CRÍTICAS

Amparo Moreno López

TODO A LA VEZ EN TODAS PARTES

 

Decepción y perplejidad desde el principio al final en esta oscarizada película que los gurús de la moda y el cine pretenden hacer pasar por una obra de arte original y con tintes de genialidad.

El dislate, y el exceso de ganas de sorprender con formas nuevas no dejan de envolver un tema antiguo y ya tratado con mayor o peor fortuna 90 años atrás por Frank Capra en  ”Qué bello es vivir “; la insatisfacción personal, profesional y familiar (los problemas económicos del negocio familiar, un matrimonio que va a acabar en divorcio, la aceptación de la homosexualidad de la hija o la realidad y los sueños de la emigración) desde una postura tan bien pensante y ñoña como la de los años 40 y todo ello envuelto en una mezcla de géneros cinematográficos con imágenes y probables novedades estéticas entre cutre y de falsa modernidad ya vistas a poco que se tenga memoria.

Desde “Matrix” a” Regreso al futuro” o las series televisivas tediosas y confusas surcoreanas y chinas de Netflix conforman un pastiche lleno de kung-fu, violencia extrema, maltrato animal e incluso imágenes que rozan el gore, todo ello para justificar en el tan de moda metaverso o universos paralelos, una  pretendida filosofía pedestre y de andar por casa, a saber, aceptar lo que hay pero con mejor cara y buenismo. Vertiginosa sucesión de imágenes y pretendidos guiños cómicos y surrealistas con comida (fideos, dedos como salchichas, o el donuts de chocolate gigante que dicen es un Beagle y simboliza la destrucción), perrito y mapache vapuleados o pedruscos que hablan en otro mundo posible y que recuerdan a cosas ya vistas y oídas.

La dirección de los Daniels y el guion pretenden que traguemos con ruedas de molino y su perseguida novedad, que no es tal, se atraganta desde el principio hasta el final en un espectáculo visual donde la corrección de la protagonista Michelle Yeoh y el sarcasmo de una Jamie Lee Curtis incombustible que no se cree su papel y lo toma con humor. Estamos deseando ya que acabe esta pesadez pretenciosa y no sabemos, incómodos, si reír, llorar o cortarnos las venas o quizás todo a la vez en todos sitios.

No bastan cuatro reflexiones baratas, un guiño interesado al gigantón chino y mezclar todo con todo a efectos visuales y auditivos para rodar una película honrada y novedosa, basta recordar si alguien se acuerda aún los hallazgos visuales y de guion que Preston Sturges dio por aquellos lejanos años a los mismos temas, con una frescura y originalidad, que aún hoy conmueven por su modernidad.

Faltan ideas, envolturas nuevas y efectos e imágenes que no hayan sido ya vistos décadas atrás e ignorados por la ausencia de formación académica, y precisamente nada de todo esto brilla  aquí. En arte no todo está dicho. pero sí hay que saber lo que se ha dicho ya y mejor. La película adolece de la pobreza intelectual y banalización de ideas propias de los vídeos virales de las redes. Precisamente creo que es ahí donde sus directores se conocieron artísticamente y comenzaron a trabajar juntos. Si este es el cine por el que se apuesta a costa de nuestra memoria y paciencia, presagio ya lo peor en el culmen del disparate y el aburrimiento.

Infumable, al menos para mí y para aquellos que como yo han visto desnudo al Emperador y no cubierto de ricos vestidos. Que acabase, fue al fin lo mejor.


Amparo Moreno López


EL PODER DEL PERRO

 

Película de la semi retirada directora Jane Campion, ambientada en el Fart West, que tiene algo de filme crepuscular, una larga elegía de la conquista de un mundo ya irremediablemente muerto, una gesta con héroes y villanos que atravesaron un continente de océano a océano, y que en esta versión, con las premisas sociales e ideológicas del siglo XXI, a través de la versión de la novela de Savaghe en el siglo XX, que no vivió sino como niño, pero sí escucharía de primera mano de algunos de sus protagonistas, se pierde en el melodrama individual de dos hermanos que en el primer cuarto de siglo XX han de llevar adelante un rancho ganadero sin la épica de décadas pasadas y acomodándose a un mundo nuevo donde el progreso los recluye en espacios interiores domésticos e individuales y donde la represión de actuaciones íntimas exigen ahora una visibilidad (homosexualidad, venganza, ridículo, dependencia femenina, maltrato psicológico, etc. ) que los alejan de comportamientos naturales e íntimos en aquellos paisajes abiertos donde la lucha y la violencia pero también la soledad y el hambre de afecto entre hombres, mujeres o ambos era lo único que aliviaba el desarraigo del hombre en un medio desconocido que había que domesticar y someter. 

Phil, que a través de las vivencias propias o imaginadas que vivió con su mentor Bronco Henry, encarna esa nostalgia del hombre desnudo frente a una Naturaleza de la que forma parte y en la que se pierde como un elemento más de la misma. El mundo de los automóviles, los restaurantes con flores es ya su mundo pero él vio otro que hacía de desarrapados, héroes, donde abrazarse en la desnudez hombres solos con lo que tuviera o no que pasar era tan natural como lo había sido en Grecia,  en los Campamentos romanos, cenobios eclesiásticos o gineceos domésticos. No hay nada nuevo bajo el sol, si acaso la exhibición de lo íntimo en un gran decorado en el que seremos juzgados por todas las mentes pequeño burguesas que disfrutan de la cosecha recogida por aquellos individuos harapientos y legendarios.

El paisaje que, a veces, en su inmensidad recuerda a los pintores del Río Hudson no es aquí trasunto del hombre, solo decorado, ya sabemos qué hay más allá, y por eso es visto enmarcado en las ventanas de los edificios como algo ajeno y ya domesticado. Sólo cuando Phil pierde la vista en el lomo del perro que se insinúa en la cresta de las montañas vuelve ese perfume de lo ignoto, desconocido o también inventado. Destacar las bellas imágenes de cuerpos desnudos bañándose en la poza del río que recuerdan mucho al primer desnudo integral y chapoteante de Éxtasis con Hedy Lamarr a principios de los 30, su sensualidad. También lo hemos visto desde entonces muchas veces sin perder un ápice de belleza.

Dejando de lado la anécdota argumental de los hermanos, la represión y la venganza, que me interesa menos y muy en la línea del Steinbeck del Al este del Edén, tipo dramón y que probablemente también refleje las inquietudes de un Savagh, que en las postrimerías del siglo XX abandono a su familia para vivir su amor con otro hombre, con el consiguiente escándalo, y su regreso al redil matrimonial sin más reconvenciones, como un hecho habitual, que lo ha sido siempre sólo que silenciado, sabido y tolerado en el ámbito doméstico, este film no es de tiros, ni de violencia explícita y salvaje sino de otra más sibilina e hiriente , la psicológica, la biempensante. No es una peli del Oeste aunque transcurra allí, es un melodrama sobre la sociedad y el individuo, lo público y lo privado, lo que siempre ha sido natural en el ámbito doméstico y reprobable en el público, con claves anacrónicas que no aportan gran cosa ni a aquella época ni a ésta.

La interpretación del título, que en la novela se revela como la cita de un salmo bíblico que lo hace depositario de la violencia y los impulsos desquiciados, parece ramplona si recordamos a los perros guiando al ganado, azuzando a las presas, vigilando los campamentos y caravanas atravesando esos espacios infinitos y agreste en un mundo primigenio y violento junto al hombre. En el mundo nuevo, el perro también abandona la lucha y la conquista, le abren la puerta, entra en el hogar y se tumba a dormitar plácidamente junto a la chimenea. Su épica también ha muerto en ese paso del exterior al interior, ya no hacen falta sus dotes y se convierte en mascota y no en compañero. Toda una simbología.

La mujer sigue siendo dependiente del hombre tanto social como económicamente, pero ahora de un hombre plácido que también es compañero; adiós a las granjeras, a las chicas de salón, a las mujeres explotadas y a veces también explotadoras que junto o arrastradas por los hombres, atravesaron aquellos peligrosos y bellísimos espacios. La mujer en un mundo de hombres entonces y también en 1925, con esposo suicida, hijo único y sensible, y compañero amable sigue en el centro de un entramado social y sentimental en el que apenas es protagonista, habrá que esperar muchos años para que se libere de esas dependencias y sea primera actriz. Por suerte, ya lo estamos viviendo y espero que nuestras hijas y nietas, que serán todas las mujeres que vengan después, también, porque nosotras hemos cambiado, el mundo ha cambiado y ellos, en su mayoría, también han cambiado con nosotras.

En fin, no es una peli del Oeste sino una película histórica, multigénero, con pretensiones y anacronismos que indaga en nuestro pasado próximo y que no aporta mucho más de lo que aportaron otras coetáneas y de lo que lo que se ve. Batiburrillo de elegía, melodramón  y peli de psicópatas asesinos. Aburrida. Sobrevalorada.



Amparo Moreno López.


RAINBOW (2022). 

Paco León.


Muchas expectativas y buenos propósitos que acaban estrellándose en el desinterés y el aburrimiento.

Fotografía a ratos excepcional, brillantez en los colores, picados vertiginosos y destellos aislados como la soledad en los inmensos  campos de cereal ya segado y las paradas de autobús en medio de la nada; una película que falla en un guion mal armado, en el contrapunto histriónico de dos historias paralelas que no  logran enganchar al espectador, en música irregular y  que a ratos chirría y algún plagio visual no del Mago de Oz, que se supone es una versión libre o remake, sino del Gran Gastby en una larga escena fiestera final.


Las dos grandes actrices, Maura y Machi correctas, pero sin más; la protagonista con mejor dirección habría brillado, está correcta, promete, pero no deslumbra.


Desigual dirección y tanteos sin rigor hacen de Rainbow una película que no aporta nada más allá del marketing y la torpeza de la dirección. Paco León tiene cosas que decir, se ha visto en filmes anteriores, pero primero ha de reflexionar cómo decirlas y cuáles no merecen la pena ni un minuto de metraje.

Olvidable. 


Septiembre 2022.



Amparo Moreno López. 

MADRES  PARALELAS (2021)

Pedro Almodóvar.

 

¡Excesivo Almodóvar! Otro capítulo más en esa gran obra caleidoscópica que es su filmografía. Una película de mujeres, como casi todas las suyas, de mujeres en las grandes ciudades de España, con sus decepciones y desgracias, radiografía de mujeres de hoy, un casi documento sociológico de la mujer de los últimos treinta años: trabajadora, profesional, ama de casa también, madre, hijas, criadas, niñas, abuelas… en un batiburrillo de noticias impactantes que han convulsionado nuestras vidas a través de los medios de comunicación  estos últimos años: violaciones múltiples, cambio de bebés en hospitales, búsqueda inútil de antepasados desconocidos, de un solo bando, de la Guerra Civil, lejana, casi olvidada, pero latente y soterrada en nuestras historias familiares. Estética colorida, llena de cosas cotidianas y hermosas mujeres que habitan esos hogares con terrazas o patios, solas o con otras mujeres, entre plantas, sartenes y niños que cuidar, llegando a lo justo al trabajo, haciendo tortillas para cenar, llevando y recogiendo niños de la guarde, agotadas, solas…

No son las mujeres de los pueblos de España de Lorca, son las mujeres de hoy con sus contradicciones, más libres, más visibles y sin pudor, pero iguales de insatisfechas en su soledad e impotencia.

El hombre casi siempre ausente, aunque esté al lado, en tu cama, aquí el arqueólogo que engendra los bebes y que abre la fosa del horror y la vergüenza. El hombre ya como un posible compañero de viaje. Y la mujer… adolescente y perdida, madura y también perdida, que ha dejado escapar trenes porque no tenía otro remedio. Fundidos en negro de escenas corrientes y tiernas, visillos blancos al viento cuando engendras tu hijo, que aman a otros sin preguntar el sexo, que se desviven por sus bebés… ¡mujeres!  Difícil no reconocernos en Janis o algunas, sino en todas ellas, en distintos momentos de nuestras vidas.

Penélope Cruz contenida, natural, inmensa bajo la dirección de su Pigmalión. Buenas interpretaciones individuales o corales de mujeres; un hombre solo y correcto, anodino, olvidable. La Gran ciudad, Madrid y su vida asfixiante, y el pueblo ya tumba de muertos, viejos, tradiciones y recuerdos. El ayer y el hoy entrelazados. La vida que germina y viene, y la apertura de la tumba que restaña heridas y cierra el pasado. Excesiva, desmesurada y también necesaria película que habrá que descubrir y revisar años después.



