Cine mudo
"STREET ANGEL”, (1928). (El ángel de la calle).
Frank Borzage.
Cuanto más cine mudo veo, más me apetece seguir indagando y descubriendo joyas que en su tiempo fueron verdaderos éxitos, formaron parte de la historia más remota del cine e influyeron en una sociedad que asistía a las salas de cine y quedaba atónita ante melodramas como el que destaco hoy.
Ser testigos del paso del cine silente al sonoro, como estaba ocurriendo desde hace muy poco, tuvo que ser un gran acontecimiento. Si bien ya el cine había experimentado ese salto en 1927 con “The jazz singer”, aún existirían muchas películas que no dieron aún ese paso y conservaban el encanto del cine con intertítulos y la magia de la música en directo.
Éste es el caso de “Street angel”, una película que fue la sucesora de “Seventh heaven” (1927), con la que William Fox quiso repetir el enorme éxito de este magnífico melodrama ambientado en París, con el mismo director, Borzage, con el que sabía que era una apuesta perfecta y la pareja protagonista. Y el siguiente año insistiría también con el mismo director e intérpretes en “Lucky star” (1929), que, para mí, tiene peor calidad y la historia es más almibarada, aunque merece la pena ver ese relato de superación tras la guerra.
En el inicio de la película, Borzage nos remite a Italia con un intertítulo en el que leemos: “… bajo la humeante amenaza del Vesubio, se encuentra la despreocupada y sórdida Nápoles” e inmediatamente pasa a un plano con bruma nocturna con una fotografía espléndida en todo el metraje de la que se encargó Ernest Palmer, que también fue el artífice en “Seventh heaven” y colaboró en otras películas con Murnau.
La calidad de la iluminación de esos suburbios de un Nápoles enrarecido, con esas constantes nieblas, luces, sombras y ambientes nocturnos de este genial director de fotografía, hacen que te adentres de lleno en esa ciudad portuaria que me lleva por esa recreación, a “Docks of New York” del mismo año, en la que también es excelente la ambientación de esos muelles con sus brumas, si bien la historia de Josef von Sternberg es más sórdida y dramática, más virtuosa.
Uno de los grandes aciertos de la película es la especial química entre los dos protagonistas, que desde el éxito de su primera película juntos el año anterior y la popularidad entre el público, trabajaron juntos en muchas películas más como reclamo para éste. Janet Gaynor fue una estupenda actriz, menuda, muy expresiva y se convirtió en la primera actriz en ganar un Óscar por su interpretación en tres películas: ésta, la citada “Seventh heaven” y “Sunrise” de Murnau. Charles Farrell tenía una gran presencia y se manejaba muy bien en papeles de gran nobleza y pasionales.
Esta película está basada en la obra “The Lady Cristilinda” de Monckton Hoffe y narra la desdichada historia de Angela, una chica a la que se muere su madre por no poder asistirla en su enfermedad a causa de su pobreza, tras infructuosos intentos de sacar dinero con la prostitución o robando, lo cual le lleva a la cárcel, de la que escapa y se refugia con los trabajadores de un circo.
En esa etapa conoce a Gino casualmente, un pintor itinerante que se une a ellos al enamorarse a primera vista de ella y desea pintarla en un cuadro. El resultado de la pintura me conduce por la esencia que plasma de Angela el bohemio pintor, a “Portrait of Jennie” (1948), en la que también un poderoso cuadro es el eje que vertebra la historia. Gino capta la verdadera naturaleza de la bailarina de circo que se ha puesto capas y capas de escepticismo, frialdad y desconfianza tras el triste suceso familiar y una vida nómada con el circo, hecho que conmueve y desarma a Angela, abriendo su vida al pintor. Este cuadro pasará por un proceso al ser malvendido y transformado y será clave para el desenlace del relato.
Lo que sigue es un cuento cargado de pasión con un episodio desagradable al ser descubierta por la guardia, que la encarcela de nuevo y sume a Gino en la desesperación, bajando a los infiernos hasta que se reencuentra con ella al acabar su condena en un plano genial entre una espesa bruma del puerto caminado sin rumbo. Odio, reproches y amor se suceden para un final que haría las delicias del público de la época, con una historia sencilla, ingenua y sensible, que aún sigue atrayendo por lo bien contada que está.
Frank Borzage dirige con habilidad, dotando de una gran delicadeza a esta obra maestra y una puesta en escena memorable.
El plano secuencia del inicio, que nos enseña un Nápoles vivo, con unos decorados fantásticos, muy especiales y el travelling que nos acerca a los personajes de las calles, con sus ropas tendidas, sus quehaceres, son de una genialidad incomparable. El uso de las sombras es espectacular, como la de ella, bajando por un canalón, escapando de la guardia, que se proyecta en la pared de enfrente, o las de las presas que se acercan a las escaleras que las conducirán a los subterráneos de la cárcel, en un plano lúgubre impactante con unas barandillas con puntas afiladas que simbolizan su desolación. El contrapicado de las mujeres trabajando en la prisión con la enorme sombra amenazante proyectada encima de ellas del vigilante, es muy sugerente.
La posición de Gino casi siempre por debajo de ella en los encuentros amorosos nos revela su absoluta devoción, siendo su musa y su esperanza. Excepto al final, en el que se invierten los papeles y ella, a los pies de él, implora su perdón.
El director se mueve perfectamente en los interiores, recreando unos ambientes que, si bien, son de extrema pobreza, la dirección artística les dota de un especial encanto, con unos ventanales por los que se asoman, ven la vida de esa ciudad, con su prostitución, su pillería, su miseria, una ley que persigue injustamente a mujeres y hombres desdichados. Y tan parecidos a ese barrio de París, de la anterior película, en los que, desde su buhardilla, veían las estrellas y Montmartre.
