Colaboraciones externas

SUSANA PERAL

SUSANA PERAL. Cinéfila.

PETITE FILLE (2020). Sébastien Lifshitz

No hay mayor sentimiento que el que te llega desde la verdad, desde las entrañas, el dolor y los obstáculos de la vida. Una niña es todo un trampolín a las emociones por medio de la protagonista y de quiénes rodean a su persona.

¿Quiénes somos para juzgar lo que sienten y desean los demás? ¿Qué sociedad estamos creando que somos incapaces de empatizar con la sensibilidad y necesidades del contrario? ¿Por qué cada vez somos más propensos a las etiquetas sociales sin pararnos a pensar en la importancia de la aceptación de cada persona tal y como se siente?

Estas y otras preguntas se me agolpan tras el visionado de Una niña, una película rodada desde el respeto, desde la tolerancia, buscando el abanico social que rodea a la protagonista, de pros y contras, de apoyos y fobias.

 

Sasha tiene 7 años y solo sueña con vestirse exteriormente como se siente por dentro, una niña. En el colegio tiene que llevar ropa de niño, en las clases de ballet igual, en su casa toda su familia sabe que es una niña, pero no tanto la sociedad que se empeña en seguir con ese tratamiento de masculino a su persona. Ella se siente totalmente descentrada, sin saber por qué no entienden lo que siente y quiere. Ahora su madre, apoyada por toda la familia, peleará para que su hija pueda ser tratada como tal y que los prejuicios sociales queden atrás.

Pudor como espectadora al ver una película que rebosa tanta verdad como sufrimiento, que llega desde las situaciones que deberían ser más habituales y normales, pero que se antojan para muchas personas todo un camino de piedras para conseguir ser quiénes sienten ser.

Enfrentarse a la violencia por parte de la protagonista ante una sociedad clasista está en cada secuencia. Pero no es una violencia física, es mucho más psicológica que a su temprana edad es mucho más doloroso, porque el no entender las reacciones de la gente externa a su casa es todo uno.

Una lucha que va más allá de lo que es el sexo de una persona, sino de su felicidad y de sus derechos individuales que no atacan a los colectivos, por mucho que el resto se empeñe en enfatizar el recorrido y las trabas por ese camino. En esas charlas que se recogen en el documental, y tratado con excelente sensibilidad, se trata la disforia de género y la lucha por su derecho, no solo a nivel personal, también se habla de la parte social, sobre todo en el colegio, que es lugar que Sasha ahora mismo es uno de sus entornos más habituales, y cómo no la parte médica a la que más adelante se tendrá que enfrentar. Son diálogos sinceros al mismo tiempo que pudorosos por el propio miedo de la protagonista de contar sus sentimientos, y en muchas ocasiones habla a través de la mirada más que con las palabras. No está exenta la palabra culpa por parte de la madre, y esas terapias en parte son una capa sanadora para ella.

Aquí no nos encontramos ante interpretaciones, aquí nos damos de bruces con muchos protagonistas, no solo la principal, Sasha, están también su familia al completo, como una piña, y enfrentada completamente parte de la sociedad sobre todo la parte educativa que rodea a una niña de ocho años, siendo este entorno quién le acompañara en su camino vital.

El director Sébastien Lifshitz no es la primera vez que trata la transexualidad /transgénero, siempre desde una mirada sensible, respetuosa, observadora y narradora, dando cabida a las libertades individuales y mostrando las dificultades a las que se enfrentan tanto sociales como burocráticas todos sus protagonistas.

La película termina con Sasha con 8 años, con todo un año de lucha, una nueva mirada a la vida ¿Cómo será ahora su futuro?


Susana Peral.


PEPE CALVO 

PEPE CALVO . Escritor, fotógrafo. Editor revista cultural Hünter Art Magazine. Cinéfilo.

El artista de todos los talentos

 JEAN COCTEAU.

El poeta es incomprendido incluso por aquellos que le admiran. Es la víctima de una conspiración, pero su autenticidad, su pureza y el deseo de ser él mismo, lo convierten en invulnerable.

 

Máximo representante junto a Picasso, Dalí, Duchamp, Man Ray, Luis Buñuel y otros artistas de la época efervescente de las vanguardias de París en los años veinte, uno de los grandes artistas universales de todos los tiempos, poeta, novelista, dramaturgo, cineasta, dibujante, pintor, fotógrafo, ceramísta, ensayísta, critico literario, diseñador… el francés Jean Cocteau (1889 – 1963), creador de una vastísima producción, utiliza en cada una de sus disciplinas artísticas un lenguaje provocador de emociones y deseos que mezcla la realidad con lo oculto, lo que existe de misterioso en la vida y el amor en sus múltiples formas, la fatalidad, la inspiración y la inmortalidad, creando imágenes deslumbrantes que perduran en el tiempo. Todo un mundo transgresor en un discurso lleno de elegancia poética que conecta con la locura de lo fantástico.

Aunque no es considerado fotógrafo, ha pasado a la historia como un artista polifacético, es el artista de todos los talentos; su obra se acerca a la fotografía por estar cargada de trascendentales imágenes, inventando composiciones llenas de visiones y narraciones de gran inspiración, creando una serie de obras mitológicas que forman parte de la cultura del siglo XX.

Nacido en una familia de la alta burguesía, su padre, de profesión abogado, se suicidó disparándose una bala en la cabeza cuando Jean tenía diez años; junto a su madre y sus dos hermanos mayores, fue a vivir a casa de su abuelo, un hombre de vasta cultura que le enseñó a amar la música clásica y a sus genios, Berlioz, Wagner, Beethoven…

Fue un artista destacado en la sociedad de su tiempo, relacionándose con pintores, músicos y escritores de vanguardia como Apollinaire, Modigliani, Picasso, Marcel Proust, Eric Satie y toda la alta aristocracia parisina entre los que se encontraban los Vizcondes de Noialles, que fueron los mecenas de Luis Buñuel en la producción de sus películas, L´âge d´or y El perro andaluz, esta última rodada a cuatro manos con Salvador Dalí, manifiestos surrealistas que supusieron un gran escándalo ante la mirada burguesa de la capital francesa.

Una aureola de misterio rodeaba su figura, era inevitable pertenecer a la esfera mundana y habitar la leyenda que de sí mismo había creado. Jean aparecía siempre en sociedad como un personaje oculto tras una máscara de frivolidad y esnobismo dando vida a un mito de sí mismo, el de un poeta funámbulo.

Desde 1918 se hace inseparable del joven escritor Raymond Radiguet, convirtiéndose en amantes hasta la muerte del muchacho a la edad de veinte años a causa de fiebres tifoideas. Esta muerte injusta noquea a Cocteau que para superarlo se refugia en el catolicismo y en el opio. Radiguet comenzaba una brillante carrera literaria en la que la poesía tenía un destacado rol; había publicado Le diable au corps, que supuso un gran alboroto para la época. Después de su fallecimiento, la generosidad de Cocteau consiguió que se publicara Le bal du Comte d´Orgel. Ambas obras contaron con las alabanzas de renombrados escritores como Paul Valery, Max Jacob… que veían a su autor como un nuevo Arthur Rimbaud. En formato de libro, El diablo en el cuerpo, es un clásico de la literatura que goza de infinidad de publicaciones en todo el mundo. Tuvo dos destacadas versiones cinematográficas, la de Claude Autant-Lara, en 1947 con Gerard Philippe y Micheline Presley y la que rodó Marco Bellocchio en 1986 con la musa de Jean Luc Godard, Maruschka Detmers como protagonista.

Jean Cocteau escribió grandes obras consideradas de vanguardia como “Los padres terribles” (1938), “El fin de Potomak” (1940), “Las dos travestís” (1947)… Ejerció como guionista en la película “Los hijos terribles” (1948), basada en su obra homónima del mismo título, dirigida por Jean Pierre Melville en 1950, que supuso un anticipo de lo que años después sería la nouvelle vague. Dirigió para la gran pantalla algunos de sus títulos como “La sangre de un poeta” (1930); además de “Orfeo” (1950) y “El testamento de Orfeo” (1960) que fueron interpretadas por la gran María Casares.  “La bella y la bestia” (1946), basada en el cuento de Madame Leprince de Beaumont y “El águila de dos cabezas”, que escribió también en 1946, fue trasladada al cine por Michelangelo Antonioni en 1981, con el titulo de “El misterio de Oberwald”, con Mónica Vitti y Franco Branciaroli.

María Casares (1922 -1996), actriz española exiliada, desde muy joven, en Francia, miembro de la prestigiosa Comedie Française, tuvo roles destacados en “Orfeo” y “El testamento de Orfeo”; considerada una de las grandes de la escena francesa del siglo XX, en el cine realizó, además, memorables trabajos como protagonista en películas, convertidas en clásicos, de Marcel Carné, Robert Bresson, Michel Deville y un largo etcétera. Tuvo una relación sentimental con Albert Camus desde 1944 hasta la muerte del escritor. Fue condecorada con la medalla de la Orden Nacional de la Legión de Honor, la más importante de las distinciones que se otorgan en Francia, mientras que en España era silenciada por motivos políticos, ya que su padre, Santiago Casares, fue ministro del Interior de la II República Española.

Cocteau creó “La voz humana”, una de sus obras más icónicas, en 1930, para su gran amiga Edith Piaf, que no se atrevió a estrenarla pues le imponía verse sola en el escenario.

“Cuando escribí la primera versión de “La voz humana”, Edith solo tenía 15 años, pero yo soñaba con ella como la intérprete ideal, más adelante, en la edad adulta no se decidió a interpretarla pues no se sentía cómoda, ella sola, en el escenario. Fue entonces cuando le escribí “El bello indiferente”, que es realmente otra idea sobre el mismo asunto: la tragedia personal a causa de la decepción amorosa de ser abandonado por la persona amada. Edith Piaf la estrenó en París con gran éxito en 1940, acompañada en el reparto por un actor se sintió más segura en escena. Fue su única intervención en una pieza teatral. La obra no tuvo trascendencia al mismo nivel que “La voz humana” pues apenas se ha representado”.

Jean Cocteau adoraba a las mujeres y tenía grandes y amantísimas amigas. Aunque Edith era la favorita, él se interesaba, más que nada, en el sexo volcánico que proporcionaban los numerosos jóvenes actores de cine y teatro que fueron sus amantes. Conoció al actor Jean Marais (1913- 1998) en una fiesta y a la mañana siguiente le telefoneó diciéndole: Venga corriendo a mi casa, ha ocurrido algo muy grave, me he enamorado de usted.

Así comenzó una relación que duró más de dos décadas, posiblemente la mas larga que tuvo el dramaturgo. Su amor podría ser la trama de una gran película, pero jamás se llegó a filmar.

Hasta su rotundo triunfo como cantante, Edit Piaf (1915-1963), también conocida como la môme o el pequeño ruiseñor de Francia, fue dando tumbos desde sus primeros años en el prostíbulo de su abuela hasta el circo de mala muerte propiedad de su padre; su adolescencia estuvo basada en una sucesión de amantes, consumo de drogas, alcohol y sueños: el amor significa lucha, grandes mentiras y buenas bofetadas, dijo en más de una ocasión cuando el ruiseñor ya volaba alto. Tuvo una vida de excepción repleta de un sinfín de experiencias amorosas entre lo más ilustre del show business galo como Eddie Constantine, Charles Aznavour, Georges Moustaki, Yves Montand, el boxeador Marcel Cerdán y Thèo Sarapo.

A pesar de la gran relación que Cocteau mantenía con Marais, se fueron distanciando cuando este comenzó a trabajar con Jean Renoir y Luchino Visconti; en esa misma etapa conoció a un joven pintor de origen italiano al que convirtió en actor, Eduard Dermithe (1925 – 1995), que trabajó en importantes papeles en muchas de sus películas, él fue quién se llevó la mejor parte, pues lo declaró su hijo adoptivo, su heredero universal y amante, no necesariamente por ese orden.

Edith Piaf fue su gran amor, aunque nunca más allá de una relación platónica, pues vivían la ilusión de ser amantes de fantasía, gozaban de una profunda amistad, anclados en una envolvente fascinación que les hacía parecer lujuriosos, sublimando los besos, el alcohol, el opio, la morfina e incluso las ausencias. Siendo dos personajes líricos, supervivientes de la invasión nazi francesa, era imposible no sentirse cómplices habiendo vivido en el horror que suponía esta situación.

Tan inmenso era el amor que sentía por ella que no pudo superar su muerte, pues tan pronto le comunicaron su deceso recibió un gran impacto, sufriendo un ictus del que no se recuperó, falleciendo horas después. Ambos deberían estar enterrados en el Cementerio Père Lachaise, de París, uno de los mas célebres de Europa, donde descansan las insignes osamentas de los grandes intelectuales, artistas, espiritistas, aristócratas y políticos del siglo XX, como Chopin, Honoré de Balzac, Apollinaire, Gerda Taro, María Callas, Georges Perec, Colette, Isadora Duncan, Allan Kardec, Molière, Georges Meliès, Yves Montand, Simone Signoret, Marcel Proust, Gertrud Stein, Oscar Wilde, Marcel Marceau, Jim Morrison y un largo etc. Pero solo se encuentra allí Piaf. A Cocteau le dieron sepultura en la Chapelle Saint Blaise des Simples en Milly la forêt, la localidad donde murió, próxima a Fontainebleau.

