesimista de una Francia que anticipaba y respiraba un ambiente prebélico que se le venía encima. Según refleja el libro “Balas…Sirenas…Patillas y Jazz” (2018), de Gonzalo Gonzalvo, estas dos películas de Marcel Carné anteriormente citadas, “se pueden considerar las primeras películas noir de la historia del cine. Esto sucede antes de que, en 1940, Boris Ingster dirija “Stranger on the third floor”, lo cual afianza la idea del origen del género en Francia.

Y si tengo que elegir una época del polar es la de los 30-40, con ese afán de complementar argumentos sumergidos en el desencanto, con un espacio profílmico muy cuidado a cargo de direcciones artísticas como la de Alexandre Trauner (que trabajaría también en Hollywood) y dirección de fotografía que recreaban y revestían de una capa negra poética realizada en estudio; con esos ambientes de arrabal, portuarios, inmundos, con una bruma y humos negros de trenes y barcos que no presagiaban nada bueno; con personajes desnudos y vulnerables.

Posteriormente, en los años 50, influenciados por el negro americano, surgen directores como Jacques Becker, Henri- Georges Clouzot, Georges Franju o Jules Dassin, cuando se exilió en Francia. También otros directores no tan reconocidos como Claude Autant-Lara, Georges Lacombe, Jean Delannoy, Henri Decoin, Henri Calef, Gilles Grangier, Yves Allégret, Maurice Tourneur, Denys de La patellière, entre otros, continuaron con aportaciones al polar, con más o menos acierto, así como la Nouvelle vague también incursionó en el género con su especial y renovadora narración. Directores como Jean-Luc Godard, François Truffaut, Claude Chabrol o Louis Malle, se vieron seducidos por este género. Incluso el “independiente” Robert Bresson no pudo escapar al género con su lenguaje asceta. Destacar a Claude Sautet que, siendo un coetáneo de la Nouvelle vague, algo eclipsado, también demostró su capacidad para realizar grandes polares como consecuencia de su comienzo como ayudante de dirección de Molinaro, Franju y Labro.

Los directores “malditos” y controvertidos Maurice Pialat y Jean-Claude Brisseau tampoco escaparon al influjo del género contribuyendo a ese gran corpus fílmico francés con su peculiar forma de entender el cine, donde las tramas inherentes al polar servían como excusa para exponer amargos retratos personales y relaciones complicadas.

Pero la que parece que es más conocida es su etapa de oro, a finales de los 60, con una versión más “canaille”, con una iconografía fácil de identificar, apoyada en esas gabardinas, borsalinos, coches de la época, persecuciones trepidantes, miradas hieráticas, personajes solitarios, tramas muy elaboradas con corrupción política, policial, judicial, sexo, espionaje, robos sofisticados, en la que el delincuente se iguala a las fuerzas del orden. Y en las que el fatalismo es llevado al extremo más que nunca. De esa etapa, a pesar de contar con Lino Ventura, Michel Piccoli, Yves Montand, Jean-Louis Trintignant, el incombustible Jean Gabin, Jean-Paul Belmondo, Robert Hossein, Stéphane Audran, Marlène Jobert, Catherine Deneuve, Romy Schneider, Brigitte Bardot, Marina Vlady, Simone Signoret o Jeanne Moreau, entre otros muchos más, me quedo con Alain Delon, por la calidad de sus interpretaciones, míticas, su carisma y presencia para afrontar determinados personajes en películas inolvidables y excelentes. Además, me gustaría añadir los excelentes actores secundarios que apoyaban y daban solidez a los relatos. Entre ellos destacaría a Jean Bouise, Bernard Blier, François Périer, Paul Meurisse, Michel Constantin, Sandra Milo, o Serge Reggiani.

Directores como Jean-Pierre Melville, un claro exponente e impulsor del género, Henri Verneuil, Pierre Granier-Deferre, Alain Robbe-Grillet, Jacques Deray, José Giovanni, René Clément, Yves Boisset, Georges Lautner, Costa-Gavras, Roberto Enrico, Alain Cavalier, Alain Corneau, Jean-Pierre Mocky, Robert Hossein, Alain Delon, Philippe de Broca, Édouard Molinaro, etc…, revitalizan el polar muchas veces con guiones basados en los libros de José Giovanni, también escritor, que vivió de primera mano su paso por la cárcel o con estupendos guiones de Michel Audiard..

El polar vería apagada su llama a principios de los 80 como género tan prolífico, existiendo después algún neo-noir aislado más actual que intenta revivir ese ambiente de la época dorada.

Un género, sin duda alguna, muy interesante.

Estrella Millán Sanjuán.



L’ARGENT (1983). Robert Bresson.


Última película del genial y longevo director (1901-1999) francés, por la cual ganó el premio al mejor Director en el Festival de Cannes –compartido ex aequo con Andréi Tarkovsky por “Nostalghia”–, con esta cinta basada en la novela “El cupón falso” de León Tolstói.

Se trata de un drama instalado en la sobriedad estética y narrativa llevada más al extremo que sus antecesoras; a pesar de que elementos como estafas, robos, tema carcelario y asesinatos, pueden prestarse a primar el espectáculo sobre el fondo, en este caso Bresson le confiere su especial y divergente sello, alejándose de un polar al uso. En él observamos la forma en que un hecho, aparentemente simple, como la introducción en una tienda por parte de un joven de familia acomodada de un billete falso de 500 francos, desencadena una serie de acontecimientos azarosos que van in crescendo en nivel de delincuencia en un chico trabajador, padre de familia y honrado. Un expreso deseo del director por hacernos llegar lo destructivo de la ambición por el dinero, al que da protagonismo en su primera imagen con un cajero de un banco. Como si ese billete despertara lo más vil y despreciable en aquéllos que se ponen en contacto con él, formulando una visión del mundo en su última etapa octogenaria más pesimista, oscura, como ya expuso en “Le diable probablement” (1977), un aviso de la deriva de éste en la que un joven desubicado no encuentra razón de existir, abocándolo a la fatalidad.

Bresson fue, con el tiempo, intentando perfeccionar más su lenguaje cinematográfico, pasando por distintas etapas indagando en la consecución de una narración a través de la imagen y el sonido cada vez más depurada. Una particular obsesión y evolución hacia su cine ascético y conciso, que le proporcionó un status diferenciado de sus coetáneos, una independencia, que encuentra en su impecable y acendrado idioma su mejor bastión.

En “L’argent” el despojamiento de artificios y lenguaje sintético son más que evidentes; si ya en su anterior y excelente “Un condamné à mort s’est échappé” (1956) apreciamos la sobriedad de su estilo y la pureza –película hermanada con esta por la fase carcelaria, de aislamiento del protagonista y la presencia constante de sonidos de todo tipo–, en su postrimería renuncia a la música clásica que abunda en ella, relegándola al clímax final, pero en un puesto de honor. A Bresson le gustaba mucho la música y el sonido, pero con un sentido, y en ésta, la pieza que toca un señor mayor (Fantasía cromática, de J.S. Bach) se convierte en un elemento diegético, un personaje más que da paso al asesinato.

Su búsqueda constante por que el sonido e imagen encuentren una simbiosis perfecta se reflejan en esos aforismos que escribió durante años, en los que refería su incomodidad en la forma en que la música es utilizada en el cine convencional, enfatizando y expresando lo que no se es capaz de expresar solo con recursos propios de éste. Para él la dosificación de ésta es la mejor opción, para que así el efecto sea mucho más intenso y significativo. También argumentaba que si un sonido puede reemplazar una imagen, es mejor suprimirla, pero como se rompería la narración, la solución era neutralizarla para percibir mejor los sonidos y que estos se conviertan en melodía. Aunque para él la musicalidad y fluidez de una película había que buscarlas en la sucesión de imágenes, de planos certeros que se fijen en un solo punto, para que la mirada sea profunda y no se disperse en demasiados estímulos.

Como apunté al principio, en esta historia asistimos a un esmero en la economía del lenguaje; las elipsis son abundantes en las que no vemos jamás los sentimientos del protagonista cuando nos enteramos de que su hija ha muerto o que le deja su mujer durante su estancia en la cárcel, mediante frías cartas que abren las funcionarias antes que él. O cuando comete numerosos asesinatos reducidos a unas manos que se lavan y dejan el agua roja del grifo, o una hacha manchada de sangre y brillante que salpica a la pared.

Un robo a un banco es narrado con planos escasos, concisos, sin artificios ni espectáculo, en los que la sinécdoque es utilizada con esas manos que conducen el coche en la huida o los pies que aceleran fuertemente expresando así la inquietud del protagonista y no su cara y cuerpo. En realidad, poco le importaban al director los actores, a los que tenía como “autómatas-modelos” con absoluta frialdad en su cara, pero que sí expresaban sentimientos con sus acciones. La sensación de soledad y aislamiento en la cárcel es representada tan solo con continuos pasillos largos y fríos y una celda, no le hace falta más.

El silencio cobra importancia también –“el cine sonoro inventó el silencio”, escribió– “acompañando” momentos dramáticos, así como ruidos urbanos constantes, conversaciones de las familias en los encuentros con los presos, una taza que roza el suelo en momentos de ansiedad, el gemir y ladridos del perro en la espantosa escena final. Así como un ahorro de planos en esta última fase de la degradación humana del chico en la que el pánico lo personifica este animal, que recorre con pavor todas las estancias descubriéndonos los cadáveres en un montaje fabuloso y original.

Un cine poco convencional el de Robert Bresson, con una cinematografía escasa, pero muy interesante.



Estrella Millán Sanjuán.



LE JOUR SE LÈVE (1939). Marcel Carné.


El Polar más conocido es en gran medida deudor de arquetipos y ambientes que superaron el mero esbozo en las primeras décadas del cine francés. Si ya en la vanguardia observamos historias planteadas en los bajos fondos y arrabales con gran acierto, la etapa del Realismo poético consolidó personajes con una pátina naturalista por su procedencia social arrancada de las capas más bajas y marginales con personajes desertores, expresidiarios, desarraigados, proxenetas, prostitutas, legionarios, maleantes, criminales, emigrantes, así como en su especial topografía edificada en torno a muelles, la “banlieu”, pensiones de mala muerte, peligrosos callejones, fríos espacios industriales, clubes, o suburbios con mezcla multicultural.

La aportación de este movimiento teñida de un realismo negro y contextualizada en la época del auge del Frente Popular en el país, revistió de una capa de pesimismo al cine, que engendró multitud de películas sombrías de entreguerras –como las del gran Jean Renoir, Jean Grémillon y los que cito después–que se materializaría más tarde en un cine nihilista y existencial como consecuencia de la II Guerra Mundial.

Jacques Feyder inició una nueva idea de incluir en sus historias a personajes no tan proscritos, al que se sumaron Julien Duvivier –con obreros desempleados, angustiados, nuevos personajes más cercanos– y Marcel Carné, que se inició como ayudante de dirección del belga, que definitivamente remataría el movimiento con memorables películas que tendrían como estandarte al poeta Jacques Prévert. Decisión inteligente del gran director desde su ópera prima “Jenny” (1936), que consolidaría una fecunda unión laboral la cual dotaría a su cine de un ropaje literario y poético con sus sublimes diálogos cargados de misterio, apuntalado con ese desencantado y desesperado romanticismo.

Le jour se lève”, como la formidable “Le quai des brumes” (1938) del mismo director, beben del fatalismo, están impregnadas de esencia a derrota y podrían leerse como un presagio y barómetro del denso ambiente y presión que se respiraba en esos años por el auge del nazismo. Formulan y manifiestan un sentir sobre algo que se estaba instrumentando y que cambiaría el curso de los acontecimientos y las políticas de izquierdas. Al hilo de esta idea, el gobierno de Vichy prohibiría estas películas en 1940 por su pesimista visión de la sociedad francesa.

