Cine de EEUU


ATLANTIC CITY (1980). Louis Malle.


Difícil decidir qué personaje fue más redondo en la etapa madura de Burt Lancaster. Actor en continuo estado de búsqueda de arriesgados y diferentes proyectos, que a partir de los 50 años puso el foco en la vieja Europa anhelando papeles más ilustres y vulnerables, en principio poco ajustados a su imagen y trayectoria, pero que sabía que le reconducirían y elevarían su ya dilatada y reconocida carrera, asombrando hasta a un escéptico Visconti de su potencial y su origen, que terminaría repitiendo con él.

Una inteligente decisión que continuaría después en EEUU amoldando acertadamente sus papeles a un físico cada vez más lejano del heroico de su época de espectáculo circense, cine negro, western o acción, buscando roles reposados, más introspectivos, que descansaran en un rostro esculpido por la experiencia y sabiduría del pasado.

En “Atlantic City” encarna uno de estos grandes papeles a medida; un sexagenario (Lou Pascal), antiguo guardaespaldas de un gánster de la época dorada de la ciudad con algo de renombre fallecido muchos años atrás, que ahora quema su gris existencia como corredor de apuestas de tercera que le da para malvivir, al que mantiene la viuda de su exjefe (Grace), postrada en una cama, y que le desprecia. Observador nocturno y agazapado del bello y carnal ritual diario de limpieza de su joven vecina (Sally) frente a la ventana con la que comparte casi puerta siendo, sin embargo, unos grandes desconocidos.

Una impactante escena de apertura de la película, iconografía de la historia del cine con esos limones cortados y restregados sensualmente por brazos y pecho de Susan Sarandon, ensalzados por la “Norma” de Bellini, momento álgido que quita la respiración de Lou Pascal y que tendrá una explicación mucho menos glamourosa y sensorial.

Louis Malle, en su etapa americana, corta pronto esa iluminación dorada del jugoso momento para introducirnos en un tono gris y crepuscular con una pareja de jóvenes de aspecto desaliñado que se acerca andando por la carretera con una central nuclear al fondo.

La alegría de la chica al llegar a Atlantic City y expresar: “señal del cielo”, viendo un elefante con la trompa hacia abajo con un WELCOME y la detonación de un gran edificio no contagian demasiado optimismo. El director va presentando los personajes de forma paralela, sin aparente conexión, pero estos llegarán por diversas razones a confluir provocando un derrumbe vital en cada uno de ellos. El chico es un traficante de drogas, marido de Sally, del que huyó hace muchos años de Canadá y la chica es su hermana, que llega con un avanzado embarazo. Peripecias del destino hacen que contacten con el corredor de apuestas, que se verá inmerso en un breve negocio de cocaína, que aprovechará para obtener el reconocimiento que nunca tuvo y un acercamiento a su deseada vecina.

Un personaje el de Lou con vasos comunicantes con el Príncipe de Salina de “Il gattopardo”, desde luego no por su origen social, pero sí en esa certeza de que la vida se le escapa de las manos y de que los momentos de seducción se pueden agotar en un último baile del que alejarse con lágrimas en los ojos. Pero sentimos que en esta ocasión existe un pequeño acto de “justicia” con aquel aristócrata que se dolía amargamente del final irrevocable de una época y de su capacidad de desear y ser deseado. En un ambiente de fatalidad, de melancólico desencanto, tiene cabida el milagro del rejuvenecimiento, una efímera, pero necesaria centella que desate las segundas oportunidades, tanto en la pasión amorosa y sexual, como en provocar un vuelco vital por el que seguir en la brecha.

Este corredor de apuestas, paseador de perros cursis, privado de carácter, necesita un golpe de suerte mientras cada día plancha con mimo su única corbata echándole agua con una botella reciclada de Cocacola, se arregla y se coloca una gabardina que le dan un aspecto de decadente elegancia y se ahoga en un asfixiante apartamento en un edificio pendiente de demolición. Gráfica y atinada descripción de un señor con una constante necesidad de falsa apariencia, con una vida edificada en la mentira, depositario del sabor a fracaso; como esa ciudad que fue el paraíso décadas antes, “el pulmón de Philadelphia”, pero que ha colapsado, agonizando entre drogodependencia, delincuencia y desempleo; que se desmorona entre derribo y derribo de míticos hoteles y edificios para convertirse en Las Vegas ruidosa y deshumanizada de la costa este. Una ciudad que añora el esplendor del pasado, la luz de su paseo marítimo frente al océano, pero que Malle nos presenta otoñado, apagado, dinamitando la idea del sueño americano. Una ciudad desolada que sirve de telón de fondo en la que se mimetiza ese biotopo humano que vive en sus trastiendas. Con la irónica, única y casi desapercibida referencia cultural de una exposición en un museo del pintor Norman Rockwell en un anuncio al lado de la escena clave de la cabina al inicio.