 

La voz humana

Considerada un ejercicio para divas, “La voz humana” es el instrumento perfecto para el lucimiento de una actriz; se trata de un dramático monólogo interpretado por una única mujer con la compañía de un teléfono y un perro, una pequeña pieza de cámara que a lo largo del tiempo ha tenido infinidad de versiones incluida una adaptación operística en 1958, con música compuesta por Francis Poulenc e interpretada por la soprano francesa Denise Duval, dirigida por Georges Prêtre. Se hicieron otros proyectos que contaron con las voces de Jessye Norman, Renata Scotto, Julia Migenes y un largo número de grandes sopranos de diferentes nacionalidades que la representaron a lo lardo del mundo. En 2005, en el Teatro La Zarzuela, de Madrid, Gerardo Vera la concibió en dos actos, en el primero, el monólogo contó con la interpretación de la actriz Cecilia Roth y en el segundo, la partitura musical estuvo a cargo de la soprano Felicity Lott.

Desde su estreno en París en 1930, con la actriz belga Berthe Bovy en la Comédie Française, la obra ha tenido infinidad de versiones con actrices de diferentes registros como Simone Signoret, Amparo Rivelles, Rosa Novell, y, la más reciente en 2017, por Anna Wagener en el desaparecido Teatro Kamikaze de Madrid. Sin olvidar la que hizo Ingrid Bergman en un telefilm de 1966. No debo dejar de mencionar al actor Antonio Dechent, qué en 2015, dio un importante giro al ser un hombre quien interpreta el texto. Cuenta además con una lectura homosexual realizada por su director Manuel De, La otra voz, con el actor cubano Georbis Martinez; espectáculo de la compañía española La Saraghina de Stalker que contó con un gran éxito de crítica y público en el Festival Internacional de Teatro de La Habana en 2014.

La versión más reciente la dirigió Pedro Almodóvar en 2020, que inevitablemente la llevó a su terreno, apartándola de su creador, haciéndola suya, alejándola de las señas autorales que siempre la identificaron, consiguiendo crear una pequeña obra maestra totalmente actualizada, que modifica su estructura original, ofreciendo una visión que conserva lo esencial pero que se aparta del espíritu Cocteau de la época. Me atrevería a decir que se convierte en una de las propuestas más singulares y arriesgadas de cuantas se han llevado a cabo a lo largo del tiempo, incluida la de Roberto Rosellini con la excelsa interpretación de Anna Magnani.

Desde su inicio, con una enigmática e imprevista primera secuencia en la que aparece su protagonista vestida como una menina, enalteciendo el color rojo, tan caro a Almodóvar, un vestido de Demna Gvasalia, diseñadora de la Maison Balenciaga, que contrasta con el decorado high tech de fondo, un atuendo que en la actualidad puede resultar demasiado extravagante y engullir a la modelo, pero la percha y elegancia de la actriz consiguen hacerla salir airosa; todo es fascinante en la creación almodovariana, pues su director ha conseguido rodearse de los mejores colaboradores, la extraordinaria interpretación de la gran actriz inglesa Tilda Swinton, que se mantiene fría y veraz, ante el drama, sin llegar a desmelenarse como lo hicieran otras de las actrices, luciendo el asombroso miriñaque clásico además de creaciones actuales de prêt a porter, de Dries Van Noten; la actriz se envuelve en la inspirada partitura del gran compositor Alberto Iglesias, cuya música funciona como un personaje más. Observada desde una vertiente conceptual, íntegramente rodada en un decorado interior que no oculta su condición de plateau cinematográfico, toda su planificación, fotografía y otros conceptos técnicos surgen de un guion perfecto que modifica su final, convirtiéndolo en una brillante sorpresa, creando una obra de nuestro tiempo de rara emoción hipnótica.

En sus últimos años, Jean Cocteau se retiró por un tiempo a vivir en la costa mediterránea dedicándose a la actividad pictórica, realizando labores decorativas en diferentes iglesias de la Costa Azul, como la Chapelle Saint Pierre, de Villefranche sur mer, la Chapelle Notre Dame de Jérusalem, de la localidad de Frejus declaradas Monumento Histórico, Patrimonio de la Humanidad. Cuando su deceso interrumpió esta labor, Édouard Dermithe, su hijo adoptivo, fue el encargado de finalizar el trabajo. El último trabajo de un genio.

"Toda obra maestra está hecha de confesiones ocultas, de cálculos y extrañas adivinanzas". Dijo Cocteau. Yo añadiría, y también de errores.

Pepe Calvo, 2021.

Editor de Hünter Art Magazine.


ROSARIO TRONCOSO

ROSARIO TRONCOSO. Profesora de Lengua española y Literatura. Poeta.

Quadrophenia: un himno al desencanto

 


Para Manuel y todos los vesperos de la provincia de Cádiz.

 

En Rota y en febrero mucho de mí volvió a la vida sobre una Vespa con matrícula de Valencia. Pude soñar durante un sábado entero a ser parte de la magia. Y lo guardo en mí para siempre, a salvo de los acantilados. The Who es banda sonora de las segundas oportunidades.

Gracias José David. R. M.

 

 

Es el amor el combustible más potente para aprender cualquier disciplina o dominar un idioma. Y es la emoción la que nutre para crecer en la cinefilia y llegar, quizás tardíamente y de forma inesperada a películas como Quadrophenia (1979). Tener la misma edad que su estreno y entenderla, conectar con el ambiente, los personajes y degustar una obra maestra como ésta ha sido un suspiro existencial. Sé que ustedes perdonan que servidora sea hiperbólica, pero es mucha la fascinación ante este filme que nada tiene que ver con un musical, pero cuya columna vertebral es la ópera rock de Pete Townshend escrita en 1973 para el mítico grupo The Who, cuya narrativa es un retrato crítico perfecto de la juventud británica de la época de los sesenta y los oscuros momentos de vacío existencial, desilusión  y frustración ante una realidad que nada tiene que ver con lo que sueña un estudiante. Promesas de progreso y precariedad abren de golpe los ojos a jóvenes a la deriva que buscan su identidad y refugio en movimientos subculturales que hoy llamaríamos tribus urbanas, como el mod, gentleman de estética impecable subidos a sus scooters Vespa o Lambretta con múltiples espejos y detalles, en guerra abierta al grupo de los rockers y sus motocicletas, duros rivales vestidos de cuero, pero, por dentro, iguales, perdidos también en un mundo en el que no encuentran su sitio. De hecho, es destacable el diálogo entre Jimmy y Kevin, su amigo de la infancia y rival rocker, que nos revela la gran pantomima de las peleas entre bandas como una reivindicación del absurdo, rebeldía contra un sistema que no cuenta con ellos, como es habitual en todas las épocas.


En Quadrophenia, la adaptación libre del álbum homónimo de The Who, su director Franc Roddam, maneja con maestría los hilos de un perfecto guión apoyado en la música, por supuesto, y en la interpretación de Phil Daniels, que encarna a nuestro joven mod, Jimmy Cooper, en pleno proceso de crecimiento hacia la vida adulta y real, a través de golpes y decepción. Jimmy intenta digerir el dolor y el vacío hasta llegar al extremo, quizás, quemando los días y sus noches en el puro desenfreno y las anfetaminas. Parece no sentir nada, aunque se siente fuerte arropado por los que son como él, y así lo reivindican en la batalla campal de Brighton del 64. Mods contra rockers, o cómo canalizar la desesperación a través de la violencia, de los que sienten que no son  nada para nadie, menos para el grupo al que creen pertenecer.

El argumento profundiza descarnadamente en ese proceso de cambio, de transición, y en ese camino encontrará el amor y el desamor en Steff (Leslye Ash), quien en su explosión narcisista, sólo al principio lo acompañará, por simple y superficial diversión. Pero la chica deja a Jimmy por otro mod, amigo de nuestro protagonista. Lo rompe por completo, y cae en picado al fondo de una creciente decadencia después de ser arrestado en Brighton. Su mundo se desmorona, saltan por los aires uno a uno sus esquemas, cuando ya no es aceptado en su propia casa, abandona su trabajo mediocre y decide regresar a Brighton para reencontrarse con su pasado, buscándose a sí mismo para intentar reconstruirse. Allí debe asumir su propia mediocridad al comprobar que su admirado As de Oros, misterioso personaje sin diálogos adrede para no ensombrecer al actor principal, interpretado por Sting, no es más que un simple botones de hotel que aparenta ser el ejemplo a seguir. Un botones, sólo eso. Una mentira para todos los que desean su halo de lujo, elegancia. La encarnación más pura de todos los rasgos mods es sólo una mentira.

Jimmy debe asumir que todo es humo, incluso su vida ha sido un espejismo. Y debe abandonar, sacar de sí mismo, todo lo vivido. Dejar todo atrás.


El regreso a Brighton, al lugar de la euforia, donde creyó ser feliz, es el eje crucial de la historia cuya estructura circular, pues toda la película es un flashback o analepsis, nos muestra un final que comienza en la escena inicial, cuando vemos a Jimmy volver a pie después de haber arrojado la scooter que le robó a As de Oros por el acantilado.

Sin duda, sentimos cómo nos hiere su potente idea suicida al tomar conciencia de su amargura.  Y justo cuando el dramatismo está en el cenit de la cinta,  el director juega con la ambigüedad y con nosotros. Jimmy no muere, pero sí hay un punto y final a todo lo que él era. Arroja al abismo sus sueños, y en un grito desesperado, respira al destruir la moto. Vemos caer la máquina y hacerse pedazos, y con ella la juventud. Es el símbolo más claro de la película, escena colosal rodada desde un helicóptero, que se acercó demasiado, peligrando la vida de Roddam.

Cuando ya no soportamos más decepción ni más dolor, invocamos junto a Jimmy esa lluvia sanadora, idea universal de redención. El tema Love, reign over me cierra la película y crea la atmósfera envolvente que nos conecta con esa parte de nosotros que también hemos perdido.  Dejamos atrás aquel futuro que soñamos, incluso la capacidad de rebelarnos. La libertad deseada, el amor puro como refugio, todo el universo de los años jóvenes se hace añicos en el acantilado del tiempo. Y seguimos adelante, caminamos de regreso hacia la mediocridad.

Este filme admite muchas lecturas, muchas interpretaciones, reseñas desde otras perspectivas diferentes, pero sin duda es la emoción la que permite su disfrute más completo de una de las películas míticas de la historia del cine. Amor y entusiasmo me guían para descubrir esta maravilla que ya es parte de la colección de mi biblioteca íntima de recuerdos cinéfilos y musicales.

Quadrophenia es cita obligada para amantes no sólo del cine británico, del movimiento mod y fans de The Who, sino por cualquier espíritu inquieto que desee indagar de dónde viene la adoración por lo retro, tan en auge, y quiera alimentar su mente y sus sentidos.

 

Amor, reina sobre nosotros y que la cultura nos redima.



 Rosario Troncoso.



Shame: la belleza en la sordidez


Rosario Troncoso



El cuerpo es un simulacro de algo que sucede más abajo sin

razón ni sucesos, en la raíz donde comienza el tiempo.

La carne viva abierta de la oscuridad sempiterna.

Rafael Courtoisie

 


Del mismo modo que algunos libros esenciales si se releen cobran vidas distintas, hay películas que llegan en momentos vitales concretos difíciles de gestionar. Y no es posible pasar por alto que en estos tiempos Shame pueda dejar una imborrable huella en los corazones cinéfilos más sensibles que se enfrenten a ella por primera vez, o la redescubran en medio de estos días tan raros. Mi primera vez fue en dos mil quince, cuatro años después de su estreno. Me arrastró al fondo por completo para ahogarme de placer. Sí. Los primeros minutos de erotismo sutilmente salvaje en el metro. Las secuencias largas estructuradas con maestría, la hipnótica banda sonora de Harry Scott y la aparente lentitud en la progresión del hilo argumental, son los ingredientes que logran que la brillante interpretación de sus dos protagonistas alce el vuelo hacia un inusitado deleite (o sufrimiento disfrutado) casi por sorpresa, pues no estamos ante una película erótica, a pesar de las escenas de alto voltaje. Aunque también, si sabemos valorar la belleza en la sordidez.

 

El leitmotiv es la feroz adicción al sexo de Brandon Sullivan (mi adorado y extrañísimo Michael Fassbender) y la incontenible sed, la búsqueda desesperada del alimento en la esencia de otra piel, un mal que se extiende sin control, si reflexionamos sobre ello, es la ansiedad por calmar el insoportable vacío, en el caso de nuestro protagonista, para llenarlo de carne insustancial que no hará más que incrementar el abismo. Un hombre joven, bello y magnético como un vampiro, delgado y etéreo pero insultantemente bien dotado, de cuyo pasado no se adivina nada: sus sombras son precipicios ante nosotros. La solvencia de esta película está en el poder para guiarnos , y así establecer rápidamente el diálogo y permitimos que la atmósfera nos envuelva para llegar a sentir la extrema soledad y el miedo. El exceso de sexo para aliviar la culpa por exceso de sexo, o, quizás, otras culpas distantes y distintas que se intuyen en los ojos herméticos de su hermana Sissy (Carey Mulligan), una adorable muñeca de aparente ingenuidad, que llega a desbaratar el mundo de su hermano, y contribuir a la herida que deja el bucle vertiginoso del que ninguno de los dos sabe salir.

