Cine español

DÉJAME HABLAR (2020). Samuel Alarcón Izquierdo.


Difícil decidir cómo afrontar un corto demandado por la familia del compositor Luis de Pablo (1930-2021) para acompañar al León de Oro otorgado en la Bienal de Venecia de 2020. ¿Un homenaje clásico con entrevista, recorrido por su trayectoria y alguna pieza como complemento, o realizar una inmersión en su música como piedra angular del cortometraje, a través de la cual gire la narración? El rodaje se produjo en la casa del gran músico —excelente representante y pionero en la música contemporánea de nuestro país a la que se negaba a poner etiquetas, acreedor de un prestigio reconocido por la libertad creativa de su obra—, adentrándose en la médula fecunda del artista completando un montaje final que escapa a toda convención en el que ya el propio Luis de Pablo manifestaba su asombro, debido a que Alarcón y San Eugenio dedicaron un buen rato a grabar elementos decorativos y personales que detallaré después y que anticipaban que este documental caminaría por derroteros más experimentales.

Comienza con una entrevista antigua en blanco y negro que nos da las claves por las que se va a abrir camino este trabajo. Ante la pregunta de la periodista de cómo hay que aprender a escuchar ese tipo de música, el compositor le comenta con sencillez y rotundidad simplemente que “hay que hacer como con toda: oírla”, añadiendo más tarde el músico que “la síntesis entre la música y el sonido tiene en el cine una fórmula infalible”, considerándolo “un gran motor de ideas”. No en vano, sus trabajos en el cine con Saura y Erice, entre otros, le hacen “responsable” de sus hipnóticas e inquietantes atmósferas. Dos premisas que guían a Samuel Alarcón para levantar la arquitectura de su corto y transformarse en una experiencia sensorial con marcado protagonismo del sonido sugerente de las indómitas notas de Luis de Pablo, priorizándolas, pero apoyadas en una imagen “al servicio” de éstas, aunque no por ello desapercibida e insulsa.

Unas formas visuales que provoquen un engranaje indisoluble e inseparable de la narración musical, abstractas, que no alboroten demasiado permitiendo escuchar fragmentos con la suficiente concentración, acompañados sin “ruido” visual, pero con la mejor correspondencia posible para garantizar esa simbiosis que nos atrapa. Sí, percibir solo la música y sonidos tal como haría Walter Ruttmann en su experimento “Wochenende” (1930) con un fondo negro, —en plena efervescencia de la aparición del sonoro—, podría haber sido una opción; sin embargo, creo que es un verdadero acierto ese papel no tan secundario de los efectos plásticos tan conseguidos en los que las composiciones vanguardistas del músico van y vienen, ingrávidas, se pierden y se encuentran en la niebla y liquidez conseguidas por los desenfoques y nitidez que van alternándose en un baile o juego lentos al ritmo marcado por lo chocante y misterioso de sus notas y ecos.

Sí, Samuel Alarcón recoge y hace suyo con acierto aquel cine absoluto, abstracto, de pioneros enmarcados e imbuidos por la vanguardia imperante como Ruttmann en esa musicalidad visual que creó en sus “Opus”, al que siguieron McLaren, Brakhage, entre muchos otros, que experimentaron con las posibilidades plásticas de la imagen en el cine. Porque esto es cine, no lo olvidemos.

Un cine que impacta después de un comienzo “tradicional” y que al rato nos invita a reeducar nuestro ojo mediante recorridos dilatados y pausados por el biotopo íntimo del compositor, formado por elementos vegetales etéreos desenfocados adrede a pesar de contar con el mejor equipo y sus numerosos libros en estanterías, ventanal o elementos decorativos personales, que pasan de la más absoluta indefinición —con ecos de Mary Ellen Bute o Martine Rousset— al detalle más preciso en momentos concretos. Creando así texturas únicas corticales en los dos sentidos de la palabra, de sugestión cerebral y de la corteza de un arbusto al que su rugosidad y fracturas alteran la percepción de ésta como tal, complementando la idea del paso del tiempo o la sabiduría que descansa en el rostro desgastado y mirada lúcida de Luis de Pablo, con que se rompe en varias ocasiones claves la unidad visual del corto.

Imágenes “iluminadas” por las sugerentes resonancias diegéticas y desasosegantes de la música de Luis de Pablo que se detienen e interrumpen su trayecto errático para concentrarse en los extractos musicales de varias piezas que él mismo nos ofrece levantándose ágilmente del sillón para cambiar el vinilo de su viejo tocadiscos elevando la aguja con firmeza o la definición de sus partituras saciadas de sabia escritura; también  los pentagramas vacíos, deseosos de ser habitados, manchados, rectificados, en todos esos papeles desechados que vemos en el suelo de su despacho. “Habitáculo-guarida” abigarrado de cultura y saber —desordenado, caótico, pero bello a la vez, poético por lo que encierra— en el que se produce una ruptura espacial y sonora, concreta; silencio necesario para escuchar el ruido de su escritura y el pasar de las hojas, sonidos casi imperceptibles de la creación que sale de la mente activa aún del compositor en un ineludible canto del cisne.

De vuelta a la imagen abstracta, Samuel Alarcón nos ofrece los volúmenes imprecisos de un cactus con sus púas y tejido que me llevan, por su “monstruosidad”, aunque en el ámbito vegetal, a los cortos científico-poéticos de Jean Painlevé sobre fauna marina, hecho que describo y detallo porque me refuerza en que la apuesta del director pasa también por ofrecer imagen a la altura del incontestable efecto de los fragmentos musicales que escuchamos en primera persona.

Un recorrido que finaliza con Luis de Pablo —que momentos antes nos miraba a cámara o por un ventanal hacia la calle—, sentado, con los ojos cerrados, sin hablar, donde daríamos lo que fuera por saber qué piensa o qué podría contarnos en ese presente, pero que lo verbaliza con su singular obra de vanguardia, erigiéndose como uno de los mejores compositores en una época complicada en la que abrió la puerta a iniciativas alejadas de lo tradicional. También por su repercusión en el cine, al que adoraba. Últimas imágenes con vida que hoy en día cobran más relevancia en esos planos nocturnos estelares como último aliento entre notas templadas.



Estrella Millán Sanjuán.


A LAS MUJERES DE ESPAÑA. MARÍA LEJÁRRAGA (2022)

 

 

Volver a una sala de cine me ha costado muchísimo. La amable y calurosa insistencia de una compañera, el día especial para la Mujer (8M) y conocer ya un estupendo documental anterior sobre Antonio Machado de la misma directora que pasaron en La 2 el año pasado, me hicieron perder los miedos (in)fundados a asistir a un lugar encerrado por la pandemia y también a la pésima experiencia de la última vez hace más de dos años. 

 

Recuerdo estar rodeada de olores a comidas varias, ruidos de todo tipo, móviles que se revisan cada cinco minutos como molestas luciérnagas cibernéticas, llamadas a destiempo, risas, comentarios fuera de tono, que me hicieron aquel pase insufrible. Para mí ir al cine representaba un sentimiento muy íntimo, de desconexión de los demás, de egoísmo, por qué no decirlo; de una soledad y aislamiento buscado y sentía que mucho antes del confinamiento ya no era una liturgia especial, se estaba desvirtuando insultantemente y consiguiendo que un placer se convirtiera casi en una pesadilla. En realidad, me vino bien el pretexto de no entrar ya a una sala de cine, aunque me quemara por dentro esa decisión. 