Amparo Moreno López. Marzo 2022


Voy a hablaros de dos películas que he visto ya en mi madurez; la primera El árbol de la vida, en el cine del Palillero de Cádiz  y Quemado por el sol, en una sesión televisiva nocturna de la que no esperas nada. Ambas tienen un significado especial para mí por el momento vital en que las vi, un momento delicado y de despedida: seres amados, juventud, vigor físico, certidumbres personales… y conformidad con lo que ya se es y no se puede ser.

Empezaré por “Quemado por el sol“ (1994), película de Nikita Mijalkov, que representa una larga elegía de un tipo de vida chejoviana, de placidez campestre, de un despreocupado y largo estío  en el que un alto oficial y héroe de la revolución rusa, Kotov, disfruta de las delicias domésticas con su mujer e hija, ajeno a las atrocidades que realmente están pasando en el país (ascenso al poder de Stalin y sus purgas).

La despreocupación y felicidad de esa familia, su plenitud con amigos en las frescas aguas del río que salpican la inocencia de sus expectativas, queda quebrada por la visita inesperada de un antiguo pretendiente de Marousia, que como una visita del rencor viene a poner fin a esta aparente felicidad, y arrasa cuerpos y corazones.

El mundo exterior que Kotov, en su torre de marfil condecorada y heroica, quiere dejar fuera, la seguridad de un lugar en medio de los trigales dorados por el sol y mecidos por la brisa, son asaltados  y devastados por un huracán exógeno al que nadie puede sustraerse, da igual que sea denunciado y vengan a detenerle de la mano del rencor y la envidia, todos acabarán quemados por el sol de la represión e injusticia.

Las escenas corales, que van desde la exaltación del héroe a su humillación y caída, hablan de ese proceso de destrucción que le coge por sorpresa.

Nadie puede vivir en una pecera, aislado del tiempo y la sociedad que te tocan en suerte.

Durante un día completo, Kotov se enfrenta a múltiples discusiones, y al tiempo lleva ya en su corazón el peso de la despedida, una despedida de una forma de vida burguesa y familiar, que no sólo le afecta a él sino también irremisiblemente a su familia, que es ajena a la tragedia que se cierne ya sobre ellos.

Es una película muy bella en su fotografía, en sus tiempos, en sus voces y silencios, en ese sol estival que reseca los campos de trigo y que va a arrasar sus plácidas vidas.

La rendición final, brutal e inmisericorde se impone, y ya queda sólo enfrentarse a un futuro devastador. Hay bastante de decepción e impotencia, de quien no espera ya nada en su madurez: la delación o la deslealtad, la desafección a los valores propios, que ya no sirven para nada.  ¡Toda felicidad es efímera, y por eso vivirla nos da miedo!


Amparo Moreno López.

EL ÁRBOL DE LA VIDA (2011) de Terrence Malick, es una película a la vez extraña y pretenciosa, que dejando de lado su tono de panfleto pseudoreligioso y existencial con el principio y el fin del mundo, las galaxias y el tiempo, nos centra en el alfa y omega de la persona adulta, Jack hijo, que recorre desde su madurez en retrospectiva el camino hasta llegar  hasta su presente, un presente a la vez decepcionante e incierto; un Brad Pitt inmenso y un sean Penn correcto, nos adentran en este complejo laberinto personal y familiar similar al de cualquier otra persona, donde dramas y risas, pérdidas y encuentros marcan el ritmo de la vida familiar y personal hasta llegar a hacer de nosotros lo que somos. Belleza suma en su fotografía; los rojos, dorados y verdes de ese árbol icónico que está presente en su casa desde la infancia; los azules, añiles, grises y zafiros del cielo con nubes algodonosas o aceradas que se suceden en el paso irremisible y cíclico de las estaciones, años y décadas nos atrapan en un universo de revisión y verdad, donde la impostura no tiene ya sentido. Cuestiones como las relaciones familiares, el lugar que se ocupa en la familia de origen y en la que hemos formado, la problemática relación paterna cuando finalmente, después de todos los intentos fallidos, acabas pareciéndote, años después, en el reflejo devuelto de tu espejo interior, a aquella figura amada y odiada a un tiempo, adorada y despreciada de aquel que por motivos desconocidos para ti te engendró; el vértigo de un futuro incierto y definitivo que no controlas te planta frente al reflejo de la propia existencia, y en ella a su vulnerabilidad como individuo. Nada de lo que has hecho ha sido espontáneo sino de resultas de o contra todo aquello (niñez, juventud, adultez ) formó parte de su vida familiar, la muerte del hermano no tan perfecto que pasaba por héroe en el recuerdo inventado, el dolor subsiguiente y la sequía de sentimientos fruto del mismo, todo ello lo encaminan ya hacia la aceptación y la renuncia, la conciencia de la fragilidad existencial de un ser humano en el inicio del ocaso de su vida, una vida que es difícil poder controlar del todo.

 Al mismo tiempo, el milagro de ese Universo panteísta del que formas parte, de ese jilguero que sólo canta para ti entre las ramas de un árbol, de la urraca que taciturna echa a volar desde un tendedero urbano donde no debería estar, es una visión simplista pero también reconfortante: eres parte de un todo, en el que en soledad, sin propósito ni finalidad, ya en tu madurez te dejas arrastrar sin oponer resistencia. Es una película, como algunos libros, que sólo se puede ver o leer en una época concreta de tu vida, de madurez, cuando ya has vivido mucho, renunciado a mucho, aceptado mucho y cerrado puertas que no quieres abrir.

 Es una película que habla demasiado de uno mismo: no la volvería a ver, pero me alegro de haberla visto. Aceptación, renuncia, un tenue sabor a despedida.


Amparo Moreno López.


LA APARIENCIA DE LAS COSAS (2021)


Esta película de  Netflix, bien aceptada por el público, nos cuenta la vida doméstica de una familia neoyorkina que se traslada a vivir a una pequeña comunidad rural próxima al río Hudson arrastrados por el trabajo del padre en una universidad privada, y cómo este cambio condiciona la vida familiar y principalmente la de la esposa que renuncia a su independencia económica y realización profesional y sus consecuencias: engaños y mentiras, adulterio, violencia doméstica, feminicidio  y espiritismo en un raro y disparatado cóctel.

Guion estrafalario, aunque medianamente bien construido, que nos dice que no hay redención ni esperanza, que las víctimas, las mujeres,  seguirán siendo víctimas y los hombres verdugos, que sólo en otro plano celestial habrá justicia. Muy rancio y pasado todo a estas alturas de la vida y de la sociedad.

La verdad, muy sobrevalorada, no los ha hecho libres; ha hecho de un tramposo, un asesino; de una mujer complaciente y sacrificada, una víctima de violencia doméstica, de un hogar tradicional y caduco , un infierno.

La verdad, cuando es oscura y venenosa como aquí, emponzoña la vida, la vuelve irrespirable y nos precipita a la desesperación o el caos. La verdad, nos dice, hay que maquillarla, pulirla, hacerla posible sin que ocasione nuestra ruina. Cierta dosis de mentira e hipocresía son necesarias para cerrar la puerta a esa verdad que nos impide vivir y nos arrastra a una orgía de sangre.

Película llena de trampas, de una filosofía pseudorreligiosa muy escandinava, de frustraciones y culpa mezclados con espíritus y aparecidos ñoños aderezan un plato que es difícil de masticar, y más de tragar. Sólo la excelente fotografía, los bellísimos paisajes de Innes, la dirección al alimón de sus escritores Shari Berman y Robert Pulcini y la acertada interpretación de James Norton salva esta película complaciente y sin apenas trascendencia del olvido.

Se deja ver, pero no sin desazón. Prescindible.


Amparo Moreno López.

Daniel castillo Tallafigo

AFTER.  Alberto Rodríguez (2009)

 


  Ya no hay placer en las cosas en las que antes lo había.

  «— Pérdida de la magia de la primera vez, nostalgia de la primera vez.

    — ¿Qué hay de malo en esperar que sea como la primera vez?

—    Pues que nunca es como la primera vez.»


Lejos de la épica y de la comedia, respirando con cruda sinceridad a este lado de lo que llamamos realidad, After es una de esas películas que cuentan historias que comienzan cuando los buenos tiempos ya han pasado. La suspensión del tiempo en la euforia sintética, la eternidad más mundanal, la fusión de cuerpos que bailan y mentes que navegan al ritmo de destellos en la cálida oscuridad de la corta distancia. Religión de juventud, los años han pasado y ha quedado atrás la edad en que tales sacramentos eran posibles, en que la bendición del éxtasis amanecía cada domingo para coronar la semana.

Cuarto largometraje del director Alberto Rodríguez, tal vez el más destacado de los directores sevillanos —Santi Amodeo (Quién mató a Bambi, 2013; Yo, mi mujer y mi mujer muerta, 2019); Fernando Franco (La herida, 2014)— que, junto a Benito Zambrano, han situado al cine andaluz en la primera línea de las producciones cinematográficas españolas de las dos últimas décadas. Como en 7 Vírgenes (2005), Grupo 7 (2012) y La isla mínima (2014), en After (2009) Alberto Rodríguez ha trabajado en la misma línea de historias duras, historias de personajes que pugnan por abrirse camino a través de atmósferas densas de recuerdos dolorosos, de familias que no lo son, de relaciones de poder humillantes, en entornos encadenados a la dura exigencia de vivir. Comparten las cuatro una estética dura, directa, punzante; una estética de realismo alamedero de cuando la Alameda aún era arroyo, no río de consumo como es ahora.


Tristán Ulloa (Mensaka, 1998; Lucía y el sexo, 2001; entre otras muchas), Guillermo Toledo (Mensaka, 1998; Juana la Loca, 2001; entre otras muchas) en una enorme actuación, y Blanca Romero (Física o Química, serie de TV, 2008-11), que se estrenaba en el cine, son en esta película tres ya no tan jóvenes que, recién entrados en los 40, caminan sin brújula atónitos por verse expulsados del paraíso, cogidos de lleno en la incómoda vivencia de la pérdida de la juventud, vivencia que, siendo común a todas las épocas y condiciones humanas, reviste para ellos una especial dificultad. Tres personajes construidos con trazos breves y sencillos que realzan rasgos de carácter muy perfilados, de modo que, en segmentos narrativos cortos, aparecen con nitidez las líneas fundamentales de sus caracteres y de sus vidas. Son, así, tres arquetipos trenzados en la historia conforme a un denominador común que los hace funcionar como representantes de esas generaciones de este país que pudieron vivir a fondo los años de la locura eufórica entre finales de los 90 y primeros de los 2000, pero que tuvieron que pasar por la mala digestión de una pérdida de la juventud vivida literalmente como fin de fiesta. Es más, por una coincidencia tremenda, ese fin de fiesta que muestra la película vendría a oscurecerse con tintes mucho peores a partir del estallido de la crisis económica de octubre de 2008, crisis que la película, claro está, no podía prever.


Manuel (Tristán Ulloa) es el chico bueno, prudente, bien casado y, al menos se supone que debe serlo, buen padre, que a mitad del camino siente que la insatisfacción consigo mismo, con su matrimonio y casi que con todo le puede. El tipo humano que siente que alguien le ha engañado pero no sabe quién. Ana (Blanca Romero) se siente incapaz de reaccionar ante la soledad que la va acorralando. El hábito de utilizar a los demás y de huir de las relaciones de compromiso, que durante la primera juventud le hacía sentir poderosa, se está volviendo contra ella sin que parezca haber tomado conciencia aún de qué es lo que no está haciendo bien. Julio (Guillermo Toledo) echa en falta el poderío de antes, ahora que los niñatos se ríen de él y que comienza a percatarse de que la adicción de las pantallas lo está estafando. Sus problemas son más complicados de lo que está dispuesto a admitir ante sí mismo; pero él, acostumbrado a echarle cara a todo, quiere creer que solo es cuestión de pasar de la mala suerte y esperar la buena. 