En ellos se intuye el intento de normalizar, de fingir, de establecer vínculos “normales”. Pero el dolor atraviesa la pantalla en la soberbia interpretación de ambos, aunque es Fassbender quien  sostiene en sus manos todo el peso dramático hasta el final.

 

El frenesí cortante de cada uno de los encuentros sexuales que se muestran en la cinta nos mata de frío, y es lo que pretende precisamente McQueen: el desasosiego absoluto, y la conciencia plena de la soledad trascendental a la que todos tememos y de la que nos defendemos buscando enterrar nuestro terror y las carencias entre las piernas de los otros. Juguetes rotos en una lucha salvaje por huir de la certeza de un entorno estéril. La frivolidad ya es imposible. Somos, a través de ellos, personajes sensuales pero vacíos, sensoriales pero perdidos.

 

 

No solo es digna de alabanza esta película por la extraordinaria capacidad del director de arrojarnos a la cara nuestros prejuicios sobre la adicción sexual, un desorden del que conocemos muy poco y que es mucho más común de lo que creemos, sino que los actores escogidos se mimetizan con brillante precisión con el ambiente opresivo y hostil, metáfora de los tiempos que vivimos, donde lo más básico contrasta con la sofisticación antinatural que no somos capaces de soportar.

 

No me sorprendió que Steve McQueen, quien firma el magnífico guión junto a Aby Morgan,   superara mis expectativas  después de conquistarme para siempre con el drama histórico Hunger (2008), también protagonizado por el camaleónico e incombustible Fassbender.  Destacable también, cómo no, es la impecable fotografía de esta película, de la mano de Sean Bobbitt, y es un elemento esencial, al igual que la ya mencionada banda sonora, un personaje integrado más en la fuerza dramática del filme, que descansa sobre unos planos largos perfectos. Las imágenes en exteriores, la fuerza de la ciudad y su falta de empatía.

 

Shame no es solo una película sobre la voracidad sexual. Es una reflexión sobre la fragilidad y el deseo,  sobre la confusión de las generaciones actuales y la pérdida de control al desconectar de forma abrupta por medio del abuso y la ausencia de espiritualidad en muchos casos. Es todo un grito desgarrador de auxilio al vernos reflejados en el espejo que McQueen nos propone de forma dolorosa y certera,  como siempre, por eso esta poética obra ha de afrontarse con predisposición a la reflexión, al debate y al profundo aprendizaje. Asumir que hay belleza en lo más oscuro si se sabe encontrar luz suficiente para iluminar los recovecos y así vencer nuestros propios vicios.



Rosario Troncoso.


JUAN MANUEL GARCÍA FERRER

JUAN MANUEL GARCÍA FERRER. CINECLUBISTA. ESCRITOR CINEMATOGRÁFICO.

L'AUBERGE ROUGE (1923). Jean Epstein

(Ciclo de Jean Epstein en la Filmoteca de Cataluña. 2015)


Esperado ciclo Jean Epstein en la Filmoteca con –a juzgar con el lleno de hoy– buena respuesta del respetable. No estaba claro que fuera así, pese a que se ha tratado de una proyección con acompañamiento musical. Quizás ha llegado eso de que, si de alguien aprendió Luis Buñuel a hacer cine, fue de Epstein, y que por aquí sus obras siguen siendo bastante desconocidas.

L’auberge rouge” (1923) está basado en una obra de Balzac, pero podría parecer basado, así mismo, en cuentos de escritores como Villiers o el mismo Poe, del que Epstein adaptó (en un solo film) “El hundimiento de la casa Usher” y “El retrato oval”, porque si algo destaca especialmente es el ambiente fantástico que logra con pocos elementos, hoy abrigados y completados con la interpretación al piano del maestro Josep Maria Baldomà, quien no ha dudado en hacer uso directamente de las propias cuerdas del instrumento en los momentos más desasosegantes . Su núcleo es una narración “para poner los pelos de punta” que cuenta un comensal. Con clímax final ya no en lo narrado, sino en la misma casa noble en que tiene lugar la cena y el relato de sobremesa. El engarce entre las dos historias es perfecto, y todo se sigue muy bien, de cerca, integrado por completo el espectador.

Posiblemente esta integración con el relato se obtiene por aquello que hace el film, más allá de su perfecta, redonda historia, especial, gracias a Epstein. Ya la primera imagen de toda la película es un primer plano de una cara entre brumas. Durante el relato de sobremesa nos va mostrando primeros planos de las reacciones de los diferentes comensales, como en la representación de la truculenta historia del albergue pasa otro tanto, con insertos de primeros planos evidenciando los deseos y pensamientos de los afectados por la profecía de esa echadora de cartas, o por la deslumbrante exhibición de quien está llamado a ser notoria víctima.

Hay más. Llueve, y se ha formado un barro que hace penosos los trayectos. Epstein tira otro plano corto de la dificultad de los caballos en circular por el campo enfangado. Más tarde vemos que replica el plano, para hacer evidente la penosa fatalidad. Los cascos de caballo son sustituidos esta vez por los pies de la hija del posadero, que no podrá evitar la tragedia.

La vuelven a hacer el sábado por la noche. No está nada mal para ver y apreciar un Epstein temprano…



Juan Manuel García Ferrer.


LES BÂTISSEURS (1938). Jean Epstein


El cineasta J. L. Guerin emplazó por estos muros al arquitecto Antoni de Moragas a ir a ver “Les bâtisseurs” (Jean Epstein, 1938). Tiene sentido. Quien haya visto “En construcción” recordará la figura de aquel capataz explicando cosas a otro obrero en pleno proceso de edificación (y Moragas fue ahí una primerísima fuente de información para esas escenas). Ese espectador seguro que atará cabos con el obrero de “Les Bâtisseurs” que, subido a un andamio junto a una gárgola de la catedral de Chartres, le hace una explicación a su compañero en las alturas: nada menos que toda una teoría de la ciudad y una historia acelerada de la arquitectura a través del tiempo.

No pareció convencer a todos la película en su pase por la Filmoteca el viernes por la noche y, sin embargo, es una de las del ciclo Epstein que personalmente más me ha interesado. En primer lugar, me sorprende y atrae su estructura, engarzando al menos tres partes bien diferenciadas:

Arranca con diferentes vistas de la imponente catedral de Chartres (alguna de ellas, en picado, mostrando allá en el suelo el reducido tamaño de algunas personas, en una comparación, pero a la vez humanización del plano, muy utilizadas por Epstein). Tomamos contacto entonces con el didáctico obrero del andamio, en diálogo con su compañero, que ve claramente que todo esto de la arquitectura se ha centrado en estar al servicio de los poderosos. Sus explicaciones sobre la arquitectura de la edad media, la época borbónica, luego la napoleónica, y así, enlaza con la voz de un narrador que acompaña a unas imágenes que llegan, en su explicación, hasta el descubrimiento del hormigón y su aplicación a la arquitectura moderna, que puede, por primera vez, enfocarse hacia las necesidades generales, y no sólo hacia las de unos privilegiados.

Pasamos luego a una asamblea del sindicato de constructores, con sus ponencias sobre la situación de su sector, y las posibilidades que se les ofrecen. Tras esa asamblea (muy reglamentada y organizada) vamos a vislumbrar, sobre el terreno, la posibilidad de que, por vez primera, las masas de pobres puedan imaginar mejores casas, servicios… y vidas. La exposición universal aparece por ahí y, antes, Le Corbusier, ayudado de un rotulador y un paflón, nos ha dibujado y explicado su concepto de la Cité Radieuse.

Es una película producida por la CGT durante el Frente Popular que, con esa estructura cambiante, permite, a partir de la base de conocimiento vertida por todo su inicio, ya lo suficientemente sólida, divulgar sus ideas revolucionarias, y lo hace con el entusiasmo que se apreciaba en los primeros films soviéticos.

No dejan de promover muchas sensaciones las películas de Epstein, y entre paréntesis diré que, oyendo las conferencias de los diferentes camaradas del sindicato en su asamblea, algo cercano al miedo me ha recorrido el cuerpo: su exposición de la crisis, los gráficos de evolución aportados, de las necesidades y problemas del momento (1937/38: paro, necesidad de inversión y actividad económica,…) suenan como totalmente actuales, y ya sabemos cómo acabó, un par de años después, todo ello.

Se me acabó el ciclo Jean Epstein, y sé muy bien que voy a tener síndrome de abstinencia. Rogativa, agradecida, a la Filmoteca: Quizás podría ir pensando en otros ciclos de gente de esa misma época: Germaine Dulac, Marcel L’Herbier, quien sabe si Abel Gance… O, en otra cuerda, Sacha Guitry, Marcel Pagnol,…




Juan Manuel García Ferrer.


JESÚS PÉREZ DE VARGAS SÁNCHEZ DE CASTRO

JESÚS PÉREZ DE VARGAS SÁNCHEZ DE CASTRO. PROFESOR DE LENGUA CASTELLANA Y LITERATURA.

OPENING NIGHT (NOCHE DE ESTRENO), de John Cassavetes


 

En el hoy y mañana y ayer, junto

pañales y mortaja, y he quedado

presentes sucesiones de difunto.


Francisco de Quevedo


 

Hay películas que mejoran cuando envejecen y otras que mejoran cuando quien envejece es el espectador. Películas que requieren de la experiencia para comprenderlas en toda su complejidad. Es el caso de Opening night (1977), de John Cassavetes. La vi por primera vez con veinte años, cuando apenas me había desprendido de algún que otro yo del pasado y mi camino estaba casi limpio de pieles de serpiente. Me gustó: buen film, buen guión, buenas interpretaciones, magnífica ambientación… pero no tardé en olvidarla. No me causó esa prolongación de la percepción de la que hablaban los viejos formalistas rusos y que diferencia las obras artísticas de la artesanía o de los objetos cotidianos.


En cambio, la revisé hace unos meses y la impresión que me produjo fue bien distinta. Más que de impresión, debería hablar de conmoción. Un film que se instala en las incómodas azoteas de la memoria y, desde allí, hostiga el espíritu.

 

Rowlands encarna a una madura actriz de teatro en la cima del éxito. Sin embargo, se halla a un paso de traspasar esa edad complicada para las actrices –más que para los actores– en que los papeles escasean y los roles secundarios sustituyen a los principales.

 

A la salida de una de sus representaciones, una joven admiradora de diecisiete años muere atropellada mientras corre tras ella a la caza de un autógrafo. Este accidente se convierte en la llave que libera el mecanismo de la trama y provoca un seísmo emocional en la protagonista. Desde ese momento, el espectro de la chica atropellada se le aparece con total corporeidad. Esta situación la arrastra por los barrancos de la depresión, del desequilibrio mental, de la negación de la realidad y de la evasión a través del alcohol. Pero en verdad ese fantasma no personifica a la joven fan, sino que representa a su propio yo del pasado, es decir, a la ingenua Rowlands de diecisiete años cargada de esperanzas e ideales. El yo del presente conversa y se siente juzgado por ese otro yo que cuestiona los sacrificios padecidos, la felicidad desperdiciada o la traición de sus sueños. Una frase contundente destroza al espectador: “Llevo dentro la niña muerta”.  A la mujer madura le toca enfrentarse con su yo adolescente y teme haberla defraudado.

 

De manera simultánea, el director de escena le ofrece un papel que es fiel reflejo de sus tormentos actuales. Rowlands se niega a interpretarlo por dos razones. La primera la explica ella misma: ese personaje la encasillaría para siempre en el olimpo de las divas en declive –una Casiopea destronada o la Gloria Swanson de Sunset Boulevard–.

Pero también porque su subconsciente le avisa de que aceptarlo supone de modo implícito representarse a sí misma, sentarse delante del espejo a contemplar su fracaso vital encubierto bajo el éxito profesional.

 

El director de escena lo encarna un formidable Ben Gazzara, que construye un personaje poliédrico que mezcla elegancia, crueldad, ternura y cinismo; que combina los rasgos prototípicos del amante, del amigo, del padre y del psicólogo; del egoísta y del redentor. Una suerte de Bogart setentero que porta el smoking con la misma distinción con la que recoge del suelo a una actriz hecha pedazos.

 

Otro personaje completa el engranaje de la trama: la dramaturga. Interpretada por Joan Blondell, es una intelectual al borde de la vejez que ya ha vivido el conflicto que ahora padece Rowlands y lo retrata en la trama de su obra de teatro. Constituye el tercer vértice de las edades del ser humano: el hoy, el mañana y el ayer. El film adquiere entonces un pesimismo barroco que muestra a Rowlands a través de sus presentes sucesiones de difuntos.

 

Esas sucesiones de difuntos son también inherentes al oficio de actriz: Despojarse de una piel para arroparse con otra: hoy Fedra, ayer Medea, mañana Antígona. En cada nueva vestimenta acumula las dolencias de cada uno de esos actantes. Se produce así una simetría entre la pluralidad de yoes y la interpretación. Y, por otro lado, una asimetría entre esa laberíntica multiplicidad y la soledad del artista, que busca en el sufrimiento la receta para alcanzar la perfección creativa.

 

En un guión armado con la precisión de un relojero antiguo, los símbolos proliferan y se entrecruzan con el relato: el teatro  –el gran teatro del mundo– como representación de la vida; los espejos de los camerinos como la confrontación de los múltiples reflejos del yo; las amplias y desoladas habitaciones como escaparate de la soledad del artista; el traje de luto que Rowlands luce en escena como símbolo ceremonial de sus muertes; el maquillaje como máscara; y los espectadores del teatro como árbitros que dirimen, en una especie de juicio final, si su actuación –su vida– merece aplausos o abucheos.