 

Poco a poco ese sentimiento se ha visto sustituido positivamente por administrar mi tiempo como quiero, en casa, con mi tele u ordenador y de otra forma.

Esa alternativa me compensa, pero, como siempre he sido un nostálgica en muchos aspectos, sabía que encontraría la ocasión para el reencuentro y la reconciliación con un espacio vital para mí, aun sin saber cuándo será la siguiente. Sin prisa, lo perdido y anhelado ha de dosificarse en pequeñas gotas, porque puede romperse esa magia otra vez por factores externos.

 

Y ocurrió. Público que asistía con un objetivo concreto y muy deseoso de aprender sobre este excelente documental preestrenado en San Fernando sobre María Lejárraga (1874-1974),  maestra, escritora, ensayista, dramaturga, activista feminista. En su gran mayoría mujeres que asistíamos atónitas y en un silencio sepulcral a la interesante y a la vez injusta vida de esta luchadora mujer.

 

Recuerdo hace muchos años promover entre mi alumnado realizar trabajos de mujeres famosas internacionales con algún tipo de discapacidad. Investigando en la red me topé con un documento que hablaba de muchas y elegí varias españolas (entre ellas Marie Blanchard, la gran pintora cubista silenciada por la historia, que también es mencionada en el documental y María Lejárraga, la que nos ocupa, que padeció muchos problemas de visión en su madurez). Porque este documental de Laura Hojman habla del injusto silencio histórico que han recibido muchísimas mujeres en España (en el mundo también), del vacío cultural sobre artistas que obtuvieron su sitio con gran esfuerzo, pero que han recibido la respuesta del olvido o el nulo reconocimiento. Del silencio educativo que reciben niñas y niños ante largas épocas en nuestro país si quisieran identificarse con mujeres que tuvieran algo que contar. Lo que no se estudia es invisible, se volatiliza inmerecidamente. Y, como dice la dramaturga Vanessa Monfort, que entrevistan entre otras escritoras: “el olvido de estas mujeres no creo que fuera una conjura consciente de los hombres, fue una falta de interés hacia su trabajo, que no sé qué es peor”.

 

María nació en una familia burguesa y eso le permitió acceso a la cultura y tener una gran formación intelectual; estudió para maestra, pues otros oficios les eran negados a las mujeres. Su pulsión por escribir y la casi imposibilidad de la época para conseguir que se le publicara algo a una mujer agudizó su ingenio y no le importó adoptar como seudónimo el nombre del que sería su marido, Gregorio Martínez Sierra, un reconocido empresario teatral, pues para ella representaba ya un logro que sus obras vieran la luz, aunque permaneciera en el anonimato, por su carácter sencillo, exento de ínfulas. El solo hecho de que él la valorara por su potencial y su intelecto parecían compensarle. Poquito a poco iba escribiendo excelentes textos hasta lograr, por ser Gregorio un estupendo gestor cultural, introducirse en el teatro.

 

Sus obras tenían como protagonistas a mujeres y los críticos las alababan y el público disfrutaba de unas historias muy cercanas y feministas. Así, ese tándem iba haciéndose imprescindible, él no sabía escribir, pero se llevaba todos los honores con el trabajo confinado delante de una máquina de escribir de María, que lo hacía como un acto de amor y de orgullo escondido.

 

Mientras, ella sí era reconocida por su afable y natural carácter por amigos como Juan Ramón Jiménez con el que compartía una relación muy especial en sus visitas a casa, donde escribían y conversaban de temas de actualidad y de forma epistolar también. El poeta adoraba a María por su forma de ver la vida, su optimismo, su inteligencia y le demandaba insistentemente que no le olvidara. Juntos fundaron la revista Helios, en la que participaron reconocidos escritores.

También se hizo íntima de Turina y Manuel de Falla, al que llevó a conocer Granada, maravillosa ciudad que conocía profundamente y  sobre la que había escrito un libro que encandiló al músico cuando aún no la conocía y que llevaba el nombre de Gregorio. 

 

Colaboró en el libreto de “El amor brujo”, escribiendo conjuntamente letra y música con pasión en cada nota y sentimiento, resultando una obra universal.

Además, se dio la circunstancia de que (ella) su marido ganó el Premio Nacional de dramaturgia, hecho que nos hubiera gustado conocer en el colegio y que solo recuerdo aprender en mi infancia sobre Carmen Laforet, por ejemplo, con su premiada “Nada”.

 

Progresivamente y después de que él tuviera una amante, una actriz de primera línea con la que tuvo un hijo y que humillaba a María, ésta se planteó comenzar una lucha feminista, siendo la impulsora de proyectos inexistentes y pioneros como el Lyceum Club y La asociación femenina para la educación cívica, que promovió el sufragio femenino. Acusado de ser ese club demasiado elitista, se encargó de hacer llegar a clases más bajas la cultura con conferencias, talleres feministas y alentar al trabajo e independencia económica de la mujer. 

Un escenario innovador en esos años de las dos primeras décadas del s. XX de la historia de España. Ella misma seguía escribiendo para su esposo y su seudónimo, consiguiendo llegar a Broadway y Hollywood, como se sabe por las cartas que él le enviaba desde EEUU para que se afanara en escribir rápidamente guiones. 

 

Pero a la vez daba conferencias por muchos sitios de España despertando del letargo en el que estaban sumidas las mujeres, sobretodo en ámbitos rurales, procurando que asistieran, aunque sus maridos no quisieran y fueran boicoteadas por las campanas de la Iglesia o carros con animales haciendo un ruido ensordecedor.

 

Llegó a conseguir junto a otras activistas como Victoria Kent el voto femenino, disfrutando aquel día en que las mujeres hacían fila victoriosas por un logro histórico y necesario. Salió de diputada del Congreso de la segunda República, constituyendo una época dorada para ella y para España en lo que a la mujer se refiere, pero, que tristemente se oscureció con la guerra civil , además de ser abandonada por Gregorio. Su exilio obligado a Francia truncó toda esperanza de progreso feminista, no pudiendo escribir por la condena de ese seudónimo, teniendo que pasar hambre y penurias cosiendo alpargatas.

 

La muerte de su esposo cortó de raíz la posibilidad de escribir, por su pena autoimpuesta u obligada por Gregorio en el pasado. Si hubiera elegido un nombre inventado hubiera sido más viable seguir escribiendo, pero, ¿cómo escribir con el nombre de un muerto?

 

Entonces su todavía enérgica mente se propuso luchar y demandar su sitio como autora, destapar la verdad, decisión que fue casi imposible por el desprestigio de la crítica y los intelectuales de la época que adoraban a su marido y no iban a permitir esa “calumnia”. Viajó a Argentina, su posterior libro “Cartas a las mujeres de España”, fue un tratado feminista muy importante, siendo un intento de reconstruir la historia perdida, de reconstituir el hueco olvidado de tantas mujeres que se quedaron en el intento y que el peso de la dictadura de 40 años asoló. 