Nunca una ciudad había simbolizado tanto la decadencia como Atlantic City, muy alejada de lo bello y decadente de Venecia, por ejemplo, ciudad también asomada al mar, pero con diferente declive. Atlantic City se hunde en su propio y artificial intento de regeneración económica, expulsa cualquier atisbo de felicidad construyendo personas que se traicionan, cuya máxima aspiración es escapar de allí buscando un futuro mejor. Esperanza que aprovechan personajes sin escrúpulos como el jefe de Sally, que le imparte un extenuante curso nocturno para aspirar a ser la primera mujer croupier en Montecarlo, mientras de día se consume abriendo ostras para los clientes del casino en que trabaja. Un interesado Pigmalion que la embauca con casetes de ópera para escuchar, que la impulsa a leer y hablar francés para obtener la distinción y formación necesarias, pero que esconde espurias intenciones. Un personaje, a mi entender, escasamente dibujado y en el que el gran Piccoli no puede desarrollar bien su talento.

Como personaje mejor dibujado tenemos a la citada Grace, que vive en su abigarrado y minúsculo apartamento entre recuerdos y pasado mejor en un aparente síndrome de Diógenes, que se le precipita de sus paredes y alrededor de su cama. Una aspirante a un concurso de belleza de medio pelo que protegerá Lou en la juventud y a la que se ha mantenido ligado de forma entre amorosa y enfermiza. Grace conoce más que nadie sus secretos, sus debilidades, le maltrata, pero le necesita. Otro juguete roto, vestigio de épocas doradas, en el que lo ilegal, la prostitución, la mafia y las armas eran motivo de gloria, añorada por los que van a ser desalojados de sus habitáculos y que se duelen de la legalización del juego.

Una película construida a base de miradas. Esa mirada inquieta, ávida de conocimiento, pasional y vital de Susan Sarandon, que busca aprender en la aparente seguridad y protección de Burt Lancaster cómo cambiar, cómo salir del agujero. Mirada de él en la comida del restaurante de certeza, de sabiduría, de vestir un traje y zapatos blancos de otra época como el mejor de los atuendos, de comportarse como si entendiera de vinos caros, diera generosas propinas todos los días con tal de seducirla y hacerla sentir protegida. Miradas de complicidad entre penumbra en el desvelo del secreto de cada noche en las ventanas frente a frente… Y una mirada clave, la de él, impotente, inerme ante la evidencia de saberse un perdedor, que ha sido incapaz de auxiliarla, un fracasado y cobarde que se agarrará a una determinación que cambie su vida para siempre.

Un neonoir sencillo, dramático, con escasa espectacularidad a pesar de los crímenes, seco en algún pasaje; que nunca se regodea en lo sórdido, no juzga la amoralidad de sus personajes y que acaba con un gran final de dos seres orgullosos uno de otro, que han apartado un patetismo vital encontrando a su forma la dignidad; seres anacrónicos en un mundo que se tambalea.



Estrella Millán Sanjuán.




“STRANGERS WHEN WE MEET”, (1960). Richard Quine. (Un extraño en mi vida). 9/10/2020


Aconsejar o que te aconsejen grandes películas o libros es uno de los ejercicios más gratificantes que existen. Coincidir en gustos, géneros, escenas y comentar después los sentimientos o pensamientos surgidos propicia conexiones humanas muy especiales y ganas de seguir influyendo en otras personas indefinidamente.

Que llegara a mí por un sabio consejo esta película lo considero un regalo. Me parece que he sido testigo de una forma de narrar una historia muy diferente a lo convencional, con una sabiduría por parte del director poco habitual por lo escabroso del tema en esa época, pero tratada con una serenidad y elegancia que te atrapa desde los primeros compases de esta gran obra maestra. Tan elegante como la gran banda sonora que la acompaña.

Un plano general nos ubica en un conjunto residencial apacible, silencioso, a la hora de llevar a los niños al colegio. No ha transcurrido ni un minuto y ya, antes del título, se nos presenta de forma natural a los dos personajes epicentro del relato. Y ya observamos cómo Larry (Kirk Douglas), un apuesto arquitecto, queda impactado por la visión de la etérea ama de casa Margaret (Kim Novak), que acaba de incorporarse al vecindario. Quine ha ido al grano, le interesa pronto centrar su atención en el motor que hace girar esta ácida crítica a la sociedad americana de clase alta, a la que nos describe viviendo como en una suerte de endogamia clasista, aislada en su burbuja de perfectos matrimonios, hijos perfectos, jardines bien cuidados y casas elegantes. Un golpe directo al “American way of life”, a lo idealizado de su estructura social y las cualidades que tanto exportan. No existe de forma premeditada ni una sola referencia al exterior, el relato se circunscribe a esa paradisíaca residencia y habitantes que me lleva a la magnífica “The Truman show” (1998), por describir tan acertadamente la aparente felicidad de las familias, pero cargadas de la más feroz hipocresía de la que hacen gala para conservar una imagen idílica con pies de barro.