Al despertar el día”, como se tituló en España, aparte de ser un relato criminal con actuación policial, en realidad despliega todo un discurso acerca del proletariado, de sus condiciones laborales insalubres, del hábitat de los obreros en barrios humildes con minúsculas habitaciones de pensiones en las que sobrevivir. Rotundamente personificado por la figura de François –un enorme Jean Gabin, que ejercería el símbolo y bandera de esa etapa cinematográfica, con esos personajes desprovistos de ilusión y cargados de infortunio–, un obrero con una especial energía que congenia en el primer encuentro con Françoise, una floristera que llega a su fábrica para entregar una planta. El guión une sus nombres de forma delicada por su pasado común exento de raíces y cultivado en orfanatos. Una serie de detalles como las flores marchitadas mientras conversan a causa del calor de la fábrica, el constante humo de trenes y brumas que escoltan constantemente a la pareja en los exteriores de la casa que cuida ella, no hacen sino vaticinar la tragedia. Personajes del biotopo cinematográfico de Marcel Carné que siempre buscan la felicidad y el amor, con esas miradas melancólicas y perdidas a través de ventanas buscando un futuro halagüeño que no llegará, absorbido por esa especial atmósfera que le encantaba a Carné. El encuentro con una artista (Arletty) provocará un triángulo amoroso atrevido para la época y desencadenante de la desgracia.

Una original forma de narrar la historia en esos años en forma de flashback obligó a repartir programas de mano en los que se prevenía de ello para despejar dudas, debido a un público más acostumbrado a relatos lineales. También al inicio de la película se avisa que el protagonista evoca el pasado, adelantándose en esta técnica a películas del cine negro americano posteriores como “The killers” (1946), “Citizen Kane” (1941) o "Sunset boulevard" (1950) entre otras y un recurso que sería más común en el futuro en ese país. Tal fue la recepción e importancia de esta película que en EEUU se realizó un remake dirigido por Anatole Litvak titulado “The long night” en 1947, con diferente resultado, menos pesimista, con menos fuerza actoral y un final edulcorado que en ese país no podían permitir, extirpando su esencia. La RKO intentó comprar todas las copias de la primera versión y destruirlas, pero no fue así afortunadamente, colocando en su merecido lugar a la francesa.

¿Puede haber algo más derrotista que saber desde el principio que el protagonista ha asesinado? De esa forma no hay concesiones a la esperanza, desde el inicio asistimos a un hombre enclaustrado en su inmunda buhardilla. Es una larga espera rememorando por qué ha llegado a esa situación y aguardando angustiosamente a que la policía actúe, mientras los vecinos observan atónitos desde la escalera o la calle cómo un ser querido por todos desciende a los infiernos, pero confinado en su fortaleza elevada, con esa ventana desde la que se asoma y grita desesperado erigiéndose en un amargo líder.

La dirección artística tiene mucho que decir en esta película. La recreación de la calle de Françoise inmersa en un halo poético y hasta irreal con nieblas y humo, que, a pesar de contener un almendro en flor, no puede escapar a la melancolía, así como esa calle suburbial de François, con ese edificio alto y estrecho que se alza sobre los ciudadanos, me parece fundamental. En el guión estaba previsto que fuera un primer piso la habitación donde se “atrincheraría” el protagonista, pero Alexandre Trauner, el responsable, le comentaría a Carné que el veía más adecuado una quinta planta, a lo que el director asintió con un sí rotundo, a pesar de que eso encarecería bastante la producción. Y fue un acierto. Observar a ese antihéroe encumbrado y ensalzado en las alturas, al que la policía tiene difícil acceso por tejados, lo eleva moralmente, a pesar de su delito.

También la maestría de Marcel Carné para desenvolverse en espacios reducidos como la escalera en la que rueda el asesinado, con distintos planos enlazados de forma dinámica, es reseñable. Unido a ese excelente plano cenital del vecindario que se asoma por la escalera de caracol. Además de la escena de plano contra-plano de Jean Gabin y Jules Berry, muy poderosa por cómo es planteada y su diálogo, siendo alabada por Claude Sautet entre lo mejor del cine francés.

Un empeño de crear atmósferas brumosas permanentemente del director que tanto exasperó a un guionista en su película "Hôtel du Nord", pero que sería su sello, homenajeado en la década posterior y que le haría también envolver de una nube, con una dolorosa poesía, al protagonista en el fatídico final mientras suena muy temprano el despertador para ir a trabajar después de una larga y angustiante noche...

Un gran película, de un excelente director poco apreciado posteriormente por miembros de la Nouvelle vague, al que, sin embargo, con esta película André Bazin comentó: “Volviendo a ver películas como “Jezebel” de William Wyler, “Stagecoach" de John Ford, o “Le jour se lève”, de Marcel Carné, existe una reconciliación total entre imagen y sonido. Se experimenta el sentimiento de un arte que ha encontrado su perfecto equilibrio, su forma idea de expresión, y recíprocamente admiramos algunos temas dramáticos y morales, a los que el cine no ha dado una existencia total, pero a los que, por lo menos, ha elevado a una grandeza y a una eficacia artística que no hubieran conocido sin él. En resumen, todas las características de la plenitud de un arte clásico”.




Estrella Millán Sanjuán.



JUDEX (1963). Georges Franju.


Louis Feuillade comenzó trabajando en la Gaumont como ayudante de Alice Guy, pero con la marcha de esta a EEUU, pronto demostraría su valía en el período del cine mudo. Generador de seriales tan prolíficos y con tanto éxito como “Fantômas”, “Les vampires” o “Judex” se afianzó como unos de los puntales de esa etapa, asentando bases y temática para el posterior cine policial y criminal, que ya constituía una atracción en forma de novela por entregas entre el público.

Tal fue su repercusión, que constantemente y en este momento justo se le han hecho homenajes en posteriores series o películas que tratan de emular su ingenio y peculiaridad, aunque prefiero quedarme con los originales que, si más de cien años después siguen causando expectación, me imagino el impacto que tendrían en esa década desde 1913 al 16. Duvivier, Chabrol, Champreux, Franju o Assayas son directores que se han dejado seducir por sus series y le han dedicado su particular “hommage”.

Su JUDEX (1916) fue una serie realizada en trece episodios con mucha intriga y tendría ya la primera versión en 1934 a cargo de Maurice Champreux, marido de Louise Feuillade, hija del gran director. Protagonizada por René Ferté como el justiciero Judex, actor que he podido seguir en el cine de Jean Epstein, con una elegancia innata, pero me ha sido imposible encontrar esta versión.

A continuación, Georges Franju –fundador con Henri Langlois en 1935 de la Cinémathèque française, lo cual desarrolló en él un pasión por el cine mudo, que trató de conservar para impedir su desaparición– rodó una película en 1963 que aglutinaba en poco más de hora y media los 13 capítulos de la original. Su labor de preservación le conduciría a enamorarse de los seriales de Feuillade y rendirle su particular homenaje como explica al final de su película. El ser especialista en cine de intriga y terror le definían como el perfecto artífice de esta arriesgada empresa, por la responsabilidad de despertar a un mito del cine francés décadas después. Su capacidad de síntesis es loable, aunque reflejar la totalidad de la serie era imposible, así que se obviaron algunas partes.

Y el resultado, para mí, aunque es difícil estar a la altura del genuino serial, me parece que sale muy bien parado. Está realizado con profundo cariño hacia Feuillade, con esencia al folletín de principios del s. XX, aderezado con personajes extraños, héroes, justicieros que tanto gustaban. Muy cuidado, con constantes guiños a la etapa silente en forma de transiciones con cierre o apertura en iris, con intertítulos explicativos, planos vistos desde una cerradura que emulan o me recuerdan a Ferdinand Zecca en “Par le trou de la serrure” (1901), la expresividad de los actores o el libro de Fantômas que lee el detective (Fantômas. Le cercueil vide).

Todo un ejercicio de soberanía fílmica la que exhibe Franju, con una fabulosa puesta en escena, una gran y sofisticada variedad de planos que describen perfectamente con solo la imagen, como debe ser en el buen cine, apoyada en una fotografía intachable y a la altura. Cada escena debería ser analizada a conciencia por la ubicación de la cámara y el tipo de plano elegido, porque este director hace gala de una gran maestría y de aportar su sello con tantas escenas nocturnas, por los tejados de las casas, unas localizaciones llamativas, interiores inquietantes en esos sótanos que recuerdan a “Les yeux sans visage” y un suspense que hace olvidar un guión ingenuo, pero muy de la época silente, sublimándolo con su estética y planteamiento dinámico de muchas escenas. Consigue una combinación perfecta de cine impecable, sostenido por planos secuencia dilatados, con escenas vibrantes, de acción, persecución y sorpresa que hacen mantener el pulso narrativo.

A destacar el atractivo y fascinante plano de presentación de Judex (el mago Channing Pollock, con mucha presencia y elegancia), vestido de forma intachable y disfrazado, con ese recorrido lento desde los pies hasta la cabeza, en que aún no sabemos quién es, escondido bajo una máscara de águila. Subrayada con destreza y estupor por la música de Maurice Jarre, la fiesta de disfraces con el truco de magia con las palomas se vuelve sublime, respaldada por las ocurrentes resonancias a la obra de Max Ernst, emulando sus grabados y pinturas de personas con cabeza de aves que le confieren un bizarro surrealismo. En la serie de 1916 esta escena es mucho más sencilla y vemos que Franju trata de impactar aportando sus ideas.

También destacar la parte de la lucha entre las dos mujeres –una de ellas Diana/Marie, que emula a Musidora, pero ataviada con unas mallas estrechas negras como reconocimiento a Irma Vep, que en el original va vestida con bañador negro– por los tejados, muy propio del cine francés, con gran vistosidad cuando cuelga del tejado hacia el vacío o la escalada libre de los ayudantes para liberar a Judex que permanece atrapado y atado por Diana (una expresiva y genial Francine Bergé) y su novio. Un placer ver a mujeres líderes y activas, villanas, decididas, un pionero Feuillade en eso y del que recoge el testigo Franju añadiendo a otra valiente chica.

Otra que quiero acentuar y que es de las que más me ha gustado ha sido la de la despedida del Castillo de Jacqueline (la misma protagonista de “Les yeux sans visage”, Edith Scob, con esos ojos tan expresivos y melancólicos), la hija del banquero ambicioso, cuando renuncia a su herencia. Un travelling lento y lánguido que pasa por todas las estancias, sin vida, apagadas, nos permite ver y sentir su sentimiento de decepción y desarraigo sin necesidad de un diálogo.

Y la última que quiero reflejar es la genial idea de disfrazar de monja a la villana Diana, como en la portada del libro de Fantômas, con ese genial contraste del bien y el mal, a través de esa religiosa con posturas poco decorosas, encendiéndose un cigarro, manejando un estilete o desnudándose en una secuencia magnífica e irreverente.

Escenas con juego constante de sombras, nocturnidad, misterio, técnicas de espionaje innovadoras que ya se veían en el original. Todo un deleite entretenido y de gran calidad. En definitiva, me ha parecido una obra maestra valiente, que podría haberse hundido en otras manos.



Estrella Millán Sanjuán.


PÉPÉ LE MOKO (1937). Julien Duvivier.


Resulta complicado señalar una sola fase destacada en la carrera de Julien Duvivier. Si bien su aportación al Realismo poético fue clave y engrosó la lista de títulos fundamentales de esa corriente, su aprendizaje con Louis Feuillade y Marcel L’Herbier en la etapa muda le llevaron a dirigir desde 1919 numerosas películas silentes entre las que destaco “Au bonheur des dames” (1930), un ejercicio de narración visual mayúscula a la altura de Murnau.

Posteriormente, en los años 30, consolidó un cine estupendo ya en el sonoro que le condujo a obtener éxitos en su temprana unión con Jean Gabin –al que normalmente asociamos con ese fabuloso tándem con Jean Renoir pero que, en su dilatada carrera, repitió muchas veces con Duvivier, Marcel Carné, Jean Grémillon, Georges Lacombe, Henri Verneuil o Gilles Grangier, por citar varios– un actor con fama de Rey Midas, con el que también trabajó en EEUU, así como a su llegada del exilio americano.

De esa etapa me gustan “Marie Octobre” (1959), “Voici le temps des assassins” (1956), de nuevo con Gabin o “Chair de poule” (1963) con Robert Hossein. Una fase un tanto irregular con incursiones también en la comedia.