Un vacío de la memoria colectiva que es necesario reedificar por la lucha y dignidad femenina de esos años y que abrieron camino a las mujeres del presente.

 

Una mujer que siguió escribiendo ensayos en su vejez a pesar de sus problemas de visión, incansable y longeva; vivió hasta los 100 años, quizá la vida le compensó generosamente por tantos años al lado de un marido que se llevó sus honores, pedazos de su servil existencia, su trabajo, sus dedos doloridos sobre la máquina de escribir que tuvo que empeñar en París para no morir de frío y hambre. Sus ideas hurtadas, creatividad, inteligencia, generosidad  hacia otros, pero que desde hace unos años han recibido justicia. Ya es reconocida su autoría, hecho imprescindible, necesario y honesto para esta escritora en la sombra, oculta e invisible no solo por su esposo, sino por una sociedad patriarcal que no permitía la proyección de la Mujer.

 

Un documental contado y rodado con mucha sensibilidad, con la musicalidad de la voz de Kiti Manver y con una actriz que hace de María, con una mirada y una sonrisa espectaculares, elegante, sencilla, que hace muy veraz el personaje. Hallamos  imágenes de archivo casi inencontrables de mujeres rotas, con ilusión, cultas, rurales, famosas, anónimas, pero todas importantes en ese trozo de historia. Y entrevistas muy interesantes que nos van revelando a este personaje valeroso.

Gracias a Laura Hojman por la enorme investigación realizada.

 

Por María y por muchas otras mujeres, famosas y anónimas universales.

 

 

Chiclana, marzo de 2022.

 

 

 

Estrella Millán Sanjuán.

 

SIETE JERELES (2022). Gonzalo García-Pelayo y Pedro G. Romero.


Acudir al Festival de Sevilla ayer me sumió en un estado de trance y delirio que me duró todo el viaje de vuelta a mi lugar de residencia –no de origen– desde hace muchos años, cerca de Jerez de la Frontera; ciudad que conozco y a la que se homenajea desde sus tópicos (caballos de PRE, flamenco y bodegas), pero tratados desde el cine insurrecto de Gonzalo Garcia Pelayo , cuyo resultado permanece muy alejado del documental sobre flamenco de postal, sino que él y su compañero en la codirección, Pedro G. Romero, se adentran en el corazón de las barriadas y bodegas tan pasionalmente y en búsqueda de la libertad nocturna como esas yeguas que galopan desde la campiña jerezana hasta el casco antiguo anárquicamente entre destellos ocres de faroles.

Un ensayo con ecos a su anterior “Nueve Sevillas”, que en vez de acercarse a la música y el baile como hicieron los dos a través de ese plano que llegaba hasta las entrañas de la guitarra española en un guiño a “La femme et le pantin”, de 1929, lo hace penetrando en cada callejuela y local en un recorrido detenido en la noche, eterno, bello, atemporal y con aroma a arte, embrujo, duende y fervor. Una visión del cante y el baile a contracorriente, tal como abre esta fabulosa película, con García-Pelayo andando hacia atrás de forma pausada, a "contramano", como se dice por aquí, rozándose con una banda de música o con el gentío por las calles. También simbolizando una mirada melancólica al pasado, el suyo, que rememora con su locuaz y sabio hermano Javier, caminando por la Barriada España donde vivió hasta los ocho años. Un regreso a ese Jerez que vemos en blanco y negro en imágenes de archivo de la serie “Rito y geografía del cante” o mucho más antigua en una película de Benito Perojo. Una ciudad bien distinta que se retrata desde la tradición y la vanguardia, pero sin afán de confrontación, bien al contrario, sino desde ese amor por el arte inequívoco al pasado, pero con sumo respeto a los que han envejecido, se han adaptado a los nuevos tiempos y a los que se van abriendo camino mezclando rap, hip hop, rock o blues. El flamenco, lenguaje universal, casa con cualquier otra manifestación, es libre, único, pero abierto y sentido. Pertenece, según dice uno de los personajes que salen caminando, al pobre, a los arrabales, asociada al gitano en Jerez, con letras que encierran todo un mundo en pocas frases y expresiones imposibles de traducir y provocar el mismo sentimiento en esos subtítulos en inglés que aparecían en la pantalla ayer en la sala.

Los directores plantean este estudio de Jerez de la Frontera a través de siete recorridos –el dormido, soñado, fantasma, onírico, zombie, sonámbulo y durmiente– que nos presentan a diferentes personajes y donde nos hablan de intelectuales, escritores amantes del flamenco como Caballero Bonald, se recitan versos, recuerdan a los puristas y a artistas del cante jondo que deberían ser más reivindicados. Asistimos a la apertura de la película con el cante místico, desgarrado y mayestático encima de un caballo en la primera actuación de José de los Camarones a la que le sigue fusionado en un plano secuencia otro espectáculo de cante y baile que sale en tropel andando a la calle como una versión andaluza y del pueblo del musical último de Léos Carax. Cerrando con lo heterodoxo de Tomasito, que te gana al momento, colocando en medio todo un ejemplar desfile de famosos artistas de toda índole, algunos realmente pintorescos.

El resto del film alcanza un clímax que se mantiene arriba casi al mismo nivel, aunque hay momentos en que se supera incluso, pareciéndome sublime, no solo por lo sagrado de la parte del órgano en la Iglesia y los cantes con resonancias encadenadas, sino por otras partes en apariencia “feas” visualmente, pero con una poesía desprendida por la persona en sí y su acertada ubicación. Aquel cantaor venido a menos, demacrado, que se tiene que sujetar en un asidero de un portal inmundo, desgastado como los escalones que pisa, pero que encierra uno de los momentos más heridos y emotivos del film.

Película planteada como el arte que renace en la noche, que no duerme, que pide a gritos ser libre, donde se para el tiempo y todo puede ocurrir. Aderezado con el ruido de los cascos de las yeguas en el pavimento, con silencio, con la omnipresencia de un caballo en cada actuación. Con planos aéreos iluminados de los barrios germen del flamenco, bellamente filmados en su nocturnidad, independencia y desobediencia que me han llevado a la casbah argelina que filmó Duvivier en “Pépé le Moko”, como un espacio al margen, singular, con un laberinto de callejuelas inexpugnable. Largos planos secuencia, cuidados con mimo, lentos, mucho cine que indaga en las tripas de los cantaores, que acaricia lo místico y que se desenvuelve por ese entramado urbano. Momentos vitales, jolgorio, cachondeo, sentido del humor, cine dentro del cine, mujeres interesantes, bellas. Elementos comunes del cine de García-Pelayo en este proyecto de 10+1 en un año, en el que da el do de pecho, pariendo la que más metraje tiene, en la que goza de más presencia y se sube a lomos de un caballo andaluz como un Quijote soñador que sigue dirigiendo con la energía desbordante de un joven de su edad.



Estrella Millán Sanjuán



DIARIO TAMIL (2022). Gonzalo García-Pelayo.