Ya no encuentran el placer de antes allí donde se empeñan, desesperados, en seguir encontrándolo. Y la familia, los ligues del chat o los rollos sin compromiso se van envolviendo en un aburrimiento grisáceo que lo va tiñendo todo. A la deriva, los tres dejan ver en medio de esa desorientación existencial algunas de las maldiciones que les esperan tras ser expulsados del Edén: la soledad, la adicción al sexo por internet, la vida familiar convertida en un pesado lastre.  Que se trate de personajes que llevan vidas de un nivel material alto es el elemento de guión que permite plasmar con claridad, a través de ellos, no una supuesta crítica al materialismo frívolo y a la frustración existencial de las clases altas, sino una experiencia generacional compartida de expulsión del paraíso hedonista, una experiencia que anda rondando en una u otra forma, con más o menos intensidad, a muchos de quienes nacieron a principios de los 70.


La estructura caleidoscópica de la narración viene a dar forma a los modos egocéntricos de individuos a los que la intensidad del hedonismo juvenil, en un ambiente social de optimismo desbocado e iluso, ha vuelto incapaces de compartir. La noche de marcha que pasan juntos transcurre sin que ninguno de ellos se abra a los otros, sin que ni siquiera lo intenten. Ensimismados, volcados cada uno de ellos sobre sus propias sensaciones de satisfacción e insatisfacción, los atenaza la incapacidad para entender y asumir qué necesitan los demás, incapacidad que también lo es para que cada uno entienda y asuma qué es lo que necesita él mismo o ella misma. La noche va pasando sin que logren estar del todo donde están, atravesado cada uno por líneas de fuga que abren grietas en la anhelada sencillez de unos disfrutes pasados que ya han comenzado a idealizar. La deriva los arrastra sin que los rituales acostumbrados surtan ya más efecto que un terrible deterioro físico; sin que la huida hacia delante, única opción que parece quedarles, los saque de esa atmósfera en la que el desencanto se coagula en torno a ellos.

Pero no todo es tan negro. La película los deja volver a experimentar el éxtasis eufórico al menos por unos momentos. Una subida de retorno tras las huellas pasadas. Madurez, merienda, miedo. Desorientación, despertar, desconectado. Mañana, móvil, mentira. 

Amigos, abrazo, amanecer.

 


                                                                     Daniel Castillo Tallafigo


 El Sur, Víctor Erice (1983)


 

El afán por comprender a un padre, por llegar a saber lo que se oculta tras su figura, tiene algo de ingenuo si no nos percatamos de que en eso que se nos escapa late también el misterio mismo de la existencia. Ponemos a prueba nuestra madurez al tratar de ver al hombre tras el símbolo paterno, tras la figura de la primera autoridad, del primer eje del mundo en los años infantiles, pero nos perdemos en un laberinto ilusorio de no advertir que lo que nos reclama en esa búsqueda es, en último término, lo insondable de la vida. El Sur (1983), segundo largometraje de Víctor Erice, es una película sobre el fondo oculto bajo la superficie visible de las cosas; sobre las respuestas que podemos llegar a encontrar, pero también, y, ante todo, sobre el sobrecogimiento que provocan los ecos de interrogantes apenas barruntados. Considerada con unanimidad una obra maestra del cine, esta película atesora una admirable capacidad para mostrarnos nuestro más acá, ese territorio, tan personal y tan compartido a la vez, de símbolos que nos conmueven, de recuerdos y de sueños, de imágenes que nos fascinaron en la infancia, de emociones ligadas a la música; ese territorio en que se va tejiendo, con un murmullo apenas perceptible que es la vibración misma del existir, el tejido vivo de nuestros días. Muy lejos del amontonamiento frenético de imágenes de consumo que nos asfixia en la maraña digital de la que andamos presos.


Estrella, protagonista femenina de la película (Sonsoles Aranguren de niña, Icíar Bollaín de adolescente), nos lleva, con el tono inquisidor y siempre creativo de la memoria, siguiendo el hilo de recuerdos sobre su padre, a través de un recorrido que es una mirada al pasado tanto como una apuesta por el presente. Su relato ofrece una historia de aprendizaje que va explorando, de la infancia a la adolescencia, el paisaje de las emociones humanas a la par que acierta a ir resolviendo el puzzle paterno: “Crecí como crece todo el mundo, aprendiendo a estar sola y sin pensar mucho en la felicidad”. La estructura narrativa de la película, consistente en una sucesión de secuencias de gran tensión emocional mediadas por elipsis temporales —sólo algunas escenas breves se intercalan en la primera media hora para trazar algunos rasgos de los personajes del padre y de la madre—, plasma la intención de resaltar las experiencias que, como hitos del camino de aprendizaje, quedan en la memoria de Estrella por su intensidad emotiva y por su peso en el transcurso posterior de su vida.

La trama de la película se completa con otro movimiento, en cierto sentido inverso al anterior y que junto a este compone un claroscuro evocado con gran maestría por la fotografía de José Luis Alcaine. Se trata del camino melancólico por el que se va apagando la otra figura protagonista: el doctor Agustín Arenas (Omero Antonutti), el padre que calla sobre su vida pasada y sobre tantas otras cosas: “Qué bonito sería poder decir a todos lo que uno piensa”.


Con una gran sencillez expresiva, generando y manteniendo en todo momento una atmósfera de gran fascinación, a la que contribuye de modo decisivo una luz que recuerda, en muchos planos, a la de Vermeer, la película cuenta la necesidad que tienen ciertas vidas de ser completadas por otras, de ser vividas en dos generaciones; la necesidad que lleva a una hija a emprender el camino de regreso al sur que su padre no supo o no pudo cumplir. Un sur que es tanto el escenario del pasado que su padre oculta, como un territorio mítico, un mundo de luminoso y alegre colorido evocado en la maravillosa secuencia de las postales de Andalucía, postales que vemos con Estrella mientras la música de Granados alimenta la ensoñación a la que invitan.

Tal como quedó el montaje —el rodaje tuvo que interrumpirse por problemas de financiación—, la película llega solo hasta el momento en que Estrella hace la maleta para viajar al sur. La parte de la historia que pudo realizarse, la que transcurre en el norte, está marcada  por el tono melancólico del personaje del doctor Arenas. Si bien ambientada en la España de los años 50, esta no es una película sobre la tristeza forzada por las condiciones de vida de la posguerra. En la melancolía del protagonista resaltan los trazos universales de ese estado de ánimo por encima de las circunstancias de los personajes: en la imagen de la ciudad amurallada al anochecer (vista de Zamora, aunque las localizaciones de la película son de Ezcaray); en el barquito de juguete atrapado en el agua congelada del pequeño estanque; en el hecho de que el doctor llamara “la frontera” al camino que llevaba de la casa familiar al pueblo. Contribuye también a ello, de modo destacado, la estructura de contraposición del dentro y el afuera conforme a la que se presentan los sonidos en la película: ruidos o voces que llegan de otras habitaciones, o del jardín de la casa, o del campo; la alegría y la música que provienen del salón de celebraciones en la secuencia del hotel, o de los recuerdos del pasado. Perfil de la melancolía, del color desvaído de una vida vivida como tiempo condenado a perderse, recortado por contraste, por un lado, con el relativismo resignado y pragmático ante los vaivenes del mundo que con tanto donaire defiende la sirvienta que crió al doctor de pequeño (Rafaela Aparicio) en la maravillosa secuencia de la charla con Estrellita en el dormitorio; por otro lado, con los aires de reto vitalista a la muerte y al olvido del pasodoble taurino “En er mundo”, elemento musical de poderosa presencia en la película, cuyo título contrasta con fuerza con la huida de un hombre que se esconde en el desván de su casa a cultivar unos poderes de zahorí que son, tal vez, su último recurso de sentido; de un hombre que se refugia en los recuerdos de un amor casi transfigurados en sueño por las imágenes del cine. El cine en la España de la época, vehículo prodigioso de evasión y de vida soñada para una sociedad a la que se le prohibió el sur.

  La del doctor Arenas es una vida marcada por esos momentos en que la vida se rompe; en los que una esperanza frágil no sabe, o no puede, recomponer lo que se había quebrado; por un recurso a la huida que, de pura esterilidad, termina abocando a la desesperación. Tardes de soledad y coñac en el café del pueblo (Café Barbieri de Madrid; se nos fueron el Casa Lastra y el Boñar de León, ¡que no se nos vaya nunca el Café Barbieri!) mientras su alma, y con ella la película, gira una y otra vez en torno a la ceremonia de boda y al traje de novia, símbolos para él de la felicidad plena e inalcanzable. Inalcanzable como lo que quedó atrás para siempre, o como el amor que asoma a la conciencia, pero no puede admitirse.



                                            Daniel Castillo Tallafigo, San Fernando, Enero 21



Dersu Uzala, Akira Kurosawa (1975)


 

La carga oscura de la culpa, la melancólica imposibilidad de recuperar lo perdido para siempre y una mirada mantenida ante el misterio de la existencia son también rasgos destacados de otra excelente película, muy distinta a la anterior en muchos aspectos, si bien alejada, como aquella, del panorama audiovisual, hoy dominante, de entorpecimiento de la mirada atenta y reflexiva por un continuo carrusel de imágenes de consumo que no pueden conducir sino a la ansiedad del vacío. Dersu Uzala (1975), film de producción soviética del japonés Akira Kurosawa, nos muestra la milagrosa aparición de aquello que, como europeos del siglo XX, ya del XXI, no somos ni tan siquiera capaces de recordar: la bondad, sencilla y limpia, del corazón humano. Los personajes de esta película viven acompañados por el recuerdo de algo muy valioso que perdieron para siempre: un amigo, una familia, una experiencia de excitación deliciosa de la fantasía infantil. A los espectadores, Dersu Uzala se nos ofrece, más que como el recuerdo de algo perdido —nuestra memoria más antigua, los mitos, nos hablan de la maldad humana—, como el relato de la experiencia de uno de los últimos encuentros con lo que, como europeos, perdimos más allá de donde alcanza la memoria colectiva de nuestra civilización. Basada en hechos reales, esta película cuenta la historia de amistad entre Arseniev, el capitán de un destacamento militar de exploradores rusos, y Dersu, cazador del pueblo siberiano de los Hezhen que entre 1902 y 1907 les sirvió de guía en sus expediciones en la taiga, salvándoles la vida en varias ocasiones gracias a sus extraordinarias destrezas de supervivencia en un entorno natural de gran dureza.


 Dersu Uzala muestra una Naturaleza agreste y desbordante, de inmensidad y silencio, pero despiadada. Lo virginal de los bosques, de las cuencas de los ríos, de los pantanos helados en absoluto alberga paraísos de esa felicidad no contaminada con la que sueña el habitante de las ciudades actuales. Lo virginal de la Naturaleza es sinónimo de una dureza que exige esfuerzos diarios y destrezas extraordinarias para mantenerse con vida. Esta Naturaleza es la que va desplazando la civilización europea a medida que construye y extiende contra ella hábitats domesticados; hábitats que son, al mismo tiempo, espacios de prohibición (“el reglamento”) y de maldad (robos, asesinatos, guerras). El mundo de los ríos y los pantanos, de los valles y los montes; de los árboles, las plantas y los animales; todos seres presentes, uno a uno, ante los sentidos y el alma del cazador —motivo este captado con tal intensidad en la película que no sabemos si la visión de la Naturaleza de Dersu es supersticiosa o si seremos nosotros, más bien, los que convertimos en inercia muerta lo que miramos— va siendo transmutado por el avance de la civilización europea en un espacio abstracto. Un espacio recogido y reproducido en esquemas geométricos —vemos cómo Arseniev elabora mapas topográficos del territorio—, en el que orientarse ya no es cuestión de una memoria de impresiones singulares, ligadas a cada ser y a cada lugar particular, sino de un esquema de coordenadas asociado al magnetismo terrestre extrapolable a cualquier lugar del planeta —brújula de Arseniev—; un espacio por el que desplazarse por las vías del ferrocarril, vías que atraviesan los parajes convirtiéndolos en mera distancia de desplazamientos que irán siendo, cada vez más, tiempos muertos reducidos a su dimensión cuantitativa y, cada vez menos, un salir al encuentro de lo que no conocemos ni de nosotros mismos ni del mundo; un espacio explorado por expediciones militares que, como avanzadillas que son de un mundo administrado burocráticamente, se relacionan con el entorno físico de un modo externo, apoyados en circularidades burocráticas vacías: “nosotros somos militares, no podemos fallar el tiro”, cuando vemos que como tiradores no son demasiado buenos; o “tenemos la misión de explorar esta región”, cuando queda claro que sin Dersu hubieran muerto en el empeño, “las vuestras no ver nada, en la taiga perderse rápido”.