Esta película está basada en la novela de Henri La Barthe, con seudónimo Ashelbé, autor también de “Dédée d’Anvers” de Yves Allégret y refleja un ambiente extranjero como ya realizó Duvivier en “La grande relève” (1935), cuyo centro neurálgico fueron el barrio chino de Barcelona, con sus personajes marginales, huidos de la justicia desde París, que se alistan en la Legión (Tercio de extranjeros) y el Rif marroquí, con sus cantinas inmundas entre la lucha contra los rebeldes.

Emplazamientos exóticos –esta vez en la Casbah de Argel, colonia francesa ocupada durante muchos años– a los que volvería dos años después con su relevante “Pépé le Moko”, palabra del argot francés que designa a un marinero con Toulon como puerto de origen en el sur de Francia. Espacios fuera del territorio galo, destino históricamente de inmigrantes de numerosas nacionalidades –tal como se explica en el comienzo de la película para contextualizar la historia con imágenes documentales–, así como refugio de delincuentes y hampones de la época, los cuales sirvieron de inspiración de novelas sobre gánsteres que les otorgaron un halo de romántico misterio y relevancia social, a pesar de sus crímenes.

Tal fue el éxito cosechado por la película en todo el mundo, que rápidamente, al año siguiente se hizo un remake en Hollywood, “Algiers” (1938), tratando de eclipsar la versión francesa. La americana, dirigida por John Cromwell tiene calidad, aunque copia casi plano a plano, descartando los de las prostitutas por esas callejuelas, con un final distinto y con un protagonista, Charles Boyer, que no alcanza la amargura del personaje que destila Gabin, quedándose en solo un papel elegante, pero sin tanta fuerza y desgarro. Hedy Lamarr desprende glamour y presencia –con su primer papel en EEUU que la conduciría al estrellato después de “Éxtasis” (1933)– tal como lo haría Mireille Balin en la francesa, con un magnetismo y luz fabulosos. Pero la estela de la película de Duvivier se alargaría incluso más con ese ambiente foráneo influyendo en “Casablanca” (1942), esta vez en Marruecos; aunque con situaciones y atmósferas parecidas, la historia sería diferente.

Y aún años después se seguiría recordando con otra nueva versión, “Casbah” (1948), de John Berry, más dulcificada y adentrándose en el terreno musical, con números de baile y canciones, pero sin interés, perdiendo la identidad de la francesa.

La pareja Gabin-Balin aporta la dosis de romanticismo entre la espesura de esas historias del Realismo poético, con el denominador común del fatalismo, pesimismo y tragedia que dominaba en Francia, preludio o vaticinio de lo que habría de llegar con la II G.M. Un tándem que funcionó a la perfección en “Gueule d’amour”, del mismo año, y dirigida por Jean Grémillon, con ese espahí interpretado brillantemente por él.

Pépé le Moko es un delincuente con pasión por las joyas huido de París a Argel al que acecha la policía desde hace dos años. Un hombre respetado y querido, con éxito entre las mujeres y un glamour distinguido que exhibe con sus trajes y zapatos de calidad. Refugio eficaz para criminales, la laberíntica Casbah proporciona anonimato, independencia en esa singular amalgama, una suerte de Torre de Babel que fomenta la impunidad. Características de la medina que se asoma al mar de las que se lamenta la policía al inicio, por ser un conjunto de casas pequeñas, vericuetos insondables y sinuosos; terrazas unidas en lo que constituye un entramado arquitectónico inexpugnable en el que la solidaridad es la moneda de cambio entre sus habitantes para subsistir.

Con un inspector local amable, que es capaz de convivir en ese hábitat, éste aguarda pacientemente a que Pépé acuda algún día a la ciudad, espacio abierto y vulnerable donde será apresado. Con otros policías venidos de París con muchas ínfulas y superioridad trazan un plan para adentrarse a la fuerza en esa selvática fortaleza, de la que saldrán mal parados. Propondrán otra idea para conseguir que otros personajes cercanos a él, envidiosos de su popularidad, lo traicionen y en el que una bella turista parisina será el foco de atención, la cual hará picar el anzuelo. El enamoramiento pasional de la joven Gaby desatará los celos de Inès, su amante, que precipitará la desgracia. Le Moko, tan popular y amado en su entorno, como vendido y dejado a su suerte.

Película muy bien narrada, tan optimista en ocasiones, como nostálgica y amarga. Una mirada de embriagada particularidad, que supera la mera historia policíaca, descubriéndose en realidad como una añoranza a lo perdido. A un exilio forzado y secuestro insoportable entre esas callejuelas estrechas que más que la libertad, representan una cárcel sin rejas, un envenenado amparo. Un recuerdo, el de Francia para el protagonista, que personifica en Gaby, comentándole que ella es París, sus olores, sus calles, su gente y su metro. ¿Amor desenfrenado o desabrida melancolía por lo perdido para siempre? Necesidad, cambio, oxígeno, agua, nueva huida, libertad… Muchos personajes del Realismo poético miraban al mar como bálsamo para su enfermedad, su desencanto. Tal y como les pasaba en la película de Marcel Carné “Le quai des brumes”, embrión del noir junto con "Le jour se lève" y esta de Duvivier. Un cine con una especie de malditismo, con destinos insoslayables entre una búsqueda romántica infructuosa.

Esa melancolía está bellamente dibujada con ese plano de Pépé, que se asoma al mar desde su terraza sentado en el muro y también en la canción que interpreta la cantante Fréhel, evocando un pretérito que no volverá con esa foto de su juventud, cantando amargamente sobre la canción del disco con un vibrante y dolorido timbre de voz.

Pero además hay momentos de energía, de especial romanticismo, en el encuentro luminoso de la pareja, o la canción que resuena casi celestial en la calle cantada por un eufórico y fulgurante Gabin, demostrando su pasado laboral en el Folies Bergères o el Moulin Rouge.

La bajada radiante por las cuestas empinadas hacia al puerto donde pretende marcharse con su amada a París provoca una fabulosa emoción. Un montaje casi onírico, enfervorizado, con esos pasos decididos, mirada segura, con fondos algo difuminados, enfatizados por el sentimiento que representa. Esperanzador por la poesía de una libertad deseada, aunque efímera.

Julien Duvivier se maneja con soltura en su puesta en escena, con habilidad para representar los espacios escenográficos de interiores, unos movimientos de cámara limpios, fluidos, muy eficaces, que transitan por los decorados de la Casbah a cargo de Jacques Krauss con gran realismo y atmósfera, sobre todo en los nocturnos, acentuando ese ambiente canallesco y marginal.

Una película que resiste perfectamente el paso del tiempo y con un final desgarrador, tan derrotista y sórdido, que en Hollywood tuvieron que cambiarlo por otro más digerible.



Estrella Millán Sanjuán.


PICK POCKET (1959). Robert Bresson.


Desprenderse de elementos superfluos fue la máxima de Robert Bresson, un director que permaneció fiel a su concepción teórica y singular del lenguaje cinematográfico y que anduvo independientemente por caminos paralelos a otras corrientes coetáneas. Con un reconocido y especial lenguaje económico –despojado de artificios, fruto de una personalidad que progresivamente iba escudriñando en busca de la esencia, de partir de la nada para crear el conjunto–, este director consiguió hacerse un hueco indeleble en la historia del cine francés y mundial, creando un corpus inigualable.

Un creador tan diferente que me obliga a contar esta anécdota: ante las ganas de crear su propia versión del Génesis bíblico, chocó con la megalómana concepción del productor Dino De Laurentiis, cuando le preparó un montón de animales para el episodio del Arca de Noé y Bresson le explicó que solo deseaba rodar las huellas dejadas en la tierra de éstos… Fue inmediatamente despedido y el proyecto lo culminó John Huston con una grandilocuencia poco convincente tan alejada de lo que pretendía el francés. Quedará la duda de cómo habría afrontado un proyecto tan complicado.

Eso era Bresson, reducir al mínimo la expresión con imágenes, sugerir más que enseñar, despertar al espectador, hacerlo activo. Un cine, sin duda, que se alejaba de lo convencional, tal como lo hizo en el género polar. Y así lo advertía al inicio de “Pickpocket”: “Ésta no es una película de estilo policíaco, el autor trata de expresar a través de imágenes y sonidos, la pesadilla de un joven, empujado por su debilidad a una aventura del robo, para la cual no estaba hecho. Pero esta aventura por caminos extraños reunirá a dos almas que, sin ella, quizás nunca se hubieran conocido”. Una aproximación al crimen desde un punto de vista existencial, fruto de una libre adaptación del “Crimen y castigo” de Fiodor Dostoievski, autor con el que mantuvo una estrecha relación literaria en diversas películas como “Quatre nuits d’un rêveur”, “Au hasard Balthazar” o “Une femme douce”.

En ésta, la culpa del delincuente Michel (el actor francouruguayo Martin La Salle) está presente en ese ser asocial, angustiado, solitario y nihilista, abandonado a su suerte, que busca en el perfeccionamiento del robo algo a qué agarrarse, que le dé emoción y su redención a través de sus consecuencias y el amor que encuentra en una chica, también con una existencia atormentada. Un chico que cree en seres superiores en la sociedad tal como argumenta y justifica en su conversación: ”¿No podría admitirse que hombres capaces, inteligentes y además talentosos, incluso geniales, indispensables, pues, para la sociedad, en vez de vegetar toda la vida pudieran desobedecer a la ley?”. Toda una declaración de principios que le llevan a hacer del robo de carteras un arte, leyendo libros de clásicos de famosos delincuentes y ensayando de forma sistemática la destreza de sus dedos en casa y en vivo para conseguir la excelencia ante esos incautos junto a otros compinches (por cierto, un Pierre Étaix que sale muy poquito y que desarrollaría su habilidad con sus manos prestidigitadoras en el corto “Rupture” dos años después). Un tratamiento del robo como arte y deporte, tal como decía el humanista “Pierre de Coubertin”: “El arte quizás sea un deporte, pero el deporte es un arte”, para conseguir un triunfo en cada actuación de las formas más variadas y perfectas, técnica y tácticamente. Acompañadas estas secuencias con la música clásica de J. B. Lulli, que nos deleita en varias ocasiones en la película –aunque abandonaría progresivamente el uso de ésta en el futuro, para darle más protagonismo en momentos necesarios y diegéticos por sí mismos– y que las eleva a lo máximo.

Un film con investigación policial y desarrollo atípico, radical en su propuesta, huyendo de lo clásico; con las elipsis que le caracterizan, la utilización de la parte por el todo en esas atrayentes sinécdoques de su lenguaje con constantes planos de manos en actividad, con vida propia, inteligentes y habilidosas. Un uso del sonido envolvente, muy atractivo, que sugiere más por el oído que la propia imagen en sí, con esas pisadas en las que podemos apreciar la deformación de la piel del calzado al plegarse, la textura de lo que se pisa, los coches en fuera de campo, la voz en off del protagonista, las carreras de caballos…

Seres poco expresivos (sus modelos, con capacidad de espontaneidad que no tendrían los profesionales, según Bresson) que se mueven en un relato real, con una historia sencilla, pero sublimada aun con su contención, frialdad y falta de espectáculo, que sería lo más habitual del género, debido a la maestría de su gramática reducida e impecable para buscar una depuración exquisita.



Estrella Millán Sanjuán.


LE MYSTÈRE DE LA TOUR EIFFEL (1928). Julien Duvivier.


Desde la finalización de la construcción de la torre Eiffel con motivo de la Exposición Universal de 1889 –fecha que marcaba el centenario de la Revolución Francesa–, esta se convirtió en el símbolo de modernidad y vanguardismo en los años 20, asociándose a la imagen de París y, por ende, de Francia. Única, inimitable, se erige inexpugnable sobre la ciudad y por ello no es extraño que las distintas artes realizaran su particular acercamiento y veneración a esa megalómana estructura de hierro construida en unos desenfrenados e inusuales dos años de creación.