 

Opening night expresa como pocas obras las contradicciones humanas y los múltiples rostros del yo. Es profunda en lo psicológico, perfecta en lo narrativo y deslumbrante en lo visual. Sus personajes son redondos y las actuaciones, impecables. Y sobre todo este conglomerado de virtudes despunta Gena Rowlands, una de las mejores actrices de la historia. Su personaje desgarra la piel y hiere el alma. Un personaje que duele como pocos, que se sitúa y nos sitúa delante de nuestros propios espejos. En conclusión, su drama es –si la desgracia no lo impide–, un drama por el que antes o después todos pasamos: aplaudidos, abucheados o ignorados.


Jesús Pérez de Vargas Sánchez de Castro.


JUAN LUIS CRESPO MARIÑO

JUAN LUIS CRESPO MARIÑO. DOCTOR EN INGENIERÍA. INVESTIGADOR.

«KAMIGAMI NO FUKAKI YOKUBO» («EL PROFUNDO DESEO DE LOS DIOSES», 1968) 

 Shohei Imamura.


(Aviso: se cuenta entera)

 


Quisiera empezar dejando claro que no soy ni muchísimo menos un gran conocedor de cine oriental (Salvo lo que conozco de la obra de Kurosawa). Entre eso y mi necesidad de ver mínimo dos veces una película para hacerme una idea más o menos fundada…

 

La película narra la llegada de Kariya, un ingeniero de Tokio a una pequeña isla todavía, fundamentalmente, anclada en la tradición, con el fin de buscar un manantial de agua dulce para incrementar la producción de caña de azúcar -cultivo que los nativos de la isla han adoptado, en vez de su tradicional arroz, con el fin de ganar mas dinero-. Allí conocerá a los Futori, una familia que es vista por el resto del pueblo -e incluso por ellos mismos- como maldita por los delitos cometidos por Nekichi, uno de los hijos, y condenada por ello por los dioses (Que son una referencia constante en la vida de la isla), habiendo sufrido la caída en su arrozal, por culpa de un maremoto, de una inmensa roca que Nekichi, encadenado, se ve obligado a taladrar para lograr su caída, a fin de recuperar su arrozal… y el prestigio de la familia.

 

Nekichi, además, se ve forzado a mantener una extraña relación con Uma, su hermana, a la que debe cuidar como una esposa después de la pérdida de su marido… pero con la que no puede acostarse, pese a que lo desea. Uma está considerada una de las sacerdotisas guardianes de un manantial (que no es usado por los habitantes ni siquiera para su propio consumo de agua) que se halla en la isla. Manantial que Kariya intentará sea explotado en beneficio de la compañía azucarera.

 

Obviamente, la posición inicial del pueblo será la negativa, procediendo a un «boicot» de todas las actividades emprendidas por Kariya para usar el agua del manantial, en vez de tener que realizar una perforación de un pozo lejos del lugar elegido para la planta, y tener con ello que establecer largas tuberías.

 

Poco a poco la presión y las promesas de cobrar no sólo mayores cantidades de dinero, sino de recibir el dinero que la azucarera les adeuda por el azúcar del año pasado, van cambiando la mentalidad del pueblo… pero, el hecho de haber traicionado a «los dioses» les hace volcarse contra los Futori. Después del festival anual en su honor (de los dioses), Nekichi será acusado injustamente de la muerte de Unari Ryu (el cacique local) y Uma y el intentan escaparse a la «Isla de los Dioses» (un paraíso del que todo el mundo habla en la isla) pero son alcanzados por el resto de los isleños -entre los que está incluso el propio Kametaro, el hijo pequeño de la familia Futori, que sin embargo no participará en el asesinato- que matan a Nekichi y abandonan, atada en su barca, a Uma.

 

Kariya, que se enamoró y dejó embarazada a Neriko, la hermana disminuida de los Futori, la abandonará, volviendo a su vida de Tokio, con su mujer, que le había abandonado mientras él estaba en la isla, volviendo a la isla cinco años más tarde, para hacerse cargo del complejo turístico que la corporación azucarera ha construido en la isla, Neriko, mientras tanto, murió esperándole.

 

La primera y general impresión de la película es la de estar ante una de esas grandes películas que «tiran de muchos hilos»: Estamos ante un Shakespeare, que alterna la tragedia más descarnada -la escena de la «caza humana»- con la comedia más burlesca (El acoso que sufre Kariya por parte de Neriko, o los boicots a los que son sometidos los estudios de terreno que realiza), pero también estamos ante una tragedia griega, donde una serie de personajes se enfrentan a su destino y a «los dioses», donde un Sísifo paga sus inexistentes pecados excavando una roca para provocar su caída…estamos en definitiva ante una obra por la que no puede pasar el tiempo, pues después de siglos de historia, tecnología y (supuesta) civilización, los fantasmas que habitan en el corazón de los hombres y las sociedades siguen siendo los mismos.

 

¿Cuál es «El profundo deseo de los dioses», ese plan divino que los habitantes de la isla desearían conocer? Pues… ninguno, puesto que la «lección» de la película es que los dioses no existen; perdón, sí que existen y son los propios hombres (No solo es ya una «intuición» que va tomando cuerpo en el espectador a medida que, avanzando la película y conociendo a los personajes y la isla, sino que al final, poco antes de morir, es Uma la que le dice a Nekichi un muy revelador «¡Qué bonito sería que nosotros fuésemos los dioses!» A lo que Nekichi sólo sabe contestar con el llanto desesperado de quien sabe que los únicos dioses que hay en la isla, los únicos herederos de su propio legado son los que vienen en las barcas, dispuestos a asesinarles.

 

Otras escenas en ese sentido nos hacen ver el punto de vista de Imamura: «Los dioses» no atienden los ruegos del anciano patriarca para que el viento dé el ultimo empujón a la roca (Que si caerá, sin embargo, debido al intento de lapidación que Uma y Nekichi sufren dentro del agujero por parte del resto de los isleños)… El pueblo, el único Dios, ha abandonado el legado de «conocimiento» que en su propia isla disfrutó durante muchos años («Ahora ya no plantan arroz, nosotros sí» dirá el patriarca), para venderse a las promesas de un mundo donde los dioses -aquí sí que entendidos como aquello que de positivo y humano hay en la vida- hace mucho tiempo que murieron.

 

Las tres horas de metraje nunca se llegan a notar, aun teniendo el «tempo» típico del cine -y del arte en general- japonés, la historia transcurre a su ritmo… y, aunque al principio puede costar un poco, en cuanto «somos parte de la isla» nuestro tiempo es el suyo.

 

Precisamente, otra de las bondades de esta película es el «camino» que el espectador recorre en ella. Imamura nos muestra el «universo» de la película, al principio, de un modo más alejado, más extraño… no porque no lo ame: sino porque, precisamente, es como un forastero lo vería. A medida que nos adentramos más y más en la trama, que conocemos a las gentes, sus pasiones y deseos, que nos identificamos u odiamos a la gente (ahí es donde Imamura se permite la amabilidad, la cortesía ante el «invitado» : de las deliciosas escenas «de comedia» con la relación entre Neriko y Kariya, o los ya comentados y frustrados intentos de trabajo de Kariya).

 

Es una película realmente simbólica, profunda… que al mismo tiempo atrapa como cualquier narrativa de acción. Hermosa, visualmente suave, profunda… lo que se dice una verdadera obra maestra. No se la pierdan.

 

«Partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de miseria»

(Groucho Marx)


Juan Luis Crespo Mariño.

EDUARDO SIMANCAS


EDUARDO SIMANCAS. Cinéfilo, fotógrafo, jubilado libertario.



Quisiera comentar dos películas que hace poco pusieron en televisión en “Versión Española”: "Deprisa, deprisa" (1981) y "La Caza" (1966). 


Dedicado a su autor, Carlos Saura, y su paso por la "Berlinale". Con la primera ganó el "Oso de oro" y con la segunda el de plata. Ambas producidas por Elías Querejeta. Al volverlas a ver, me doy cuenta de la importancia que tuvo el cine de Saura. Y que bien aguantan el paso del tiempo. Con "La Caza" se inicia la colaboración con Elías Querejeta y con un reducido y selecto equipo técnico que colaborará con Saura en la mayoría de sus films, con Luís Cuadrado, en la dirección de fotografía y Teo Escamilla como segundo operador. Sobre la película, como gran parte del cine de Carlos Saura, se proyecta la alargada sombra de la guerra civil. 


Fue rodada a las afueras de Seseña (Toledo), en un descampado en el que tuvo lugar una sangrienta batalla. Pero también, bajo el influjo de esa sangrienta sombra, analiza el presente: Los pelotazos económicos entre amigotes, la obsesiva presencia del sexo reprimido, los rencores y envidias. Hace 55 años de "La Caza" y comprobamos su vigencia en todos los sentidos: rencores, envidias y pelotazos corruptos entre políticos y empresarios, creando amistades de conveniencia. Como solución, otra constante en Saura, la esperanza de las nuevas generaciones para mejorar nuestro mundo, por eso los más jóvenes, casi siempre mujeres, dan un soplo de aire fresco, al no ser testigos de la brutal represión de la posguerra. La que sería, más adelante su musa, Geraldine Chaplin, tendría un valor añadido al ser además de joven extranjera. 


"La Caza" es también un atrevido planteamiento narrativo, con soliloquios y diálogos mirando a cámara, en primeros y primerísimos planos retratados magistralmente por Luis Cuadrado. En "Deprisa deprisa" Saura: tuvo el atrevimiento de no contar con actores profesionales y formar el casting entre los delincuentes que se movían en el barrio de Villaverde (Madrid). Atrevimiento que le dio un excelente resultado, consiguiendo el "Oso de oro" en Berlín. La película se rueda, en su mayor parte en los descampados periféricos de Madrid, afianzando el transcurrir marginal y fuera de la Ley de sus protagonistas, el propio Saura reconoce que tuvo que prescindir del guion original y alimentarse de la información que le proporcionaban los noveles actores. Por ejemplo, la idea de utilizar la música de Los Chunguitos. 


La excelente fotografía está a cargo de Teo Escamilla, segundo operador habitual de L. Cuadrado, por fallecimiento de este. Su estética crepuscular anticipa el dramático final, como lo demuestra la secuencia del ansiado viaje al mar de Berta Socuéllamos, llegando a un extraño lugar, casi lunático, marginal y solitario: fuera de la Ley. Carlos Saura, como si se tratara de un falso documental, aprovecha para retratar nuestra sociedad y sus miserias. La secuencia del doctor de urgencias lo dice todo. Retrata el mundo de la delincuencia juvenil con rigor y cariño. "Deprisa, deprisa" nos desvela una realidad que va mucho más allá del documento de opinión para transformarse en una simbiosis de ternura y frialdad. A través de una entrañable historia de amor, la película nos ofrece el espectáculo de unos seres humanos que han optado por vivir de una manera distinta a la de la panzuda legalidad. 




Eduardo Simancas.


LA SAL DE LA TIERRA


Título original: Salt of the Earth

Año: 1954

Duración: 95 min.

País: Estados Unidos Estados Unidos

Dirección: Herbert J. Biberman

Guion: Michael Wilson

Música: Sol Kaplan

Reparto: Juan Chacón, Will Geer, Rosaura Revueltas, Mervin Williams, Frank Talavera, Clinton Jencks, Virginia Jencks

Productora: (Productor: Paul Jarrico)



Un grupo de mujeres de Nuevo México protagoniza una dura protesta por las condiciones laborales de sus maridos que además tienen prohibido formar piquetes, por si fuera poco añaden a su solicitud la mejora en las condiciones sanitarias y la vivienda. Película semi-documental que arrastró innumerables problemas. Sus intérpretes, en su gran mayoría, son los verdaderos protagonistas.

La película logró salir adelante pese a las puñaladas que le asestó el Comité de Actividades Antiamericanas del siniestro senador MacCarthy. Hoy la película es una de las preservadas por el Congreso de los Estados Unidos por ser considerada «cultural, histórica, o estéticamente significativa».

"El director Herbert Biberman fue uno de los guionistas y directores de Hollywood que se negó a responder al Comité de la Cámara sobre Actividades Antiamericanas en 1947 sobre cuestiones de afiliación al Partido Comunista de EE UU. Los conocidos como Los Diez de Hollywood fueron citados y condenados por desacato al Congreso y encarcelados. Biberman fue encarcelado en la Institución Correccional Federal de Texarkana durante seis meses. Después de su salida en libertad, dirigió esta película que cuenta con un tono semi documental, la huelga que protagonizaron unos mineros de Nuevo México, que supuso una dura y amarga batalla, pero que contaron en todo momento con el apoyo de sus mujeres.

Biberman al salir de prisión y ante la imposibilidad de ser contratado, eligió hacer una película independiente, al margen de los grandes estudios. 'La sal de la tierra' era un relato ficticio inspirado en la huelga real de mineros del condado de Grant. El guion fue de Michael Wilson y fue producido por Paul Jarrico, ninguno de los dos, miembros de los Diez, pero ambos también estaban en la lista negra. El protagonista masculino, Juan Chacón, era en realidad un líder sindical. La femenina, Rosaura Revueltas, fue detenida y encarcelada durante el rodaje por su participación en el filme, y deportada a México posteriormente.