Y en los interiores describe perfectamente la psicología de esa pareja, con situaciones desarrolladas con tal exquisitez y naturalidad al mismo tiempo, que no requieren de ningún diálogo para percibir su química y sentimientos.
Ésa es la grandeza del cine mudo.
Estrella Millán Sanjuán.
“THE RIVER”, (1929). Frank Borzage.
(Torrentes humanos)
En estos días he visto dos películas que nos llegan inacabadas por distintas razones. Esta casualidad me ha hecho reflexionar sobre la importancia de culminar una obra por parte de su creador, pero también el agradecimiento a personas que, adivinando el alcance de la misma, ponen todo su empeño en que no caiga en el olvido y llegue con su aportación al público. “Pasazerka”, (1963) de Andrzej Munk no pudo ser finalizada por su director a causa de su prematura muerte y el montaje final realizado por otras personas incluye fotogramas que completan la obra de un campo de exterminio nazi. Y el resultado es muy satisfactorio.
“The river”, sin embargo, sí fue culminada por Borzage, pero, como pasó con mucho del cine silente, ésta se perdió en una gran parte, conservándose solo una copia en el archivo de la 20th Century Fox. Según se nos relata, falta el comienzo, dos escenas de la parte intermedia y la bobina final. La reconstrucción realizada hace solo unos años da una idea de la totalidad de la historia a través de los archivos encontrados en la colección personal del director y el guión original depositado en la UCLA.
El metraje es de solo unos 50 minutos, insertándose fotos aisladas de las escenas que se conservaron y nuevos títulos explicativos. Esfuerzo realizado por la Cinémathèque suiza, en colaboración con la francesa y la Svenka Filminstitutet, que rescatan con mimo del pasado esta joya algo deteriorada en calidad, pero que podemos disfrutar con entusiasmo.
Frank Borzage fue el director que mejor expresó el amor en el cine mudo y también unos de los mejores en el período sonoro. Ese amor llevado al paroxismo, un “amour fou” que vivían las parejas protagonistas rodeadas de un entorno hostil, precario y enfermizo, pero con el que salían victoriosas y reforzadas por su poder regenerador. Sentimientos que nos complacen en esas tres películas deliciosas mudas – “Seventh heaven ”, “Angel street” y “Lucky star” – con la misma pareja protagonista (Charles Farrell y Janet Gaynor) aprovechando su buena sintonía en la primera de ellas con la que alcanzó fama mundial y el primer Óscar a un director.
En esta que nos ocupa, Janet Gaynor sale de escena y la ocupa Mary Duncan, que realiza un excelente trabajo como mujer de mundo, sensual, experimentada en el amor y muy escéptica ante los hombres, con una expresión de desencanto y hastío muy bien lograda. La química entre ellos sería aprovechada también por la Fox para la siguiente película de Murnau, “City girl”, director con el que tiene elementos comunes en su etapa americana. Y Charles Farrell es el contrapunto a esta chica, un joven inexperto e inmaduro, inocente, noble y desubicado. Los dos se encuentran en un entorno natural, aunque aprisionados en la construcción de una presa en un río a la que llega él con un barco construido por sí mismo y que no tiene más remedio que quedarse allí por las obras.
Lo que sigue es el progresivo enamoramiento de estos dos jóvenes, a pesar de que ella espera a su amante, el capataz de la presa, que está encarcelado. Una serie de situaciones nos deleita por su intimidad y cercanía como solo sabía contar Borzage. Y no exentas de un erotismo tan puro que te atrapa. Mucha “culpa” de ello tiene la interpretación de Duncan (Rosalee), que pasa, de despreciar la inmadurez de Allen John, a sentirse cada vez más atraída por él, intentando seducirle ante su pasividad. Las secuencias de intentos de acercamiento están cargadas de ternura, a la vez que sensualidad, creando un clima repleto de magia que solo el cine silente sabía imaginar y hacernos cómplices. La escena en la que ella intenta salvarle de la congelación por la nieve es de lo más carnal y poético que he visto en el cine silente, emocionante. Y ese tren que siempre Allen deja escapar para quedarse atrapado con ella.
Todo con una fotografía espléndida de Ernest Palmer, que también trabajó con Murnau y con otros muchos directores. Y con una puesta en escena y un estilismo magníficos, que sacaban de un espacio inmundo lo más entrañable y cálido y unos exteriores muy bien recreados con esos barracones entre pinos donde viven los obreros, la cabaña de ella, el río testigo del primer y sensual encuentro entre él desnudo y ella con su cuervo que la acompaña permanentemente para espiar sus hechos e impedirlos.
Frank Borzage hablaba del amor con absoluta sensibilidad, te rodeaba con su emoción y con esos amantes entregados que sufren y se aman a pesar de todas las adversidades. Pero esa aparente inocencia y candor de sus películas siempre estaban inmersas en contexto de denuncia social, de la miseria, la orfandad, la depresión económica, el incipiente nazismo, la prostitución, la guerra, … Sabía perfectamente lo que hacía, el marco era social, aunque con el denominador común de la pasión exaltada. Conocía el lado negativo y las fatalidades de su época – no tan distintas de las de ahora – pero apostaba por el motor del amor.
Y si hay personas que argumentan que su cine era edulcorado y poco realista, que Borzage me siga “engañando” en todas y cada una de las numerosas películas que he visto de él, que me “engañe” con su especial magia de cuento de que todo es posible y que me haga soñar en lo que duran sus melodramas románticos, que no es poco.
La recomiendo.
Estrella Millán Sanjuán.
"COEUR FIDÈLE”, (1923). Jean Epstein.
(Corazón fiel).