Estos personajes destinados a encontrarse debajo de una aparente armonía esconden frustraciones, una monotonía asfixiante y una pérdida de pasión entre los cónyuges que les lleva a buscar fuera un soplo de aire fresco. Larry va directo a su objetivo, ella se resiste al principio, pero la tensión aumenta y precipita el encuentro con unos diálogos directos, cargados de intensidad acordes a la primera cita apartada en la playa, en el que la fuerza de las olas que observan por la ventana golpea no sólo los cimientos del local.

Los diálogos de Evan Hunter, una adaptación de su novela, son fundamentales en la película. Inteligentes, irónicos en cada personaje que desfila y se relaciona con la pareja. Pero también los silencios, las miradas que hablan por sí mismas. Cada una de las personas que salen podría constituir, si se desarrollara más su historia, otra película, por la cantidad de matices que albergan y por lo que nos cuentan: el escritor vanidoso que se debate entre el triunfo, el dinero o escribir realmente lo que le apasiona y que desea que el arquitecto le construya una mansión espectacular; la madre de Margaret, una fría señora atractiva que reprocha a su hija casada que cuándo se va a enamorar de verdad, como le pasó a ella dentro del matrimonio, escandalizándola, pero dando justo en el centro de flotación con suma habilidad; el vecino odioso, charlatán, envidioso, interpretado magistralmente por Walter Matthau, en un registro muy distinto; los amigos de la fiesta organizada en casa con conversaciones insustanciales, que no hacen sino exhibir su falta de compromiso social y un pestilente matrimonio con el dinero y la ambición profesional.

El director demuestra naturalidad en su planteamiento, no pretende crear un drama en el que los primeros planos sean abundantes o el montaje sea demasiado intenso, sino que su cámara se pasea tranquilamente por el escenario, ofreciéndonos esta pasional historia de adulterio entre la sensual, sin pretenderlo, Maggie, presa de su físico y de un marido indolente y frío y el insatisfecho arquitecto Larry, que encuentra en esta relación y el diseño de la casa del escritor una inyección de vitalidad y creatividad sin precedentes.

Quine ofrece maestría en la puesta en escena, creando planos picados de ella y su marido, que acentúan su vulnerabilidad y el inicio de la infidelidad; hay otro genial como el plano detalle de la boca de ella y él en profundidad que escucha una amarga confesión muy logrado; el travelling que observa a Larry y su jefe de forma escondida entre los árboles del jardín en la fiesta y que de repente se acerca a las caras para hacernos partícipes del giro del relato al ser tentado con un puesto de trabajo muy ambicioso es excelente, así como la aparición de Novak con su marido por la puerta principal en esta fiesta en profundidad de campo, mientras el arquitecto, que está lejos en la zona de barbacoa, los observa. La escena en la que Maggie entra a la habitación del matrimonio observando amargamente camas juntas, no como las suyas, los muebles, la intimidad, no hacen sino demostrarle la dificultad por la que atraviesa su furtiva relación.

El uso del color es fundamental, recurriendo al rojo del vestuario en la camisa de ella en su primer contacto cuando ya demuestran acercamiento y química nada más conocerse, así como en la chaqueta de él cuando insiste tanto en dar un paso más y tener una primera cita. El vestido rojo de ella fabuloso en el bar crea la complicidad evidente y su consentimiento en este juego de seducción tan serio. Posteriormente el blanco aparece en varias ocasiones, apartando las faldas apretadas de ella y dando con un vestido de corte evasé y espalda al aire, el equilibrio entre culpa y sensualidad en el encuentro furtivo del despacho de él. El color blanco del albornoz de la inteligente mujer de Larry, que sabe todo y que da apariencia de pureza y fragilidad ante la horrible escena con su vecino. Y definitivamente, la evolución en el vestir de Maggie en la escena final en la que otro vestido blanco más recatado, zapatos del mismo color y chaqueta azul celeste corta le privan de casi toda su sensualidad, demostrando alma, amor, respeto y resignación. Vestuario con costuras muy finas, que se rompen como la vida de estos seres insatisfechos, que se debaten entre la comodidad que proporciona la institución familiar y el dinero o el amor apasionado.