La contribución del séptimo arte desde sus albores a la torre Eiffel no fue solo por la expectación levantada, sino debido a que su creador, Gustave Eiffel, era socio de la todopoderosa compañía cinematográfica Gaumont. Previamente, los hermanos Lumière rodaron por primera vez en la historia en 1897 su “Panorama pendant l’ascension de la Tour Eiffel” (adjunto vídeo), en ese afán de reflejo documental de la vida parisina de la época. Un travelling ascendente nos enseña el antiguo edificio del Palacio del Trocadero, demolido en 1935, en un espectacular picado. El ilusionista George Méliès también aportó su visión del símbolo parisino en un lento contrapicado y un posterior travelling ascendente dentro de su trabajo “L’exposition de 1900” (adjunto vídeo).

Entre muchos otros, destaco a René Clair, que plasmó al férreo coloso imitado en todo el mundo para superar en altura, en su deslumbrante “Paris qui dort” (1924). Una película que conjuga perfectamente lo documental y lo poético, en la que el guarda de la torre Eiffel observa con estupor cómo la población parisina yace dormida y estática y solo están despiertos unos turistas recién llegados en avioneta. Disputas, amor, ciencia ficción, se dan cita en esta singular visión de la torre con unas vistas y planos esplendorosos. Este director también la rodaría en 1928 con su documental de aire vanguardista de catorce minutos titulado “La tour” (adjunto vídeo), en el que se habla del creador, los planos, los cimientos y proceso de construcción. El travelling por esos ascensores, así como las estructuras, contrapesos, escaleras y engranajes que conforman el corazón de ese ingente armazón por dentro y entramado de cables, constituyen todo un homenaje que le confiere una dimensión orgánica, con pulso, muy viva.

La fotógrafa Lucie Derain también dejaría su huella en 1927 en "Harmonies de Paris" (adjunto vídeo). Abel Gance, en esa megalómana y fallida visión de la destrucción del mundo que fue “La fin du monde” (1931), le dedicó una parte a la torre en el vibrante epílogo que sí merece bastante la pena. En "Ninotchka" (1939), de Ernst Lubitsch, Greta Garbo es acompañada a la torre desde donde ven la panorámica. El actor y director Burgess Meredith, en su versión de otra película de Julien Duvivier sobre la que escribí ("La tête d’un homme”), también recurrió a una disputa y persecución por esta mole de hierro en “L’homme de la tour Eiffel” (1949), con protagonismo de un Maigret, interpretado por Charles Laughton.

Les quatre cents coups” (1959), de François Truffaut y “Zazie dans le métro” (1960), de Louis Malle, son otros ejemplos de culto a la estructura metálica, que no pasa desapercibida si el centro neurálgico es la capital parisina.

Espacio espectacular para ciencia ficción, romanticismo, documental, pero también para intriga policíaca en trepidantes persecuciones y habilidades que desafiaban alturas en ese punto de fuga infinito al cielo que significa este icono francés. Por ello, Julien Duvivier acudió con su película “Le mystère de la tour Eiffel” a ella para efectuar una de las acciones policiales más destacadas de su época, por supuesto, pero que aún deslumbran por la dificultad y peligrosidad que ahí se exhiben.

Una historia, homenaje a los seriales del fecundo Louis Feuillade, (autor de "Les vampires" y "Judex") como el grandioso “Fantômas” (1913-14), que tanto apreciaban en la época y que su aire folletinesco evoca a la perfección Duvivier, con villanos, crimen e investigación policial.

Una película de más de dos horas por la que desfilan personajes extravagantes como dos socios que hacen de siameses falsos en esa época en la que el cine se fusionaba con espectáculos de feria, siendo uno de ellos llamado para el cobro de una gran suma de dinero producto de una herencia. La trampa del socio para hacerse con el dinero suplantando su identidad y la intromisión de una sociedad criminal organizada llamada Ku-Klux Eiffel, cuyo epicentro trabaja en la torre para expandir su información a Europa vía radio, generan una historia rocambolesca muy entretenida con esencia vanguardista en algunos momentos.

La intervención de la policía, del agraviado, las fechorías de la organización criminal dan como resultado un vibrante seguimiento que confluye por las estructuras de la Torre Eiffel, con unos planos casi imposibles, difíciles, con un maestría fuera de toda duda de Duvivier. Merece la pena el camino hasta llegar a esos últimos y sorprendentes veinte minutos finales, con disparos, acoso, caídas al vacío, pero entre medias, destaco los planos del interior del castillo donde es secuestrado Achille, con esos espacios grandes y los miembros con sus trajes parecidos al Ku Klux Klan, en unos vistosos planos que generan inquietud en lo que sería de las primeras veces en rodar una sociedad secreta, que tanto cine generaría posteriormente, si bien el tono es relajado y cómico.

Y a destacar también los de la conducción por sinuosas y empinadas carreteras de montaña, con persecución de avioneta incluida, además de enérgicos planos subjetivos, aéreos, precipicios y la cámara colocada en el suelo con el coche pasando por encima, que se hizo tan frecuente con posterioridad y que resulta impactante.

Reflejar también la pesadilla de uno de los protagonistas que está también muy bien resuelta con un juego de sombras chinescas que se proyectan en la pared del dormitorio.

Todo un entramado argumental de folletín, muy bien hilvanado en el proceso y rematado al finalizar en la torre Eiffel, que exhibe orgullosa su potencial para las posibilidades del cine, con su multitud de encuadres vertiginosos, ubicaciones de la cámara, desplazamientos temerarios de los dobles, travellings y grúas colocados con pericia por Duvivier.

Un disfrute agónico y singular.


Estrella Millán Sanjuán.



LES PORTES DE LA NUIT (1946). Marcel Carné.


Que Marcel Carné es un director fundamental en el cine clásico francés está fuera de toda duda. Ya comenté en otras publicaciones que me apena el carácter de segunda que se le intentó atribuir por la crítica de “Cahiers du cinéma”, pues cuanta más obra veo suya, más merece mi respeto y también me alegro de las muchas voces favorables y de reivindicación hacia su tipo de cine, testimonio de una época clave de la historia francesa que impregnó su trabajo de una atmósfera muy concreta.

Uno de sus mayores aciertos fue rodearse de un excelente equipo para materializar sus ideas. Los diálogos de Jacques Prévert, la fotografía de Agostini, la dirección artística de Trauner, las canciones elegidas, dan como resultado que esta película reúna elementos que transcendieron la propia obra, permaneciendo en la historia de Francia posteriormente con entidad propia, pero deudoras de la que las engendró.

El comienzo parece respirar vitalidad: una panorámica lenta de una parte de París nos deleita con una estupenda fotografía de una ciudad todavía de día. El narrador nos habla del maravilloso verano de la “Libération” después de la ocupación alemana en la 2ª Guerra Mundial, un episodio de aquel agosto de 1944 que insufló oxígeno a aquel París. Sin embargo, da un giro y nos describe la metáfora de la tristeza y frialdad del siguiente invierno en el que se aprecian las consecuencias de la guerra. Rápidamente observamos desde arriba venir un metro a toda prisa, seguido de un plano vertiginoso dorsal del conductor por las vías, introduciéndonos en las gentes que viajan apelotonadas y en el que Carné nos obliga a montar sin poder bajarnos hasta el final del relato. Su puesta en escena nos presenta al protagonista Diego, que es observado fijamente en el vagón por otro hombre de forma molesta incluso, pero que será determinante en su próxima noche.

Lo que se desarrolla después es una intrahistoria en la que la historia principal sobre la deseada finalización de la guerra pasa a un segundo plano, si bien está en el espíritu de ésta. El director vuelve a la fórmula por la que se mueve con tanta destreza: ambientes cerrados, personas que confluyen en ese entorno claustrofóbico y que están destinadas a crear una amalgama de existencias marcadas por la fatalidad. Parecido a la maravilla “Le quai des brumes”, si bien ésta fue contextualizada antes de la contienda o también en esa joya que es “Hôtel du nord”, también en ambientes espesos y angostos, o “Le jour se lève”, relato trágico de un antihéroe atrincherado 24 horas en su buhardilla esperando su muerte por la policía.

En el bloque de un barrio de clase obrera, regentado por el avaro Sénéchal, se dan cita múltiples vecinos, que se definieron atendiendo a sus circunstancias y conciencia durante el intervencionismo nazi. Con unos excelentes diálogos creados por Prévert, asistimos a un estudio de la condición humana. Algunos vecinos malviven del mercado negro ambulante por su necesidad y familia numerosa, otros sacaron buena tajada económica con la colaboración con los alemanes y venden recursos de primera necesidad a precio elevado a sus vecinos; otros permanecieron fieles a sus ideales formando parte de la “Résistance” y otro, considerado un héroe, no fue sino un delator y colaboracionista en interrogatorios de gente allegada y testigo cómplice de sus torturas. Eso es una situación totalmente real que es difícil de sostener terminada la ocupación y que Marcel resuelve de la mejor forma, proporcionando a cada uno su destino, personificado en un “clochard”, un vagabundo que se aparece de la nada a cada persona, avisándole de su futuro.

Me maravilla la perfecta conjunción de un tardío realismo poético, al que volvió después de la censura alemana, con la magia y fantasía de la introducción de este enigmático personaje del destino o muerte. No pierde un ápice de verosimilitud, sustentada por la excelsa interpretación de Jean Vilar, cuya mirada e interacción congela hasta al más audaz de esta historia. Él va apareciéndose a cada personaje del relato para bien o para mal, previniendo, augurando su futuro, en un simbolismo muy creíble y certero. La mejor interpretación del film.

El vagabundo es el punto de encuentro de toda esta historia coral en la que inexorablemente van entrelazándose unos con otros. Diego (Yves Montand), miembro de la resistencia se encuentra con su viejo amigo Georges al que creía fusilado. Para celebrarlo van a un restaurante en el que el vagabundo al que vio en el metro le predice que esa noche conocerá a la mujer de su vida, pero que serán horas trágicas. Aquí Carné presenta la escena de forma excelsa, con la visión a través de las ventanas, que son su sello, de Malou (Nathalie Nattier) en un coche, de la que Diego se enamora al instante. Esta bella mujer abandona esa noche a su colaboracionista y rico marido, va a visitar a su padre, que es Sénéchal, al que lleva años sin ver por maltrato a su madre. Su hermano es Guy, un prepotente fascista que pretende huir a España donde encontrará refugio entre los franquistas y que propiciará con su egoísmo y cobardía el drama final escrito como una tragedia griega. Sólo se libran del triste final una pareja joven a la que el vagabundo empuja a su enamoramiento y los niños del bloque que, con su mimo a una gata recién parida, reflejan la solidaridad y la esperanza en una regeneración de la sociedad tocada y hundida por la guerra.

Y todos estos cambios ocurren en una sola noche, en las que la puertas se abren o se cierran a la muerte dependiendo de las personas. Un relato deprimente, al que ni el mismo Destino da crédito, expresando su queja porque su misión es prevenir, pero percibe que algunas personas buscan sus propias complicaciones con tal de saborear instantes de amor verdadero que den sentido a sus vidas.

Carné desarrolla momentos dentro de la crudeza del relato muy poéticos, como el acercamiento físico de la pareja joven de enamorados en la calle y el plano del beso que los descubre debajo del puente mientras el padre la busca desesperadamente. El vals entre Malou y Diego plenamente entregados entre el material sacado de demolición apilado en el taller de Sénéchal… Una música y ambiente entre estatuas clásicas, rejas antiguas, maderas, con un resultado estético impecable. Y la imagen final de Diego entre rejas subiendo la escalera del metro atrapado en su agonía. Los momentos musicales son importantes: la canción callejera entre el bullicio de una ciudad despierta y libre entre gritos de "liberté, egalité y fraternité" de un vendedor ambulante es sublime. La canción de “Les feuilles mortes” que suena varias veces y que canta Diego, con la ayuda de la armónica del vagabundo, tuvo un éxito increíble y que posteriormente popularizó Yves Montand, más conocido por su faceta de cantante, que de actor. Fue escrita por Prévert y la música corrió a cargo de Kosma, con un lirismo melancólico muy hermoso: “… Y el mar borra en la arena las huellas de los amantes separados…”

La fotografía y escenarios recrean a la perfección la atmósfera brumosa del relato, sin ellas no sería igual, la define perfectamente.