Confeccionar listas de películas o actores preferidos es un ejercicio muy común entre los cinéfilos. Como nos pasará a todos, las diez o quince primeras son puestos en los que es difícil colocarse. Y, como esto no tiene fin y constantemente seguimos descubriendo o redescubriendo obras que nos atrapan, hasta tengo un sentimiento de tristeza cuando debo hacer entrar en la parte alta a una, teniendo que relegar a otra, como si fuera un acto de “traición” envenenado a películas a las que dotas de alma y luz. Te das cuenta de que, al igual que la vida fluctúa, de la misma forma lo hace esta lista. Va engrosando sin remedio, pero, unas veces por circunstancias, y otras por el encuentro, ya sea casual o intencionado, la élite del listado se transforma. Se actualiza, pero a la vez siempre hay algunas que permanecen intactas e inamovibles. Recurres a ellas otra vez y da igual el contexto o etapa de tu vida, siempre te agarran y te recuerdan por qué te tocaron. Pues desde ayer ya sé que tengo una nueva para incluir entre mis triunfadoras y sé que será por mucho tiempo.
Con esta era de plataformas en que el acceso es más fácil a cine que no has tenido la oportunidad de ver, llevo tiempo dedicada al mudo. Siempre me llamó la atención desde pequeña, pero en la edad adulta me gusta cada vez más. Asistir a ese lenguaje cinematográfico incipiente del protocine, cómo se va desarrollando con la influencia de unos a otros y asentando bases para irse perfeccionando en su capacidad expresiva por medio de la imagen, me representa un deleite incomparable.
Y aquí entra esta joya de Jean Epstein, “COEUR FIDÈLE”, que descubrí por un extracto en un curso de Historia del cine en la Escuela “Educa tu mirada” y que encontré completa con posterioridad. Epstein perteneció a esa generación de la primera vanguardia francesa en la segunda década del S. XX instalada en el Impresionismo y capitaneada por Louis Delluc – el cual introduciría el concepto de fotogenia y sería un impulsor de los “cinéclubs” –, integrada por Germaine Dulac, Marcel L’Herbier o Abel Gance. Ésta se erigió como una hornada que se presentó como la “nueva ola de los 20”, que reivindicó un cine más innovador, de calidad y experimental, tratando de frenar a tres frentes: a un cine de masas de baja calidad, también al cine de élites como el “Film d’Art”, demasiado teatralizado, y a la invasión del cine norteamericano por la debilitación de la industria francesa como consecuencia de la I G.M.
Este escritor y director, además fue un teórico cinematográfico con muchas inquietudes que dejó muchas reflexiones acerca del denominado séptimo arte por Ricciotto Canudo, demandando con un potente discurso su carácter artístico y capacidad de emocionar y provocar al público expresando lo más interno del ser humano y su psique.
En esta película se renueva el manido concepto de melodrama aportándole una estilización propia de la experimentación con la imagen para que el público navegue a través del flujo de sensaciones que le proporcionan las sobreimpresiones, ralentizaciones, cierres en iris, primerísimos primeros planos, planos detalle, oblicuos, distorsionados, subjetivos y montaje muy rítmico en algunas ocasiones. Todo con el objetivo de suscitar que el receptor perciba los sentimientos de los personajes que forman este triángulo amoroso. Y otro de sus objetivos fue también alejarse de un cine más de élites, reflejando una clase social baja ubicada en el puerto de Marsella, aportando una ambientación deprimente y de absoluta pobreza. Herencia que recogería Marcel Carné con su excelente realismo negro en “Le quai des brumes”, (1938).
Jean Epstein pone al servicio del cine todo una melodía visual, orquestada por el mejor director, apoyada en esos planos de los ojos de Gena Manès, estrella del cine silente, con una mirada insondable y magnética, capaz de traspasar la pantalla con su melancolía, su miedo y su amor. Mirada que me ha conducido a la de Nadia Sibirskaïa en “Ménilmontant”, (1926) de Dimitri Kirsanoff, también de esencia vanguardista y precursora del realismo poético y neorrealismo.
“Corazón fiel” es escritura en imágenes de un poeta que dota de un especial lirismo a una historia de desamor y malos tratos a priori simple. Sublima en cada plano y puesta en escena este relato de esta chica huérfana, que malvive explotada en un bar, que se ve a escondidas con Jean, pero es entregada a la fuerza a Petit Paul, con una fama terrible en el barrio. La relación entre planos me parece magnífica, como esa mirada depresiva a través de la ventana de ella y a continuación el muelle inhóspito y el agua pútrida con desechos y aceites del puerto. O los recuerdos de Jean cuando le es arrebatada Marie y la puede ver reflejada en el mar en una sobreimpresión muy sugestiva. El director es un excelente arquitecto de una obra con un refinamiento y una esencia cimentados en interpretaciones puras y hondas y una elegancia visual que te hipnotiza.
La secuencia más dinámica es en la que ubica en una feria a Petit Paul que quiere casarse con Marie y la lleva a divertirse. El montaje con continuos planos generales, primeros planos de ella totalmente angustiada con él detrás mofándose en un carrusel que gira sin parar, es excelente. Ese continuo fluir en círculo con planos subjetivos acentúan muy eficazmente su sentimiento. Epstein describe lo externo, el entorno de los personajes, pero a la vez lo interno, con una simultaneidad y contraste que provocan mucho desasosiego, acompañado con una música también impactante. Un movimiento en redondo que representa su estado emocional carente de libertad, con una turbación aprisionada no solo inducida por el mareo del tiovivo. Lo interesante de esta película es que trasciende la realidad, elevando el relato a cotas insuperables con su puesta en escena.
Esta secuencia del carrusel que se repetirá al final con otro tono ha sido rodada en varias ocasiones más en la historia del cine, destacando una más contemporánea como es la de “Kasaba” (1997), de Nuri Bilge Ceylan que me encantó.