Es muy destacable la actuación de Kirk Douglas, que en esta ocasión demuestra su gran capacidad interpretativa, presumiendo de un papel contenido, muy medido, expresando más en su mirada sus pulsiones y carencias y sin dar rienda suelta a la retórica para la seducción, sino con un lenguaje directo y eficaz. Kim Novak está espléndida metida en la piel de ama de casa adormilada, pero sensual y con apetencias. La cámara la quiere, lo sabe y explota con esos planos de su espalda y caminar su lado irresistible para los hombres.

Como también es muy destacable el proyecto de arquitectura de Larry, una casa que se convierte en un personaje más, que crece a la par que su relación a escondidas, que se materializa con su construcción, que se arriesga como lo hace la mansión final que se asoma imponente y deslumbrante desde la colina. Un símbolo muy original de esta relación clandestina que hace sentir vivo al arquitecto y con una creatividad fabulosa impulsada por su musa. Comenta ella en la escena final: “El dueño (escritor) no sabe que en realidad esta casa es nuestra”, mientras pasean por la decoración de estilo oriental y un diseño maravilloso. La vida impone a veces decisiones muy difíciles, imposibles de resolver de la forma más acertada.

Y si la construcción resulta una metáfora para ellos dos, me permito también en esos términos terminar añadiendo que Richard Quine construye un historia incómoda para la época y país que dinamita los cimientos de su sociedad, no intenta pintar las fachadas de apariencia de esa clase alta que se define por sí sola y separa con paredes muy delgadas a cada familia, que se complace y contagia de una vida muy similar basada en la hipocresía y valores muy superficiales. Cada una con un sótano lleno de miserias, tristeza, ambición y relaciones de pareja mecánicas y automáticas.


Estrella Millán Sanjuán.



"THE SWIMMER” (1968). Frank Perry.


“The swimmer” fue un proyecto complicado desde su inicio. Lo que parecía iba a desarrollarse en el contexto de una modesta producción de cine independiente con escaso presupuesto, siendo en principio una idea del matrimonio Perry, se convirtió en algo más ambicioso al entrar una estrella como Burt Lancaster –que había leído el relato en que se basa– como protagonista absoluto y eje sobre el que gira esta historia singular. Esto triplicó el presupuesto y obligó a entrar en la producción a Sam Spiegel, el reputado productor.

Esta adaptación de Eleanor Perry de un relato corto de John Cheever no estuvo exenta de dificultades con el director Frank Perry, al cual Spiegel acusó de abusar del zoom, la cámara lenta y exceso de planos oníricos. Tampoco su relación con Lancaster fue buena, lo cual motivó que fuera apartado del rodaje, sustituyéndole Sydney Pollack con la aportación de dinero propio del actor. Esto propició que la película se estrenara dos años después de su rodaje, que tuviera una fría acogida y que el productor no quisiera ni aparecer en los títulos de crédito. Pero el empeño de Burt Lancaster hizo que viera la luz y que fuera la que él consideraba su película favorita.

Sin embargo, a mí me parece una historia muy interesante. La he visto muchas veces, siempre he querido escribir sobre ella, pero temía no poder hacerle justicia, en gran parte por respeto al enorme actor, un ya maduro Burt Lancaster, que guardaba un gran cariño a este personaje, del cual se sentía muy satisfecho y eso que esta gran actuación rivalizaba con la excelsa “Il Gattopardo”, “Separated tables”, “The gipsy moths” o “Sweet smell of success”. Papeles muy distintos entre sí que no hicieron más que poner de manifiesto su gran capacidad interpretativa en su madurez y su viveza a la hora de buscar películas y directores poco habituales y relevantes.

Creo que su pasado laboral, tan basado en el físico, le hizo sentirse muy a gusto en esta película en la que da rienda suelta a sus aptitudes, tal como le pasó en la película “Jim Thorpe”, de Curtiz, el atleta indio que ganó tres medallas en los JJOO y que le fueron retiradas posteriormente. En ellas dos y en otras anteriores como “The flame and the arrow”, de Tourneur, se hallaba como pez en el agua, entrenaba de forma sistemática y se cuidaba más que nunca. Como no le gustaba nadar, contrató a un entrenador de la UCLA y pasó mucho tiempo en una piscina obligando a sus hijos a entrenar a diario para que sufrieran como él.

Pero, lo que marca un antes y un después en ésta que nos ocupa es que, si bien se necesitaba un actor con un físico imponente, una buena técnica en natación y carrera, era determinante acompañarlo con madurez interpretativa, un reto para este gran actor que ya sabía de su potencial. Ned Merrill es un hombre que encarna el éxito, la sensualidad, la atracción física, pero a la vez es un ser imperfecto y vulnerable. Y Lancaster se esmeró en crear un personaje enormemente atractivo en esas dos facetas, la exterior e interior, un hombre que va demostrando su deterioro físico y moral.