La acción se sitúa en junio de 1951 cuando una huelga paralizó el trabajo en una mina de zinc de Nuevo México, Estados Unidos. La compañía que la explotaba, llamada Empire, rechazó toda negociación con los mineros y la huelga se prolonga indefinidamente. Los mineros, organizados en piquetes ante la mina para impedir todo acceso de mano de obra, piden condiciones más seguras de trabajo y mejoras sanitarias en las viviendas que alojan a las familias de los mineros latinos, a quienes la compañía trata considerablemente peor que a los mineros anglosajones. Empire llega a obtener una orden judicial para prohibir el piquete de mineros, pero alguien advierte que el documento no decía nada sobre las esposas de los mineros. La propuesta es entonces integrar los piquetes con mujeres y, aunque encuentra inicialmente cierta resistencia machista por parte de los huelguistas, finalmente es aceptada. La huelga se prolonga así hasta enero de 1952, cuando la compañía cede y acepta reiniciar las negociaciones.

La película, basada en un hecho real, es una denuncia social y a la vez un alegato humanista, que aboga por la abolición de cualquier forma de explotación y discriminación. Biberman tuvo muchos problemas para rodarla, pero dicen que cada día se enfrentaba al rodaje con más fuerza si cabe, lo que no evitó que terminara arruinado al finalizarlo. Después llegarían los problemas para su exhibición en las salas. Incluida en la lista negra porque la Unión Internacional de Trabajadores de Minas, Molinos y Fundiciones la patrocinó y muchos profesionales de Hollywood incluidos en la lista negra ayudaron a producirla, considerada subversiva y de izquierdas, la película supuso un gran acto de valentía, convicción y modernidad, en el sentido de defender, por primera vez en el cine, valores feministas. Además, es una temprana manifestación de la emancipación de la mujer entre las esposas de los obreros, cuyo papel en la huelga fue importante, a pesar de la inicial oposición de sus esposos. Respaldado por un reparto que procedía en su mayoría de actores no profesionales de la zona y otros con una corta carrera como Rosaura Revueltas, Biberman transmite un mensaje de igualdad y reivindicación de los derechos laborales. Derechos que aún no están reconocidos en la mayor parte del mundo y que hacen que 'La sal de la tierra' sea una película, además de poderosa, muy vigente.

La película fue denunciada por la Cámara de Representantes de los Estados Unidos por sus simpatías comunistas, y el FBI investigó la financiación de la película. La Legión Americana pidió un boicot nacional al filme. A los laboratorios de revelado se les conminó a no revelar los negativos del filme y los proyeccionistas sindicados recibieron instrucciones de no mostrarlo. Pese a todo la película logró estrenarse en Nueva York el 14 de mayo de 1954, aunque después la película languideció durante 10 años porque todos menos 12 salas en el país se negaron a proyectarla. Sin embargo, la película se estrenó puntualmente en el resto del mundo (no en España, donde no se pudo proyectar hasta la muerte de Franco). En Francia, los directores Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon llegaron a decir: «Esta película es probablemente una de las únicas obras no criticables de la historia del cine: su mayor mérito es el hecho mismo de su existencia»." (BOQUERINI).


Eduardo Simancas.



« MADAME DE... »


"Cuando la gente me ha pedido que nombre la mejor película de todos los tiempos, en mi humilde opinión, por supuesto, mi respuesta instantánea ha sido invariable durante los últimos 30 años: Madame de... (1953) de Max Ophüls . Fue lanzado en los Estados Unidos con el título un tanto engañoso, Los pendientes de Madame de... . Digo "engañoso" porque el título estadounidense hace que la narrativa parezca mas ingeniosa de lo que realmente es. Sí, los destinos cambiantes y la propiedad de un par de pendientes unen los hilos de la historia. Pero lo que los pendientes significan, principalmente, es la transformación y transfiguración de una mujer de sociedad inicialmente frívola y coqueta en una trágica víctima del arrebato romántico". (Andrew Sarris.).


Título:                 - «MADAME DE…».

Año :                    - 1953.

Duración:            - 102 min.

País :                    - Francia.

Dirección:           - Max Ophüls.

Guion:                 - Max Ophüls, Marcel Achard, Annette Wademant

Novela:                - Louise de Vilmorin)

Música:                - Georges Van Parys, Oscar Strauss

Fotografía:  - Christian Matras (B&W)

Reparto:              - Danielle Darrieux,Charles Boyer.

                              - Vittorio De Sica.

                              - Jean Debucourt.

                              - Lia de Lea.

                              - Mireille Perrey.

                              - Jean Galland.

Productora: - Co-production Francia-Italia.

                              - Franco London Films.

                              - Indus-Rizzoli, Rizzoli Film.


La película pudo haber sido una bagatela amanerada si nos quedamos, solo, en el juego ingenioso del movimiento de los pendientes que nos guía en la trama. Pero Ophüls, en realidad, realiza un retrato de la alta sociedad, que lejos de pamplinas, nos recuerda en qué mundo vivimos. Un mundo de depredadores. La mujer, Danielle Darrieux, representa la belleza y la belleza en una sociedad enferma se convierte en objeto de deseo para los hombres que revolotean como moscas a su alrededor. El general, su marido, Charles Boyer, bajando las escaleras de la opera, le dice: "me irritan tus pretendientes", que la saludan ofreciéndola compañía. En realidad, para él no deja de ser una molestia que en el fondo le enorgullece, al ser él, el propietario de su esposa. En ese juego erótico y también frívolo, que Ophüls nos muestra como la sal o el condimento que puede hacer más divertida la vida. A Charles Boyer no le afecta, mientras sea él quien controle la situación, es más, ese condimento picante hace, cada vez, a su mujer más hermosa. Sería parecido al comportamiento del voyeur, que disfruta observando.


Ophüls también nos enseña que el matrimonio duerme en camas separadas y no solo eso; él, de nuevo, cuando la besa, lo hace en la frente o en la mano, demostrando una distante y educada frialdad. Es evidente que el personaje de Charles Boyer es un fiel representante del terrible machismo en el que está construida nuestra sociedad, se puede permitir amantes, pero a su mujer la trata como un objeto decorativo.

El verdadero conflicto vendrá́ cuando ella siente algo más profundo, hacia el diplomático Vittorio De Sica, ahí́ empieza a resquebrajarse el juego picante de una sociedad ociosa e insaciable. Pero ese otro juego, donde empieza a parecer la palabra amor, no lo va a permitir Charles Boyer, porque no lo conoce, al menos con su mujer. A ella, Danielle Darrieux, también le pilla un poco desprevenida, por eso no para de repetirle al Barón "no te amo, no te amo" demostrando lo contrario con los hechos y a su vez la llena de una sensación desconocida más profunda y auténtica, hasta tal punto que los pendientes que vendió́ para conseguir liquidez, que en cierta medida despreciaba, pasan a ser imprescindibles, como un talismán, cuando los recupera a través de su amado Barón.

La película se convierte en tragedia cuando "El general" despliega toda su artillería, sin ninguna piedad, demostrando lo que realmente es: un monstruo.


Un personaje que me parece maravilloso es el que interpreta Mireille Perrey, la nodriza, que ya presagia la monstruosidad del general, conociendo, perfectamente, la indefensión de la mujer en una sociedad tan machista, que es capaz de asesinar a un hombre batiéndose en duelo, por salvaguardar su orgullo.


No puedo evitar encontrar un paralelismo con la trama de la última película de Kubrick "EYES WIDE SHUT" no solo por ese retrato oscuro, elegante y sofisticado de la sociedad vienesa, sino también por la posición de la mujer en una sociedad tan machista, que la empuja de una forma o de otra, a la sumisión o a la prostitución. Recuerdo el erótico baile de Nicole Kidman en la fiesta con el húngaro, que le dice que "las mujeres se casaban en la Edad Media para poder perder la virginidad y así poderse acostar con los que realmente querían" . Ophüls también despliega un total erotismo con sus bailes eternos, seguidos por la cámara de forma magistral con movimientos y “travellings” imposibles. En definitiva "Madame de...", en esa envoltura de elegancia y permisividad nos muestra el tremendo drama y sufrimiento de su protagonista, por el mero hecho de sentir. 



Eduardo Simancas.


PEDRO ANTONIO LÓPEZ BELLÓN.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ BELLÓN. Cinéfilo.


La felicidad hay que ganársela.

Transcurrían los felices años 20. El cine ya se había consolidado como una gran potencia industrial y una poderosa e influyente actividad económica, además de un excepcional y formidable entretenimiento. Esa era la consideración que la sociedad de la época tenía de las películas, más allá de una manifestación artística. Una evasión de la realidad. Raoul Walsh, ya había dirigido algunos títulos del cine silente, pero aún no tenía el prestigio y el reconocimiento del que gozaría más adelante. El ladrón de Bagdad, sería ese punto de inflexión en la carrera de este director que alcanzaría grandes dosis de excelencia a lo largo de su trayectoria.

En cambio Doug, como cariñosamente se conocía a Douglas Fairbanks, ya gozaba de una extraordinaria popularidad como actor a través de una serie de películas en las que explotaba su virilidad, su eterna sonrisa y sus sorprendentes dotes atléticas. Era el héroe americano al que todos querían emular. Al que todos querían parecerse. Un derroche de energía, vitalidad y optimismo. Estos éxitos artísticos junto a su decisión y emprendimiento ya le habían llevado en 1916 a fundar su propia productora, la Douglas Fairbanks Film Corporation. Y poco tiempo después, se produjo su unión con su gran amigo Charles Chaplin, su amada Mary Pickford y David Wark Griffith para fundar la United Artist, que supondría el culmen del poder y la influencia en el panorama cinematográfico del momento. Películas como La marca del Zorro (Fred Niblo, 1920), Los tres mosqueteros (Fred Niblo, 1921) o Robín de los Bosques (Allan Dwan, 1922) habían consolidado el estrellato de Douglas Fairbanks, a través de su rol de triunfador hecho a sí mismo que tanto calo en el imaginario colectivo de aquellos años.

Pero es de justicia reivindicar sus aptitudes detrás de la gran pantalla. Esas que no eran conocidas por el gran público. Fairbanks intervenía de una manera tan activa y decisiva en la preparación de sus películas que podemos considerarlo, sin temor a equivocarnos, todo un autor, cuando este término, probablemente, ni si quiera se atribuía al campo cinematográfico.

En 1924, Douglas Fairbanks acababa de regresar de uno de sus viajes por Europa, y había quedado especialmente impresionado por las innovaciones escenográficas de los directores alemanes. Muy particularmente del estilo poderoso e inconfundible de Fritz Lang. Tal es así que llegó incluso a adquirir para su distribución en Estados Unidos la obra maestra La muerte cansada (Fritz Lang, 1921) Así las cosas, e inmerso como estaba en la producción de su próxima película El ladrón de Bagdad (Raoul Walsh, 1924), mando construir para la misma unos fastuosos decorados. William Cameron Menzies fue el encargado de ello.

Harry Wurtzel, a la sazón el agente de Raoul Walsh, consiguió que este fuera designado director de El ladrón de Bagdad. Walsh, que jamás se había enfrentado a una película de esa envergadura, mostro sus serias dudas sobre si era el hombre conveniente para dirigirla. Fairbanks, le mostró su apoyo incondicional y para convencerlo le llevo a ver los bellísimos y espectaculares decorados que ya estaban construidos para la película. William Cameron Menzies, para el que se creó el término de director de producción y que proyectaría los decorados de películas como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood, 1939), había construido unos grandiosos y sorprendentes decorados que, bajo las indicaciones de Fairbanks, incluían conceptos geométricos y arquitectónicos deudores del expresionismo alemán. Pero a su vez dotados de un romanticismo y un primigenio art-decó que vistos casi un siglo después siguen resultando exóticos, bellos e irrepetibles a un tiempo. Me pregunto si las actuales técnicas cinematográficas pueden dotar de alma, de sentimiento, de pasión, sus recreaciones informáticas tan perfectas y tan frías al mismo tiempo.

Puedo soportar mil torturas,

Aguantar mil muertes,

Pero no vuestras lágrimas.

Inspirada en los relatos de Las mil y una noches, El ladrón de Bagdad nos introduce en la historia de un ladrón (Douglas Fairbanks) que actúa en las calles de Bagdad. Un día entra en el palacio del Califa con la intención de robar un tesoro. Pero ve a la princesa (Julanne Johnston), la hija de Califa, y se enamora de ella…

Es indudable que esta hermosa película es poseedora del primitivo y puro espíritu cinematográfico propio del año en que se rodó. Un “perfume” absolutamente clásico desprende su placentera visión. Un estilo de hacer cine que nació y murió con estos pioneros. Y todo ello es debido de tener en cuenta a la hora de enfrentarnos a su visión, para que ésta sea lo placentera y satisfactoria que debe de ser. Para absorber sus bellísimas escenas llenas de magia, de inocencia y hasta de ingenuidad. Para disfrutar de su virginidad narrativa, de su “tempo cinematográfico”, y de otras muchas virtudes cinematográficas que son imposibles de encontrar en el cine actual. Es, además, un lenguaje diferente y previo a la aparición del sonido muy poco tiempo después.