Los planos detalle de las manos son muy inspiradores, los introduce en numerosas ocasiones. Sello distintivo posteriormente en el cine de Robert Bresson. Y en los que distorsiona la cara de ella podemos hacernos una idea de su estado mental sin tan solo una palabra, hecho que es exclusivo del cine silente.
Esta película, como dije en mi introducción, ya forma parte de mi élite, junto a las de Murnau, Lang, Borzage, Vidor y Chaplin, entre otros.
Casi cien años y está viva. Qué lujo verla en su momento y en pantalla grande. No dejemos que caigan en el olvido.
Estrella Millán Sanjuán.
"DER LETZTE MANN", (1924).
F. W. Murnau. (El último).
Esta joya del cine alemán representa un hito en la Historia del cine mundial al ser la primera que rompe totalmente con el estatismo de la cámara que imperaba en el cine primigenio, debido a la influencia del teatro.
Estábamos ya en 1924, pero todavía no se había dado el salto cualitativo de provocar al espectador con más dinamismo y hacerle más partícipe en la narración.
Es lo que se llamó cámara "desencadenada" y con la que Murnau, junto al prestigioso director de fotografía Karl Freund, crearon una de las películas del período silente y de la historia más cautivadoras y especiales. El público de esa época fue testigo asombrado en el inicio de la película de un plano con la cámara bajando por un ascensor del hall de un hotel, que posteriormente se acerca entre el bullicio de los clientes hasta adentrarse por una puerta giratoria presentando al protagonista: un enorme portero de hotel, que se afana en ayudar a salir entre la lluvia a los clientes y en recibir a los que llegan portando sus grandes baúles.
Pero además, la cámara se mueve con él cargando los equipajes, por entre la ciudad y su barrio, las escaleras. Algo nunca visto y que abrió puertas e ideas a otros cineastas como Abel Gance en su "Napoleón" de 1927, en el que también movió la cámara a su antojo, elevándola, desplazándola, portándola en el dorso de un caballo, creando la polivisión, para ofrecer una historia técnicamente sin igual.
Murnau desarrollaría aún más su especial cine ya en EEUU con "Sunrise" (1927), un espectáculo de poesía visual nunca visto.
Él deseaba tanto que la imagen y composición de planos y montaje fueran tan creativos y narrativos per se, que evitó los intertítulos necesarios en el cine mudo. Y el resultado es que la imagen habla por sí misma, está tan bien planteada y la interpretación es tan buena, que el objetivo de la narración visual está plenamente conseguido.
La historia versa sobre este portero, un hombre ya un poco mayor que viste su uniforme de trabajo con altanería y orgullo. Un uniforme con un corte similar al militar de gala, muy largo y elegante, en el que dentro de él este señor se siente poderoso y arropado, luciendo sus "galones" con orgullo por los años transcurridos y dedicados como carta de presentación de ese lujoso hotel.
Un señor que vive entre dos mundos, el del lujo y el de su barrio humilde y que, vestido así, no pertenece en realidad a ninguno. En su lugar de origen de clase baja, es respetado e idolatrado mientras él se pavonea por la calle, saludando como un militar, constituyendo un guiño y crítica a las etiquetas y a las jerarquías militares.
Pero lo más elocuente es la subida por la triste y lúgubre escalera en la que el caminar anterior de exhibición se torna lento, artrósico y triste. Una muestra más de lo absurdo de las apariencias en la sociedad de esa época, que no dista tanto de la actual.
La secuencia rodada en su barrio natal me resulta de una genialidad magnífica. Pisos altos más bien feos y oscuros con múltiples ventanas iluminadas, que se apagan por la noche. Sin cambiar de plano asistimos a un lento amanecer que ilumina el bloque y que propicia el inicio de movimiento. Ventanas que se abren, colchones asomados para airearse, alfombras sucias golpeadas, mujeres trabajadoras y hombres que salen a la calle.
El giro que da la historia es muy lamentable. El protagonista sale de su casa teniendo detalles muy agradables para el vecindario, pero cuando llega al hotel contempla que ha sido sustituido por otro más joven y fuerte.
Su jefe lo relega fríamente por avanzada edad a un puesto más degradante en los baños masculinos, empezando un periodo de declive para este hombre que no da crédito a la situación. Es despojado a la fuerza en una imagen muy simbólica de su uniforme, quedando inerme y desvalido en todos los sentidos. La interpretación intensa y dramática de Emil Jannings, propia de este cine silente, enfatiza la degradación moral y sentimientos del portero.
Murnau da rienda suelta a su imaginación, dando forma en imágenes expresionistas, compuestas, distorsionadas y oníricas al abatimiento, desprecio del vecindario y resignación del hombre desprovisto de su etiqueta, al que ya nadie respetará, ni siquiera su familia.
Ahora ya la cámara se queda fija en ese baño escondido y poco iluminado en el que agota su existencia, para que seamos testigos directos del deterioro.
Una crítica también al poco respeto a los mayores, a toda una vida desempeñando una labor sin obtener una jubilación digna. Un olvido a esa generación que, llegada una edad, parece que no suma, sobrándonos y dándoles la espalda. Propio de determinados sistemas económicos en el que, como alude el título, pasas a ser el "último" de la cola.
Para finalizar quería destacar el único intertítulo que existe en la película, que expresa que hay un giro positivo en la historia, pero que eso pertenece a la ficción. Una clara ironía al "Happy end" que imagino obligaría la UFA para no desmoralizar al público con lo que hubiera ocurrido en la realidad con este personaje. Un epílogo que resulta una sátira muy aguda y crítica acerca del dinero y su poder.
La recomiendo totalmente.
Estrella Millán Sanjuán.
"NOVYY VAVILON”, (1929). (LA NUEVA BABILONIA).
Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg.