Sin embargo esta película tuvo poca aceptación en su estreno. Creo que Carné estaba deseando de expresar su repulsa a la injusta ocupación nazi, pero fue demasiado pronto. No es que reabriera heridas, es que todavía estaban sangrando y la sociedad tenía muy presente cómo se había dividido miserablemente frente al horror, siendo enemigos entre ellos por necesidad, egoísmo o ventajismo. Las situaciones extremas sacan lo peor de nosotros mismos.

Una gran película, muy certera a pesar de su deliberado toque “naif” en algunos momentos, en el que también se caricaturiza un poco a los personajes de escasa nobleza y colaboracionistas y se ensalza demasiado a los pertenecientes a la resistencia. Pero no por ello desmerece el objetivo de ésta, que me parece totalmente necesario. En España nunca llegó a estrenarse, así que la denuncia estaba bien realizada. Sólo me hubiera parecido plenamente redonda si Jean Gabin hubiera aceptado el papel protagonista, del que se echó atrás en el último momento. Con recordarle en "Le quai des brumes" y "Le jour se lève" se eriza el vello. Montand en su debut como actor está correcto, pero en mi opinión, le falta fuerza en momentos claves de la narración.

La recomiendo. Un cine que no hay que olvidar.



Estrella Millán Sanjuán.


LEUR DERNIÈRE NUIT (1953). Georges Lacombe.


Jean Gabin fue uno de los actores más prolíficos de Francia. Si buscas cine francés de varias épocas, es muy habitual encontrártelo entre sus intérpretes. Una estrella de cine que, con su sola presencia, provocaba que las películas adquirieran más resonancia y solidez. Si añadimos sus certeras interpretaciones con personajes inolvidables, con un poso melancólico, pesimista y seductor, el éxito estaba asegurado.

En esta podemos decir que es, junto con “Touchez pas au grisbi” (1954), de Jacques Becker, la que relanzó una segunda carrera, después de la etapa americana en su exilio y un bajón posterior en sus logros. Un camino hacia el polar francés que consolidaría una de las carreras más solidas del cine galo y a uno de sus actores más queridos y reconocidos mundialmente.

Esta película de Lacombe es bastante interesante. El comienzo en esa pensión parisina llamada “Duc d’Aumale, con la certera descripción de cada personaje – el Presidente del tribunal retirado, la hija estudiante de los dueños, la simpática adivina, el escéptico, la servicial dueña, la profesora de inglés recién llegada y el jefe en funciones de la biblioteca pública – te conduce a un relato de esos en que las vidas parecen que van a entrecruzarse en su totalidad debido a la convivencia forzada en esas comidas y salitas contiguas, de las que no puedes desprenderte. Algo parecido a la gran película coral “Separate tables” (1958), de Delbert Mann con ese aire teatral en que las intimidades de cada uno son difíciles de esconder y, al final terminan por salir a la luz por el chismorreo, creando lazos como si de una gran familia se tratase, con sus más y sus menos.

Pero este relato va más allá y se adentra en personas que llevan una doble vida construidas sobre grandes decepciones y traumas difíciles de sostener.

La frase del cura que habla con Madeleine (Madeleine Robinson) en el tren – la profesora que llega a París desde Limoges envuelta en secretismo –, parece augurar el contexto que se va a encontrar: “En esta ciudad hay muchas iglesias, pero muchos lugares de perdición”. El director va describiendo muy bien a los personajes principales con sus gestos, conducta y posterior giro inesperado de guión. El señor Ruffin (Jean Gabin) es el jefe de la Biblioteca en funciones por la muerte del anterior, siendo ascendido entre el reconocimiento de sus compañeros y el representante municipal. Un hombre muy discreto, refinado, educado, servicial y competente en su trabajo, al que no se le conocen parejas, ni devaneos; esquivo en el amor.

Ni siquiera la llegada de esta guapa y joven chica parece interesarle lo más mínimo, aunque posteriormente vemos que le busca trabajo en una Escuela privada de chicas por sus buenos contactos. La secuencia de Madeleine tratando de encontrar distintos colegios para que la contraten y paseando desconsolada por un París más desconocido y melancólico es muy bella. Siempre vemos distintos puentes en esta película en diferentes contextos, con una fotografía triste y plomiza, en ambientes más marginales.

Después se nos va ofreciendo más matices de ella como profesora entregada, vocacional, con la que la directora está muy satisfecha. Ya conocemos algo turbio en Pierre Ruffin, percibiendo que no es tan íntegro como parecía y el interés de Madeleine por él nos inquieta por su candidez. Esa situación la resuelve muy bien Lacombe cuando la pareja sube por unas escaleras con una barandilla que los separa físicamente, aumentando esa sensación de polaridad y, también con el diálogo que mantienen. Ella le comenta que les ha pedido a sus alumnas un comentario de texto sobre la frase “el camino de la virtud conduce a la felicidad”, a lo que él responde irónicamente que “no debe haber mucho embotellamiento en esa carretera, aburrida e interminable y que todo el mundo termina por tomar un atajo”. Es un ser muy escéptico y frío.

Poco a poco con maestría se van perfilando y dibujando los personajes con trazo más fino y vamos asistiendo al acercamiento y pequeñas confesiones de ella hacia él, como que huyó a París “por un marido loco”, del que se niega a hablar más.

La cita en un lugar inhóspito industrial con unos jóvenes por parte del bibliotecario en un coche, nos pone en alerta con una genial elipsis enlazada con los disparos que se escuchan en la siguiente escena en la radio de la pensión, con la novela “Crime et mystère”. A partir de aquí ya sabemos a qué se dedica Ruffin y también la profesora que ve reflejado en el espejo la herida sangrante en su espalda.

El giro hacia un film policíaco está bien conseguido con ese atraco frustrado, la persecución, huida y encierro en otra pensión por prófugo. Es una mezcla de cine noir con el realismo poético de antaño, un homenaje a esa etapa, sobretodo a Marcel Carné, del que tiene reminiscencias muy claras en dos personajes como el fugado del ejército en “Le quai des brumes” (1938), que después de enamorarse quiere continuar su vida embarcándose hacia Sudamérica, como quiere hacerlo Pierre hacia Bélgica en una barcaza. O el atrincherado en su buhardilla que aguarda a que la policía lo acose y detenga en “Le jour se lève” (1939). Seres inadaptados, marginales, subversivos, pasionales; aunque Lacombe da un paso más y dibuja a su protagonista como un hombre querido y respetado, plenamente integrado, pero al que un favor en su etapa de médico en el pasado le hace dar un vuelco a su vida, integrándose en una vertiginosa doble vida secreta en el crimen organizado y una sugerente ambigüedad.

Su refinamiento está muy bien descrito en el encuentro que tiene con un chico joven de su banda en el Museo Rodin, rodeado de sus voluptuosas esculturas como las de “El beso” o “La mano de Dios”. Ensimismado con la pureza de líneas del escultor recrimina al chico su falta de presencia y su vulgaridad.

Un relato que conserva ese fatalismo propio de los años 30, principios de los 40 de Renoir, Duvivier y Grémillon, con sus atmósferas intrigantes en esas localizaciones en zonas de fábricas, portuarias y marginales con una espléndida fotografía de Philippe Agostini que trabajó con Carné , Bresson y Ophüls, entre otros.

Una recreación excelente para estos seres atormentados que se reconocen y se atraen con un especial magnetismo extraído de experiencias traumáticas. Personas destinadas a unirse en el amor, las ansias de libertad, el encierro y lo fatídico. Con un final angustiante rodeado de numerosa policía, escondiéndose en el “Quai de Bourdonnais”, entre barcazas, ladrillos y bloques de construcción.

Son numerosas las películas en que Jean Gabin está relacionado con el agua o el mar, destacando esta, “Le quai des brumes” o “Remorques”, de Jean Grémillon, en los que el encuentro con este medio es clave para su existencia. Como lo fue en la realidad, con su desempeño como marino en la II Guerra Mundial y su deseo de que arrojaran sus cenizas al mar.

Un grande.


Estrella Millán Sanjuán.



LES SCÉLÉRATS (1960). Robert Hossein.


Como ya hizo en “Les salauds vont en enfer” (1955) –película que comenté hace un mes con una calidad y puesta en escena estupendas–, Hossein recurre de nuevo a Frédéric Dard, escritor especialista en género noir, que adapta su novela homónima y escribe los diálogos.

Este director sabía desenvolverse a la perfección en escenarios interiores, a los que dotaba de gran tensión por las relaciones humanas enérgicas que se generaban en esos espacios reducidos. En esta ocasión abandona cabañas solitarias en la playa como en su ópera prima y en “Point de chute” (1970) para efectuar un recorrido hacia París, en concreto a los suburbios del oeste, zona que a partir de los 50 experimentaría una transformación debido a la colonización de la clase social alta con sus fastuosas casas de diseño. Barrios tradicionalmente miserables que, paradójicamente, irían despareciendo para convertirse en zonas residenciales de lujo, aunque durante esa transición, habría espacios comunes o cercanos en que la convivencia dispar de recursos y nivel socioeconómico era algo cotidiano.

Aunque cuesta creer, por la recreación en los estudios Boulogne que hubiera tanta proximidad entre la casa de los Rooland –una pareja americana que recala en Francia por el trabajo de Jess, el marido (Robert Hossein)– y la de la familia de clase baja que vive justo en frente, está bien planteado. Esa singular espacialidad con una calle oscura y estrecha que los separa en realidad le confiere un sabor teatral por servir ese impactante hogar de escaparate o escenario con esas grandes cristaleras que exponen insultantemente su esplendor y forma de vida diametralmente opuesta a ese matrimonio y su hija de veinte años que se asoman por su minúscula ventana fascinados por la opulencia y el contraste. Luz, modernidad, espacios diáfanos, gran salón y cocina, escaleras exentas, alfombras, decoración ostentosa, se filtran cada noche eclipsando la deteriorada edificación de ladrillo oscuro sin pudor y rebasando la línea que divide mundos antagónicos.

Esta atracción y fascinación se traduce en realidad en una lucha de clases, pues la joven –una chica solitaria y extraña– cada día observa minuciosamente cada metro cuadrado de la vivienda, los movimientos del matrimonio, horarios, lujoso coche y diálogos, tejiendo una tela de araña en la que pronto caerán. A pesar de su aspecto cándido, una mente calculadora le hará introducirse como criada de la pareja, accediendo a un mundo codiciado que la deslumbrará.

Los padres deseosos del sueldo de la hija y contentos con sus aspiraciones y sueños que ellos nunca tuvieron –él, pintor que espera un futuro mejor y ella, una mujer muy práctica por la necesidad– curiosean todo el día y velan por ella, ya que la excentricidad y extraña actitud de la pareja les causa recelo. Un matrimonio que esparce su intimidad por doquier entre reproches, disputas, frialdad absoluta en el trato –hasta se hablan en idiomas distintos, ruso e inglés, que enfatiza más su incomunicación– y que genera inquietud cuando ella le dice “killer” arrojando un vaso de whisky en su coche.

Hossein envuelve en misterio y suspense la historia, (narrada en primera persona con una constante voz en off), pues nos queda la duda de por qué Thelma (Michèle Morgan) es alcohólica y odia a su taciturno y enigmático marido, que parece que en el pasado realizó algo reprobable. Este estado de vulnerabilidad y desamor lo aprovecha la criada Louise, que intenta un acercamiento a Jess para desestabilizar la pareja e introducirse de lleno en un universo al que no pertenece, pero que le permite observar victoriosa a sus padres en la ruinosa casa de enfrente desde un ángulo opuesto.

Una serie de acontecimientos precipitará un dramático desenlace que colocará a cada uno en su sitio de origen. He leído que la novela era más sórdida y que la chica se describía más joven y con más malas artes, así como que convivía con un padrastro y era mucho más infeliz, lo cual justificaría más aún sus ganas de salir del agujero y querer progresar a toda costa. El destello de esa pareja americana, con su clase y nivel social representan la esperanza, seducida por la adoración a esa cultura que se presupone por el poster de James Dean que cuelga en la pared de su inmunda habitación.