Muy satisfactorio asistir a esta salvaje incontinencia laboral durante este 2022 del infatigable director que se vio sumergido en treinta largos años de silencio y limbo cinematográfico por distintas razones, pero que, fruto de una revisión y reivindicación de su obra anterior por parte de jóvenes críticos, se lanzó hace muy pocos años a reanudar su faceta de director, que es lo que siempre deseó ser. En 2022, pisó el acelerador para compensar con creces una forma de expresión por medio de la imagen quebrada por el infortunio y que pedía a gritos proyectarse. Aunque durante esos años se dedicó a la música y otros menesteres, el dinero acumulado con el tiempo y sus viajes engendraron la idea de viajar a esos lugares que amó y que pretendía fundir con su emocional visión del cine.

García-Pelayo abre todas sus películas de este novelesco y soñador proyecto con unas introducciones extraordinarias, sin título; una imagen “a pelo” que te interpela per se y te avisa de su poder de persuasión. Si en la excelente “Alma quebrada” la cantante Selina nos “narcotizaba” con la hondura y el ahogo de su voz rota o en “Ainur” los planos nocturnos de Nursultán en Kazajistán, con enormes y poderosos rascacielos nos asombran por lo ingente de su irreal arquitectura, en “Diario Tamil”, el director se presenta con el trino de los pájaros sentado relajado escuchando música de la India con unos auriculares dejando claro que nos va a ofrecer su impronta y que especialmente en esta sexta de 10+1 desea aparecer por considerarla muy especial.

Un cine el de García-Pelayo con ejes vertebradores reconocibles a pesar de la diferencia temática de muchas de ellas. Meridianos que circundan y hacen girar este vital universo como la expresión musical, la emoción, la poesía, el amor libre, la naturaleza, la pasión y sobre todo la veneración por la mujer, derramándose en un tipo de cine que explora la felicidad y clama urgentemente un apego y celebración hacia la vida brutal.

Este señor del Renacimiento transita por vericuetos de la contracultura –en la que dice encontrarse realmente a gusto–, orquesta un cine “endogámico” en el sentido positivo de hallarse y repetir con gente muy próxima y de confianza en lo que advierto que los rodajes y postproducción han de ser toda una grata e íntima experiencia que trasciende lo profesional.

Y centrándonos ya en esta película, más que destacable es su cromatismo y expresión paisajística, entroncando con “Le fleuve” de Jean Renoir en lo que a espectáculo visual y cultural de ese país se refiere y a las cálidas relaciones  que allí se generan, así como su crecimiento personal en un lugar repleto de magia ancestral. Aunque, por la época que estamos tantos años después podríamos decir que en su forma narrativa y acercamiento al documental, García-Pelayo podría revelarse como un sucesor de Jean Rouch, con una revisión del cinéma verité llevado a su terreno y que, en vez de hacer un estudio etnográfico de África como lo hizo el francés, se traslada a la India y Sri Lanka, sin detenerse a estudiar solo la idiosincrasia y cultura autóctona, sino aportando y provocando una fusión y miscelánea con personas foráneas que nos trasladan con sus diálogos su progresivo estado de sugestión.

Muy posiblemente Gonzalo nos regale varios de los mejores planos de la naturaleza que he visto en el cine y lo digo porque los destellos, colores y texturas cuasi irreales que emite la solitaria roca sagrada Sigiriya de Sri Lanka en un alarde fotográfico sin igual, superan la perfección. Es tal lo pictórico de esa escena que tuve que pausar la película y fijarme si esos planos en profundidad con los tres personajes caminando hacia ella no era un decorado que me remitía a la exquisitez y laboriosidad de la película “Black narcissus”, de Powell y Pressburger, cuando en el cine se cuidaba hasta el mínimo detalle, si no había posibilidad de rodar in situ y los estudios trataban de emular lugares ensoñadores con un pincel divino.

No, ese inconcebible lugar existe y es el preámbulo al viaje exterior e interior de los tres protagonistas y que se presenta como un muro inexpugnable a escalar por imposibles escaleras por las que van rindiéndose progresivamente y al que consigue llegar triunfante una de ellas, alzándose desde arriba al mundo y contemplando en deslumbrantes planos subjetivos unas sensuales pinturas femeninas en la roca como premio a la perseverancia.

Después nos introducimos en el interior de un gigantesco y milenario Ficus al que se puede acceder entre sus raíces aéreas hechas tronco que simbolizan el espiritual y atrapante biotopo del país del que jamás podrá desprenderse el trío en su viaje de vuelta. Un imaginario y energía sin igual que el director plasma en otro momento a través de un hipnótico caleidoscopio que comienza en ese mágico árbol acompañado de la música envolvente de la India.

Constantes subrayados se suceden durante el metraje mediante frases que enfatizan una imagen o resumen el sentir de Zoé, Darío y Asia y que le otorgan una narrativa especial e informal –no pude evitar recordar la ópera prima de Koberidze en la que podemos observar insertos gráficos muy parecidos– muy fresca, de cine espontáneo y nada recargado, sino que inhala e insufla vibrante vitalidad en una suerte de docuficción deliciosa. Transiciones con colores muy fuertes y vistosos de cada día de ese diario que nos transportan a esas telas de seda tan cromáticas y brillantes que se prueban las dos chicas y que tienen el color de la naturaleza del país.

Si “L’avventura” de Antonioni atrapó a García-Pelayo por esa conjunción metafórica de paisaje rocoso y el vacío de los personajes, en “Diario Tamil”, es precisamente lo contrario; la espesura de la vegetación, el colorido de las flores y las sedas, el agua, los templos tallados en la roca y el contraste del rojo de las ropas en la piel oscura de las mujeres simbolizan la fuerza de un lugar tan desconocido como interesante para Occidente, tan diferente en su forma de conocimiento, más intuitivo y cercano a lo místico y terrenal. Un medio y arquitectura tan distintos que embauca a todo el que osa acercarse, sacudiendo su existencia tal como expresaba brillantemente Rossellini en su cine. Para Gonzalo, la relación cálida entre actores y enclaves es fundamental y así podemos apreciarlo en esta filmografía. Tanto como, por su pasión por  las matemáticas,  los números que enfatiza de forma gráfica como el mágico “108” mientras habla Asia, tienen un especial protagonismo.

Y si a este vibrante medio le añade el director un capítulo importante como es la música armónica y circundante del país, el resultado roza la perfección. “Todo es música en la India”, comenta Zoé (Selina del Río), mientras nos hablan de los tempos atípicos y difíciles de allí, sus giros y dibujos musicales en un estilo sin igual, con vibraciones atávicas; cantos de meditación que necesitan una afinación extraordinaria y con los que se va a atrever Selina, cantante todoterreno que pretende fusionarse cantando un mantra en mitad de la calle, con su exotismo de pelo rubio y ojos azules que impresionan a los ciudadanos. Y lo consigue.

Momento urbano de especial magia que contagia a los allí presentes y a los espectadores y que se repite al final de la película en la playa sublimado por la emoción de la cantante que ríe y derrama alguna lágrima entre la multitud a la que tiene que esquivar seguida por la cámara como si fuera una de ellos. Mantra con resonancias ancestrales que siguen repitiendo su eco una vez finalizada la película.