La historia tiene un toque característico sesentero, con una forma de rodar especial con toques incluso algo “kitsch” de Perry, pero que la hacen más atrayente. Y su posible imperfección está redondeada con la seriedad y desgarro de las escenas que aportó Pollack, que fueron el contrapunto necesario. Esa dualidad provocó que se convirtiera en una película de culto con el tiempo y una reivindicación de su calidad. Y la aportación de la banda sonora con la que debutó Marvin Hamslich –creador de la excelente “El golpe”– le proporciona ese aura de ensueño, dramática y melancólica que necesita y de la que no puedes desprenderte.

Ned Merrill (Lancaster) es un publicista de mediana edad muy atractivo, la viva imagen del prestigio, la popularidad y el deseo para las mujeres. Pero su personaje aparece en la película de la nada, por un bosque frondoso indeterminado, rodeado de animales, corriendo descalzo como uno más hasta que llega a un lujoso chalé, dirigiéndose hacia la piscina y visto en un bello plano desde una arboleda que lo esconde un poco, lo cual nos hace sospechar de su procedencia y su presencia. Con este prólogo, la historia crea un halo de rareza hacia el protagonista, el cual nos conquista desde el primer momento por su energía y vitalidad y por la calurosa acogida de sus vecinos y amigos, dueños de esa piscina en la que se desliza suavemente hasta salir de ella de forma explosiva.

El relato se desarrolla a las afueras de Connecticut en verano, en una urbanización de clase alta, en las que poseer una buena vivienda y una gran piscina es un símbolo de bienestar basado en la economía y lo material. Un toque de distinción del que presumen ante el vecindario en continuas fiestas, resacas, snobismos y conversaciones vacías. A Merrill se le ocurre la idea de recorrer el valle hasta su casa, a unos 10 km, “nadando” de piscina en piscina de sus vecinos, en lo que él llamará el río Lucinda, en honor a su mujer. Una idea extravagante que no hace sino cargar de más extrañeza a este personaje que parece haber salido de un estado de hibernación vestido nada más que con un apretado bañador oscuro.

Este recorrido se transformará en un periplo vital, en el que cada extraño encuentro con cada vecino constituirá un nuevo aprendizaje para el nadador, que se encuentra con su pasado, con personajes con los que va perdiendo popularidad y aceptación, con una conquista frustrada, con una antigua amante que le desprecia y con personajes de clase media-baja que le recriminan su comportamiento en el pasado. En definitiva, asiste en directo a su declive físico, social, familiar, laboral sin dar crédito. Se arroja, nunca mejor dicho, al abismo de las piscinas o paradas de su vida. Una odisea, un camino lleno de obstáculos de un Ulises hacia su añorada Ítaca, deseando en una imagen idealizada, que Penélope le siga esperando, haciendo su tapiz interminable.

Con este interesante personaje y su paso por el vecindario, asistimos a una ácida crítica hacia la clase alta estadounidense, al “American way of life”, al sueño americano, retratando a unas gentes frías, miserables y superficiales hasta el extremo. Algo muy parecido a la magnífica “Strangers when we meet” de Richard Quine o “American beauty” de Sam Mendes.

Como curiosidades, añadir que John Cheever hace un cameo en la película en la fiesta multitudinaria, así como el matrimonio Perry y que en 1992 se hizo un anuncio de vaqueros que adquirió mucha fama, basado en esta película.

Burt Lancaster se desnuda por fuera y por dentro en esta gran película y, sobretodo, en ese final dramático que no desvelaré, en que nos regala una secuencia impactante y conmovedora, tan cargada de intensidad que pone los vellos de punta. Un descenso a los infiernos, a un precipicio inexorable.



Estrella Millán Sanjuán.



"THE GIPSY MOTHS” (1969). John Frankenheimer.


Frankenheimer fue un director de esa generación curtida en televisión que dio el paso al cine y que, gracias a su oficio, nos proporcionó obras de buena factura y con una puesta en escena muy característica, como esos primerísimos primeros planos con profundidad de campo que potencian o desarman al personaje.

En esta película da el paso a un cine más dramático, intimista, adentrándose en la naturaleza humana, narrando con sutileza y sensibilidad las relaciones intensas que se establecen entre personas desconocidas de esa América profunda que tan bien describe en ésta y en la que le seguiría, “I walk the line” (1970), en la que se interna también en un drama amoroso intenso y excelentemente contado.