La habilidad del director para ofrecer planos desde las dos casas y escenas en interiores enfatiza mucho la sensación de opresión y tristeza constante del matrimonio y su ahogo. Solo hay una escena en el aeropuerto y las escenas claves del tren, las demás orbitan en esa casa con distintos niveles incluso en la misma planta salvados por escaleras que simbolizan obstáculos, separación y relación de poder.

La aportación de su padre, André Hossein, de la música jazzística es un gran complemento, proporcionando melancolía en los momentos de desidia y desazón de ese matrimonio roto, y nervio en las secuencias de intensidad y desgarro.

A continuación, como la puesta en escena me parece magnífica, aprovechando cada elemento como lenguaje visual, os invito a ver los numerosos fotogramas que he elegido y comentado los más relevantes. En algunos aviso que doy datos claves sobre el argumento, por si no se ha visto la película.



Estrella Millán Sanjuán.


REMORQUES (1941). Jean Grémillon.

(Remordimientos)


El cine francés me ha gustado siempre, pero tengo mis preferencias por algunas corrientes o movimientos. El REALISMO POÉTICO me ha llamado la atención por su especial ambientación e iluminación, deudora claramente del excelente expresionismo alemán, aunque con más sutileza y menos acento. Esas historias cargadas de fatalidad, con un destino imposible de esquivar cual tragedia griega, atmósferas imposibles, brumas, personajes marginales con un componente psicológico que se encuentran en situaciones extremas de sus existencias, amores imposibles y lucha social, me subyugan.

Esta corriente bebe del Naturalismo literario también y nace como consecuencia de la Gran depresión de 1929 que propició la crisis de las grandes productoras francesas, lo cual hizo surgir una serie de directores, guionistas, escritores y directores artísticos que trabajaron conjuntamente y dejaron un legado artístico de renombre. Tal es así, que el neorrealismo italiano y el cine negro americano se inspiraron en el realismo poético. Así que su principal obra se desarrolló cuando empezó el cine sonoro hasta la II Guerra Mundial, la cual también estaba influida por el ambiente de pesimismo preguerra que inundaba Francia y Europa por el advenimiento de la contienda que duró seis años.

He visto bastante cine de sus más representativos directores – Renoir, Carné, Duvivier, Vigo, Feyder, … – pero tenía pendiente a Grémillon. Por una publicación de Miguel Martín de una gran película con tintes feministas, “L’amour d’une femme” (1953), que he disfrutado mucho, me decidí por fin a ver su etapa anterior. Y la sorpresa ha sido muy grata.

Descubrir personajes aislados, con delitos por asesinato como en “La petite Lise” (1930), me llevaban al Jean Gabin de “La grande relève” (1935), de Duvivier, que recala en Barcelona huyendo y se alista en la Legión de extranjeros. Deleitarme en “Gueule d’amour” (1937), de nuevo con Jean Gabin pasando de ser un espahí con aires donjuanescos que hace suspirar a las mujeres, a un pelele en manos de una bella femme fatale con un destino trágico por amor. Una mujer parecida, por oficio y destrucción del hombre, al personaje de “La chienne”, (1931) de Jean Renoir. Mujeres que se anticiparon a la mujer fatal del cine negro.

Y con “REMORQUES” asistir al placer de ver a la pareja del momento. Si Jean Gabin y Michel Simon fueron dos de los actores más emblemáticos de esta corriente, la pareja que formaron Gabin y Michèle Morgan fue una parada imprescindible en esa etapa. Su especial compenetración y química en “Le quai des brumes” (1937) de Marcel Carné, propiciaron esta nueva película de Grémillon en la que lucen su esplendor y complicidad en cada escena en que comparten la pantalla. En la historia del cine hay parejas que pasan a la eternidad y ésta es una de ellas, dejándonos imágenes intensas y dramáticas que nos atrapan.

Ésta es una historia de interrupciones constantes a causa de diferentes factores, uno de ellos, esos trabajos que exigen una dedicación casi absoluta como son las personas que trabajan para los demás en situaciones de catástrofes o adversas.

André es un patrón de un remolcador (Cyclon) que se dedica a traer a puerto barcos que se quedan en alta mar. En una llamada de auxilio, todos sus trabajadores deben parar la celebración de una boda para acudir a la emergencia. La secuencia de la tempestad y la búsqueda no pudo rodarse de verdad en el mar, pues esta historia no sólo habla de las interrupciones vitales, sino que esas mismas contingencias le ocurrieron de verdad al director por el comienzo de la II G.M. Interrupciones que paralizaron este gran proyecto en dos ocasiones, pero que, por fin, se estrenó tiempo después. Y la verdad, es que poco importa que se note que los barcos son maquetas en esos planos generales, intercalados con otros planos medios de los marineros superpuestos a un mar embravecido. La música, el montaje y la oscuridad de la noche matizan mucho la secuencia, que no está exenta de dramatismo.

Pero las suspensiones más interesantes se dan en las relaciones personales que jalonan esta película. André está casado, pero no es feliz. A pesar de su entregada mujer, es un hombre esquivo, malhumorado y entregado a su trabajo. Este personaje me recuerda al de Cary Grant en “Only angels have wings” (1939) de Howard Hawks, en el que encontrar el amor es algo secundario para él, pero necesario.

El patrón de barco nunca ha engañado a su mujer hasta que se topa en el salvamento con Catherine (Michèle Morgan) que dinamita su existencia. Los diálogos que mantienen, creados por Jacques Prévert, muestran la psicología de esta pareja que abandona a las suyas al momento por un destino inexorable.

En esta película no hay apenas planos con excesiva luz, al contrario, suelen ser nocturnos, en interiores, con brumas, sombras. Ni en la escena en que pasean por la playa brilla del todo el sol, sino que las sombras de las nubes se proyectan sobre la pareja, presagiando su futuro. Mientras caminan vemos las sombras de sus piernas en la arena repleta de algas y desechos provenientes del fondo del mar como consecuencia del temporal habido. Un poético plano muy simbólico de lo que vendrá.

La secuencia en la casa de visitantes también es muy bella. Los interiores están muy estilizados, con sombras, techos altos, vigas, buhardillas, escaleras por las que desaparece Catherine y busca ansiosamente André. El único plano con destello es cuando la encuentra en la ventana, muy bella, despojándonos por un instante de la constante amargura y espesura del relato. Pero durará poco ese optimismo, porque a continuación, después de un intenso beso, los amantes se alejan en fuera de campo quedando para nosotros sus alargadas sombras en el suelo que avanzan tristemente y en primer plano una estrella de mar en la ventana encontrada en la playa, que será el símbolo de su amor.

En realidad, nunca estos amantes disfrutan de su relación. El haberse encontrado en un medio hostil como el mar en un crudo temporal, les augura un futuro inestable. Marcado por numerosas contingencias y, sobretodo, por el deber y la obligación de un oficio que no conoce ataduras, ni repara en lo imprescindible para sentirse vivo. La expresión vacía final de Gabin no puede ser más elocuente.

La recomiendo.


Estrella Millán Sanjuán.



MÉNILMONTANT (1926). Dimitri Kirsanoff.


Los orígenes del polar se encuentran en estas joyas del cine mudo con su plasmación de crímenes, suburbios de París alejados de su idílica imagen, prostitución, miseria y abandono social. De hecho, el director seguiría en los '50 haciendo polar, tal como publiqué hace unos días con "Le crâneur".

Este excelente mediometraje del músico ruso y director emigrado a Francia lo cité en un texto largo hace meses, entre otros muchos de los inicios del género no solo por la temática, sino por ser una obra sin igual, donde confluían la vanguardia -con una narración visual por momentos expresionista en ese ambiente y sombras nocturnos, pero a la vez en muchos otros momentos disfrutamos de ese impresionismo con mensajes visuales sobreimpresos del estado emocional de los personajes-, como un montaje acelerado y febril deudor de los soviéticos en el pulso urbano parisino; algún pasaje del naturalismo de Jean Renoir en el campo y río, así como ya se establecía con gran intuición un puente con lo que vendría poco después como fue el Realismo poético o el neorrealismo en esa preocupación social por las clases desfavorecidas y situaciones que dialogan sobre la miseria.

Todo un despliegue visual que no necesita ni un intertítulo haciendo verdadero eso que decía un coetáneo suyo, Jean Epstein, de que "el cine está hecho para narrar con las imágenes y no con las palabras" y que está magistralmente planteado por un montaje y cámaras vivos, ágiles y con nervio cuando lo requiere la narración en episodios violentos o urbanos y sosegado, deteniéndose en delicadas sobreimpresiones o el barrio Ménilmonant para describir sentimientos y emociones.

Muchos de ellos sostenidos por el bello y expresivo primer plano de Nadia Sibirskaïa, que dirige con su exquisita interpretación la historia de estas dos hermanas que se quedan huérfanas por el cruel asesinato de sus padres (muy bien contado, con un rápido y elípitico montaje), que no tienen más remedio que mudarse a París a trabajar en una fábrica, malviviendo en un barrio del extrarradio y mezclándose con lo peor de sus moradores y supervivientes de una sociedad dividida económicamente.


Estrella Millán Sanjuán.



DÉDÉE D'ANVERS (1948).

Yves Allégret.


Basada en la novela homónima de Ashelbé, seudónimo de Henri La Barthe, que escribió también "Pépé le Moko", y contextualizada en Amberes en plena posguerra, la película nos muestra nada más que dos ambientes de la ciudad. Un melancólico puerto envuelto en una atmósfera insalubre con esa humedad y bruma perpetua y la calle e interior del prostíbulo donde vive y trabaja la protagonista, Dédée (Simone Signoret), la más cara y deseada por los clientes por su frescura, belleza y juventud y que observa desde su ventana cada día al amanecer el inhóspito muelle industrial que hay en frente, cuando ella se acuesta y los trabajadores empiezan su jornada muy temprano. El club constituye el lugar y cobijo de numerosos hombres que encuentran un ambiente aislado de un entorno conflictivo en las calles y de asfixiante existencia, con el contraste de optimismo, diversión que se respira y mujeres en apariencia felices, pero que van otoñándose y envejeciendo, mientras siguen esperando salir de la situación por sus propios medios o esperanzadas en que un hombre se enamore de ellas mientras disimulan canas y arrugas.

Dédée sale al puerto al amanecer después de trabajar toda la noche a oxigenarse y ver llegar los barcos en una imagen muy bella en la que siempre conserva la esperanza de cambio en ese país al que emigró y que le albergue un golpe de suerte. Su anhelo llega en forma de capitán de un barco mercante italiano, hastiado de la vida también y que tendrá que enfrentarse al proxeneta y portero del local que cada día maltrata, explota y duerme con ella. Un ser sin escrúpulos, que trafica con cocaína y tratará por todos sus medios que la pareja enamorada no persiga sus sueños.

Peleas callejeras bastante violentas para la época, ambiente hostil, nocturnidad, amor pasional con numerosas trabas, desertores, crimen premeditado y cobarde con otro ineludible, forman un entramado muy bien ensamblado con tensión que va in crescendo y una buena dirección artística. El ambiente portuario está muy bien diseñado, con esa mezcla de sordidez y esperanza de huida que siempre simboliza el mar, así como las calles con pavimentos mojados, oscuras, con sombras que ahogan a los personajes. Muy influenciada y deudora del Realismo poético, en especial respira la esencia del cine desencantado y excelente de Marcel Carné anterior. Un déjà vu que no importa revivir, aunque no haya diálogos de Jacques Prévert, porque conserva ese encanto poético revestido de amargura y fatalismo que siempre funciona a pesar del pesimismo que destila.

A destacar la interpretación de una joven y preciosa Signoret, que hace como en otras ocasiones de prostituta, dirigida por su entonces marido Allégret, muy parecida en belleza a su papel en "Macadam" (1945), de Feyder. Y también el dueño del club, interpretado por Bernard Blier, en un papel comprensivo, pero firme a la vez y vital para Dédée, por la protección que le proporciona.

Un cine con sabor antiguo, pero estupendo de ver por contar la sordidez de una forma atrayente, de un director que ya me conquistó cuando vi "Une si jolie petite plage", que dirigiría un año después, depositaria también de desesperanza y de la que escribiría una reseña en este grupo hace poco.





Estrella Millán Sanjuán.



DUELLE (1976). Jacques Rivette.