Raoul Walsh dejo patentes su claridad y destreza narrativa. Y colaboró activamente en la invención y montaje de los muchos trucos y efectos ópticos que tiene la película (la alfombra voladora, la cuerda mágica, la capa de la invisibilidad…) Douglas Fairbanks, además de producir la película y supervisar todo el conjunto nos volvió a regalar una interpretación inolvidable de un ladrón saltimbanqui, que tiene un corazón de oro. Un papel dotado de una energía y una vitalidad envidiable. Todo en la película lo hace el. Sin dobles. William Cameron Menzies, como ya he comentado, creo uno de los mejores decorados de toda la historia del cine. Y Mitchell Leisen, ese todo terreno que tan pronto dirigía una película, como escribía un guion o interpretaba, diseño un exquisito, elegante y bellísimo vestuario con un toque Kitsch para los exóticos personajes que pueblan este cuento lleno de fantasía.

El conjunto resulta fascinante. Y ha quedado como una de las cumbres del cine mudo. Bueno, para ser justos, del cine de todos los tiempos.

Los hermanos Korda produjeron en 1940 otra excelente versión, ya con el añadido del sonido y del color, que también logra introducirnos en ese terreno de la fantasía, la magia, la aventura y el romanticismo. Las dos versiones merecen la pena. Y mucho. Pero quizás, mi corazón me lleva al lado de ese Bagdad en blanco y negro y primitivos tonos sepia y pastel. Un Bagdad, lejano, en el tiempo y en el espacio, pero que Walsh y Fairbanks recrearon para la posteridad con un entusiasmo y una inspiración de felices resultados.

Les propongo algo, ¿Por qué no ven, o vuelven a hacerlo si ya las conocen, estas dos magníficas películas y tratan de elegir una de ellas? Seguramente es un juego cinematográfico muy enriquecedor.  Y no olviden una cosa. Esa frase que las estrellas dibujan en el firmamento al principio y al final de la película: La felicidad hay que ganársela.


Pedro Antonio López Bellón.


¡Protégenos, oh señor, de la ira de los hombres del Norte!

 

"LOS VIKINGOS"  (The Vikings, Richard Fleischer 1958), es una película memorable. Una obra redonda, pulida y con una factura impecable. El cine comúnmente conocido como “de aventuras” es uno de mis predilectos y uno de los causantes de mi entusiasta afición por las películas. Un género que quizás no ha sido lo suficientemente valorado si se compara con otros como el “cine negro”, el western o el melodrama. Pero lo cierto es que la aventura en el cine ha alumbrado momentos gloriosos para los aficionados al séptimo arte. A diferencia de otros títulos del género que ofrecen nada más (y nada menos) que un entretenimiento excepcional, aquí nos encontramos con un gran guion que huye de muchos clichés y arquetipos inherentes al género de la aventura, una composición de personajes más complejos psicológica y moralmente y, en general, unos componentes técnicos y artísticos superiores a los habituales.

Los vikingos es una producción de la que se puede hablar en profundidad sin temor a empequeñecer lo placentero de su visionado. En primer lugar, porque sus propias escenas van facilitando cumplida información al espectador, que asiste privilegiado a la trama con tintes folletinescos, tan hábilmente manejados éstos, que van quedando en un segundo plano al tiempo que la épica se adueña de la narración de forma inexorable. Y, en segundo lugar, es ésta una película cuyas virtudes quedan patentes durante la propia contemplación de sus imágenes cargadas de lirismo, intensidad, poética, y extraordinaria belleza, sin que el conocimiento de la historia o sus repetidos visionados mermen lo más mínimo el regocijo y el disfrute de esta joya del cine de aventuras.

Merece la pena analizar con cierto detenimiento esta obra imprescindible que comienza con un bello prólogo en el que se nos pone en antecedentes históricos que nos ayudarán después a comprender mejor la historia que se nos va a contar. Unas bellas ilustraciones de estética medieval acompañan este preámbulo, a las que se suma una voz en off que, en la versión original, corresponde al mismísimo Orson Welles. Inmediatamente después asistimos al violento ataque de las hordas Vikingas a un campamento ingles donde Ragnar (Ernest Borgnine), rey vikingo, asesina a un monarca inglés y consuma la violación de su esposa Enid (Maxine Audley). Esta importante secuencia es el punto de partida de un argumento en el que resulta del todo punto innecesario profundizar más para el objeto de esta reseña. Y sirve para iniciarnos en una de las claves de la película que se ira repitiendo durante todo el metraje: la confrontación entre la barbarie y la violencia de un pueblo salvaje frente al mundo civilizado de la sociedad inglesa. El uso de la fuerza frente a la educación y la inteligencia. La violencia, la ambición, la corrupción, el odio y la superstición son elementos definitorios de Los Vikingos, a la vez que desencadenantes de los giros narrativos de esta historia. De la forma que nos son presentados los hechos, uno acaba dudando si son más salvajes los desaliñados y pendencieros vikingos o los hipócritas y conspiradores nobles ingleses.

 La violencia sexual es otra de las constantes de la narración, aunque siempre tratada mediante elipsis, fueras de campo o numerosos simbolismos, como el ariete utilizado en el ataque final por parte de los vikingos al castillo de los nobles ingleses. Ataque motivado más que por la venganza o el odio desatado por la muerte violenta del rey vikingo Ragnar, por el deseo de su hijo Einar (Kirk Douglas) de poseer a Morgana (Janet Leigh). Así, el enorme ariete, además de un eficaz elemento de batalla con el que lograr entrar a la fortaleza inglesa, queda representado como un inequívoco símbolo fálico que refleja las verdaderas intenciones de Einar. Estas escenas del ataque al castillo, así como el vibrante duelo final entre Einar y su hermanastro Eric (Tony Curtis) en las alturas de las torres del castillo, con espectaculares y eficaces picados y contrapicados de la cámara, estas escenas decía, dan muestra del excelente trabajo de dirección y montaje llevado a cabo en Los vikingos.

Los vikingos conforma junto a Senderos de Gloria (Paths of glory, 1957 Stanley Kubrick) y Espartaco (Spartacus, 1960 Stanley Kubrick) la terna de oro de Bryna Productions, la productora de Kirk Douglas que bautizó con este nombre en honor a su madre.  Era una de sus primeras producciones, y la más ambiciosa a la que se había enfrentado el actor-productor hasta el momento. Douglas tenía en mente una película al más alto nivel, y no dudo en rodearse de las personas que creyó más adecuadas e interesantes para el proyecto. Richard Fleischer fue el elegido para dirigir la película. Douglas había trabajado a sus órdenes en la producción de Disney 20.000 leguas de viaje submarino (20,000 Leagues under the sea, 1954 Richard Fleischer) y quedo encantado con su trabajo. Fleischer acepto entusiasmado inmediatamente, pero a lo largo del rodaje surgieron continuas desavenencias entre él y Kirk Douglas. Estás discrepancias fueron tan intensas que el director, en su libro de memorias, escribió en relación a estos hechos afirmaciones como “Con Kirk Douglas uno no hace películas, sobrevive a ellas” o “Nunca trabajes con un productor que además es la estrella” Aunque lo cierto es que a pesar de las diferencias, director y productor compartían en líneas generales la esencia de la historia y el resultado final resulta magnífico.

Harper Golf fue contratado por Douglas como diseñador de producción, y también había trabajado en la mencionada adaptación por la Disney de la obra de Julio Verne, consiguiendo un Oscar la película en este apartado técnico. Harper Golf trabajaba mediante bocetos previos del desarrollo visual de la película y era una persona de una enorme creatividad. A él se deben las magníficas recreaciones de los barcos y el poblado vikingo que con tanta belleza y verismo se perciben en la pantalla.

Elmo Williams fue el responsable del montaje, y trabajo estrechamente con Fleischer logrando excelentes resultados. En este sentido, mi impresión personal es que estamos ante una película perfecta, en la que no falta ni sobra ningún plano o escena. Es esta una afirmación en la que a veces podemos caer con demasiada ligereza al hablar de obras que nos despiertan abierta admiración, aunque quizás pocas veces tan merecida como el caso que nos ocupa. Es asombrosa la cantidad de información que atesora cada plano o secuencia de Los Vikingos para ayudar a captar la esencia del universo que se va dibujando ante nosotros. Y es admirable su progresión narrativa donde cada escena va dando paso a la siguiente con una habilidad y naturalidad propias de verdaderos orfebres de la imagen.

El prestigioso y a la sazón oscarizado Jack Cardiff, fue el encargado de la bellísima fotografía en color, consiguiendo momentos memorables a lo largo de la película, como por ejemplo todas las escenas que transcurren en los fiordos donde se ubica el poblado vikingo, de un encanto y limpieza visual encomiables.

En cuanto al guion fue firmado por Calder Willingham y Dale Wasserman sobre la obra The Vikings de Edison Marshall. La música fue debida al compositor Mario Nascimbene que compuso una partitura de reminiscencias épicas y especialmente inspirada para acompañar a los momentos de subrayada mitología y superstición.

En lo que se refiere al elenco actoral, todos desempeñan brillantemente los roles que tenían asignados. Ésta fue, como hemos dicho una película producida por Kirk Douglas. Él fue el responsable máximo del resultado final. Creía firmemente en este proyecto y puso todo su talento (y todo su dinero) para que saliera adelante. Posteriormente Douglas, haría las siguientes declaraciones a Louella Parsons con respecto a esta producción: “Anteriormente comencé desde abajo, de modo que si lo pierdo todo, comenzaré desde debajo de nuevo” Antes de seguir es obligado decir que Los Vikingos fue desde el principio un éxito absoluto de crítica y público. Así las cosas, y atendiendo a la lógica, Kirk Douglas se reservó el papel del protagonista Einar, ofreciendo un recital interpretativo realmente memorable. Es manifiesto el mimo y cariño con que la cámara trata a su personaje, con planos y encuadres realmente exquisitos, que no hacen sino incrementar la grandeza del trabajo realizado por Douglas, confirmándose como uno de los mejores actores de su tiempo. De todos los tiempos, me atrevo a decir. La ira, el deseo, el miedo, la venganza, el amor, la alegría o la astucia son algunos de los registros que nos ofrece a través de un carisma y una personalidad que traspasa la pantalla y nos sacude de nuestras butacas.

Estamos ante una obra que contiene una mayor carga de fidelidad histórica de lo habitual en este tipo de producciones. Así lo quiso Kirk Douglas, que contrató a numerosos expertos de Noruega, Suecia y Dinamarca para ser informado con la mayor precisión histórica posible del período vikingo. De igual modo Richard Fleischer realizó un prolongado itinerario por tierras europeas para obtener documentación y escoger localizaciones idóneas, como los fiordos noruegos y la costa francesa. Se llegaron a construir en astilleros barcos vikingos a imagen de los auténticos de diez siglos atrás y se contrataron docenas de integrantes de clubs de remo, así como entrenadores para que los enseñarán a bogar al unísono. Es curioso la importancia de los barcos en esta película, pues sus continuas salidas y entradas a los fiordos donde está el poblado vikingo, van marcando narrativamente el desarrollo de la historia de una forma muy contundente y precisa. Algunas de las mejores escenas de la película se suceden precisamente en los barcos. Como la de los vikingos saltando de remo en remo para celebrar la llegada a tierras vikingas y que Kirk Douglas se empeñó en hacer personalmente sin dobles (nadie lo hubiera hecho mejor) o el emotivo funeral vikingo. Son estos solo unos ejemplos mínimos pero muy aclaratorios del mimo y la dedicación que se pusieron en el rodaje de este título imprescindible en la carrera de Kirk Douglas. Y todo esto, por supuesto, queda reflejado en la pantalla conformando una obra que visualmente es ciertamente hermosa.

Como decía al principio, estamos ante una de esas joyas del cine que va cimentando su grandeza visionado tras visionado. Una obra maestra de la aventura y el entretenimiento como pueden ser La isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson o Los Tigres de Mompracem de Emilio Salgari. El riesgo, la emoción, el peligro y lo lejano o desconocido conforman una amalgama de sentimientos que van dibujando este abstracto y difuso concepto de la aventura.

 Y me despido con la esperanza de haber despertado la curiosidad del lector que no haya tenido la oportunidad de disfrutar de esta película. O el deseo de volver a verla de todos aquellos que ya han gozado con ella. Pero antes, me doy cuenta que no he hablado del final de esta gran aventura. Y es de obligada mención. Solo diré que es uno de los finales más bellos, poéticos y rebosantes de dignidad que he podido ver en una pantalla. Desconozco si en el Walhalla tendrán por costumbre disfrutar del cine. Si no es así, debe ser un sitio aburrido. Y si así fuera, el mismísimo Odín debe estar muy orgulloso de una película como esta.


Pedro Antonio López Bellón.


PACO SEPÚLVEDA PRIEGO.

PACO SEPÚLVEDA PRIEGO. Escritor y licenciado en Derecho. Córdoba.


LA ESENCIA

"ROBIN y MARIAN" (Robin and Marian, 1976), de Richard Lester.

Un martes cualquiera. Son las 7 de la tarde. Acabo de salir de la oficina y decido volver a casa paseando.

El paseo te da una relajada perspectiva del mundo. Escoges la ruta que más te apetezca y la velocidad de crucero. El caminar solitario permite tanto la serena observación de todo lo que sale al paso como el repentino asalto de las imágenes del día que han tenido una fijación más permanente.

En el catálogo de posibilidades, también podemos optar por el análisis sosegado de ese asunto que ya tocaba afrontar o la lúdica elección de aquel tema en el que a veces nos refugiamos para la satisfacción del gozo estético o intelectual.