Drama histórico, dividido en ocho partes y contextualizado en París durante la guerra franco-prusiana, en concreto en marzo de 1871, con el efímero surgimiento de la “Comuna de París”; una forma de gobierno que se enfrentó a los políticos y burguesía tomando el poder la clase obrera durante poco más de dos meses para intentar mejorar sus derechos sociales y laborales.
Este acontecimiento llamó la atención de esta pareja de directores, pertenecientes a la FEKS, que vieron en él la antesala a la posterior Revolución rusa de 1917, ya que en realidad sirvió de inspiración e impulso a un incipiente comunismo. Tal fue la importancia de los hechos en París, que Karl Marx redactó un panfleto reivindicando la actuación de esos comuneros para difundirla lo más posible a la clase obrera del mundo y poner de manifiesto su relevancia histórica.
Kozintsev y Trauberg crean una obra maestra a través de un montaje enérgico, con partes frenéticas y muy dinámicas, basado en intercalar primeros planos de los personajes, con actuaciones de la contienda o buscando la continua dialéctica entre imágenes. Recuerda al “Acorazado Potemkin” (1926), de Eisenstein, por el parecido montaje con esos rostros desencajados, cambios continuos de planos, el fervor de la lucha y el énfasis en el dramatismo, si bien esta película que describo no tiene imágenes tan multitudinarias, sino que se centra más en personajes concretos, con un trazo en su psicología.
También en algún detalle me ha recordado a "Der letzte mann" (1924), de Murnau.
La historia ubica dos clases sociales polarizadas totalmente. Por un lado, la burguesía, algo caricaturizada en su superficialidad, hedonismo y falta de compromiso. Con ironía, durante una fiesta con bailes de cancán les exhiben cantando , defendiendo la libertad y apoyando al ejército francés que lucha contra el prusiano con el grito de “¡Muerte a los prusianos!”. Por otro, la clase oprimida de París que reacciona con un movimiento de la población negándose a aceptar la derrota del gobierno ante Prusia, siendo abandonada por los políticos y el ejército francés que huyen a Versailles junto a la clase alta. Esto provoca que el pueblo se una y forme la Guardia nacional obrera para luchar con las donaciones que, a duras penas, dan los pobres para cañones. La alternancia rápida de planos del desenfreno y jolgorio indolente de unos y la derrota del ejército francés, con la entrada de caballos a galope del contrario, es muy efectiva en su dialéctica y diálogo que ocasiona en el espectador.
La burguesía y políticos, ante la amenazante situación, son representados como ratas que huyen de un barco que naufraga, mientras la clase obrera se reúne para evaluar la situación y tomar decisiones sobre su futuro. Ahí se encuentra Louise (Yelena Kuzmina), una valiente mujer vendedora en una tienda de ropa llamada “La nueva Babilonia”, donde horas antes las mujeres adineradas, “luchaban” por la ropa apilada en montañas por las rebajas, para conseguir el mejor producto con que lucir en la fiesta. Y también aparece en escena el soldado Jean, exhausto, con sus botas destrozadas y hambriento. La química entre ellos es evidente y le piden que se sume a la lucha obrera, a lo que él desiste, acusando cansancio y desolación.
A partir de aquí el relato se hace más sombrío con una excelente fotografía del conocido Andrei Moskvin, que bebe del expresionismo con esas sombras alargadas de los caballos, soldados y carros que salen despavoridos hacia la bella Versalles. Un simbólico plano de la bandera francesa en primer término y en profundidad de campo un soldado a caballo solitario, acompañado de una melancólica luna y un árbol describe eficazmente la situación.
Los intertítulos nos hablan de París, con impactantes gárgolas con forma de animal de los edificios que parecen vigilar la tensa situación. La clase baja se organiza animadamente y surge la Comuna de París que trae consigo la mejora de condiciones laborales en las fábricas, más derechos, mientras se suceden planos de la productividad optimista, sin depender del patrón, con el Consejo que va trazando un plan de nuevo gobierno pacifista y más justo.
Con un acertado sarcasmo, ahora los exiliados burgueses son los que, a golpe de Marsellesa, reivindican lo perdido ya que ven amenazante la progresista forma de gobierno y piden la sangre entre jolgorio, numerosos planos de instrumentos y festejo con las imágenes de gárgolas de aves con sus picos hostiles. Mientras, el soldado Jean, que también se alejó de París, está envuelto en desencanto por el recuerdo de su amada Louise a la que besó y abandonó de forma cobarde abducido por el deber militar.
La vuelta del ejército para asediar París da un giro dramático a la historia que se tiñe de oscuridad y sombra mientras las mujeres, hombres y Guardia obrera combaten por sus ideales con lo que tienen a mano; sillas, muebles, adoquines, algún fusil, pero es en vano. Las vendas hechas de la ropa de la tienda de Louise no son suficientes para curar tanto herido y fallecido que va obstaculizando las fúnebres calles, mientras los soldados enmudecen cualquier grito de libertad y justicia en cada disparo. El plano del hombre que no puede acabar del todo el escrito “VIVE LA COMMUNE” es muy simbólico y emocionante, vestigio del espíritu de revolución cercenada, mientras los burgueses vitorean desde las colinas la contienda.
La dramática secuencia del abatimiento del pueblo aniquilado, mientras espera a ser fusilado, observando cómo los soldados cavan las tumbas –entre ellos, un arrepentido Jean, que observa impotente a una histriónica y desesperada Louise– tiene la angustia de un cuadro de Goya.
Desolación, derrota y ruina se dan la mano en un momento lúgubre y angustioso enfatizado por la abundante lluvia y, sobretodo, por la apabullante música de Shostakóvich que acompaña magistralmente todo el metraje, adaptándose con emoción a cada capítulo.