Me gusta buscar para este grupo películas que se supone que pertenecen al noir, pero en realidad ello es casi una excusa para construir un mundo particular alrededor de él, tal como publiqué sobre las de Pialat y Brisseau.

En este caso, es la apuesta más atípica con la que me he enfrentado de esos tres directores que nombro. Se nota que Rivette es un amante del género, por sus continuas referencias a películas americanas en el argumento y en escenarios, pero resulta, en todo caso, una bizarra revisión o deconstrucción del noir por muchos motivos.

Una vuelta de tuerca que mezcla un cine negro muy estilizado, diálogos ampulosos, citas y espacios especulares que remiten a Jean Cocteau en su especial fantasía. Lo de menos es el argumento, sino la forma de expresarlo con imágenes. El director juega con espacios teatrales por los que deambulan o más bien flotan los personajes femeninos, que son las protagonistas absolutas del film. La película posee una especial cadencia, escenas muy enigmáticas, incluso crípticas y personajes fantasmales que hacen que la historia sea algo complicada de seguir hasta que se descifran los personajes y sus motivaciones.

El sonido tiene un papel importante, diegético, con ese pianista con música en directo que aparece en muchas escenas, así como el uso del color y la oscuridad, que ofrecen una atmósfera espesa y cargada de irrealidad bastante atractiva. Rivette dota de una singular y magnética extrañeza a la cinta y consigue que jamás sepas hacia dónde se va a dirigir, generando incertidumbre constante; te invita a estar muy pendiente por lo que se dice, lo que se escucha (pasos, movimientos de los actores, música,...) y lo que se expresa con la puesta en escena, casi siempre en interiores-escenarios muy cuidados y con esencia pictórica. La información es escasa y hay algunas referencias visuales como continuas imágenes de la luna en fase creciente que al final se clarifican.

Se mezclan escenas reales con otras fantásticas, sobrenaturales, que aportan una irrealidad atrayente en esa historia rocambolesca, inverosímil, pero que funciona sobre dos mujeres-diosas (la hija del sol y de la luna) que se enfrentan durante los 40 días que pueden descender a la tierra para obtener una piedra preciosa que les procurará quedarse en ese París imaginario y onírico, pero sólo una. La relación con los mortales desembocará en tres asesinatos y complicidades extrañas con juegos de seducción, rivalidad, investigación detectivesca, seres espectrales que parecen de la nada y ansias de una vida terrenal. Los actores se presentan de forma hierática, fantasmagóricos, brillando las dos diosas (Juliet Berto y Bulle Ogier), teniendo como personaje masculino al famoso bailarín Jean Babilée, que se desenvuelve con elegancia en su actitud corporal.

Esta película, titulada con ese neologismo femenino "duelle", formaba parte de un proyecto dividido en cuatro partes llamado "Scènes de la vie parallèle", en la que ocuparía el segundo lugar, aunque fue la primera en completarse. Problemas de salud del director impidieron su finalización. Si algo tiene Jacques Rivette, es que nunca deja indiferente, su cine enigmático, bello y tan elevado, desde luego, lo convierten en alguien que no se parece a casi nadie.


Estrella Millán Sanjuán.



GOSSETTE (1923). Germaine Dulac.


Programada durante la retrospectiva que la Cinémathèque française le ha dedicado a la cineasta en el mes de junio, me propuse verla con urgencia al ser una directora que sigo con pasión. Planteada con seis episodios, no nos hallamos ante su primer acercamiento al serial, pues ya en 1918 rodó “Âme des fous”, también compuesta de seis episodios encontrada y reconstruida hace pocos años. En ese tiempo, la proliferación de películas en serie provenientes de la novela folletinesca gozaba de mucho auge, tal como pudimos observar en la obra de Louis Feuillade, creador de Fantômas, Les vampires y Judex, que con certeza influirían en Dulac.

La importante directora feminista, con una destacable obra vanguardista y que ahondaba en el papel de la mujer en la sociedad, también se vio seducida por la temática criminal y se introdujo con esta serie en asesinatos ligados a la investigación policial, la ambición por las herencias, la posesión, el amor y el drama social. Basada en la novela de Charles Vaye, los títulos de cada capítulo se denominan: 1. La nuit tragique. 2. Le revenant. 3. Face à face. 4. L’embuche. 5. Les lettres volées y el 6. La vengeance du mort.

Con una estructura narrativa que se mueve entre un melodrama de folletín con ánimo comercial para un público ávido de historias pasionales amorosas, personajes maquiavélicos y bondadosos muy polarizados, sin embargo, la maestría de Germaine Dulac no tarda en aparecer en las formas visuales con hallazgos realmente interesantes. Cuando en películas posteriores encontramos algo destacable que nos lleva al impresionismo francés, creo que nos acordamos más de Jean Epstein que de ella, cuando esta directora también desarrolló un lenguaje visual de lo más vanguardista, innovador, experimentador de los recursos expresivos muy similar, pero ella no goza de tanto reconocimiento.

Restaurada en 1987 por Renée Lichtig, “Gossette” posee bastante calidad, no encontrándose ninguna parte deteriorada y se sigue con bastante interés. Philippe es el hijo de los condes de Savières y es acusado del asesinato del marido de Lucienne, amiga de la familia por la que se sintió atraído, por lo que debe huir de la policía que lo acecha en su castillo sin poder despedirse apenas de sus padres. El plan trazado por su primo Robert de Tayrac para convertirse en el único heredero de la familia le depara grandes contratiempos a la vez que a Gossette, una gitana que conoce en su huida y que trabaja en espectáculos itinerantes. El proceso para desvelar la mentira y ser exculpado resulta arduo y repleto de obstáculos a causa de varios personajes pagados por Robert, que se siente además atraído por Gossette a la que acosa y rapta. Un melodrama exaltado con grandes momentos de carga emocional, pero que no está exento también de momentos de humor.

De este predecible y sencillo argumento, sin embargo, lo que realmente interesa es cómo intercala en la narración planos fijos y generales no demasiado interesantes, normalmente en interiores, con otros numerosos primeros planos para aumentar la carga dramática o planos detalle cargados de simbolismo y que procuran subrayar el peso emocional del relato. Observamos una abundancia de planos de manos que se agarran, solitarias, enérgicas, enfadadas, que constituyen acertadas sinécdoques de la narrativa y que expresan por sí mismas los sentimientos personales. A destacar los relojes, reflejos en espejos, la amenazante guillotina, una guadaña, miradas inquisitorias, cartas manuscritas relevantes, cuchillos de un prestidigitador; pero donde mejor se desenvuelve Dulac es en los exteriores a los que dota de un mayor dinamismo en la puesta en escena y más ricos en matices. Se suceden interesantes travellings en la persecución policial, planos subjetivos en los automóviles, planos rápidos desde la misma conducción, accidente y vehículo que se precipita rocas abajo con fallecimiento…

Todo un despliegue para la época que compensa el ligero estatismo y reminiscencias teatrales de las partes de interior con un énfasis conseguido con los cierres en iris que se centran en los personajes de la escena y los fondos oscuros que los resaltan.

Pero lo realmente sobresaliente son los fragmentos en los que la directora dota a la imagen de subjetividad, manifestando mediante distorsiones con una lente especial, desenfoques, sobreimpresiones, triplicando objetos, el estado anímico de los personajes. A destacar cuando Gossette está mareada por hambre y cree ver visiones, la parte en que la narcotizan al raptarla y tiene una pesadilla visual fabulosa o la visión desmejorada y oscilante de un bar por el estado ebrio de Philippe.

Como también es importante desde el punto de vista de la narración y gramática visuales el uso constante de flahsbacks que avivan el relato y vuelven a contar partes que se habían quedado en elipsis que creaban un gran suspense. Un suspense definido de forma muy conseguida al final de cada capítulo, que genera un momento de intriga sostenido y ansiado que se desvela al comienzo del siguiente y que el público de la época esperaría con interés. Reseñar que en los capítulos 5º y 6º, cuando se hicieron por entregas, la directora anima a leerlos en un intertítulo en el periódico “L’echo de Paris” antes, donde se estaban editando.

En definitiva, he disfrutado con esta serie, en la que las mujeres poseen una gran protagonismo, son decididas, alguna deportista, valerosas e inteligentes y claves para la historia. Mujeres sumidas en la pobreza, acosadas sexualmente, engañadas y que se redimen con un proyecto humanitario. Hasta creo ver una alusión a la bailarina Loïe Fuller en una escena corta con una artista girando con su vestido vaporoso que recuerda a sus espectaculares y brillantes vestidos dotados de vida. Y me ha agradado hallar elementos que ya me eran familiares en los cortos o mediometrajes que le conozco a la directora, que tanto acudió en su cine a personajes femeninos a la deriva, atormentados o sumidos en el desasosiego.

Un descubrimiento a tener en cuenta.


Estrella Millán Sanjuán.



LE MYSTÈRE DE LA CHAMBRE JAUNE (1930). Marcel L’Herbier.


Regresar a los orígenes del cine constituye para mí una constante motivación por seguir investigando sobre obras cubiertas de una capa de polvo, pero que en su día gozaron de su público e influencia posterior. Acudir al germen del cine criminal en Francia se reveló para mí como un acicate hace unos meses cuando escribí un artículo que reflejaba algunas joyas de los albores del cine francés que, sin duda, despertaron un interés por el género Polar que iría lentamente edificándose hasta consolidar un marchamo identitario y único. Ferdinand Zecca, Alice Guy, Georges Méliès, Louis Feuillade, Dimitri Kirsanoff, o Maurice Tourneur, entre otros, manifestaron su interés por el crimen, la intriga, la investigación policial y personajes complejos relacionados con la delincuencia, extraídos de la sociedad de su tiempo.

Le mystère de la chambre jaune” (El misterio del cuarto amarillo) de Gaston Leroux (1868-1927) –famoso por ser uno de los padres de la literatura policíaca y por su celebérrima “Le fantôme de l’opéra” (1910), tantas veces adaptada al cine–, comenzó por entregas en el suplemento literario de "L’Ilustration” en 1907. No fue hasta 1908 que se materializó en libro por su gran éxito y que constituiría el primero de una serie sobre el periodista y detective Joseph Josephin –un joven inquieto, apodado por sus compañeros Rouletabille (“rueda tu pelota”) debido a su cabeza redonda y grande–, famoso por sus investigaciones y que se haría tan relevante como el comisario Maigret de Georges Simenon, otra piedra angular de la novela negra. Esta novela emergería como una de las primeras de misterio de “habitación cerrada”, sempiterno y eficaz recurso que tantas historias de suspense descubrirían muchos escritores y que tanto gustaban al público.

Una obra con tanta repercusión que generó un gran interés por adaptarla al cine y televisión en numerosas ocasiones a lo largo de los años. La primera llegaría de la mano de Maurice Tourneur y Émile Chautard, en un corto de 1913 que me ha sido imposible encontrar. Posteriormente existe una versión estadounidense de 1919 dirigida en su trayectoria americana por el mismo Chautard, que es fácil de hallar en una copia italiana.

A estas versiones mudas le siguieron en Francia la ya sonora de 1930 a cargo de Marcel L’Herbier, que es la que da título a este texto, así como una de 1949, dirigida por Henri Aisner, con Serge Reggiani, un habitual del género, y la argentina de 1947, de Julio Saraceni. Ya más reciente encontramos la versión de 2003, de Bruno Podalydès, con banda sonora de Philippe Sarde, común en el Polar.

Como series de televisión hallamos una francesa de 1965 y la española de Estudio 1 de RTVE. Se recomienda ver esta versión de L’Herbier de 1930 complementada con la continuación de “Le parfum de la dame en noir” (1931) del mismo director. (Adjunto en comentarios películas y algún capítulo). Además, podemos encontrar audiolibros de más de ocho horas de la totalidad de sus capítulos y un libro de cómic de 2021 de gran calidad de Yermo ediciones.

Personalmente estoy más familiarizada con la etapa silente de L’Herbier, con esas películas grandilocuentes y ambiciosas con una fastuosa puesta en escena apoyada en decorados de grandes conocidos de la época como el cubista Fernand Léger en “L’inhumaine” (1924). Y ese afán por recrear espacios llamativos sigue siendo su leitmotiv en esta adaptación de Leroux en el que la ambientación y atmósfera de misterio y góticas están estupendamente recreadas para ser fieles al libro e introducir y atraer al lector de esas páginas en su particular biotopo visual.