La relación profesional con el actor y también productor Burt Lancaster fue muy fructífera, dando como resultado obras de calidad, pero creo que en “Los temerarios del aire” existe un intento de ir más allá, en una historia en apariencia sencilla, pero que resulta ser la punta del iceberg de los sentimientos que albergan los protagonistas. Aunque esta magnífica historia pondría el punto final a la relación profesional entre ambos.

Un relato que empieza con ritmo, con los saltos en caída libre del avión de tres paracaidistas en lo que parece va a convertirse en una película de acción, pero que, poco a poco, con una banda sonora fabulosa de Elmer Berstein, se va tiñendo de tranquilidad e incertidumbre con bellos planos aéreos de la carretera y el pueblo al que se dirigen.

Bridgeville es la siguiente parada de estos protagonistas errantes, sin raigambre, almas nómadas sin sosiego que llegan como un soplo de novedad a pueblos dormidos y sumidos en la desidia del interior del país, simbolizado en esa avioneta que lanza miles de octavillas publicitarias que caen como una lluvia de expectación.

Pero Frankenheimer posee la habilidad de impregnar de cierta tristeza al relato desde el inicio, percibiendo que esta llegada se encuentra embebida en desánimo, todo lo opuesto a lo que debería constituir un espectáculo de tal calibre.

Los tres personajes principales son definidos claramente con su actitud corporal, mirada o sólo unas cortas frases. Browdy (un fabuloso y joven Gene Hackman) representa la parte económica del trío, un hombre de negocios decidido y charlatán. Malcolm (correcto Scott Wilson) es el jovencito desubicado, inseguro y Rettig (excelente Burt Lancaster) se presenta siempre con la mirada perdida, pensativo e introspectivo, aunque es el líder del grupo. Un ser que lleva el nihilismo como un escudo escéptico y un tanto descreído del mundo.

La publicidad de los carteles exhibe “Paracaidistas que desafían a la muerte”, revistiendo de un halo de heroicidad a este trío que encontrará que este pueblo no es uno más, anónimo, de esos que olvidarán pronto, sino que constituirá un punto de inflexión que marcará sus carreras de forma definitiva.

Malcolm convivió con sus tíos después de un accidente de sus padres que lo dejó huérfano. Después de muchísimos años los visita ante el asombro de éstos, invitando a los tres a que se alojen por una noche.

Rettig que siempre está ausente y reflexivo, con la mirada abstraída, esta vez observa fijamente y sabe lo que desea cuando coloca su foco en la tía de Malcolm (una estupenda Deborah Kerr). Ésta es una película de intuición, de percibir con gestos y pequeños detalles un matrimonio roto, de dejarnos atrapar con una tensión que va lentamente in crescendo que revela almas perdidas, personajes melancólicos, seres inacabados y frustrados.

La señora Brandon cruza miradas con Rettig e intenta conocer más sobre el arriesgado trabajo de ese hombre que le provoca desasosiego y un calor asfixiante al que su marido contribuye. “Cuanto más nos acerquemos a tierra (sin abrir el paracaídas), más interesante es”, le espeta en un afán de atraer su atención. Pronto observamos que el indolente marido la arroja de forma sutil a los brazos del paracaidista cuando le anima a acompañarla a dar una charla al club de mujeres del pueblo. En el coche ella le comenta: “La mayoría de la gente no puede evitar reaccionar ante algo que produzca emoción en sus vidas” aludiendo al espectáculo, pero reflejando toda una declaración de intenciones aderezada por miradas que no necesitan palabras.

Durante la charla, el deportista hace gala de un don de gentes que no suponíamos en él, ganándose a todas las señoras y a Elizabeth, que lo observa fijamente sin pestañear, intentando eliminar las numerosas capas que le envuelven y escudriñar en su carácter. Rettig pliega el paracaídas de forma pausada y meticulosa mientras ella le somete a un interrogatorio. Lancaster tiene la habilidad de meterse tanto en el papel que parece que ha doblado las líneas de suspensión y la canopia toda su vida, tal como ya le pudimos ver en la película “The train” (1964) en la que fabricaba una pieza de fundición en un plano secuencia con gran maestría.

Lo que sigue es el acercamiento definitivo entre esta pareja que, sin conocerse, se necesita. Un diálogo interesante durante un paseo que termina ante una atracción de niños pintada de un rojo intenso a la que ella se aferra con sus manos, evidencia lo inevitable. El encuentro sexual nos dice que estamos en una época fuera de la censura, con semidesnudos muy bellos. Contado de forma muy elegante y delicada y con la dolorosa aquiescencia de un marido despierto aún.