Estrella Millán Sanjuán.

LA CIUDAD DE LOS SIGNOS (2009). Samuel Alarcón Izquierdo


Hay películas que tienen la certera habilidad de lanzar un torpedo en nuestro centro de flotación, desestabilizando y a la vez fortaleciendo nuestra concepción sobre el cine y la vida, y cómo de determinante es esta relación. No me importa llegar tarde a este premiado documental, incluso tardar un tiempo en dejarme aconsejar por un amigo cinéfilo muy entendido. Y es que si una cualidad tiene el cine y el arte en general es el de saber esperar, el de permanecer quieto, latente, para ser descubierto y fagocitado con deleite por el espectador. Por ello no había prisa, este trabajo tiene mucho de reconocimiento al pasado; en sí, ya para mí forma parte de él, porque Samuel Alarcón expresa con este gran ensayo fílmico su inquietud por la perdurabilidad de lo rodado, de esas imágenes que quedan cristalizadas eternamente en un soporte, pero que descansan en una dimensión espectral intangible –a la vez que sensorial–, en un imaginario colectivo y espacio-temporal que pertenecerá en nuestra memoria. Dialoga también con nosotros, acercándonos a qué papel representa el cine en la historia como documentalista de la realidad de su tiempo en los escenarios donde se rueda, de reflejar en su presente algo que ya pertenece al pasado en el momento en que ha precipitado.

Cuánto hay de fantasmagórico en el cine, sobre todo en aquel que ves clásico y mudo. El séptimo arte retrata la melancolía, infunde la impresión de lo decadente, de los que ya no están, los que permanecen en ese limbo pictórico indeterminado para recordarnos lo pasajero de la vida –tempus fugit–; aquéllos que vemos vivir, amar, gozar, sufrir, planear un futuro, reír, ya no existen. Otros que vemos en el esplendor de sus vidas de antaño ahora tienen un físico cincelado por el declive vital.

El director plantea una idea original a través de su alter ego (César Alarcón), un investigador que graba psicofonías en 1980 en Pompeya, el cual es incapaz de captar vestigio alguno sonoro de la gran erupción del Vesubio en el año 79 d.c., pero sí lo hace sorprendentemente con un diálogo más reciente: “Life is so short. That’s what I want to make the best of it”, que le suena y reconoce en una conversación de “Viaggio in Italia” (1953), de Roberto Rossellini. Un carpe diem en la línea del paso del tiempo reflejado anteriormente. Y qué mejor que elegir a este director para estudiar la íntima relación del espacio y lo autobiográfico con lo cinematográfico. La inclusión de Rossellini, –quizá mi director favorito italiano y del que he escrito varios textos de sus películas–, Anna Magnani e Ingrid Bergman, rebosan mi admiración por este documental.

Este investigador, en su interés por revivir lo pretérito para aumentar sus conocimientos, piensa que, si un equipo de grabación podía recoger sonidos, el soporte cinematográfico podría recobrar la imagen cautiva en un espacio abstracto y ofrecer la huella del pasado, así que regresa un año después a rodar con una cámara Super-8 al mismo lugar. Aquí empieza este estudio de la memoria fílmica, un trabajo que se aproxima al recuerdo con homenaje a la figura de Roberto Rossellini, al cineasta que estableció un importante puente entre el cine clásico y moderno y que anticipó muchos de los cimientos de éste, pero también a otros coetáneos importantes como Antonioni, Pasolini, De Sica o Fellini.

Y lo realiza exponiendo ya la inquietud que tenía el gran director romano con su película “La macchina ammazzacattivi”, en la que refleja la naturaleza de la fotografía, muy ligado al discurso de Alarcón. Un acto de muerte momentánea, pero a la vez un milagro de vida eterna de forma paradójica, que es en sí también el cine.

Un documental que atraviesa el espacio fílmico y se asienta en un estudio arquitectónico y “arqueológico” metacinematográfico por el que pretende edificar “La ciudad de los signos”, marco donde aquellas señales que se instalan en las calles y escenarios tienen memoria y que la cámara observadora de Alarcón es capaz de captar con aguda sensibilidad. Espacios donde se imbrican pasado y presente que consigue solapar mediante efectos especiales visuales con unas emocionantes sobreimpresiones de blanco y negro y color de distintas épocas que nos interpelan en una concepción espacio-temporal que trasciende la forma tradicional de entendimiento. Técnica recogida de aquellos vanguardistas como Dulac o Epstein que nos hablaban del estado emocional de sus personajes y que ahora Alarcón consigue con ellas sacudirnos a nosotros y provocar que las emociones que se tambaleen sean las nuestras, haciéndonos protagonistas.

A destacar para mí, especialmente, la imagen de Ingrid Bergman que se hunde fusionada en las negras arenas volcánicas que han crecido tantos años después como si el pasado fuera engullido por el presente, así como las del protagonista de “Umberto D”, con su semblante y su existencia desplomada en una plaza de ayer y hoy que pervive para siempre. Una consecución del “milagro” de la imagen y conceptual a través de esos meditados planos que conectan perfectamente en esa idea de lo sobrenatural y extraordinario que siempre sobrevolaba el cine de Rossellini. En sus películas, siempre había un momento de clímax, un instante milagroso que conseguía un giro de guión, un acercamiento, una revelación que era clave para la historia. Explicaciones misteriosas que lo hacían muy peculiar, incluso místico, siempre relacionadas con la influencia del medio, de los espacios que rodean a sus personajes, que les provocaban un terremoto emocional, que les hacían añicos sus prejuicios, les insuflaban valentía…

Alarcón presenta al director tratando de llegar a “La ciudad de los signos” para encontrar la verdad y la esencia a través de su forma de entender el cine; una trayectoria que iría in crescendo en cada película con esas ubicaciones repletas de historia y fuerza telúrica, a través de la fusión de vivencias autobiográficas con sus guiones, a veces escritos casi al día como en “Viaggio in Italia”.

El transcurso de esta película se adentra en el conocimiento de su cine pasando también por “Roma, città aperta”, “Paisà”, “Stromboli”, “L’amore”, complementado con imágenes de archivo de la misma familia del director, de Cinecittà, archivo LUCE y archivo fotográfico de Pompei e impresiones recogidas de rodajes o libros sobre el italiano en el que se expresan la unión y devenir de la pareja de Bergman-Rossellini con sus películas, la energía de Magnani subiendo esas escaleras de la revelación o se desmiente la mítica escena documental sobre el desenterramiento de los cadáveres por la erupción del Vesubio. Aquella idea que teníamos todos de que fue algo rodado improvisado y que fue clave para el punto de inflexión en esa pareja de “Viaggio in Italia”, que se consumía en una crisis matrimonial, en realidad estaba mucho más meditado de lo que celosamente se ha guardado como un secreto durante tantos años. Según refleja Samuel Alarcón en su texto “Notas sobre el rodaje de Viaggio in Italia”, la ubicación de la exhumación después de echar cal que rellenase los huecos dejados por los cuerpos no es real, sino que tiene una puesta en escena bastante estudiada, y que esos cuerpos en realidad se extrajeron en 1915 y se encontraban en un Museo. Con autorización, a Rossellini le permitieron trasladarlos allí, aunque el procedimiento que vemos rodado sí es igual al que se había hecho durante años. Una “mentira” a medias que ahora cobra hasta más interés del que ya tenía, porque expresa la voluntad del director de crear a priori, aun con un guion apenas esbozado, una escena impactante que descubrimos a la vez la pareja y los espectadores.