Las capacidades de supervivencia de Dersu, siendo asombrosas y constituyendo uno de los motivos de más fuerza e interés de la película, cumplen la función narrativa —tal como las habilidades de supervivencia en su isla desierta del náufrago Robinson Crusoe en la novela homónima de Defoe— de presentar como verosímil la existencia de un ser humano incapaz, no ya de maldad, sino aun de entender la maldad, un ser humano de corazón limpio. En la deliciosa historia de amistad entre Arseniev y el cazador la película destaca la trágica experiencia que de la nobleza humana se ven forzados a tener los europeos. Nuestra civilización está dotada de una dinámica intrínseca de expansión que no permite a los seres humanos que viven en ella tratarse ni unos a otros, ni casi a sí mismos, con la pureza de intenciones que, tal vez incluso muchos de ellos, pueden llegar a sentir y desear. La atracción fascinante que ejerce el personaje del cazador, sin duda uno de los más atrayentes del cine de aventuras, tiene que ver, por encima de sus habilidades de cazador, incluso por encima de la tranquilidad de su vida —valores que pone en juego el personaje de Robert Redford en Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), film cercano al que nos ocupa por temática y por fecha de realización—, con la pureza de espíritu que alienta en cada uno de sus gestos, en su relación con los demás, consigo mismo y con su mundo. Una pureza que solo los prodigios de la noche de Walpurgis, invocados por las fantasías de Arseniev ante las llamas de la lumbre y por la grandeza de la que es capaz el cine de Kurosawa, han podido traernos para que la contemplemos por última vez.


Dos películas muy apropiadas para esta época nuestra en la que proliferan visiones del alma humana tan romas, tan huérfanas de espíritu, que llegan a asimilar la conciencia de sí al mando a distancia de un aparato acondicionador de aire: si selecciono 23° hará 23° en la habitación, si pienso en positivo me irá mejor en la vida y seré feliz. Las suyas no ver nada, ¡pobre manera de estar en er mundo!


 

                                            Daniel Castillo Tallafigo, San Fernando, Enero 21


Estrella Millán Sanjuán.

"REMORQUES”, (1941). Jean Grémillon.

(Remordimientos)


El cine francés me ha gustado siempre, pero tengo mis preferencias por algunas corrientes o movimientos. El REALISMO POÉTICO me ha llamado la atención por su especial ambientación e iluminación, deudora claramente del excelente expresionismo alemán, aunque con más sutileza y menos acento. Esas historias cargadas de fatalidad, con un destino imposible de esquivar cual tragedia griega, atmósferas imposibles, brumas, personajes marginales con un componente psicológico que se encuentran en situaciones extremas de sus existencias, amores imposibles y lucha social, me subyugan.

Esta corriente bebe del Naturalismo literario también y nace como consecuencia de la Gran depresión de 1929 que propició la crisis de las grandes productoras francesas, lo cual hizo surgir una serie de directores, guionistas, escritores y directores artísticos que trabajaron conjuntamente y dejaron un legado artístico de renombre. Tal es así, que el neorrealismo italiano y el cine negro americano se inspiraron en el realismo poético. Así que su principal obra se desarrolló cuando empezó el cine sonoro hasta la II Guerra Mundial, la cual también estaba influida por el ambiente de pesimismo preguerra que inundaba Francia y Europa por el advenimiento de la contienda que duró seis años.

He visto bastante cine de sus más representativos directores – Renoir, Carné, Duvivier, Vigo, Feyder, … – pero tenía pendiente a Grémillon. Por una publicación de Miguel Martín  de una gran película con tintes feministas, “L’amour d’une femme” (1953), que he disfrutado mucho, me decidí por fin a ver su etapa anterior. Y la sorpresa ha sido muy grata.

Descubrir personajes aislados, con delitos por asesinato como en “La petite Lise” (1930), me llevaban al Jean Gabin de “La grande relève” (1935), de Duvivier, que recala en Barcelona huyendo y se alista en la Legión de extranjeros. Deleitarme en “Gueule d’amour” (1937), de nuevo con Jean Gabin pasando de ser un espahí con aires donjuanescos que hace suspirar a las mujeres, a un pelele en manos de una bella femme fatale con un destino trágico por amor. Una mujer parecida, por oficio y destrucción del hombre, al personaje de “La chienne”, (1931) de Jean Renoir. Mujeres que se anticiparon a la mujer fatal del cine negro.

Y con “REMORQUES” asistir al placer de ver a la pareja del momento. Si Jean Gabin y Michel Simon fueron dos de los actores más emblemáticos de esta corriente, la pareja que formaron Gabin y Michèle Morgan fue una parada imprescindible en esa etapa. Su especial compenetración y química en “Le quai des brumes” (1937) de Marcel Carné, propiciaron esta nueva película de Grémillon en la que lucen su esplendor y complicidad en cada escena en que comparten la pantalla. En la historia del cine hay parejas que pasan a la eternidad y ésta es una de ellas, dejándonos imágenes intensas y dramáticas que nos atrapan.

Ésta es una historia de interrupciones constantes a causa de diferentes factores, uno de ellos, esos trabajos que exigen una dedicación casi absoluta como son las personas que trabajan para los demás en situaciones de catástrofes o adversas.

André es un patrón de un remolcador (Cyclon) que se dedica a traer a puerto barcos que se quedan en alta mar. En una llamada de auxilio, todos sus trabajadores deben parar la celebración de una boda para acudir a la emergencia. La secuencia de la tempestad y la búsqueda no pudo rodarse de verdad en el mar, pues esta historia no sólo habla de las interrupciones vitales, sino que esas mismas contingencias le ocurrieron de verdad al director por el comienzo de la II G.M. Interrupciones que paralizaron este gran proyecto en dos ocasiones, pero que, por fin, se estrenó tiempo después. Y la verdad, es que poco importa que se note que los barcos son maquetas en esos planos generales, intercalados con otros planos medios de los marineros superpuestos a un mar embravecido. La música, el montaje y la oscuridad de la noche matizan mucho la secuencia, que no está exenta de dramatismo.

Pero las suspensiones más interesantes se dan en las relaciones personales que jalonan esta película. André está casado, pero no es feliz. A pesar de su entregada mujer, es un hombre esquivo, malhumorado y entregado a su trabajo. Este personaje me recuerda al de Cary Grant en “Only angels have wings” (1939) de Howard Hawks, en el que encontrar el amor es algo secundario para él, pero necesario.

El patrón de barco nunca ha engañado a su mujer hasta que se topa en el salvamento con Catherine (Michèle Morgan) que dinamita su existencia. Los diálogos que mantienen, creados por Jacques Prévert, muestran la psicología de esta pareja que abandona a las suyas al momento por un destino inexorable.

En esta película no hay apenas planos con excesiva luz, al contrario, suelen ser nocturnos, en interiores, con brumas, sombras.  Ni en la escena en que pasean por la playa brilla del todo el sol, sino que las sombras de las nubes se proyectan sobre la pareja, presagiando su futuro. Mientras caminan vemos las sombras de sus piernas en la arena repleta de algas y desechos provenientes del fondo del mar como consecuencia del temporal habido. Un poético plano muy simbólico de lo que vendrá.

La secuencia en la casa de visitantes también es muy bella. Los interiores están muy estilizados, con sombras, techos altos, vigas, buhardillas, escaleras por las que desaparece Catherine y busca ansiosamente André. El único plano con destello es cuando la encuentra en la ventana, muy bella, despojándonos por un instante de la constante amargura y espesura del relato. Pero durará poco ese optimismo, porque a continuación, después de un intenso beso, los amantes se alejan en fuera de campo quedando para nosotros sus alargadas sombras en el suelo que avanzan tristemente y en primer plano una estrella de mar en la ventana  encontrada en la playa, que será el símbolo de su amor.

En realidad, nunca estos amantes disfrutan de su relación. El haberse encontrado en un medio hostil como el mar en un crudo temporal, les augura un futuro inestable. Marcado por numerosas contingencias y, sobretodo, por el deber y la obligación de un oficio que no conoce ataduras, ni repara en lo imprescindible para sentirse vivo. La expresión vacía final de Gabin no puede ser más elocuente.


Estrella Millán Sanjuán.


"THE GIPSY MOTHS”, (1969). John Frankenheimer. (Los temerarios del aire).


Frankenheimer fue un director de esa generación curtida en televisión que dio el paso al cine y que, gracias a su oficio, nos proporcionó obras de buena factura y con una puesta en escena muy característica, como esos primerísimos primeros planos con profundidad de campo que potencian o desarman al personaje.

En esta película da el paso a un cine más dramático, intimista, adentrándose en la naturaleza humana, narrando con sutileza y sensibilidad las relaciones intensas que se establecen entre personas desconocidas de esa América profunda que tan bien describe en ésta y en la que le seguiría, “I walk the line” (1970), en la que se interna también en un drama amoroso intenso y excelentemente contado.

La relación profesional con el actor y también productor Burt Lancaster fue muy fructífera, dando como resultado obras de calidad, pero creo que en “Los temerarios del aire” existe un intento de ir más allá, en una historia en apariencia sencilla, pero que resulta ser la punta del iceberg de los sentimientos que albergan los protagonistas. Aunque esta magnífica historia  pondría el punto final a la relación profesional entre ambos.

Un relato que empieza con ritmo, con los saltos en caída libre del avión de tres paracaidistas en lo que parece va a convertirse en una película de acción, pero que, poco a poco, con una banda sonora fabulosa de Elmer Berstein, se va tiñendo de tranquilidad e incertidumbre con bellos planos aéreos de la carretera y el pueblo al que se dirigen.

Bridgeville es la siguiente parada de estos protagonistas errantes, sin raigambre, almas nómadas sin sosiego que llegan como un soplo de novedad a pueblos dormidos y sumidos en la desidia del interior del país, simbolizado en esa avioneta que lanza miles de octavillas publicitarias  que caen como una lluvia de expectación.

Pero Frankenheimer posee la habilidad de impregnar de cierta tristeza al relato desde el inicio, percibiendo que esta llegada se encuentra embebida en desánimo, todo lo opuesto a lo que debería constituir un espectáculo de tal calibre.

Los tres personajes principales son definidos claramente con su actitud corporal, mirada o sólo unas cortas frases. Browdy (un fabuloso y joven Gene Hackman) representa la parte económica del trío, un hombre de negocios decidido y charlatán. Malcolm (correcto Scott Wilson) es el jovencito desubicado, inseguro y Rettig (excelente Burt Lancaster) se presenta siempre con la mirada perdida, pensativo e introspectivo, aunque es el líder del grupo. Un ser que lleva el nihilismo como un escudo escéptico y un tanto descreído del mundo.

La publicidad de los carteles exhibe “Paracaidistas que desafían a la muerte”, revistiendo de un halo de heroicidad a este trío que encontrará que este pueblo no es uno más, anónimo, de esos que olvidarán pronto, sino que constituirá un punto de inflexión que marcará sus carreras de forma definitiva.

Malcolm convivió con sus tíos después de un accidente de sus padres que lo dejó huérfano. Después de muchísimos años los visita ante el asombro de éstos, invitando a los tres a que se alojen por una noche.

Rettig que siempre está ausente y reflexivo, con la mirada abstraída, esta vez observa fijamente y sabe lo que desea cuando coloca su foco en la tía de Malcolm (una estupenda Deborah Kerr). Ésta es una película de intuición, de percibir con gestos y pequeños detalles un matrimonio roto, de dejarnos atrapar con una tensión que va lentamente in crescendo que revela almas perdidas, personajes melancólicos, seres inacabados y frustrados.

La señora Brandon cruza miradas con Rettig e intenta conocer más sobre el arriesgado trabajo  de ese hombre que le provoca desasosiego y un calor asfixiante al que su marido contribuye. “Cuanto más nos acerquemos a tierra (sin abrir el paracaídas), más interesante es”, le espeta en un afán de atraer su atención. Pronto observamos que el indolente marido la arroja de forma sutil a los brazos del paracaidista cuando le anima a acompañarla a dar una charla al club de mujeres del pueblo. En el coche ella le comenta: “La mayoría de la gente no puede evitar reaccionar ante algo que produzca emoción en sus vidas” aludiendo al espectáculo, pero reflejando toda una declaración de intenciones aderezada por miradas que no necesitan palabras.