Pasión y sentimientos desbordados, interpretaciones exaltadas propias del cine mudo unidas al especial montaje soviético conforman una obra maestra que debería ser tan conocida como otras de la historia del cine mundial.
Estrella Millán Sanjuán.
CARTA SIN ACUSE
Apreciado Friedrich Wilhelm Murnau:
¡Qué pena que nos dejará de una manera tan prematura! Estoy convencido de que en su mente rondaban multitud de proyectos e innovadores avances cinematográficos que no pudieron llevarse a cabo. Aquel fatídico 11 de marzo de 1931, un accidente automovilístico le privo a usted de la vida, y al mundo del cine de uno de los mayores talentos de todos los tiempos. Si viera como ha cambiado el cine desde entonces… Y no precisamente a mejor, en mi humilde opinión.
Acabo de volver a ver una de sus obras maestras, Amanecer (Sunrise: A song of two humans, 1927) y me sigue pareciendo una película prodigiosa. Una cumbre indiscutible del cine de todos los tiempos. Le cuento que vivimos en una época dominada por la imagen y el sonido. Las líneas de diálogos, la narrativa oral y la dialéctica, incipientes en el séptimo arte mientras usted rodaba su película, han sido desnaturalizadas y se utilizan como un simple gancho para atraer la atención de los espectadores, con fines, la mayor de las veces, alejados del arte en sí mismo. La vacuidad, lo efímero e intrascendente y el artificio saturan nuestras pupilas a cualquier momento y en cualquier lugar. Cada vez se nos ofrecen menos palabras y menos letras y mayor cantidad de imágenes y sonido. Cualquier mensaje se minimiza y se tergiversa. Y todo ello está derivando en la desaparición paulatina de nuestro pensamiento crítico, nuestros gustos y, me atrevo a decir, que hasta nuestros sentimientos. Nos encontramos en medio de la cultura del exhibicionismo visual, donde conceptos como la insinuación, la elipsis, la sugerencia o el fuera de campo están en desuso, atrofiando nuestras ideas y nuestra imaginación. No me creo capaz de expresarme con la suficiente claridad para que se pueda hacer una idea de lo que le estoy contando señor Murnau. Lo cierto es que, fíjese que paradoja, corren tiempos en los que somos esclavos de la imagen, cuando en otros momentos, la imagen nos hizo libres. Por eso, más que nunca se agradece ver una película como Amanecer, que es la pureza, la renovación, y lo auténtico. El contrapunto visual a esta “dictadura de la imagen” de la que le hablo.
Subtitulada como “Una canción de dos seres humanos”, Amanecer fue la primera película de su corta etapa americana. Es una verdadera lástima que esta colosal obra fuera en su estreno un absoluto fracaso comercial. Los profesionales del cine, si acertaron en esta ocasión a ver la grandeza de su talento. En la primera ceremonia de entrega de los Premios de la Academia (aún no se conocían como Oscars), que tuvo lugar en mayo de 1929 al objeto de reconocer los logros cinematográficos de los años 1927 y 1928, Amanecer fue seleccionada para optar al premio en cuatro categorías, de las que finalmente obtuvo tres: mejor fotografía para Charles Rosher y Karl Struss, mejor actriz para Janet Gaynor y el premio a la “producción artística excepcional” para Fox Film Corporation (esto último equivaldría en la actualidad a la categoría de mejor película) . Estos galardones supusieron todo un reconocimiento al mérito de su trabajo y su capacidad innovadora.
En esta historia, adaptada del cuento “La excursión a Tilsit” de Hermann Sudermann, utilizó usted el por entonces novedoso sistema de sonido Movietone, convirtiendo a Amanecer en uno de los primeros largometrajes de la historia con una banda y efectos sonoros sincronizados. Utilización esta del sonido que llevo a cabo de forma magistral, acentuando los momentos cómicos y dramáticos de una manera altamente efectiva, al tiempo que apoyaba las escenas de mayor carga emocional. Es una lástima que esta genialidad quedara un tanto eclipsada poco tiempo después por el estreno de El cantor de jazz (The jazz Singer, Alan Crosland, 1927)
La emoción, precisamente, es una de las claves de esta joya que usted pergeño con la sabiduría, el conocimiento y la intuición de ese grupo de pioneros al que pertenecía y que eran perfectos conocedores de todos los secretos del séptimo arte. No en vano, fueron ustedes los que consolidaron el cine como la gran manifestación artística que es. Y no me olvido de la pasión, el cariño, y el espíritu de superación y creación que ponían en cada proyecto realizado (o renegado al olvido por las dificultades y contratiempos, que de estos está lleno de ejemplos la creación artística) La emoción, le venía diciendo, es uno de los mayores atributos de Amanecer. Una emoción pura, sincera, que nos deja con el alma extasiada y el corazón encogido. Y es gratificante señor Murnau que, transcurrido prácticamente un siglo desde el estreno de su película, ésta siga manteniendo intacto ese valor de la emoción despertada en los espectadores que la contemplan. Porque ésta es una película contemplativa, que está a contracorriente de las prisas, la premura y la rapidez audiovisual que, ya he intentado explicarle antes, imperan en la narrativa audiovisual en estos momentos. Mi consejo a los amigos a los que recomiendo Amanecer (no es una película para recomendar a cualquiera…), es que se despojen de todo prejuicio (muy frecuentes en nuestros tiempos) y traten de conectar con esta historia sobre la redención, la esperanza y el amor. Estas tres palabras son unos pilares sobre los que brilla esta película con tanta fuerza como esa luna llena bajo la que George O’Brien cae subyugado a la seducción de esa “mujer de la ciudad” (Margaret Livinston) que le altera los sentimientos y hasta la razón. Las imágenes de Janet Gaynor deshecha en lágrimas por la tristeza, amargura y desesperación de estos acontecimientos son, sencillamente, eso que llamamos cine.