Un excelente ejercicio de vocación documental y emoción que eleva la tensión narrativa y explota ante nuestros ojos. Un enclave que, para Alarcón, constituye la puerta a “La ciudad de los signos”.

El documental nos habla de “fantasmas”, habitantes de las ciudades anclados a su espacio, aunque es imposible saber quién fue el primero. El cine redescubrió las calles, sus moradores invisibles que las invaden, cada encuadre hace crecer silenciosamente a esa ciudad de los signos en la que ya no hay corporeidad, solo puras imágenes que adquieren una suerte de fisicidad comparadas con los pensamientos. Los habitantes nos hablan susurrando con esos ecos del pasado recogidos como psicofonías casi imperceptibles, pero que nos alertan de su existencia.

En definitiva, un documental que no explora el pasado transitando por solo imágenes de archivo, entrevistas, sino que crea su propio imaginario con una amalgama visual pretérito-presente-futuro muy bien conseguida, construye la narración haciendo lo abstracto concreto, a través de insólitas imágenes que devuelven el esplendor al cine clásico en la frontera con el moderno y honran a aquellos directores que “colonizaron” con su cine arquitectónico una época indeleble.



Estrella Millán Sanjuán.


INDIA, ETERNA

Recorrido por el viaje cinematográfico de David Varela Álvarez.


Algo tendrá este país que no solo los autóctonos como Satyajit Ray expusieron al mundo su realidad, su estética, entre una mágica y melancólica visión, con la belleza de la miseria fundida en un paisaje sin igual. Si Renoir, Rossellini, Gardner o el más cercano García-Pelayo sucumbieron a su encanto, también lo hizo hace unos años David Varela –que, por cierto, dedica en la sección propia de la plataforma PLAT un espacio para el director francés en el que leemos su frase: “El director hace solo una película en su vida. Después la rompe en pedazos y vuelve a hacerla de nuevo (J. Renoir)"– director al que conocía solo por la excelente “Un cielo impasible”, que vino a mi tierra de adopción al Festival Alcances y se llevó el premio del público y una mención, entre otros galardones en diferentes festivales.

David Varela viajó en varias ocasiones a la India por motivaciones alejadas del cine en sí, por un interés personal y religioso, llevando apenas un guion de medio folio y un libro de Chantal Maillard como inspiración, llamado “Diarios Indios", escrito unos años antes y que desataría una estrecha colaboración entre la poeta y filósofa y él, que concluiría en una adaptación al teatro con las experiencias de ambos un tiempo después.

En una conversación con David le pregunté que me aconsejara algunas películas suyas, algo complicado para el autor priorizar sus trabajos, aconsejar sobre sí mismo, pero se decidió por esta etapa más espiritual en su carrera y que desde luego me ha parecido muy interesante. He podido ver en la plataforma independiente PLAT por este orden: “El último retrato” (2011), “Yo soy otro” (2016), “Soledades” (2011) y “Banaras Me” (2010), ocurriendo algo que me satisface muchísimo y es relacionar unos trabajos con otros de distintas etapas de diferentes directores para complementar. La cinefilia no puede ser encorsetada, no ocupa espacio y siempre está abierta a conocer proyectos que esperan su momento y llegan para abrir otra puerta al conocimiento. Leer los créditos finales de “Yo soy otro” me llevó a “Forest of bliss” (1986), de Robert Gardner, que seguramente sería una gran inspiración para David Varela y que vi ayer, dejándome un sentimiento agridulce por ese documental sin subtítulos, que se mueve entre un estudio antropológico y etnográfico que no elude escenas más crudas con animales y personas. Un reflejo de lo que la ciudad de Benarés y el Ganges contiene en su pulso diario y era susceptible de ser rodado.

El final del documental de Gardner con esas barcas entre la niebla y ese ruido acompasado de sus remos me llevaron de inmediato al inicio de “El último retrato”, con esa espesa bruma que ocupa buena parte del metraje del corto con ese chico (que también sale en el largometraje “Banaras Me”) que transporta a un pintor muy abrigado, con la única banda sonora del rumor tenue de los remos en el agua constantes, disfrazado de mantra hipnótico entre el aturdimiento al alba hasta que sale el sol y vemos un ritual funerario y al mismo pintor parado dibujando tan triste y a la vez divina escena con el cadáver al lado del río camino del nirvana.

El director español rueda en sus cortos desde una barcaza con planos secuencia dilatados, vuelve a los mismos lugares en sus diferentes trabajos porque, según argumenta, le interesa manipular las imágenes en distintos contextos para definir mejor su misterio, su origen, difícil de conseguir a la primera. Nos pasea por el río Ganges, centro neurálgico, espiritual, económico y purificador de los habitantes de Benarés, ciudad espiritual más importante del país y centro de peregrinaje para los ancianos que se hacinan para esperar sus especiales rituales funerarios con o sin cremación.

Su cine mira aparentemente en la distancia, pero conecta perfectamente con la idiosincrasia de la ciudad y nos atrapa en ese paseo nocturno de “Yo soy otro” por el río sagrado paralelo a esa antigua arquitectura casi derruida que parece derramarse sobre el agua y sobre esas escalinatas para hacer las abluciones y limpiezas personales llamadas “Ghats”, donde se agolpan los habitantes ajenos a la mirada de David. Una ciudad milenaria que renace en ese amanecer fluvial que se funde con imágenes antiguas del mismo paraje de un puente sobre el río, que me hubiera encantado haber conocido para mi artículo sobre ese tema de este verano, pero que ahora disfruto por esa coreografía cadenciosa de los remos y del ir y venir de las personas en la orilla de una Benarés (Varanasi, Khasi, Banarás), mientras escuchamos un homenaje a Satyajit Ray con diálogos de su película “Aparajito”; todas reunidas en un mismo espacio con una melancólica decadencia suspendida en el tiempo, con atmósfera gris, como aletargada en el curso de un río con aspecto contaminado, pero vital y purificador donde verter la vida y la muerte, que conviven a diario sin alteración, ni drama. Como dice Chantal Maillard: “nadie muere en Benarés, se suspenden los rituales trágicos…” y que David expone con su singular cine documental en bellas imágenes de sus templos el impacto que le causó el país, difícil de explicar verbalmente y al que hace justicia con su cámara. Rodar a tiempo real la salida del sol mientras trabajan unos pescadores en “Soledades” es una experiencia altamente sugestiva, magnética en el sentimiento de ausencia, de melancolía.