Durante la charla, el deportista hace gala de un don de gentes que no suponíamos en él, ganándose a todas las señoras y a Elizabeth, que lo observa fijamente sin pestañear, intentando eliminar las numerosas capas que le envuelven y escudriñar en su carácter. Rettig pliega el paracaídas de forma pausada y meticulosa mientras ella le somete a un interrogatorio. Lancaster tiene la habilidad de meterse tanto en el papel que parece que ha doblado las líneas de suspensión y la canopia toda su vida, tal como ya le pudimos ver en la película “The train” (1964) en la que fabricaba una pieza de fundición en un plano secuencia con gran maestría.

Lo que sigue es el acercamiento definitivo entre esta pareja que, sin conocerse, se necesita. Un diálogo interesante durante un paseo que termina ante una atracción de niños pintada de un rojo intenso a la que ella se aferra con sus manos, evidencia lo inevitable. El encuentro sexual nos dice que estamos en una época fuera de la censura, con semidesnudos muy bellos. Contado de forma muy elegante y delicada y con la dolorosa aquiescencia de un marido despierto aún.

Creía conocer todos los matices de la mirada de Burt Lancaster, pero descubrí una nueva de él sentado en el suelo al lado del sofá donde Deborah Kerr duerme, en la que se aprecia una mirada con fondo insondable, infinito, una mezcla de melancolía o "saudade", como expresan maravillosamente los portugueses, con un atisbo de ilusión. Increíble. Eso está al alcance del que tiene ya una madurez en la actuación y experiencias vitales que te ayuden a componer el personaje.

Otra historia de infidelidad, aunque distinta en esa icónica película que fue “From here to eternity” (1953) con la misma pareja, pero que ahora se reúne en un amor maduro y de características muy distintas, más complejo.

Los otros personajes también sufren una evolución en pocas horas. Browdy, aparentemente superficial, tiene relaciones sexuales con una bailarina de club nocturno, pero en realidad es un hombre con inquietudes religiosas, que quiere abandonar este estresante trabajo y construir otro futuro. Malcolm pasa de ser un chico apocado, neurótico y constantemente preocupado por el riesgo de su trabajo, a uno maduro, seguro de sí mismo y que también encuentra el amor y un futuro prometedor. Y Rettig es el que sufre una transformación más evidente ante la negativa de Elizabeth a abandonar su tedioso y asfixiante matrimonio cuando le reprocha: “Te crees el forastero que viene a sacarme de mi aburrimiento”. Hecho que le romperá en mil pedazos y le llevará a tomar la decisión más importante de su vida.

Me vienen a la memoria tres películas más sobre matrimonios frustrados, en los que tomar una decisión drástica es un salto al vacío, nunca mejor dicho: “Brief encounter”, "Strangers when we meet" o “The bridges of Madison county”. Historias muy interesantes, en la que cada una a su forma es un estudio de matrimonios inmersos en monotonía y el desencanto y que buscan una válvula de escape que les arroje al abismo momentáneo.

“The gipsy moths” es un relato de personas con miedo, de perdedores, a los que Frankenheimer, conocedor de la naturaleza humana, eleva y da dignidad. No es una historia de acción al uso, en la que los saltadores son unos adictos al riesgo y la adrenalina, sino que son presentados con sus defectos, insatisfacciones, dudas; no son héroes en el fondo, sino sufridores nada más poner los pies en el suelo. Seres desubicados, carentes de amor y calor que necesitan un momento de gloria, aunque sea muy efímero.

Desoladora, pero tan atrayente y bien contada, que te atrapa aunque duela y deje descorazonado. La recomiendo.


Estrella Millán Sanjuán.

GRUPPO DI FAMIGLIA IN UN INTERNO. (1974). Luchino Visconti. (Confidencias). 9/10/2020.


Esta película  parece un testamento cinematográfico y biográfico de este excelente director, exponente del cine italiano y mundial, ya que mientras la rodaba, estaba ya enfermo, siendo su penúltima película.

He leído que es una obra un poco menor en su increíble carrera, pero a mí no me lo parece. Me gusta más cómo describe el declive personal que en "Muerte en Venecia", pues ésta la aprecio más intimista, más personal y calmada. Un relato crepuscular excelso de un profesor americano (Burt Lancaster) que vive rodeado de lo que más ama: sus libros, colección de cuadros y un palacio con una decoración clásica exquisita. Una elección personal que le "condena" a una intelectualidad solitaria a sus 60 años. Un desencanto reflejo de una reflexión sobre su vida, dedicada al estudio, docencia, pérdida de fé en su trabajo, deleite por el arte, con desengaños personales, desierta de afectos, ...

Un retrato psicológico de este enigmático personaje, del que no conocemos su nombre, aumentando así su especial halo de poesía, refinado carácter, mesura y sentido común.

Una mirada un tanto barroca de este gran maestro, aislado en su jaula de oro intelectual, abrazado por la poesía decadente que desprende  su obra pictórica, la decoración decimonónica, la música de Mozart  y su adorada biblioteca.

El silencioso ambiente y vida de quietud del profesor se verán pronto soliviantados por la obligación de tener que vender el piso de arriba a una marquesa (Silvana Mangano), vulgar, prepotente, en la que aloja a su joven amante, su hija y el novio de ésta, reformando la vivienda y decorándola de forma moderna, acorde a los nuevos tiempos que corren. Una intromisión que llega como un huracán para quedarse e invadir su más estricta intimidad.

Aún siendo polos opuestos, la atropellada llegada de esta familia tan peculiar supondrá un acicate en su vacío presente, que le hará presenciar episodios surrealistas, discusiones y una convivencia en la que, al contrario de lo que supondremos, hace gala de una tolerancia y respeto hacia ellos fruto de su educación y de lo que supone el acercamiento al personaje interpretado por Helmut Berger. La relación especial paternofilial que se establece, más el impulso hacia lo que le evoca la juventud, le proporcionan momentos de emoción, diálogos interesantes a pesar de la escasa cultura de éste. Vida social, en definitiva. El profesor abre su alma, saca lo más íntimo de sí, sufre su presente.

Visconti ofrece una visión muy acertada de la decadencia de la aristocracia, de su escasa formación, del nulo interés hacia las artes y la cultura, de los cambios sociales y políticos que se avecinaban.

A mí me ha parecido una gran obra, sustentada por el oficio de este gran director, en su propio proceso de declive, pero también por las grandes interpretaciones de Silvana Mangano y un enorme Burt Lancaster, con el que no puedo ser imparcial. Un actor muy inteligente que condujo muy bien su carrera hacia todo tipo de géneros y que, en su madurez, dirigió su mirada a Europa, consiguiendo papeles que le dieron el prestigio que necesitaba del público y crítica.

Una actuación memorable, me gusta incluso más que en "Il Gattopardo", en la que la mesura, lo sutil, la paciencia, su mirada observadora, su expresión cercana y tolerante, su angustia en el desenlace final componen un personaje entrañable, que muestra hasta el tuétano.

Un hombre que espera tranquilo la cercanía de lo inevitable.


Estrella Millán Sanjuán.



“STRANGERS WHEN WE MEET”, (1960). Richard Quine. (Un extraño en mi vida). 9/10/2020


Aconsejar o que te aconsejen grandes películas o libros es uno de los ejercicios más gratificantes que existen. Coincidir en gustos, géneros, escenas y comentar después los sentimientos o pensamientos surgidos propicia conexiones humanas muy especiales y ganas de seguir influyendo en otras personas indefinidamente.

Que llegara a mí por un sabio consejo esta película lo considero un regalo. Me parece que he sido testigo de una forma de narrar una historia muy diferente a lo convencional, con una sabiduría por parte del director poco habitual por lo escabroso del tema en esa época, pero tratada con una serenidad y elegancia que te atrapa desde los primeros compases de esta gran obra maestra. Tan elegante como la gran banda sonora que la acompaña.

Un plano general nos ubica en un conjunto residencial apacible, silencioso, a la hora de llevar a los niños al colegio. No ha transcurrido ni un minuto y ya, antes del título, se nos presenta de forma natural a los dos personajes epicentro del relato. Y ya observamos cómo Larry (Kirk Douglas), un apuesto arquitecto, queda impactado por la visión de la etérea ama de casa Margaret (Kim Novak), que acaba de incorporarse al vecindario. Quine ha ido al grano, le interesa pronto centrar su atención en el motor que hace girar esta ácida crítica a la sociedad americana de clase alta, a la que nos describe viviendo como en una suerte de endogamia clasista, aislada en su burbuja de perfectos matrimonios, hijos perfectos, jardines bien cuidados y casas elegantes. Un golpe directo al “American way of life”, a lo idealizado de su estructura social y las cualidades que tanto exportan. No existe de forma premeditada ni una sola referencia al exterior, el relato se circunscribe a esa paradisíaca residencia y habitantes que me lleva a la magnífica “The Truman show” (1998), por describir tan acertadamente la aparente felicidad de las familias, pero cargadas de la más feroz hipocresía de la que hacen gala para conservar una imagen idílica con pies de barro.

Estos personajes destinados a encontrarse debajo de una aparente armonía esconden frustraciones, una monotonía asfixiante y una pérdida de pasión entre los cónyuges que les lleva a buscar fuera un soplo de aire fresco. Larry va directo a su objetivo, ella se resiste al principio, pero la tensión aumenta y precipita el encuentro con unos diálogos directos, cargados de intensidad acordes a la primera cita apartada en la playa, en el que la fuerza de las olas que observan por la ventana golpea no sólo los cimientos del local.

Los diálogos de Evan Hunter, una adaptación de su novela, son fundamentales en la película. Inteligentes, irónicos en cada personaje que desfila y se relaciona con la pareja. Pero también los silencios, las miradas que hablan por sí mismas. Cada una de las personas que salen podría constituir, si se desarrollara más su historia, otra película, por la cantidad de matices que albergan y por lo que nos cuentan: el escritor vanidoso que se debate entre el triunfo, el dinero o escribir realmente lo que le apasiona y que desea que el arquitecto le construya una mansión espectacular; la madre de Margaret, una fría señora atractiva que reprocha a su hija casada que cuándo se va a enamorar de verdad, como le pasó a ella dentro del matrimonio, escandalizándola, pero dando justo en el centro de flotación con suma habilidad; el vecino odioso, charlatán, envidioso, interpretado magistralmente por Walter Matthau, en un registro muy distinto; los amigos de la fiesta organizada en casa con conversaciones insustanciales, que no hacen sino exhibir su falta de compromiso social y un pestilente matrimonio con el dinero y la ambición profesional.

El director demuestra naturalidad en su planteamiento, no pretende crear un drama en el que los primeros planos sean abundantes o el montaje sea demasiado intenso, sino que su cámara se pasea tranquilamente por el escenario, ofreciéndonos esta pasional historia de adulterio entre la sensual, sin pretenderlo, Maggie, presa de su físico y de un marido indolente y frío y el insatisfecho arquitecto Larry, que encuentra en esta relación y el diseño de la casa del escritor una inyección de vitalidad y creatividad sin precedentes.

Quine ofrece maestría en la puesta en escena, creando planos picados de ella y su marido, que acentúan su vulnerabilidad y el inicio de la infidelidad; hay otro genial como el plano detalle de la boca de ella y él en profundidad que escucha una amarga confesión muy logrado; el travelling que observa a Larry y su jefe de forma escondida entre los árboles del jardín en la fiesta y que de repente se acerca a las caras para hacernos partícipes del giro del relato al ser tentado con un puesto de trabajo muy ambicioso es excelente, así como la aparición de Novak con su marido por la puerta principal en esta fiesta en profundidad de campo, mientras el arquitecto, que está lejos en la zona de barbacoa, los observa. La escena en la que Maggie entra a la habitación del matrimonio observando amargamente camas juntas, no como las suyas, los muebles, la intimidad, no hacen sino demostrarle la dificultad por la que atraviesa su furtiva relación.