Y es así que el eje Trump-Maduro se cruza con aquel auto que se ha saltado el semáforo, que las imágenes de "Roma" se mezclan con la de los niños jugando en el parque, que el demorado arreglo de la persiana es interrumpido por la avalancha de runners que me adelantan con miradas de reproche por ocupar un espacio de la acera que sólo pareciera legítimo a partir de determinada velocidad en el paso.

La vida es una miscelánea.

Fue viendo a estos atletas cuando me asaltó el pensamiento que ya me acompañó durante el resto del día. Me di cuenta de que, desde que una lesión de columna me impidió volver a calzarme las zapatillas con la asiduidad y jovial disposición que lo hacía antaño, son pocas las rutinas físicas que conservo de la juventud.

Me levanto temprano. Me acuesto no demasiado tarde. Procuro cuidar lo que como y salgo de fiesta con menos frecuencia.

Como toda regla tiene su excepción, hay días en que no madrugo, veladas nocturnas que se alargan y botellas que duran menos de lo previsto.

Pero, como ya digo, son excepciones que no desvirtúan la regla de mi elección del día sobre la noche, el vino sobre el combinado y la dieta equilibrada sobre la anarquía alimenticia.

Reconozco que parto de una situación ventajosa: a pesar de ser una persona esencialmente social y sociable con lo que ello conlleva de jornadas callejeras, siempre he equilibrado la balanza con determinadas aficiones que precisaban para su disfrute del recogimiento del hogar.

Por decirlo de otra manera, siempre he sido hogareño y callejero "fifty-fifty".

Volvamos al martes de marras. Habiendo llegado ya a casa, en tanto que voy realizando algunas tareas caseras y aquellas otras preparatorias de la llegada del momento de máxima holganza, juego a incomodarme planteándome la duda de si estoy echando una mano al inevitable envejecimiento con la adopción de un modo de vida cada vez más acomodado.

Como tantas otras veces, la casualidad se alió con el Cine con benévolo resultado: la transformación de una incipiente inquietud en un mar plácido de despreocupación.

Hay ocasiones en que apetece más la revisión que el descubrimiento y ésta era una de ellas, así que rebusqué entre las películas ya vistas y mis manos se fueron solas hacia "Robin y Marian". Y es que a veces se nos activa un sexto sentido que nos empuja a la elección de la alternativa más adecuada. O quizá las cosas sucedan a veces como resultado de un ventajoso azar.

La trama de la película es bien sencilla: Robin Hood y su inseparable Little John vuelven a Sherwood después de luchar durante veinte años en las Cruzadas bajo el mando de Ricardo Corazón de León.

Robin va en busca de su amor de juventud, Marian, y descubre que se ha metido a monja por despecho y que está a punto de ser detenida por el sheriff de Nottingham, antigua némesis de Robin que aún sigue ejerciendo su cargo en el condado.

Así, Robin rescata a Marian de las garras del sheriff y vuelven a instalarse en el bosque con sus antiguos compañeros de banda. Por supuesto, el sheriff no dejará las cosas así y, después de varias incursiones fallidas, logra que Robin acceda a un duelo a muerte para así evitar el derramamiento de la sangre de sus compañeros.

Durante todo el metraje, el director recalca el paso del tiempo en unos personajes legendarios que llevan a cuestas el peso invencible de los años. Las jornadas a caballo se les hacen eternas, las peleas a espada terminan en un profundo agotamiento y el despertar en el bosque va acompañado de los lastimeros quejidos propios del que ya ha aposentado demasiadas veces su osamenta en el suelo.

Siempre he sentido una gran querencia por el cine crepuscular. Desde muy joven me agotaba la épica del héroe inmaculado y me decantaba sin dudarlo por el crepúsculo del derrotado.

El héroe cansado. El personaje recio de vuelta de todo. El hombre descreído pero bueno.

El Robin maravillosamente interpretado por un Sean Connery en estado de gracia es el perfecto ejemplo de todo ello.

Él, el hombre del pueblo, el benefactor de los necesitados, el paladín de la justicia, ha luchado durante dos décadas bajo la bandera de un rey sanguinario tan solo por un equivocado e inamovible concepto del deber, y lo que creía firmemente que iba a ser una noble misión resultó ser una matanza indiscriminada y movida por la codicia y la sed de sangre.

Su envejecimiento no es solo físico. Las atrocidades que ha vivido en las Cruzadas han hecho de él un hombre herido y taciturno, al que sin embargo se le iluminan los ojos como a un niño cuando vuelve a la que fue su casa y recorre los lugares en que fue libre y feliz junto a su amada Marian.

A pesar de la fatiga vital, queda de él la esencia.

Y es al hacer esa reflexión cuando vuelvo a mi realidad. Y es al volver a ella cuando me viene a la mente la inexorabilidad del paso del tiempo.

Cierto que no soy ya un adolescente. Cierto que empiezan a aparecer goteras. Que las preocupaciones son de otra índole. Que la prudencia marca los pasos. Que los atracones se pagan con creces.

Pero, movido por la visión positiva que siempre guía mi caminar, veo que no son pocas las ventajas de esta edad fronteriza, de esta despedida de la juventud, de esta entrada en una madurez incontestable.

Una edad en la que se incrusta en el inconsciente la certeza de que, por mucho tiempo que nos quede, esto no va a ser para siempre. Que hay que eliminar lo que no sume. Que hay que disfrutar de la vida.

Una época en la que paladeamos aquel licor que antes bebíamos de un trago, en la que la criba del tiempo ha seleccionado a los merecedores de permanecer en el núcleo íntimo del cariño, en la que estrujamos el sabor de lo cotidiano, en la que pensamos dos veces las respuestas (y las preguntas), en la que las exhibiciones acrobáticas de las artes amatorias pierden terreno ante la ejecución de la caricia certera.

Una etapa vital en la que cierta merma en las fuerzas se contrapone a la plena consciencia de los momentos de gozo. En la que los eventuales contratiempos no empañan el devenir del día. En la que echamos la vista atrás y no reconocemos a ese muchacho ingenuo y algo bobo que se empeña en parecerse a nosotros en fotografías que ya amarillean.

El atardecer de la vida, aún lejos del ocaso pero consciente de su condición de ecuador de la existencia.

Vuelvo a las imágenes de "Robin y Marian" y compruebo que, después de su duelo con el sheriff de Nottingham, Robin, herido de gravedad, llega con la ayuda de Marian y Little John a una estancia del convento y reposa en un camastro de la fatiga de la lucha.

Después de un arrebato de sinceridad de Marian que constituye la declaración de amor más hermosa de la Historia del Cine, ambos van languideciendo, ya que Marian ha envenenado el contenido de las copas de las que habían bebido.

Robin, aún desconocedor del envenenamiento, relata a su amada con inusitado entusiasmo sus planes para unos años venideros llenos de aventuras y de peligros, su vuelta a la vida de los bosques.

Es por ello que la acción de Marian es el contrapunto lúcido a la infantil actitud de Robin que, espoleado por la testosterona de la pelea, es presa del delirio de un futuro imposible.

Ella es conocedora tanto de la gravedad de las heridas de Robin como de la quimera de sus sueños. Marian es consciente del paso de los años, de la pérdida de la arrolladora fuerza de la juventud, de la imposibilidad de recuperar los tiempos del esplendor en la hierba.

Y las dos actitudes se mezclan en el espectador que soy, teniendo la convicción, mientras me emociono hasta las lágrimas, de que las goteras y los frenos de la madurez, a pesar de estar ahí, nunca podrán consumir del todo la llama que arde en un pecho ilusionado, en un carácter alegre, en una visión feliz de la existencia.

Como corolario de sus palabras y de su actitud de vida, Robin pide su arco y una flecha. Apunta hacia la ventana abierta de su habitación mortuoria y le dice a Little John que su último deseo es ser enterrado junto a Marian allí donde se clave la flecha.

Así, un Robin moribundo pero al fin lúcido, tensa su arma y lanza el proyectil. Y ese gesto de los músculos y la cuerda en tensión, esa sucesión de movimientos miles de veces repetidos y asumidos por la inercia del cuerpo, tiene mucho más de impronta personal en la despedida que de necesaria gestión para la ubicación de la tumba.

Porque, impermeable al paso de los años y al desgaste de las arenas del tiempo, un gesto característico puede constituir la captura más exacta de nuestra esencia.


Paco Sepúlveda Priego.


PACO SEPÚLVEDA.

"UNA HISTORIA VERDADERA" (The straight story, 1999). David Lynch.


Es curioso cómo funciona la empatía. Al igual que cada persona tiene sus gustos y pareceres, son también diferentes las situaciones que nos hacen ponernos en pellejo ajeno con mayor eficacia.

Tengo la piel dura, a pesar de ser una persona de marcada sensibilidad. Un plano fílmico puede sobrecogerme, una melodía puede ponerme la carne de gallina y un verso puede hacerme llorar a cauce de río.

Pero son emociones estéticas. Sin duda tienen su poso en el alma, pero parten de una manifestación artística.

Cosa harto diferente es la emoción provocada por los avatares de la vida. De ahí lo de la piel dura. Es más difícil sacarme una emoción visible en ese campo, quizá porque mi natural optimismo (que de desproporcionado raya lo estúpido) me empuja a plantear antes las soluciones que los lamentos, convirtiendo mi reacción en una negación del dolor en tanto busco una salida. Reacción que tiene que ver mucho más con la autodefensa que con la frialdad.

Todo este planteamiento inicial se desmorona cuando me encuentro cara a cara ante la realidad de la vejez. A pesar de que siempre me he entendido muy bien con los niños, son los ancianos los mayores depositarios de mi ternura.

Apeándonos de la vida real para meternos en el cálido regazo del cine, han sido muy diversos los tratamientos de la vejez en las películas que sobre la misma han quedado en mi memoria.

A mi entender, "Dejad paso al mañana" de Leo MacCarey, "Umberto D" de Vittorio de Sica y "Cuentos de Tokio" de Yasujiro Ozu, representan el sancta sanctorum del tratamiento de la tercera edad en el cine clásico.

Tuvimos que esperar a los albores del nuevo siglo para que David Lynch, dejando de lado sus habituales ambientes malsanos y retomando el pulso humanista de la extraordinaria "El hombre elefante", nos ofreciera con "UNA HISTORIA VERDADERA" la más emotiva visión de la vejez regalándonos de paso la que a mi parecer es la película más hermosa del cine norteamericano de los últimos veinticinco años.

La historia es bien sencilla: Alvin, un anciano de Iowa bastante achacoso, se entera de que su hermano, residente en Wisconsin y con el que lleva más de diez años sin hablarse, ha sufrido un infarto.

Quiere ir a verle, pero sus problemas de vista y de cadera le impiden conducir. Así que, ni corto ni perezoso, emprende el viaje de 500 kilómetros con el único vehículo que puede manejar: su máquina cortacesped.

Un largo viaje a cinco kilómetros por hora por la ribera de la carretera: pocas metáforas se me ocurren más potentes para reflejar la serenidad que se adquiere con la edad y la tozuda convicción en la consecución de un objetivo que se considera un deber moral.

Cada parada en el camino que realiza el bueno de Alvin para comer, calentarse o descansar, nos pinta un cuadro de costumbres que enfrenta el punto de vista lúcido y descreído de Alvin con el de los personajes con los que se va topando en su pequeña odisea.

La mirada de un Richard Farnsworth que compone un Alvin para la eternidad refleja, a través de una interpretación absolutamente natural, la sabiduría del que ha vivido mucho, del que todo lo ha visto, del que se ha pegado los suficientes atracones como para saber que la vida se come a gajos, del que entiende la decencia en un sentido amplio, sin mojigaterías, y amparándose en ese sentido decente de la vida se autoimpone una última misión antes de abandonarla.

En mi infancia, las personas ancianas estaban

revestidas de un manto de respeto. Ese puesto ha sido sustituido.

De unos años hacia acá hay una corriente que ha erigido al niño como el rey absoluto de la casa, sembrando en ocasiones, cuando no se aplica el sentido común, la semilla de futuros tiranos.

Sé que estoy generalizando y no pretendo crear debate.

Mi intención es otra: id a ver "Una historia verdadera". Y luego mirad a vuestro padre, a vuestra abuela, al anciano que cruza la calle.

Esa lentitud, esa merma de facultades, esos achaques y esa acumulación de vivencias que van agotando su limitado latir no son ni más ni menos que lo que nos espera a todos.

Ved "Una historia verdadera".

No es una película.

Es una epifanía.


Paco Sepúlveda Priego.


MARÍA VERCHILI MARTÍ. 

MARÍA VERCHILI MARTÍ. Licenciada en Derecho y Humanidades. Máster en Historia contemporánea. (UV). Valencia.


“蜘蛛巣城 Kumonosu-jō”, “El castillo de la telaraña”, en su traducción literal a nuestro idioma y conocida en España como ·”TRONO DE SANGRE, Akira Kurosawa (1957).


Otra de las cumbres del cine del maestro nipón es esta adaptación libre del “Macbeth” de Shakespeare, que ya ha sido recordada por miembros de este grupo, recientemente a cuenta de otra trasposición cinematográfica de “Hamlet”, la de Grigori Kozintsev, que espero ver muy pronto, como también en el contexto de una estupenda recopilación del bosque y la naturaleza en el cine. Por esa razón, este comentario solo pretende sumarse, espero que desde otros puntos de vista, a las reivindicaciones de esta magnífica película.