Y el director complementa a la perfección el documental de Gardner con "Banaras Me" (en Benarés, con ese significado de adentrarse en) penetrando ahora sí de lleno en la ciudad durante un año, captando su esencia, pero huyendo de la vorágine de la modernidad, de las calles inundadas de tráfico, sino siendo testigo del quehacer diario a orillas del río, en sus angostas callejuelas, de las celebraciones religiosas, de sus vivos colores, del fuego, de miserables y a la vez dignos espacios donde dormir, de las abluciones, rituales varios en sus cambios físicos y climatológicos en cada estación. Hasta de espacios singulares donde realizar ejercicio. Toda una sinfonía de ciudad de esas que inundaron los primeros años del cine y que tuvieron tanta aceptación, pero en pleno s. XXI, rodado con intuición, de forma casi espontánea, dejándose llevar por el pulso diario de ciudades que no descansan y que siempre ofrecen espacios o historias que rodar y contar, vivas, latentes, de ceremonias ancestrales que se perpetúan, de un pasado fusionado con el presente con la fuerza del recuerdo de esos más de mil templos que las jalonan, herederos de lo atávico y perpetuo. Un montaje que de tan ambicioso y lleno de estímulos subió a cuatro horas, que se vieron reducidas a dos y posteriormente a 95 minutos que recogen de forma muy acertada el fluir vital urbano. Tan clave en la trayectoria del director, que desembocaría en otros proyectos y en el rodaje de otro corto con la entrevista de Samuel Alarcón sobre ella.

Cine que denota la inspiración y embrujo que genera ese país a todo aquel cineasta que lo pisa y del que volverá cambiado tras un proceso de metamorfosis inducido por la fuerza del medio y lo espiritual ligado a lo histórico y que no tendrá más salida que explicar pictóricamente las razones del hechizo.



Estrella Millán Sanjuán.


"EL BUEN AMOR” (1962)

Francisco Regueiro.


Ópera prima del director Francisco Regueiro, enmarcada dentro de lo que se llamó el Nuevo cine español; un soplo de aire fresco de una hornada de directores que, influenciados por otras corrientes extranjeras, o por los cambios sociopolíticos de la época, renovaron nuestro cine con un lenguaje cinematográfico distinto y alejado del hasta ahora clásico y sus temáticas. A ello también contribuyó una reorganización en la censura a cargo del entonces Director General de Cinematografía, más abierto, que facilitó el surgimiento de este movimiento.

La juventud de Europa estaba experimentando un cambio de valores y cuestionamiento del lastre del pasado, de la familia tradicional, las costumbres, los conflictos bélicos y sus consecuencias, el acceso al trabajo o la represión sexual. Por ello, no es casualidad que se hallen puntos en común con personajes del Free Cinema como en la película “This kind of loving” (1963) de John Schlesinger, en los que se refleja la precariedad laboral y las relaciones extramatrimoniales estaban demonizadas. También esta película encuentra lazos con la Nouvelle vague, pero me interesan más con películas del propio país menos conocidas como las de Julio Diamante, “El arte de vivir” (1965) o “Tiempo de amor” (1964), hermanadas por reflejar el peso de una sociedad lastrada, rancia, con personajes ahogados, existenciales, que demandan sexo de forma natural, mejores condiciones laborales y se topan con la imposición de una educación católica y el dardo de la dictadura. También encuentro nexos con “Nueve cartas a Berta” (1966), de la que escribí el año pasado, de Basilio Martín Patino, otro miembro del movimiento, por la denuncia de esa sociedad española inamovible, de provincias, anclada en el conformismo bajo la opresión del nacionalcatolicismo que no permite mirlos blancos que pongan en duda su presente y demanden un futuro más esperanzador que no apriete tanto. “Nunca pasa nada", de 1963 y dirigida por Juan Antonio Bardem también recrea excelentemente ese ambiente provinciano que asfixia a los protagonistas y que expresa ese país de los 60 reprimido, de nulo aperturismo, escasa formación intelectual y adoctrinado.

Los protagonistas de esta cantera de cineastas están pintados sobre un fresco de amargura, de eterna melancolía y desubicación. Toda una burla a la censura, que asistía a una crítica de un sistema con el que la juventud no conecta y quisiera cambiar, tratando de depositar un atisbo de inconformismo.

En la película que quiero describir, una pareja de estudiantes universitarios, él de Valladolid y ella de Madrid, tratan de buscar una libertad efímera fugándose por unas horas a Toledo. Todo un ejercicio de audacia en esa época en que te la jugabas porque habías de mentir a los padres y que ahora parece incomprensible. Llevan un año y todavía ella no se deja besar en la boca (peor es el caso de la pareja ya mayorcita de “Tiempo de amor”, que estuvo más de 10 años) por la presión del “qué dirán” que obligaba a la clandestinidad de los cines, espacios oscuros o coches, en el hipotético caso de que se tuvieran, para tener algo de intimidad. Pero esta chica tiene muy inculcados la educación religiosa de su Colegio, familia y entorno, lo cual desespera a su novio. Unos chicos sufridores, como todos, de un adoctrinamiento que pretende apagar pulsiones naturales que empujan fuerte. Ella repite la frase de “cuanto más tardemos en besarnos, más tiempo tardaremos en llegar a más”, que cae como una losa para él y que seguramente le habrán obligado a escuchar desde pequeña para cincelar un modo de vida “como Dios manda”.

La escapada a Toledo se presenta como una aventura (sexual para él) en la que somos testigos de esos chicos animosos que se abrazan efusivamente en el interior del tren y que la fulminante mirada de una mujer reprime, así como coincidir con una pareja de la Guardia Civil en su mismo departamento anula cualquier acercamiento.

Lo que en otra película sería un mero trámite para llegar a Toledo, Regueiro lo convierte con suma habilidad durante bastante metraje, en un casi documental de paisajes desolados con un Manzanares sucio y negro, un extrarradio deprimente y un desfile de personajes de lo más variopinto, pero descriptivos de la sociedad de esa época. La ya citada pareja de la Guardia civil, poco problemática, pero que sigue imponiendo y que no sabe realizar un crucigrama; las familias hacinadas comiendo bocadillos en vagones inhóspitos de tercera, una chica algo moderna que habla sin tapujos de las excelencias de la independencia económica y laboral de la mujer que se santigua al arrancar el tren; unos hombres que demandan al ver las grandes extensiones manchegas que “el campo debería ser para el que lo trabaja”, un espacio donde se lee la revista “La Codorniz” y se habla de la guerra civil, guiños de una España que parecía despertar de su letargo.

En realidad, los largos minutos dentro del tren representan trozos de vida, con sentimientos, parejas que se despiden, un hombre enfermo que se toma la temperatura, silencios, muchos silencios de una pareja de enamorados que tendrían mucho que contarse y no han tenido ocasión. Con planos muy acertados y excelentemente encuadrados, asistimos a conversaciones existenciales, a dudas de la pareja en bellos primeros planos, acompañados del constante traqueteo del tren. Aquel en que se abrazan y se besan por primera vez en el vagón de primera colocados lejos en el punto de fuga, me parece genial. Dan ese primer paso, pero están distanciados visualmente de nosotros, contagiándonos de su frialdad.