El uso del color es fundamental, recurriendo al rojo del vestuario en la camisa de ella en su primer contacto cuando ya demuestran acercamiento y química nada más conocerse, así como en la chaqueta de él cuando insiste tanto en dar un paso más y tener una primera cita. El vestido rojo de ella fabuloso en el bar crea la complicidad evidente y su consentimiento en este juego de seducción tan serio. Posteriormente el blanco aparece en varias ocasiones, apartando las faldas apretadas de ella y dando con un vestido de corte evasé y espalda al aire, el equilibrio entre culpa y sensualidad en el encuentro furtivo del despacho de él. El color blanco del albornoz de la inteligente mujer de Larry, que sabe todo y que da apariencia de pureza y fragilidad ante la horrible escena con su vecino. Y definitivamente, la evolución en el vestir de Maggie en la escena final en la que otro vestido blanco más recatado, zapatos del mismo color y chaqueta azul celeste corta le privan de casi toda su sensualidad, demostrando alma, amor, respeto y resignación. Vestuario con costuras muy finas, que se rompen como la vida de estos seres insatisfechos, que se debaten entre la comodidad que proporciona la institución familiar y el dinero o el amor apasionado.

Es muy destacable la actuación de Kirk Douglas, que en esta ocasión demuestra su gran capacidad interpretativa, presumiendo de un papel contenido, muy medido, expresando más en su mirada sus pulsiones y carencias y sin dar rienda suelta a la retórica para la seducción, sino con un lenguaje directo y eficaz. Kim Novak está espléndida metida en la piel de ama de casa adormilada, pero sensual y con apetencias. La cámara la quiere, lo sabe y explota con esos planos de su espalda y caminar su lado irresistible para los hombres.

Como también es muy destacable el proyecto de arquitectura de Larry, una casa que se convierte en un personaje más, que crece a la par que su relación a escondidas, que se materializa con su construcción, que se arriesga como lo hace la mansión final que se asoma imponente y deslumbrante desde la colina. Un símbolo muy original de esta relación clandestina que hace sentir vivo al arquitecto y con una creatividad fabulosa impulsada por su musa. Comenta ella en la escena final: “El dueño (escritor) no sabe que en realidad esta casa es nuestra”, mientras pasean por la decoración de estilo oriental y un diseño maravilloso. La vida impone a veces decisiones muy difíciles, imposibles de resolver de la forma más acertada.

Y si la construcción resulta una metáfora para ellos dos, me permito también en esos términos terminar añadiendo que Richard Quine construye un historia incómoda para la época y país que dinamita los cimientos de su sociedad, no intenta pintar las fachadas de apariencia de esa clase alta que se define por sí sola y separa con paredes muy delgadas a cada familia, que se complace y contagia de una vida muy similar basada en la hipocresía y valores muy superficiales. Cada una con un sótano lleno de miserias, tristeza, ambición y relaciones de pareja mecánicas y automáticas.

La recomiendo totalmente.


Estrella Millán Sanjuán.


LE JOUR SE LÈVE. (1939). Marcel Carné. (Amanece). 9/10/2020.


Este director  me seduce cada vez más. Marcel Carné fue considerado de segunda por la crítica posterior de "Cahiers du cinéma", respecto a otros directores puntales como Renoir y Duvivier, por ejemplo. Renoir fue un prodigio, está claro, lo tengo en un pedestal, pero cuanto más descubro de Carné, más valoro su trabajo.

Perteneciente a esos grandes directores que crearon lo que llamaron el REALISMO POÉTICO, su aportación es fundamental.

Películas como "Le quai des brumes", "Hôtel du nord" y ésta que describo, son claros ejemplos de su gran talento. Historias con un gran fatalismo, realistas, deprimentes, pero con una factura muy atrayente, sustentada por una estética con influencias expresionistas y una honda poesía.

Posteriormente,  con la ocupación alemana y su intervención en la cultura francesa, creó "Les enfants du paradis", con otro tono, bellísima, excelsa, considerada una obra de arte y que pude disfrutar hace unos meses.

El contar como guionista con Jacques Prévert, fue uno de sus grandes aciertos, pues constituyó un enorme apoyo literario en su cine, favoreciendo un tándem indisoluble.

"Le jour se lève" es un canto al antihéroe, a una persona normal, que trabaja en una fábrica en un oficio peligroso para su salud, sometida al opresivo sistema. El universo de Carné está repleto de personajes hundidos emocionalmente, deprimidos, con un corazón de oro, en los que rascas y explota una emoción a flor de piel. Posee una especial predilección por las  vidas truncadas, que tienen un imán para encontrarse con otras similares que precipitan al vacío su existencia. Su cine es poesía visual, marcada por un gran pesimismo.

François (Jean Gabin) conoce en su trabajo a una floristera llamada Françoise, enfatizando con nombres parecidos sus parecidas características, pues provienen de un orfanato y arrojándolos a un destino amoroso, pero repleto de piedras en el camino. Jean Gabin fue su actor fetiche, tal como se lo "disputaron" otros directores de la época, pues su versatilidad era una apuesta segura en estos relatos tan realistas. Arletty también sería una actriz clave en su cinematografía.

La llegada de él a su casa por esa calle triste, entre brumas y con el tren pasando echando humo no hacen más que anunciar que la historia de amor va a pasar por dificultades. El cariño con que le habla él a ella en su casa, observando cada detalle del hogar para conocerla más, es encantador. Se aprecia tristeza y delicadeza por igual, tal como le comenta Françoise: "Tienes un ojo triste y otro alegre". Da fé del romanticismo del director, que aboga siempre por la pasión y el amor como motor vital, pero a los que cercena pronto esa efímera sensación de plenitud. Hay una imagen muy sugerente de ellos vistos por la ventana muy parecida a la de "Le quai des brumes" que simboliza vulnerabilidad,  miedo al futuro e incertidumbre.

Con la aparición de Clara (Arletty) y su amante en las vidas de la pareja, el relato da un giro total. Se convierte en un círculo amoroso con desenlace desesperanzador y agónico.

La originalidad de la película para la época es que empieza con un asesinato en un bloque en el que en un gran plano cenital de las escaleras de caracol  se ve a los vecinos alertados por los disparos. Después en un contrapicado se ve caer al cadáver en una escena intensa y poética a la vez. Desde el principio sabemos que el protagonista ha asesinado y no tiene escapatoria, lo cual nos sume en su misma desesperación y angustia encerrado en su buhardilla esperando un fatal desenlace.

Otro acierto para la época son los flashbacks de François que recuerda como último aliento de vida, tumbado en la cama de su claustrofóbica morada, el porqué de su presente y su acto delictivo.

El director nos mantiene en vilo toda la película para ver la causa del asesinato, sin encontrar consuelo, contagiándonos de su pesimismo, pues ya sabemos desde el principio que la historia no va a cambiar. Y de esta forma empatizamos más con lo que vamos descubriendo de este romántico personaje, un perdedor inmerso en un mundo decadente, inhumano, en el que poco a poco vemos dibujada su nobleza y actitud luchadora por lo que le insufla emoción y vida.

Hay escenas plenas de poesía en las que la dirección artística es su gran baluarte. La plaza y la fachada están perfectamente diseñadas, con esas gentes expectantes del cruel desenlace con la actuación desproporcionada de la policía, que lo considera una peligrosa amenaza para la sociedad, siendo sólo un hombre preso de sus circunstancias y su honor.

El plano cenital intentando arrojar por la ventana a Valentin y el del policía entrando por la ventana de la buhardilla para lanzar gas lacrimógeno son dramáticos, angustiantes, injustos. El director nos ha puesto de parte del asesino, por su gran retrato psicológico, sus pulsiones, su resistencia, abocado a la tragedia, mientras el despertador, después de largas horas de claustrofóbica espera, le avisa que tiene que levantarse para ir a trabajar...


Estrella Millán Sanjuán.

“LEUR DERNIÈRE NUIT”, (1953)

Georges Lacombe.


Jean Gabin fue uno de los actores más prolíficos de Francia. Si buscas cine francés de varias épocas, es muy habitual encontrártelo entre sus intérpretes. Una estrella de cine que, con su sola presencia, provocaba que las películas adquirieran más resonancia y solidez. Si añadimos sus certeras interpretaciones con personajes inolvidables, con un poso melancólico, pesimista y seductor, el éxito estaba asegurado.


En esta podemos decir que es, junto con “Touchez pas au grisbi” (1954), de Jacques Becker, la que relanzó una segunda carrera, después de la etapa americana en su exilio y un bajón posterior en sus logros. Un camino hacia el polar francés que consolidaría una de las carreras más solidas del cine galo y a uno de sus actores más queridos y reconocidos mundialmente.


Esta película de Lacombe es bastante interesante. El comienzo en esa pensión parisina llamada “Duc d’Aumale, con la certera descripción de cada personaje – el Presidente del tribunal retirado, la hija estudiante de los dueños, la simpática adivina, el escéptico, la servicial dueña, la profesora de inglés recién llegada y el jefe en funciones de la biblioteca pública – te conduce a un relato de esos en que las vidas parecen que van a entrecruzarse en su totalidad debido a la convivencia forzada en esas comidas y salitas contiguas, de las que no puedes desprenderte. Algo parecido a la gran película coral “Separate tables” (1958), de Delbert Mann con ese aire teatral en que las intimidades de cada uno son difíciles de esconder y, al final terminan por salir a la luz por el chismorreo, creando lazos como si de una gran familia se tratase, con sus más y sus menos. 


Pero este relato va más allá y se adentra en personas que llevan una doble vida construidas sobre grandes decepciones y traumas difíciles de sostener.

La frase del cura que habla con Madeleine (Madeleine Robinson) en el tren – la profesora que llega a París desde Limoges envuelta en secretismo –, parece augurar el contexto que se va a encontrar: “En esta ciudad hay muchas iglesias, pero muchos lugares de perdición”. El director va describiendo muy bien a los personajes principales con sus gestos, conducta y posterior giro inesperado de guión. El señor Ruffin (Jean Gabin) es el jefe de la Biblioteca en funciones por la muerte del anterior, siendo ascendido entre el reconocimiento de sus compañeros y el representante municipal. Un hombre muy discreto, refinado, educado, servicial y competente en su trabajo, al que no se le conocen parejas, ni devaneos; esquivo en el amor. 


Ni siquiera la llegada de esta guapa y joven chica parece interesarle lo más mínimo, aunque posteriormente vemos que le busca trabajo en una Escuela privada de chicas por sus buenos contactos. La secuencia de Madeleine tratando de encontrar distintos colegios para que la contraten y paseando desconsolada por un París más desconocido y melancólico es muy bella. Siempre vemos distintos puentes en esta película en diferentes contextos, con una fotografía triste y plomiza, en ambientes más marginales.


Después se nos va ofreciendo más matices de ella como profesora entregada, vocacional, con la que la directora está muy satisfecha. Ya conocemos algo turbio en Pierre Ruffin, percibiendo que no es tan íntegro como parecía y el interés de Madeleine por él nos inquieta por su candidez. Esa situación la resuelve muy bien Lacombe cuando la pareja sube por unas escaleras con una barandilla que los separa físicamente, aumentando esa sensación de polaridad y, también con el diálogo que mantienen. Ella le comenta que les ha pedido a sus alumnas un comentario de texto sobre la frase “el camino de la virtud conduce a la felicidad”, a lo que él responde irónicamente que “no debe haber mucho embotellamiento en esa carretera, aburrida e interminable y que todo el mundo termina por tomar un atajo”. Es un ser muy escéptico y frío.


Poco a poco con maestría se van perfilando y dibujando los personajes con trazo más fino y vamos asistiendo al acercamiento y pequeñas confesiones de ella hacia él, como que huyó a París “por un marido loco”, del que se niega a hablar más.


La cita en un lugar inhóspito industrial con unos jóvenes por parte del bibliotecario en un coche, nos pone en alerta con una genial elipsis enlazada con los disparos que se escuchan en la siguiente escena en la radio de la pensión, con la novela “Crime et mystère”. A partir de aquí ya sabemos a qué se dedica Ruffin y también la profesora que ve reflejado en el espejo la herida sangrante en su espalda.


El giro hacia un film policíaco está bien conseguido con ese atraco frustrado, la persecución, huida y encierro en otra pensión por prófugo. Es una mezcla de cine noir con el realismo poético de antaño, un homenaje a esa etapa, sobretodo a Marcel Carné, del que tiene reminiscencias muy claras en dos personajes como el fugado del ejército en “Le quai des brumes” (1938), que después de enamorarse quiere continuar su vida embarcándose hacia Sudamérica, como quiere hacerlo Pierre hacia Bélgica en una barcaza. O el atrincherado en su buhardilla que aguarda a que la policía lo acose y detenga en “Le jour se lève” (1939). Seres inadaptados, marginales, subversivos, pasionales; aunque Lacombe da un paso más y dibuja a su protagonista como un hombre querido y respetado, plenamente integrado, pero al que un favor en su etapa de médico en el pasado le hace dar un vuelco a su vida, integrándose en una vertiginosa doble vida secreta en el crimen organizado y una sugerente ambigüedad.