Creía conocer todos los matices de la mirada de Burt Lancaster, pero descubrí una nueva de él sentado en el suelo al lado del sofá donde Deborah Kerr duerme, en la que se aprecia una mirada con fondo insondable, infinito, una mezcla de melancolía o "saudade", como expresan maravillosamente los portugueses, con un atisbo de ilusión. Increíble. Eso está al alcance del que tiene ya una madurez en la actuación y experiencias vitales que te ayuden a componer el personaje.

Otra historia de infidelidad, aunque distinta en esa icónica película que fue “From here to eternity” (1953) con la misma pareja, pero que ahora se reúne en un amor maduro y de características muy distintas, más complejo.

Los otros personajes también sufren una evolución en pocas horas. Browdy, aparentemente superficial, tiene relaciones sexuales con una bailarina de club nocturno, pero en realidad es un hombre con inquietudes religiosas, que quiere abandonar este estresante trabajo y construir otro futuro. Malcolm pasa de ser un chico apocado, neurótico y constantemente preocupado por el riesgo de su trabajo, a uno maduro, seguro de sí mismo y que también encuentra el amor y un futuro prometedor. Y Rettig es el que sufre una transformación más evidente ante la negativa de Elizabeth a abandonar su tedioso y asfixiante matrimonio cuando le reprocha: “Te crees el forastero que viene a sacarme de mi aburrimiento”. Hecho que le romperá en mil pedazos y le llevará a tomar la decisión más importante de su vida.

Me vienen a la memoria tres películas más sobre matrimonios frustrados, en los que tomar una decisión drástica es un salto al vacío, nunca mejor dicho: “Brief encounter”, "Strangers when we meet" o “The bridges of Madison county”. Historias muy interesantes, en la que cada una a su forma es un estudio de matrimonios inmersos en monotonía y el desencanto y que buscan una válvula de escape que les arroje al abismo momentáneo.

“The gipsy moths” es un relato de personas con miedo, de perdedores, a los que Frankenheimer, conocedor de la naturaleza humana, eleva y da dignidad. No es una historia de acción al uso, en la que los saltadores son unos adictos al riesgo y la adrenalina, sino que son presentados con sus defectos, insatisfacciones, dudas; no son héroes en el fondo, sino sufridores nada más poner los pies en el suelo. Seres desubicados, carentes de amor y calor que necesitan un momento de gloria, aunque sea muy efímero.

Desoladora, pero tan atrayente y bien contada, que te atrapa aunque duela y deje descorazonado. La recomiendo.


Estrella Millán Sanjuán.


“PICNIC” (1955). Joshua Logan.

“Picnic” posee ingredientes cinematográficos que hacen que no te distraigas en ningún momento de su visión y lectura de subtítulos: un guión con tintes teatrales basado en la obra de William Inge, que consiguió el Pulitzer al mejor drama en 1953; un casting muy acertado con un William Holden hipersexual y buen actor, Kim Novak en unos de sus primeros papeles protagonistas con un rol entre cándido y sensual encantador, su rebelde e inteligente hermana, una madre conservadora, una vecina lúcida, la maestra madura y soltera (una estupenda Rosalind Russell) y su indolente pretendiente; un banda sonora que casa perfectamente con cada secuencia de George Duning; una fotografía muy agradable con colores sugerentes y una ambientación muy lograda de un pueblo pequeño, sin ubicar, pero bien descrito por su costumbrismo, ocio y formas de relacionarse.

Un drama en una sociedad de los 50 del siglo XX que pretende tener unidad perpetuando el conservadurismo, la mesura, lo tradicional y un aparente puritanismo. En una época de todavía vigencia del código Hays, es un alivio encontrar que, desde la misma industria cinematográfica, surgieran películas que la sortearan levemente y se erigieran como voces autocríticas hacia el “american dream” y un país que pretende colocarse como el ombligo del mundo. En ese sentido, otra película que fue autocrítica hacia ese tipo de sociedad es la más conseguida “Strangers when we meet” de 1960, con la que comparte, por cierto, banda sonora elegante y envolvente y actriz protagonista.

La película se abre y se cierra con el mismo plano, un tren que llega y que se va al día siguiente y precipita toda un serie de acontecimientos en ese viaje del errante “polizón de tierra” protagonista que arriba a la estación; pero también se convertirá en su viaje interior más profundo y los efectos que provoca en cada uno de los habitantes que se cruza en ese conjunto residencial apacible, de casas aburridas y jardines traseros en los que cada vecino conoce perfectamente la vida del otro. Ese tren transciende su significado y se convierte en algo más que un simple medio de transporte como veremos después.