El palacio Elíseo del inicio con esos espacios tan altos y elegantes contrasta con el lúgubre y recóndito Castillo de Glandier que se eleva al cielo, cuyas tenebrosas estancias y abigarrado laboratorio del científico me remiten a esa maravilla que es la anterior “The cat and the canary” (1927), de Paul Leni –además de espacialmente, con habitaciones claustrofóbicas y con una iluminación deudora del espectacular expresionismo, también por ser un reparto coral y desenvolverse en un tono cómico unido eficazmente con terror– pero también a posteriores películas de terror de James Whale. En una etapa incipiente del sonido en la historia del cine francés, este cobra protagonismo con el constante ruido del enérgico y terrorífico viento, así como gritos de personas, maullidos de gatos entre otros que envolvían al espectador de la época en un sugerente halo de oscuro secretismo.

Esta película parece no desprenderse aún de una inercia del cine mudo en algunos diálogos y actuaciones, algo impostados y con una fuerza expresiva gestual un poco exagerada, aunque ello repercute en crear un clima enigmático que acaba atrapando.

El anuncio de boda de Mathilde con Darzac ante numerosos periodistas y su posterior anulación provoca que esta sea intentada estrangular y golpeada en la habitación de su castillo donde vive con su padre, el científico Stangerson. El misterio comienza cuando la chica es hallada ensangrentada y medio ahogada con la ventana y puertas cerradas por dentro y el asesino huido, provocando la estupefacción de los visitantes. Solo hemos sido testigos de un hombre con una tétrica máscara que la atacó. El detective Rouletabille, intrépido gimnasta y sus ayudantes tratarán de investigar el crimen en un ambiente de suspense, con la técnica de la resolución del falso culpable, que precipita otro asesinato y un juicio final donde el joven periodista, con sus pesquisas y deducciones, resuelve todo hasta dar con el asesino en un sorpresivo final.

Película que tendría su segunda parte, dirigida por Marcel L’Herbier, con el mismo nombre que el segundo libro (1908): “Le parfum de la dame en noir” (1931), que contaría también con otras adaptaciones posteriores.

Cine y literatura. Una fecunda y simbiótica relación de ida y vuelta; un tándem complementario depositario de historias memorables.


Estrella Millán Sanjuán.


LA PERMANENCE (2016). Alice Diop.


Recuerdo el año pasado quedarme con ganas de ver el cine de Alice Diop cuando le dedicamos un trabajo en mi Instituto, entre otras 100 directoras. Una directora de origen senegalés que se crió en un suburbio, pero que fue de las que tuvo acceso a la Universidad. Con numerosos premios en su haber, el más reciente es el León de plata Gran premio del Jurado a la mejor dirección por su primera película de ficción "Saint Omer", además de ser elegida para el Oscar a la Mejor película extranjera.

Desde hace poco tiempo, veo que en MUBI le han dedicado una sección y me propuse aparcar todo lo que tengo pendiente y dedicarme a ella lo que pueda. Hoy he visto tres películas suyas y me han dejado un buen sabor de boca. Un cine documental con vocación de dar visibilidad a la comunidad migrante y su diversidad cultural, especialmente la de raza negra del extrarradio de París, que me parece muy directo, con rigor, serio y bastante recomendable.

De las tres voy a desarrollar un poco la de "La permanence" (2016), un documental con una puesta en escena minimalista, tan sencilla como precisa por lo que pretende contar. Todo el metraje se desarrolla en un cuarto minúsculo de un Hospital público de un barrio de París, donde se atiende una vez a la semana de forma gratuita a migrantes y refugiados, inmundo, despojado de toda humanidad en cuanto a lo que el espacio sugiere. Una sala al fondo de un pasillo, sin ventanas, mal pintada, destino y servicio que ofrece por ley la Sanidad pública pero de una forma que parece clandestina por no destapar unas vergüenzas que se pretenden ocultar a los ojos de la sociedad.

Sin embargo, la calidad humana del médico, psicóloga y asistente social que habitan el cubículo compensan con creces esas carencias por la ayuda multidisciplinar a las personas que se acercan desde todas partes de Francia para obtener un rato de atención sanitaria que mitigue el dolor físico, pero sobre todo el mental que les causa una vida anterior repleta de infortunio, maltrato, abusos sexuales, palizas del ejército de su país, y un presente sin trabajo, sin techo o viviendo hacinados. Males que se acrecientan por la falta de formación, de comprensión del idioma y de la lejanía de sus familiares que expresan tímidamente entre miradas de necesidad al paciente médico que, como puede, intenta sanar sus heridas con dedicación, profesionalidad, con un equilibrio entre frialdad y cercanía exquisito, uso de distintos idiomas y un compromiso social y político encomiables.

Pacientes que van pasando uno detrás de otro con diferentes motivos, salud, administrativos, vivienda, que van desfilando sin cesar y que son grabados desde distintos ángulos con el denominador común de la incertidumbre y una mente rota por la angustia que pide psicofármacos para poder sobrevivir al caos. Una paciente sufre una crisis de ansiedad brutal delante de su bebé que la mira asustado y alguno pierde los nervios (escuchamos en fuera de campo cómo una trabajadora se queja al doctor alegando que todos son unos violentos en un tono despreciativo), después de horas o días de espera y no poder ser atendidos por un sistema hipócrita obligado por normativa a atenderlos, pero que es insuficiente con el servicio que puede proporcionar el Hospital con sus recursos (hasta faltan recetarios).

Cine real, que te mira de tú a tú y pone encima de la mesa un problema, el de la inmigración, que aqueja Europa y que no se soluciona solo con la buena disposición y vocación de personas como estos sanitarios. Mucho por hacer.




Estrella Millán sanjuán.



"Z" (1969). Costa-Gavras.


Película con compromiso político e ideológico al que el director dedicó varias obras entre las que destaco "Estado de sitio" (1972) y "Desaparecido" (1982).

Con Yves Montand de protagonista, piedra angular de la historia, a pesar de su corta aparición, pero muy simbólica, a la que proporcionó solidez contar con un actor con una amplia y reconocida trayectoria.

Con relación desde que se conocieran al trabajar Costa-Gavras de ayudante de dirección de René Clément en "Le jour et l'heure" (1963), en la que participó Simone Signoret, casada con Montand, esto propició que el matrimonio y la hija de Signoret con Yves Allégret, estuvieran en el reparto coral de "Compartiment tueurs" (1965), un polar que vi hace unos días del director franco-griego.

Ese reparto lo constituían también el tristemente recién fallecido Jacques Perrin y Jean-Louis Trintignant. Un trío de actores que repetiría con Costa-Gavras y se embarcaría en este proyecto basado en el libro de Vasilis Vasilikós junto a Irene Papas (con un papel simbólico para dar también renombre) y secundarios de lujo que vemos en numerosos ejemplos del género Polar. Perrin también produjo la película a través de Reganne Films y los actores principales cobraron menos presupuesto de lo acostumbrado para sacar adelante el proyecto.

Y el resultado es una historia muy atrayente, con un buen pulso narrativo, con guión de Jorge Semprún, ambientada, aún sin explicitar dónde, pero de sobra intencionado, en una ciudad de Grecia en pleno contexto sociopolítico de los 60, en la antesala a la Dictadura de 1967. Y como podemos leer al inicio de la película, "Toute ressemblance avec des évènements réels, des personnes mortes ou vivantes n'est pas le fait du hasard. Elle est VOLONTAIRE", nos habla de su intencionalidad de denuncia de la situación de un país que vive bajo la connivencia de las fuerzas políticas y militares para sofocar cualquier iniciativa de izquierda.

Con la historia ficticia de la conferencia que va a dar el diputado "Z" (en realidad el político Grigoris Lambrakis, asesinado), opositor al Gobierno (interpretado con carisma por Montand), que encuentra muchos obstáculos y que es víctima de un atentado en el que muere a las horas, somos testigos de la maquinaria y las cloacas del Estado para pergeñar el mismo, la desaparición y muertes "accidentales" de muchos de los testigos, encubrimiento de la verdad, amenazas y trabas a la investigación del juez (Trintignant) y el inquieto periodista (Perrin).

Toda una tela de araña tejida con corrupción, intereses de por medio, que se cobra muchas víctimas y no da ni una concesión a la esperanza de justicia en ese final abrupto y seco en una lucha de David contra Goliat inviable en la que cobra forma la metáfora del inicio en esa charla de los militares sobre cómo tratar y combatir el mildiu, un hongo que afecta a las plantas.

Película que deja una amarga sensación de impotencia, en la que se describen al final las prohibiciones después del Golpe de Estado (en comentarios) y que termina con la palabra "Z", que significa "vive" ("Il est vivant"), como símbolo del espíritu de resistencia.



Estrella Millán Sanjuán.



POLICE (1985). Maurice Pialat.


Encontrarme con el cine de Pialat me fue especialmente grato. Películas de autor, con sello propio, que bucean por las relaciones humanas complicadas, con diálogos trabajados, planos secuencia largos que aportan más realismo, personajes complejos, poliédricos, viscerales. Una forma de abordar el cine distinta, que causa incomodidad por sus escenas de violencia, maltrato, temática social o enfermedad terminal, pero que también tiene sitio para la sensibilidad y la pasión. Un cine de extremos marcado por la personalidad del director, que también actúa en alguna de ellas y que posee un componente autobiográfico en muchas de ellas donde exorcizar sus demonios.

Y encontrarme entre sus historias con un polar también me ha resultado un descubrimiento. Después de adentrarme en su mundo singular, de sentimientos y pulsiones humanas, enmarcadas normalmente en la familia o las relaciones de pareja conflictivas, crear una historia sumergida en un entorno policíaco no deja de llamar la atención. Sin alardes ni fuegos artificiales de persecuciones de coches, de detenciones espectaculares, ni una trama especialmente difícil de seguir, la habilidad de Pialat de llevar a su terreno un género, me ha atraído enormemente.

Un encuentro con un polar que podría llamar intimista, por el tipo de personajes que lo sustentan, desarraigados, necesitados, iracundos, pero mezclado con un realismo sucio por el hábitat en que se mueven, terreno de traficantes tunecinos de heroína con sede en Marsella, ayudados por una chica francesa, Noria, y ambientes inmundos de marginalidad. De hecho, uno de sus más aclamados cortometrajes fue realizado en los suburbios de París, titulado “L’amour existe” (1960), temática que ya le era interesante.

El director apuesta por crear un lugar donde priman los sentimientos de los personajes y la sensible intrahistoria, escarbando en sus intimidades y miserias, más que la acción principal.

El inspector Mangin (un contenido Gérard Depardieu por el que recibió un premio en Venecia) pretende desarticular una banda de narcotraficantes y se topa con la novia de uno de ellos (Sophie Marceau) durante el proceso, con la que establecerá un extraño vínculo desde el principio hasta llegar a enamorarse de ella. Un personaje violento, maleducado, machista, humano, que experimentará una transformación durante el transcurso de la investigación hacia el autoconocimiento, el reencuentro con la esperanza, a pesar de ser consciente del tránsito por un precipicio. Un ser contradictorio, desarmado por alguien más fuerte y frío que él, con corteza dura, por la que apostará todo a pesar de estar condenado previamente.

Una puesta en escena bien planteada, con planos con profundidad de campo, con movimientos estupendos, sobre todo en interiores, con una cámara que explora la psique de los protagonistas, en ambientes claustrofóbicos y opresivos, enfatizados por esa oscura fotografía.

Un notable policíaco con una envoltura de melancolía, pesimismo y fracaso, con momentos de gran delicadeza, pero con poso de amargura entre tanto caos y sordidez. Y con un uso de la música escueto, pero clave, como en esa pieza final de la sinfonía nº 3 de Henryk Górecki, llamada “Sinfonía de las lamentaciones” que no puede acompañar mejor al estado final de Mangin después de su devastadora conversación final con Noria.



Estrella Millán Sanjuán.