 

Su refinamiento está muy bien descrito en el encuentro que tiene con un chico joven de su banda en el Museo Rodin, rodeado de sus voluptuosas esculturas como las de “El beso” o “La mano de Dios”. Ensimismado con la pureza de líneas del escultor recrimina al chico su falta de presencia y su vulgaridad.


Un relato que conserva ese fatalismo propio de los años 30, principios de los 40 de Renoir, Duvivier y Grémillon, con sus atmósferas intrigantes en esas localizaciones en zonas de fábricas, portuarias y marginales con una espléndida fotografía de Philippe Agostini que trabajó con Carné , Bresson y Ophüls, entre otros.


Una recreación excelente para estos seres atormentados que se reconocen y se atraen con un especial magnetismo extraído de experiencias traumáticas. Personas destinadas a unirse en el amor, las ansias de libertad, el encierro y lo fatídico. Con un final angustiante rodeado de numerosa policía, escondiéndose en el “Quai de Bourdonnais”, entre barcazas, ladrillos y bloques de construcción.


Son numerosas las películas en que Jean Gabin está relacionado con el agua o el mar, destacando esta, “Le quai des brumes” o “Remorques”, de Jean Grémillon, en los que el encuentro con este medio es clave para su existencia. Como lo fue en la realidad, con su desempeño como marino en la II Guerra Mundial y su deseo de que arrojaran sus cenizas al mar.


Un grande.


Estrella Millán Sanjuán. 22/01/20

PELÍCULA: MANCHESTER FRENTE AL MAR

TÍTULO ORIGINAL:  Manchester by the sea. 

AÑO: 2016                               PAÍS: EE. UU.

DIRECTOR: Kenneth Lonergan.

REPARTO: Casey Affleck, Michelle Williams, Kyle Chandler, Lucas Hedges, Tate Donovan. 

MÚSICA: Lesley Barber.

DURACIÓN: 135 min.     

GÉNERO: Drama.

SINOPSIS: 

Lee Chandler (Affleck) trabaja como técnico de mantenimiento de unos edificios, siendo una persona huraña, huidiza y solitaria. Su vida transcurre de forma monótona y rutinaria cuando recibe  la noticia del fallecimiento de su hermano Joe. Este hecho le obliga a volver a su pueblo natal donde se enfrenta a la tutela de su sobrino de 16 años, que se queda solo.

El regreso al pueblo le supone enfrentarse a un trágico acontecimiento del pasado que le cambió su vida por completo y representa un trauma para él imposible de soportar.

 

CRÍTICA PERSONAL: 

El vacío en un instante

Tercera película del director y guionista Kenneth Lonergan, al cual que le gusta bucear por las aguas turbias del pasado y ofrecer historias de relaciones familiares interrumpidas (como ya hizo en su primera película, “You can count on me”, 2000), narradas de forma sencilla, elegante y real.

En este caso, la historia adopta unos tintes mucho más trágicos, pues ahonda en el sufrimiento humano, en el dolor del alma golpeada y rota en mil pedazos en el que eres un espectador que intuyes con desesperanza que no existe remedio que pueda siquiera sostenerlos, que no unirlos.

 

Casey Affleck nos regala un papel protagonista que le valió un Óscar en 2016. Ya apuntaba maneras en el anterior film “Adiós, pequeña, adiós”, dirigida por su hermano Ben. Pero en esta ocasión, interpreta a un padre de familia atormentado por un suceso traumático al que intenta poner remedio con distancia en kilómetros directamente proporcional a la pena que le ahoga.

Lee Chandler, aparentemente aquejado del síndrome de Moebius, es la viva imagen del perdedor, del que tiene un pasado hecho cenizas y un presente tan vacío por el que parece caminar de puntillas para no tener ningún estímulo. Affleck realiza con sabiduría, sencillez y contención un ejercicio magistral sobre la autodestrucción, el abandono, el vacío, la desolación, el desconsuelo, la apatía y un largo etcétera de sentimientos que acompañan al espectador, que espera con ansia una explicación del desencadenante de tal situación tan extrema.

Mediante el uso de flashbacks con acierto, vamos encajando piezas y asistimos a un pasado del protagonista que vivía en familia de forma totalmente normal y cotidiana, percibiendo una aparente felicidad en él , su mujer e hijos.

El momento en que se nos desvela el motivo que le hizo abandonar su pueblo natal, nos deja paralizados, nos acelera una empatía automática hacia  Lee y entendemos con lágrimas en los ojos la desesperación callada que viene arrastrando años.

Randi (Michelle Williams) merece también una mención. Actriz que llena la pantalla en cualquier película en la que intervenga, aquí le valió una nominación al Óscar por su papel. En su caso, a pesar de la tristeza irreparable que la va a conducir siempre, ella sí decide concederse una segunda oportunidad que pueda mitigar su aflicción. Y eso precisamente es lo que termina desmoronando y haciendo añicos completamente a Lee. 

La escena en la que los protagonistas se reencuentran encierra en tan poco tiempo y diálogo tal cantidad e intensidad de sentimientos, que quita el aliento, nos dan ganas de ser partícipes, de construir el guión con nuestros ojos y corazón, buscando la aceptación del perdón, la redención, pero el resultado es que experimentamos casi el mismo vacío y desolación de la pareja. 

El director no desea contar una historia que se resuelva de la forma que nos gustaría, la narra con respeto, sin emitir juicios, con sutileza y oficio. Vale la pena ver este film, les animo a hacerlo, una historia íntima y atrayente.


                                                                                                                                          Estrella Millán Sanjuán.

P.P. Elbo.

ENTRE LOS PÁJAROS DEL AMOR

Y LAS FAUCES DE LA CODICIA.

                       Una aproximación mundana a “LOS PÁJAROS” y “TIBURÓN” 

P.P. Elbo. Pintor.

22/01/20

 

 En 1963 se estrenó LOS PÁJAROS, dirigida por A. Hitchcock, basada en la novela homónima de la británica Daphne du Mauriel, autora también de Rebeca y Posada Jamaica. Una chica refinada, consentida y adinerada de S. Francisco, protagonista de algún que otro “eco de sociedad” en la vieja Europa (Tippi Hedren), tropieza por casualidad, en una lujosa tienda de animales con Mitch, un joven de marcados rasgos eslavos y culto abogado de clase media criado en un pequeño pueblo de pescadores, Bodega Bay (Rod Taylor). En la tienda --casi joyería-- de animales extravagantemente exóticos y jaulas doradas de flamante pulimento, tendrá lugar un cómico episodio, que deja un tanto contrariada a la frívola Melanie, a la que Mitch conoce bien por haber tenido que representar a algún cliente agraviado por las ocurrencias infantiles de esta niña de papá.

Melanie decide recomponerse, y arrastrada, a medias por el orgullo y a medias, por la curiosidad que despierta en ella un tipo tan diáfano y directo como Mitch, se le ocurre llevar a éste, la pareja de pájaros del amor que quería para el cumpleaños de su hermana pequeña. Sin embargo, y debido a un contratiempo notificado por un vecino, se ve obligada a tener que llevar personalmente su regalo a Bodega Bay en su deportivo Aston Martin.

Tras dejar sigilosamente en el salón de la casa al par de animalitos, regresa al bote alquilado, para contemplar a cierta distancia, la reacción de Mitch cuando los encuentre. Éste, efectivamente sorprendido, pero en absoluto desconcertado, sale de la casa y mira a su alrededor. Tras localizar con sus prismáticos en el bote a Melanie, ésta, que se ha dado cuenta de que ha sido sorprendida, emprende complacida el regreso a puerto, en tanto que Mitch a toda velocidad, pretende por carretera, llegar antes que ella. Justo cuando está a punto de atracar la pequeña embarcación, Melanie sufre el ataque de una gaviota, ante la mirada perpleja de Mitch que la esperaba con cara de autosatisfacción en el muelle. Total, otra escena más de esas que tienen como finalidad “hacer posible” un amor imposible, vamos, de cine propiamente dicho, entre una niña pija, cosmopolita y rica de ciudad y un pueblerino conservador, que deja la ciudad todos los fines de semana para estar con su madre viuda, y su hermana, y hacer de paso de <<hombre de la casa>>.

En fin, el rechazo de pequeña burguesía, representado por la responsable madre desconfiada Lydia Brenner (Jessie Tandy), frente a frente, con la  lujosa burguesía capitalista encarnada por la irresponsable Melanie. Todo este potencial conflicto digamos costumbrista, queda subrayado a su vez, por el enorme enjambre de pájaros diurnos de todas las especies (excepto rapaces) que emulando el comportamiento de los insectos, y con una violencia inexplicable, se han congregado en Bodega Bay, coincidiendo con la llegada de la joven y sus pajaritos (y es que, aunque no podamos desarrollarlo más, parece que como asegura M. Klein, no puede haber amor sin la protección del sentimiento de culpa, el otro gran tema del director británico). En fin, a medida que avanzan las escenas se va comprendiendo que el ataque a Melanie solo fue el principio, y que los pájaros están decididos a exterminar a todo el pueblo si nada lo impide. Estos ataques llevarán al límite a la familia de Mitch, especialmente a su madre, despertando los instintos adormecidos por la caprichosa educación de una mal herida pero compasiva Melanie, metamorfoseándose en medio de los ataques de los enloquecidos plumíferos, en la hija mayor que la madre necesita a su lado. De esta manera la solidaridad, se irá transformando en fraternidad, dejando finalmente el paso libre a la pareja, que por fin huye sigilosamente junto a la madre y la hermana, apretujados en el Aston Martin, de Bodega Bay ante la mirada un tanto distraída del terrestre enjambre avícola, hacia un nuevo amanecer sonrosado.

Las fuerzas naturales más o menos divinas, han fundado una nueva unidad primordial en la que quedan difuminadas las diferencias de clase. Frente a la calamidad no hay diferencias, ya que la única distinción extrema que puede darse es la que hay entre vivos y muertos, como sucede en esa otra película dirigida también por H., NÁUFRAGOS, o aquella otra de J. Ford, algo más patriotera de LA DILIGENCIA.

Aparente mito fundante de un mundo utópico, pospolítico, en plena Guerra Fría, aglutinado por el amor-imposible –de cine-- burgués, el gran tema recurrente en la trayectoria cinematográfica de este director británico. Sembrador de amor burgués y culpa puritana, que como aquellos pueblos agrícolas, atrae en este caso a los pájaros metafísicos, pero no solo para comerse la semillas como dijo aquel, sino para sembrar y reconducir con su místico terror interclasista a la civilización, si hace falta, apretujada junto a Melanie en su fraternal Aston Martin conducido por el bueno de Mitch.

 

·  Por otro lado tenemos, como se anunciaba, TIBURÓN (JAWS) de 1975 dirigida por S. Spielberg (eterno émulo de Hitchcock, y maestro “Jedi” del merchandising como Lucas). Otro caso de fuerza numinosa de primer grado, que protege con su insaciable apetito la Naturaleza de la voracidad especulativa de ese otro monstruo que es el capital, en forma de explotación turística. Se trata también de una adaptación de la obra homónima <<Jaws>>, del estadounidense Peter Benchley. Y si en el caso de LOS PÁJAROS hablábamos, contradictoriamente de un terror o mito <<fundante>>, en caso de TIBURÓN sería más apropiado referirnos a una especie de mito o terror <<purgante>>, contra el exceso.