Admirado pionero, mientras le escribo esta pequeña misiva, se me echa encima la madrugada. Una de las ventajas de estos tiempos que corren, es la posibilidad de poder ver su película en el salón de casa a la hora que uno quiera y las veces que sean. Por supuesto, sacrificando mucha de la magia que desprende una buena sala de cine, y que es insustituible. Pero esto son cuestiones más bien baladíes que me llevaría demasiado tiempo intentar explicarle. Lo cierto es que quería dejarle por escrito mi enorme admiración por esta joya del séptimo arte que usted dirigió con tanta habilidad. Las palabras se las lleva el aire. Y aún más en estos tiempos… El primer tercio de la película y su parte final despiertan en mi mucho mayor entusiasmo que toda la parte central que, siendo sincero, me gusta bastante menos, pero que entiendo absolutamente necesaria para poder conseguir esa fuerza sentimental tan potente y arrolladora, ese clímax visual y emocional tan seductor que supone la parte final de Amanecer. La imagen nocturna de la búsqueda con esos faroles iluminando la oscuridad es, y créame si así se lo digo, de lo más bello y emocionante que yo he visto jamás en una pantalla. En el fondo podemos interpretar esta escena como la búsqueda de nuestra propia dignidad. Una búsqueda de nuestro corazón, de nuestro autentico yo. Todo el mundo merecemos una segunda oportunidad. Sí, eso es lo que nos quiere transmitir su instinto de creador con esta reflexión sobre la tentación, el sufrimiento, la culpabilidad, el arrepentimiento y sobretodo, y como le decía más arriba, sobre la esperanza y el amor. Si alguien tiene dudas de lo que es el amor, querido Murnau, lo mejor es que vea esta película.
Mientras busco las palabras adecuadas para contarle lo que esta película supone para este humilde cinéfilo, caigo en la cuenta de que pertenece usted a esa legión de europeos que dejaron su tierra y sus raíces para ir hasta Hollywood y dejar allí la huella de un talento excepcional que ayudo a forjar la grandeza del séptimo arte. Alfred Hitchcock, Ernst Lubitsch, Charles Chaplin, Fritz Lang…. La lista sería interminable. No me gustaría despedir estas breves consideraciones sin decirle que, Amanecer, siempre estará presente en mis mejores recuerdos cinematográficos. En mi opinión, es una de esas escasas películas que tienen la capacidad de hacernos mejores personas. Quiero ser sincero con usted: obras como Amanecer no son precisamente las más populares en estos tiempos de frenético consumismo audiovisual. Pero también le garantizo que siempre contara usted con entusiastas admiradores y seguidores de su filmografía, entre los que me incluyo, dispuestos a defender contracorriente la calidad y vigencia de su cine. Y, sobre todo, esa particular característica cada vez más infrecuente en el cine de estos tiempos que nos ha tocado vivir: la emoción. Y no quiero dejar de citar ese suave perfume poético que baña las mejores escenas de su película.
Bueno apreciado Friedrich, Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) Y Tabú (1931), me esperan. Son dos de sus películas más exitosas y que aún no conozco. Quizás, una vez contempladas, me vea en la obligación de volver a escribirle de nuevo. Mientras tanto, reciba estas impresiones mías como un personal y sincero reconocimiento a su figura y a sus películas. Y no olvide, allá donde esté, que su nombre está escrito con letras de oro en la historia del séptimo arte.
P.D.: No le he dicho que incluiría sin dudarlo Amanecer en la lista de mis diez películas mudas preferidas. Y en la de mis veinticinco películas de amor que más me han llegado al corazón.
Pedro Antonio López Bellón.
"PRAESIDENTEN”, (1919). Carl Theodor DREYER. (El presidente).
Primera película del gran realizador danés, que se convertiría con el tiempo en uno de los pilares de la cinematografía mundial y referente para muchos cineastas de renombre.
Esta película muda está alejada del cine austero y puro al que llegaría años después en la etapa sonora y más madura, pero es una obra muy digna e interesante por muchos aspectos.
A pesar de caer en el cine con aire folletinesco tan en boga en esa época en la literatura y los seriales del cine, como los creados, entre otros, por Louis Feuillade, este gran director le proporciona una lectura que va más allá de lo puramente melodramático.
El tratamiento de la historia me resulta relevante porque en su ópera prima recurre a un tema que le tocaba de cerca, al ser él mismo hijo ilegítimo entre un aristócrata y su madre de otra clase social inferior a la que repudiaron, abandonándolo y siendo obligado a terminar en un orfanato. Posteriormente sería adoptado por una familia de férreas convicciones y rígida educación.
Por ello se interesó por el libro de Karl Emil Franzos en el que se relataba la historia de tres generaciones de aristócratas, que terminan relacionándose con mujeres de estrato social más bajo con las que tienen descendencia y consecuencias de diversa índole.
Dreyer realiza una crítica a las instituciones sociales más importantes como el matrimonio, la Iglesia y la Justicia con este relato que empieza con un libro que se abre y cuenta la historia de Karl Victor, el presidente del juzgado de la ciudad, considerado una persona noble, honorable y respetada. Su padre, antes de morir le confiesa que nunca se case con alguien plebeyo como le pasó a él, porque le llevaría a la ruina, obligándole a realizar un juramento delante del escudo de la familia. Sin embargo, él cae en la tentación de relacionarse con la hija de la ama de llaves de su tío a la que deja embarazada, pero termina abandonándola por la presión de éste sobre el honor de la familia, a pesar de que él no está de acuerdo con ello.