Hal Carter (William Holden) recala en ese ambiente rural de forma premeditada, aunque Logan nos lo presente desde el principio como un trotamundos sin billete, maleta, ni aparente destino u objetivo. Nada más adentrarse en el residencial, su sola presencia influye de forma distinta en cada vecina, provocando diversas respuestas. La anciana Helen, lista y visionaria que huele a distancia las carencias afectivas y económicas de Hal, lo acoge inmediatamente, lavándole la camisa y dejando que trabaje semidesnudo en su jardín, lo cual provoca el interés de la joven e intelectual Millie por el espectáculo visual, el deseo callado de Madge (Kim Novak) y el recelo de la tradicional madre.

Personajes que son descritos con minuciosidad – cada uno podría perfectamente ser el protagonista de otra película por los matices de su personalidad – por un guión con muchos aciertos que hacen que la historia vaya encajando en un perfecto engranaje que desembocará en lo que ya somos capaces de intuir, pero no en qué forma y situación ocurrirá.

El vagabundo Carter, en realidad va buscando a una antigua amistad de la Universidad, que ahora es el hijo de un poderoso empresario local y que casualmente, es el prometido de Madge. Y este chico con aspecto juvenil, pero expresión y aspecto del que lleva mucho a sus espaldas vivido y bebido – le va que ni pintado al verdadero Holden, por su verdadera experiencia vital de vivir en el abismo – va a ser el detonante para dinamitar la aparente armonía de estos ciudadanos dormidos en su cotidiano hastío y costumbrismo.

Siempre me he sentido atraída por esos personajes que eclosionan, sin pretenderlo, en un grupo social cerrado, de férreas convicciones y pone patas arriba todo lo que toca. Destaco al educado y civilizado Gregory Peck de “The big country”, al que todos ven como una amenaza por sus distintas formas pacíficas de actuar, desatando un conflicto que le es ajeno. O a la magnífica y poco convencional Corinne Marchand que revoluciona un pueblo de provincias español en “Nunca pasa nada”, por su frescura y sensualidad. En definitiva, son foráneos que se perciben como desestabilizadores de una espesa y conservadora actitud ante la vida y el futuro.

Pues este joven, que tenía una prometedora carrera como deportista de élite, pero al que la poca fortuna se le cruzó, o que quiso beberse la vida demasiado pronto, provoca con su entusiasmo, escasos prejuicios, libertad, sensualidad, sexualidad y simpatía, una serie de emociones que estaban latentes en estos seres frustrados en la celebración de un célebre picnic en septiembre.

Posee escenas muy impactantes para la época por su marcada sensualidad, dentro de lo que permitía la censura, en las que lo que sugiere está rebosante de tensión sexual entre Hal y Madge, sin que haga falta más imágenes explícitas. Especialmente en el baile nocturno al lado del río, la rotura de la camisa por parte de la maestra amargada, que ve cómo se va otoñando al lado de un medio novio soso y poco apasionado, perdiendo los papeles al observar la virilidad y pretender bailar a la fuerza con Hal. Y también en el esperado encuentro de la pareja que escapa después de todos los reproches hacia el recién llegado por la madre, amigo y especialmente la maestra, que vuelca su amargura en él a verse rechazada. Esta actriz (Rosalind Russell) lo hace muy bien, si bien en su momento de estallido emocional, cae un poquito en la sobreactuación, a mi entender. La última película que vi de ella ,“The Craig’s wife”, de Dorothy Arzner, demuestra que es una actriz con una fuerza interpretativa extraordinaria.

En definitiva, se ha hablado mucho de esta película enfocándola hacia el torso desnudo que sale muchas veces de Willian Holden, pero, en realidad supera lo meramente físico. Es el símbolo de la libertad, de la intolerancia y de una hipocresía que es el motor de una sociedad anclada en las apariencias, en matrimonios buscados para asegurar un futuro, aún sin amor. En infravalorar a los que no han tenido más oportunidades como el protagonista, por crecer en familias desestructuradas.

Y de lo que habla esta excelente película es de la absoluta soledad de todos los personajes. La que se siente excluida por sólo ser considerada guapa; la que se siente incomprendida por ser intelectual y algo salvaje; la abandonada por su marido; la que perdió su juventud, pero sigue siendo apasionada, el acomodado, que no quiere casarse; el que no sabe amar a su novia porque se ama a sí mismo y su proyecto. Y casi todos se creen mejor que este vagabundo, que en realidad ha venido a salvarlos, sin pretenderlo.

Y la desubicada Madge encuentra su sitio con él, porque le despierta pasiones que su frío novio no podía. ¿Pero será capaz de seguir a ese tren que se aleja de nuevo y cambiar el rumbo de su vida? Su inteligente hermana y vecina lo desean. Vean la película para saber cómo termina.


Estrella Millán Sanjuán.