Amity Island, es un pequeño paraíso de tranquilidad, arenas blancas y aguas esmeraldas, cuya economía depende del turismo estival. Cuando precisamente está a punto de comenzar la temporada alta, se presenta una macabra calamidad, (los restos de una joven semidevorada aparecen en la playa) que los vecinos bien representados por su eficientísimo alcalde, Larry Vaughn (Murray Hamilton) tratan de minimizar, a pesar de las dudas de su jefe de policía Martin Brody (Roy Scheider). Sin embargo, poco tiempo después, se hará evidente lo impensable: un monstruo marino ha decidido convertir en despensa las playas abarrotadas de Amity Island. Para evitar tener que cerrar definitivamente las playas al baño, se decide dar caza, cueste lo que cueste, al enorme “Carcharodon carcharias”. El encargado será un fanfarrón, Sam Quint (Robert Shaw) viejo lobo de mar al mando de “Orca”, su embarcación, así llamada en alusión quizá a estos magníficos enemigos de los tiburones. Se trata de una antigualla de madera en la que no tendrá más remedio que enrolar al jefe de policía  y a un científico, Matt Hooper (Richard Dreyfuss). Se trata de un joven algo obsesionado con el estudio de los tiburones, que durante todo el proceso de investigación se mostró más acorde con las sospechas del jefe de policía, que con la  interesada versión de las autoridades civiles, cuyo objetivo era más, salvar sus legítimos intereses, que la vida de los bañistas. Sin embargo y a pesar de lo que parece, será el propio tiburón el que intentará dar caza a los variopintos cazadores. El que peor suerte correrá será el avariento y soberbio capitán, que terminará en el estómago de la bestia, después de que el animal destrozara    su “Orca”, en tanto que el científico sobrevivirá agazapado en el fondo marino, tras un desastroso intento de acabar con el enorme pez, para que finalmente y por casualidad, sea el hidrófobo jefe Brody, el que in extremis, colgado del mástil de la semi hundida y destrozada embarcación, dispare a la botella de oxígeno que indiscriminadamente casi se traga el tiburón, mientras asomaba por su boca dentada, cuando se dirigía a toda velocidad hacia el policía, dispuesto  seguramente a terminar su merienda. Tras la enorme explosión producida por el disparo algo azaroso a la mentada botella, emerge el científico de las profundidades, y sujetos a una barra y un par de bidones de flotación ambos, nadan satisfechos, un poco a lo Casablanca, hacia las playas de “blanca” arena de la isla.

 Librados de la bestia, todo parece regresar con cierta naturalidad a la casilla de salida, coincidiendo tiempo real o histórico, con un momento en el que en casi todo el mundo, termina fracasando una gran revuelta mayormente universitaria, pero no solo, contra la nueva fase en la que entraba el capital, anunciando lo que un poco más tarde daría en llamarse neoliberalismo. Aparecerán entonces, los famosos tiburones en este caso, “aleteando” en el agua acristalada de las altas e inalcanzables torres de Wall Street. Quizá por eso, puede que el monstruo marino sea la representación subconsciente de la reprimida conciencia ecológica por un lado, y social por otro, en un intento desesperado de destruir con sus fauces los nuevos excesos dinerarios que terminarán por convertirlo todo en una autodestructiva merienda bursátil (incluido claro está, el propio cine). 

·  Tanto en un caso como en el otro, en la pantalla se nos muestra un tipo de desorden antinatural y por lo tanto divino, del que el nuevo hombre secular e ilustrado, debe salir por sí mismo. A la divina pregunta lanzada a Job encarnado por lo a que a nosotros respecta por el rudo capitán de Orca: <<¿Acaso vas a sacar a Leviatán con un anzuelo y a atarle la boca con un cordel?>> el nuevo Job posibilista parecer responder: ¡No, con un poco de suerte, lo haré volar por los aires!

Hitchcock nos presenta, aparentemente, la animalada de des-orden fundacional contra la frivolidad clasista. No hay más que recordar un poco aquella escena, en la que de pronto, mientras Mitch, su madre y hermana  están tomando el té con Melanie, un humilde gorrión aparece un tanto despistado por la chimenea rompiendo la armonía convencional de la escena, cuando acto seguido cae en catarata, por la misma chimenea, una nube parda que revolotea alocada por todo el --no menos convencional-- salón, haciendo buena aquella antigua imagen en la que los pajarillos representaban la intemperancia del lenguaje, la cháchara o el aturdimiento. Sin ir más lejos, en el simbolismo cristiano, los pájaros también protagonizan algunas páginas representando directamente a Satán, el Devastador. Por ejemplo, en aquella parábola del sembrador, estos pequeños pajarillos se llevan las preciosas semillas, que son las palabras divinas. Por otro lado, contradictoriamente, los imponentes córvidos --aves de buen augurio, para griegos y romanos--, representan para  los pieles rojas, verdaderos nativos de aquellas tierras, a los creadores del mundo visible, que regeneran y redimen uniendo lo que estaba separado, destruyendo y construyendo al mismo tiempo el mundo. Quizá como el cine arquitectónico y su sala negra, uniendo y separando lo real de lo irreal, hasta hacerlos en muchos casos indistinguibles. Proyecciones-identificaciones, como las llama Edgar Morin, que están tanto en el corazón del cine, como lo están en el de la vida… <<representamos un papel en la vida, no sólo con respecto al prójimo, sino también (y sobre todo) con respecto a nosotros mismos. El traje (el disfraz), el rostro (esa máscara), la conversación (esas convenciones), el sentimiento de nuestra importancia (esa comedia), mantiene en la vida corriente ese espectáculo dado a uno mismo y a los otros, es decir, las proyecciones-identificaciones imaginarias. En la medida que identifiquemos las imágenes de la pantalla con la vida real, se ponen en movimiento nuestras proyecciones-identificaciones propias de la vida real.>> Y siguiendo un poco más a contradanza, se podría decir que en el fondo, estas dos películas no dicen o son, lo que parece, sino que usan de esa apariencia para reconducir las posibles identificaciones en un sentido contrario, al que imagina el metafísico ‘espectador’. Por eso, el sencillo jefe de policía de Amity Island que nos dibuja Spielberg, más que un héroe parece un estúpido villano, que con sus buenas intenciones no hace más que enlosar el infierno, pues a quien salva finalmente jugándose la vida, no es a los bañistas (como se puede comprobar en la segunda entrega), sino, a ese otro monstruo terrestre de infinitas mandíbulas que  pone en marcha la irremediable codicia capitalista, verdadera responsable de las muertes de los infelices bañistas.., turistas.., pasajeros.., automovilistas.., etc. No hay más que pensar en la escena en la que el alcalde, con su ridículo traje estampado, inspecciona las playas dándose cuenta de que los turistas atemorizados no son capaces de abandonar la seguridad de la arena, y se acerca a una pareja de vecinos para exigirles que se metan en el agua y dar ejemplo al resto de los bañistas. Efectivamente, tras la dubitativa pareja de ancianos, se zambulle la masa vociferante, dando al tiburón, como era de esperar, una nueva y trágica satisfacción.

Así que se podría decir sin exagerar demasiado, ni llegar a mentir más de lo corriente,  que, de la misma forma, que es TIBURÓN el purgante marino que emerge como una amenaza casi ecologista o casi social, al imparable capital, para terminar feneciendo por la casual intervención de digamos, la clase trabajadora encarnada en el celoso agente de ese “orden reinante” que en cierta medida, nos entrega a las fauces económicas, como necesarias victimas propiciatorias; en el caso de LOS PÁJAROS se termina por aceptar como felicidad última el lujo burgués, y la artificial sofisticación de la vida de ciudad, cerrando sigilosa, pero definitivamente, la puerta a la simplicidad y rutina de la pautada vida rural. En un caso y en otro, se nos plantea el fin de una época, la modernidad, y el principio de otra, la denominada posmodernidad, caracterizada por el traído y llevado neoliberalismo, que ha terminado por hacer de la cultura, principalmente una pura herramienta de propaganda; de la idea de humanidad, una religión, y del hombre, un nuevo dios secular cuya doctrina nihilista nos ha terminado instalando en un dorado paraíso comercial de relativismo pueril, con la promesa eterna, de una adolescencia extrema, también de la razón, que es esta vida de película -es decir, sustituta- que no pocos, pretenden llevar.

 

P. P. Elbo


Daniel Castillo Tallafigo

GUEST

Daniel Castillo Tallafigo

 

Titulo original: Guest

Año: 2010  País: España

Director: José Luis Guerín

Reparto: documental

Guión: José Luis Guerín

Música: Gorka Benítez

Duración: 124 min.

Fotografía: José Luis Guerín

Género: documental

 

SINOPSIS

  Película elaborada a partir de grabaciones realizadas por Guerín con una cámara de vídeo en las ciudades que recorrió durante un año invitado por diversos festivales de cine de todo el mundo. Las tomas, aparentemente espontáneas, muestran, en ocasiones en espacios cerrados, la mayor parte de las veces en calles y plazas, las personas que le salían al paso, ofreciéndonos de ellas imágenes que van desde la mirada pasajera al auténtico retrato. 

 

CRÍTICA

  Octavo largometraje de Guerín, quinto de carácter documental, Guest está concebida para dejar atrás justo esa dicotomía tradicional entre el cine documental y el cine de ficción. Si esta dualidad pudo tener sentido en el pasado, cuando al cine clásico americano y su característica idealización cosmética de las estrellas de Hollywood se opuso el cine documental étnico, ya los estilos cinematográficos que tras la Segunda Guerra Mundial exploraron formas expresivas que se desmarcaban de los cánones clásicos (neorrealismo italiano, nouvelle vague francesa, cine independiente americano de los 60, etc.) trajeron consigo la necesidad de cuestionar tal dicotomía. El director catalán retoma en esta película esa reflexión sobre la imposibilidad de distinguir de modo claro entre esos dos supuestos ámbitos de imágenes, el de la ficción cinematográfica y el del testimonio documental de la realidad, enmarcándola en el mundo de la sobreabundancia de imágenes que es el nuestro. 

  El tema de Guest es, en primer término, la omnipresencia en el mundo humano, más aún en el actual, del juego de la mirada y de la representación. La realidad cotidiana de las calles y plazas de las ciudades visitadas por Guerín se muestra en la película cargada de imágenes, tanto de las que lo son para que alguien las mire: las que ofrecen a la mirada músicos ambulantes, vendedores callejeros, manifestantes, actrices rodando un spot publicitario, pantallas publicitarias, etc.; como de las que lo son solo porque alguien mira: la cámara de Guerín busca superficies que generan imágenes, como charcos, espejos, pantallas de televisores apagados, un vaso transparente lleno de agua con gas, etc. Ya en su anterior y fantástica Tren de sombras (1997) estaba presente la idea de que la realidad humana no es sencillamente algo ahí que vemos, que la mirada humana está hasta tal punto presente en nuestro mundo, multiplicada en una infinidad de espacios y ocasiones, que este tiene la forma de inmenso conglomerado de escenarios, de pantallas, de lentes, de superficies reflectantes; todos ellos dispositivos de visión y emisión de imágenes más o menos complejos y dispuestos como tales, más o menos simples o incluso espontáneos, con sus respectivos espectadores. La ficción cinematográfica, por más que tome la libertad imaginativa como principio, no añade sino una mirada más a un mundo para el que la mirada y lo que es mirado son dimensiones constitutivas que se dan en una infinidad de modos; el testimonio documental, por su parte, no puede desentenderse ni de su propia labor de generación de imágenes ni de las miradas que habitan y contribuyen a dar forma a las realidades que pretende reflejar. 

  ¿Qué sentido puede tener seguir haciendo cine en un universo abarrotado de pantallas que captan y emiten imágenes sin cesar? En varias secuencias de la película Guerín se dirige con su cámara hacia espacios que quedan, por su marginalidad social, fuera del área de las imágenes triunfantes, de las imágenes de y para el consumo: publicidad, televisión, series, cine comercial, selfies. A la búsqueda de encuentros casuales, entrelazando sobre la marcha intención y azar, desmarcándose de esta manera de la naturaleza instrumental y, como tal, preconcebida, predeterminada, de las imágenes destinadas al consumo, elabora retratos que, al contrario de las imágenes de facebook, ni ocultan ni falsean, sino que miran con amorosa sinceridad los rostros y los cuerpos de hombres, mujeres y niños capturados en cualquier momento de su existencia más allá de las pantallas (no más allá de la cámara de Guerín, claro). La elección del blanco y negro parece pensada para acompañar este movimiento de la película hacia la contemplación reflexiva. El resultado es un ejercicio de cine entendido como un salir al encuentro de la belleza espontánea, de la belleza que se muestra a la mirada que contempla el mundo despojada de la avidez de apropiación consumidora. Un montaje magistral hace el resto para incitarnos durante las dos horas de duración de la película a redescubrir la fascinación por la luz que irradian los rostros humanos.