La hija que tuvieron (Victorinne) se cruza en su vida posteriormente cuando es acusada de infanticidio de su bebé y él debe ser el juez del caso. Renuncia al cargo, pero pide el indulto cuando le dictaminan la pena de muerte y conoce la causa verdadera de la situación y acto de su hija. Ese dilema de pertenecer a una justicia insensible o el deber moral de ayudar a su hija es lo interesante del film, cuando un hombre que representa la honorabilidad en su ciudad y compañeros, el cual es ascendido de cargo, se siente, ante todo, padre y persona con humanidad.
Se debate entre el orden social, el prestigio de la Institución o la injusticia que se viene haciendo contra las diferencias sociales y contra la mujer en general.
Y en ello Dreyer pone su especial crítica que, si bien posee un toque de ingenuidad y optimismo algo irreal, es muy loable la denuncia de las estructuras inamovibles y corruptas que imperan en la sociedad, que establecen la diferencia de clases y su permanencia en el tiempo.
Aunque he reflejado que esta película está muy lejos de lo que sería el sello personal de Dreyer, sí se aprecian rasgos que le caracterizarían en sus posteriores creaciones: personajes de hombres muy influidos por mujeres como este juez; intentos ya de encuadres con simetrías atrayentes y casi perfectos, aunque sin llegar a lo sublime de “Ordet” ni “Gertrud” todavía; iluminación con una estética gótica muy especial, como en ese expresionismo de los pasillos y la celda de Victorinne, que recuerda a escenas de “Dies Irae” con esa anciana torturada; el gusto por la naturaleza como los campos de “Ordet” y el bosque de “Dies Irae” con ese espíritu liberador que podemos ver en ésta de “El presidente”.
Otra de sus constantes es su devoción por la pintura, consiguiendo que cada plano gozara de un espíritu pictórico, cuadros vivientes, influidos por el pintor Vilhelm Hammershøi entre otros, que podemos disfrutar en la sencillez y austeridad de “Gertrud” y “Ordet”, con esos planos de las espaldas de mujeres, de ventanales o muebles simples.
Es en los espacios abiertos donde los personajes se sienten vivos, libres y felices, dando rienda suelta al amor prohibido en contraposición a los espacios claustrofóbicos del juzgado, el castillo de la familia, la celda y la casa de Victor, el juez.
Y hay varios aspectos que me han llamado la atención, que este director iría desechando en el cine sonoro. Por ejemplo, hay un montaje excesivo comparado con la simplicidad de planos y abundancia de planos secuencia de las posteriores. En ésta hay varias secuencias de flashbacks, de montajes paralelos, tan de moda con el cine de Griffith de la época, abundancia de primeros planos y planos detalle. Esos primeros planos que sublimaría en la excelsa “La pasión de Juana de Arco”, con esa Maria Falconetti incomparable e insustituible.
Y otro aspecto que me resulta curioso es las numerosas referencias a animales, existiendo muchos planos de ranas, peces, gatos, perros, un gallo… Incluso en el matrimonio final, les dedica un plano fundamental a tres perros que se suben a un banco de la Iglesia. Expresión sobre la belleza de la naturaleza, la calidad de las personas que cuidan animales, la candidez de éstos…
La interpretación de los actores es algo exagerada y dramática, propia del cine silente, muy parecida en su “naïveté” a la de “El amo de la casa”, otra película posterior en la que existe una historia de arrepentimiento y redención posterior del protagonista, como es ésta del juez, que renuncia a un ascenso y prestigio social para compensar las injusticias sociales que se ceban en los pobres, personificadas en su hija.
Carl Theodor Dreyer profundizaría con los años en temas como la religión, la fe, la verdad, la justicia, el pecado, el sufrimiento de la mujer. Temas trascendentales que influirían en el cine europeo.
Una historia a tener en cuenta en este enorme cineasta.
Estrella Millán Sanjuán.
EL BOSQUE PARA MURNAU.
Esta película es una obra maestra del cine mudo, muy poco antes del paso al cine sonoro.
Se trata de “SUNRISE. A SONG OF TWO HUMANS” (1927) de F. W. Murnau. (Amanecer).
Es la historia muchas veces contada en el cine de un triángulo amoroso y su moralina de desenlace, pero la maestría de Murnau es lo que marca la diferencia respecto a las demás. Su puesta en escena original, el expresionismo característico de su estupenda etapa alemana, lo plasma en esta primera película de su corta aventura americana.
Si algo identifica a esta obra maestra son sus imágenes compuestas, superposiciones, movimientos ágiles de cámara, belleza plástica, poesía hecha cine, en definitiva. Una apuesta arriesgada con un resultado magnífico, irrepetible.
Pero también por lo que nos interesa: un bosque muy especial, con una luz diferente, testigo vivo de los encuentros furtivos de un hombre que busca la pasión perdida en el matrimonio, con una chica de ciudad. Los pasos culposos y lentos al salir del hogar conyugal entre la niebla y los claroscuros del camino, se vuelven más ágiles conforme se acerca al destino acordado. Los movimientos de cámara por entre los arbustos, con planos subjetivos que siguen al amante te contagian su impulso, su expectación entre cada árbol, carrizos y juncos que aparta, así como la incertidumbre por ese camino angosto de matorrales que tendrá su recompensa.
El plano que se abre finalmente de ella de pie esperándole, jugando con una flor entre la humedad del lago, ya sin tanta espesura vegetal, es muy poético.
La iluminación expresionista de la naturaleza provoca un sentimiento en el espectador único, con esa luna llena que alumbra el agua rodeada de árboles cómplices de la clandestinidad del ardoroso romance.
Aunque también “escucharán” mudos el horrible plan ideado por ella para poder vivir sin ataduras.
La escena de la vuelta a casa por un terreno embarrado en el que dejan sus huellas culpables, le dota más carga agravante al vil pacto que les puede enfangar su vida del todo.
Estrella Millán Sanjuán.