La historia de este samurai Washizu (Toshiro Mifune), que se deja doblegar por su ansias de poder y reconocimiento con consecuencias fatales, que traiciona a su señor feudal Tsuzuki (Takamaru Sasaki)y más tarde a su compañero Miki (Minoru Chiaki), siempre bajo la envolvente influencia de su esposa Asaji (Isuzu Yamada), es bien conocida y fiel retrato dela legendaria trama británica. Pero justamente, entre las esencias de este film considero que es muy destacable la capacidad de Kurosawa para apropiarse de un material literario ajeno en sus codificaciones culturales para hacerlo partícipe del universo cultural japonés. Son magníficas las recreaciones de las cabalgadas por el bosque después de la batalla -aparición fantasmal profética mediante-, las mismas contiendas y los actos protocolarios en las instancias políticas, valedoras de los afamados ritmos del director japonés. Y sobre alguna volveré. Pero donde esta película alcanza sus cenits cinematográficos es a mi parecer en los pausados planos de suntuosa teatralidad en los espacios interiores de la Fortaleza del Bosque primero y del muy significativo simbólicamente Castillo de las Telarañas después, atravesados de esas composiciones, unas veces con potentes simetrías, y otras con desequilibrios visuales magníficamente fijados en el espacio, que redirigen nuestras miradas hacia los dos personajes esenciales en pugna de esta parábola ético-vital.

Porque un personaje central, sobre el que pivotan todas las decisiones de Washizu que hacen avanzar la narración, es Asaji, interpretada con una inquietante inexpresividad fingida, con una presencia potente y pérfida, que como espectadora me ha resultado arrebatadora. Y parece que esta manera de trabajar la gestualidad, al igual que sucede en la interpretación de Mifune, está directamente influenciada por los códigos expresivos de la tradición teatral . Por esta razón los actores parecen anclados en una sola expresión esencial: aquella que correspondería a la máscara de su personaje y de la que surgen todas las demás, ya que ambos mimetizan su rostro prodigiosamente con sus respectivos personajes . En concreto, mientras el personaje de Asaji se asimila a la tradicional máscara femenina, tan pulida, y con esas segundas cejas apenas separadas del inicio del cabello, que casi carece de expresión, Washizu lo hace a la del guerrero o malvado, con ese permanente rictus en la boca. Se podría afirmar que Kurosawa logra un viaje completo de la tragedia shakespearina a las esencias del acervo cultural de su país. Y ese es un recurso a la inter-culturalidad, que personalmente me parece muy valioso.

Y de vuelta a las características filias bélicas del creador nipón, es inevitable homenajear con especial devoción ese tramo final de la trama en el que el peso de la conciencia y el exceso de ambición se cierne sobre nuestros dos protagonistas. Por un lado, en el nacimiento del vástago muerto, que no puede sobrevivir en un seno materno envenenado de mala sangre. La misma sangre alucinada que esta Lady Macbeth no consigue arrancarse de las manos, pese a la compulsividad con que lo intenta. Ahí, justo ahí, ante la mirada desesperada de su marido, arranca su viaje sin retorno hacia la devastación. Y alcanzará su punto culminante en esa traición masiva de sus guerreros, temerosos ante la culminación de la profecía -el bosque se mueve-, que enterrará a Washizu en una interminable lluvia de flechas y terminará componiendo alrededor de su cuerpo la temida tela de araña que con potente simbolismo Kurosawa introdujo desde el mismo título de esta obra. Ha sido aniquilado. Es una secuencia colosal y se va a quedar grabada en mi retina por mucho tiempo.

En definitiva, es esta otra película maravillosa, que nos trasporta a las antípodas de la tierra y al corazón de su cultura a partir de una cumbre literaria, que nos es mucho más cercana, y contiene sin duda las claves de la universalidad.

María Verchili Martí.


MARÍA VERCHILI.


“ELMER GANTRY, Richard Brooks (1960).


(El fuego y la palabra)


Hay películas que nos resultan interesantes por su valor como documento histórico y sociológico. Y este es el caso a mi parecer de la adaptación a la gran pantalla de la novela de Sinclair Lewis de 1927. Brooks fue un guionista y director que se significó especialmente por estos ejercicios de traslación al lenguaje cinematográfico de textos literarios.

En mi recuerdo cinéfilo más vívido está su maravillosa y escalofriante recreación fímica sobre la no menos impactante experiencia como lectora que fue “In cold blood”, aquella obra inaugural de lo que dio en llamar novela de no-ficción -texto y film me produjeron una intensa impresión en aquellos años descubridores-. Brooks también recurrió a textos teatrales del imprescindible analista de los claustrofóbicos ambientes familiares y sociales del Deep South norteamericano, Tenesse Williams, componiendo nuevamente dos extraordinarios y archiconocidos melodramas, “Cat on a tin hoy roof” (1958)  y “Sweet birth of youth” (1962), como a la novela de Frank O`Rouke“ A mule for the Marquesa” para dirigir el estupendo wester crepuscular “The professionals” (1966). Y hasta se atrevió con “Los Hermanos Karamazov” o “Lord Jim”, que tengo pendientes.

Y en “Elmer Gantry”, nombre de su inmoral y oportunista protagonista (Burt Lancaster), relata con expresividad exacerbada, ese fenómeno tan desconcertante desde miradas ajenas al acervo cultural norteamericano -aunque no cabe duda de que se replicó en otras muchas latitudes del mundo, quizá con menor intensidad- de la estafa religiosa. Los falsos predicadores evangélicos, aprovechando la desesperación colectiva en los tiempos de la Gran Depresión,  montaron lucrativos tinglados pseudo-religiosos y de paso contribuyeron a construir una subcultura de valores socio-políticos de tinte conservador, que según unos cuantos historiadores ha tenido una importancia esencial en la conformación confrontada de la sociedad norteamericana hasta nuestros días. A mi parecer Estados Unidos se fue construyendo a lo largo del siglo XX en base a una pugna constante entre el ideario progresista y el reaccionario. Y desde luego el fervor religioso, caracterizado por importantes dosis de fanatismo y nacionalismo excluyente, sirvió de hilo conductor para la expansión de la derecha política en amplias capas de la población.

Aquí, la presentación de Gantry no puede ser más ilustrativa. Seductor, borracho y jugador sin oficio conocido, pasa una noche más en un tugurio lejos de casa (y de su esposa) intentando evitar  pagar la cuenta. Por medio de la incursión de una de esas voluntarias recaudadoras de fondos biblia en mano, Brooks nos anuncia una nueva posibilidad para Gantry de supervivencia lucrativa poniendo en juego su atractiva verborrea. Y a la mañana siguiente, después de abandonar la habitación de hotel con  una prostituta alcoholizada en su cama, se encuentra con una reunión religiosa y con una hermosa predicadora de la salvación y el amor de Dios  -y también podemos deducir que sus razones originarias responden más bien al deseo de satisfacción del amor carnal-.

Dos pájaros de un tiro para el estafador, que pondrá toda la carne en el asador para  ganarse la confianza de la hermana Sharon Falconer (Jean Simmons) y pasar a formar parte de su misión evangélica. Juntos forman un dúo donde los alucinados sermones demoníacos de él se contraponen al aura de auténtico misticismo de las intervenciones de ella -ciertas confesiones que Sharon le confía al calor de la pasión nos hacen dudar, pero el devenir final de la profeta nos devuelve una sensación de autenticidad-.

Justamente, Brooks introduce con audacia un contrapunto analítico representante de esa otra América progresista a la que me refería al comienzo. El periodista Jim Lefferts (Arthur Kennedy) acompaña a la congregación en sus periplos con el objetivo de desentrañar e informar sobre sus razones e intereses auténticos. Queda constatado que mientras su admiración por la hermana aumenta conforme la va conociendo, tampoco alberga ningún género de dudas sobre el perfil psico-social de él. Y el desenlace de la historia parece confirmar sus impresiones.

En el plano actoral, la interpretación desbocada, como creo que requería la idiosincrasia del personaje, de Lancaster, le recompensó con su único premio Oscar. Y la construcción de Simmons me ha parecido suficientemente convincente.

Esta película no alcanza para mi las más altas cotas de la excelente filmografía de Richard Brooks, pero es indudablemente interesante como testimonio histórico -y sin duda polémico, a juzgar por la advertencia previa que dirige al espectador- de tendencias ideológicas que han ido conformando una parte de la cultura socio-política norteamericana.



María Verchili Martí.


MARÍA VERCHILI.

Cine del desasosiego en el cruce de milenios II.

Desasosiego es falta de sosiego, según la Real Academia Española de la Lengua. Y sosiego es quietud, tranquilidad, serenidad. La que nos falta en demasiadas ocasiones en estas vidas hiperplaneadas a contrarreloj con las que nos ha tocado bregar. Además, como no podía ser de otra manera, la montaña rusa del azar, o del destino -no añadamos más cuestiones comprometidamente difíciles de baremar- nos coloca ante situaciones profundamente dolorosas que desbaratan por completo el plan establecido. En este pequeño apartado, que voy a inaugurar hoy, quisiera referirme a algunas pelis entre la última década del siglo pasado y los albores del presente, que personalmente considero que reflejan con coherente clarividencia cuales son los nuevos males que nos acechan en las sociedades consideradas desarrolladas -en las otras la necesidad de supervivencia es tan cara, que nuestras inquietudes se tornan en banalidades incomprensibles-.


“LA CIÉNAGA, Lucrecia Martel (2001)


Esta segunda parada por el desasosiego en el cine nos lleva al primer largometraje de esta en mi opinión deslumbrante directora argentina -continuó con “La niña santa" (2004), “La mujer sin cabeza” (2008) y “Zama” (2017)-, que recién estrenado el nuevo milenio nos obsequió con una película que me parece absolutamente emblemática de las desazones contemporáneas.

La ciénaga es el pueblo de la provincia de Salta, en el noreste argentino, donde Martel localiza su trama, -por cierto, caracterizada por los terrenos pantanosos-. Pero es muy especialmente, el apesadumbrado y desasosegante espacio emocional de los personajes de su relato.

En torno a las relaciones personales entre los integrantes de dos familias, lideradas en la vida y en la ficción cinematográfica por dos mujeres, Mecha (Graciela Borges) y Tali (Mercedes Morán), amigas y compañeras en la lejana Facultad, Martel construye un relato coral de la miseria y descomposición moral de la clase media argentina. Mecha es una mujer permanentemente unida a una copa de vino, de clase media aburguesada, casada con un hombre desinteresado y ausente. Tiene cuatro hijos. Tali es su contrapunto de clase social casi humilde, cuidadora y confidente, a la vez que obsesionada con la mayor altura económica de Mecha. También tiene cuatro hijos. El hijo mayor de Mecha vive en Buenos Aires con una mujer compañera de trabajo y amante, que lo fue en el pasado de su padre, y también se llama Mercedes. Y determinadas circunstancias los unirán a todos en la casa de veraneo de Mecha, en la que asistiremos desconcertados al devenir cotidiano de unas vidas a su vez dramáticamente desorientadas, que tratan de mantener sus conflictos en la invisibilidad. Porque una de las características esenciales de la propuesta artística de esta mujer es la narración disruptiva, cifrada y claustrofóbica de lo ordinario, con un uso muy efectivo de los planos cercanos, desconectados de una trama clásica, y aderezados con una intrumentalización expresiva de los sonidos incidentales que se nos meten hasta la médula – muy especialmente los estruendosos tiros de escopeta de los chavales cazadores desarrapados, dirigidos a la vaca moribunda y semienterrada-.

El arranque del metraje del film ya me parece un portento y la paradigmática presentación de lo que nos va a relatar. Tras un primer plano general de la voluptuosidad selvática en la que se ubica la casa, y otro inmediatamente hilado de los pimientos rojos que se secan al sol en la Hacienda, Martel nos presenta a sus personajes adormilados a la hora de la siesta, y evidentemente alcoholizados. Y a nuestra protagonista, Mecha, levantándose de su hamaca junto a una piscina de aguas putrefactas, anestesiada, ralentizada, tambaleante, contrapuesta en el plano a la figura de su marido, igualmente borracho e indiferente, recogiendo las copas de vinos medio vacías, hasta que cae al suelo y los cristales rotos se le clavan en el pecho. Los adultos presentes son incapaces de reaccionar, y además no pueden conducir. Y son sus hijas las que la trasladarán al hospital.

A partir de este incidente, el hijo mayor y la amiga acudirán a la Mandrágora para cuidarla. Y allí se irán precipitando en aparente calma situaciones a través de las que Martel va descifrando sus conflictos psicológicos y pulsiones internas. Las heridas en recuperación de Mecha, la nariz ensangrentada del hijo pródigo tras una pelea con el novio de la sirvienta indígena de la casa, Isabel, la obsesiva fijación de otra de las hijas con esa chiquilla desconcertada, o la compulsiva limpieza corporal de la otra hija adolescente -esa otra agua sanadora-, componen un rompecabezas doloroso de sentimientos y tristezas intensamente desasosegante, que nos conducirá a un trágico incidente final – impresionantemente ejecutado para mi el plano en cuestión-.

Y entre toda esta desazón encubierta, las noticias repetidas en la televisión de una aparición mariana. La virgen que la hija triste tras la marcha de Isabel contará a su hermana que ha ido a ver, cuando desaparece. Tenemos la certera impresión de que miente. Y en este punto exacto la pantalla se funde a negro y las respuestas se quedan suspendidas en nuestras cabezas.

María Verchili Martí..