La llegada a Toledo parece ser animada, pero pasarán por distintas fases, ya que los objetivos son opuestos. Ella, con más inquietud intelectual, quiere aprender y visitar todos los museos y el Alcázar. Él desearía buscar un sitio con intimidad para dar un paso más, lo cual motiva continuos encuentros y desencuentros también provistos de melancolía y desencanto. A ello contribuye en gran forma la maestría del director a la hora de su puesta en escena, cada vez cerrando más los espacios en los que deambulan los protagonistas, pasando de panorámicas a cerrar el ángulo y creando planos muy estudiados, que recuerdan algo a la arquitectura de Antonioni, con esos personajes vacíos y existenciales.

Pero los espacios de Regueiro son costumbristas, de una ciudad muy bella, en la que se eligen rincones angostos, ambientes claustrofóbicos, cuadros de El Greco y Velázquez que les imponen, que influyen y a la vez complementan el estado anímico de esta pareja, que se se aleja y se acerca, pero que nunca logra un engranaje perfecto por culpa de una sociedad y sistemas opresores.

A destacar el travelling que enfoca desde lejos en una balconada a la pareja, que discute efusivamente y de la que nunca vemos primeros planos, sino que escuchamos su conversación, así como numerosos planos de ellos separados física y emocionalmente a los que una repentina lluvia no parece ayudar. También la escena en la que se separan posee mucho significado, cuando él está solo y pasan por delante los ancianos de un asilo escoltados por dos monjas. Verdaderamente lo que estos chicos expresan es su frustración también por no estudiar lo que hubieran querido, sino para contentar a sus padres, su descontento por cursar una carrera y acabar en un banco ganando poco dinero por parte de él o nunca atrever a irse en verano a Francia a ampliar miras por parte de ella y aprender mejor el idioma.

Arrastran un lastre que no se presenta nada halagüeño y al que solo parecen buscar solución hablando de matrimonio y fusionándose con un sistema que los devora y los hace desaparecer como en ese magnífico plano en el que se montan de nuevo en el tren que vemos de lejos desde la puerta del andén. Un viaje de vuelta a la tradición después de unas horas de liberación que parecía simbolizar frescura e inconformismo.

Una pareja destinada a un futuro incierto como la de la película que vemos en el cine de "La colina del adiós" de Henry King, que se estrenó en España en 1961.

Una película poco conocida, con una forma de narrar muy distinta, con planos dorsales y lenguaje deudores de la Nouvelle vague, que consigue de una historia anónima y sencilla, sin grandes acontecimientos, un estudio de esa España que quería despegar.


Estrella Millán Sanjuán.


"EL ÚLTIMO CABALLO”, (1950). Edgar Neville.


Que Edgar Neville tenía talento no lo cuestiona nadie. Sin embargo, es de los directores que rodaron durante la dictadura franquista que no han sido valorados en su justa medida, tal como les pasó a otros de la misma época como Nieves Conde, Mur Oti o Ana Mariscal. Cineastas que realizaron obras muy interesantes, en un periodo poco propicio para ello y con la espada de Damocles en forma de censura permanente. Un cine muy alejado de las folclóricas de la época y de aparente normalidad.

Tal vez contribuyera al escaso reconocimiento de este director de origen aristócrata su carácter bohemio y atípico, con una actitud de libertad política, intelectual, no religioso, sin ataduras, que motivó que no gustara ni a la derecha, ni a la izquierda. Un espíritu libre e independiente que encontró la forma de comunicarse a través de la escritura y el cine como un vehículo incómodo para la época. Amigo personal de Charles Chaplin, después de su andadura por Hollywood trabajando para la MGM, se rodeó de celebridades y aprendió del cine del genio que ejercería una gran influencia sobre él.

Con “El último caballo” homenajeó el sainete, si bien, desde una estilización y otro aire menos antiguo y castizo, con ese cine irónico y elegante que le caracterizaba. Podemos decir que fue la primera película con conciencia ecologista en España y con un espíritu que bebía ligeramente de películas como “À nous la liberté” (1931) de René Clair y “Modern times” (1936) de Chaplin en las que se pone en entredicho o se denuncia la mecanización del trabajo, la pérdida de derechos y la industrialización. Una interpretación sui géneris del paso del tiempo y la modernización contextualizada en un Madrid hermosamente fotografiado y que constituye un excelente documental en sí mismo de la capital y sus gentes en los 50.

El mérito de Neville es alumbrar una obra en la que se conjugan temas como la ecología, el maltrato animal, la tecnología, la denuncia de los convencionalismos sociales, una visión con sentido del humor del costumbrismo de la época, la miseria, la nostalgia, el despotismo de los jefes… Toda una amalgama que da como resultado una película inclasificable, innovadora, por momentos surrealista y esperpéntica, con un fino sarcasmo y una sutileza que supieron eludir la férrea censura, pero metiendo el dedo en la llaga de forma muy inteligente.

Y la aportación original de crear como un personaje más al caballo Bucéfalo le suma enteros a esta singular película que me recuerda a la posterior “Au hasard Balthazar” (1966) de Bresson en la que otro equino, en este caso un burro, es el eje de la película, aunque con un símbolismo místico que en el caso de la española no tiene nada que ver. Pero tienen algún nexo en común por la importancia que se le otorga a un animal tan noble, sufridor y paciente, que trasciende la aparente y simple inclusión en el guión.

Una serie de planos de un Madrid apresurado, con mucho tráfico y atascos nos abre este film, que también me remite al New York agitado de “The crowd” (1928) de King Vidor, en la que las grandes ciudades engullen a las personas, privándoles de su intimidad y del disfrute de lo esencial. Después el autor nos muestra la antítesis, un Alcalá de Henares pacífico, rural, que transmite tranquilidad en la que se presenta al protagonista.

Fernando (un brillante Fernán Gómez), es un soldado que se licencia después de dos años de servicio militar y se entera que el regimiento va a pasar de ser de caballería a motorizado, con lo cual los caballos van a ser vendidos a un contratista que los empleará en el triste destino de caballos de picador en corridas de toros, en los que muchos mueren destripados por las astas del toro. Un bello travelling de cada soldado con su caballo a lado nos habla ya con añoranza de los tiempos que ya no volverán debido a la modernización del ejército.

Por el amor a Bucéfalo, su caballo, el protagonista decide comprarlo por 9000 pts.  y llevárselo a Madrid, dinero que había ahorrado para poder casarse con su novia. A partir de este momento seremos testigos de delirantes momentos, por momentos quijotescos, de este jinete solitario por una capital que no reconoce y que no le admite a él, ni a su caballo. Dos años son suficientes para percibir su desubicación laboral, sentimental, de vocación y de motivaciones.

Un Madrid cambiado, motorizado, contaminado, masificado y aumentado urbanísticamente al que este Don Quijote pretende, a lomos de su caballo, desafiar en pro de una vida rural, con respeto a los animales, sin prisas y sin humos. Todo un alegato ecologista contra los molinos de una economía cada vez más capitalista y consumista.

Las imágenes trotando entre los coches por la Gran Vía son incomparables, de un anacronismo bellísimo, así como las nocturnas con el juego de sombras buscando un sitio donde alojar a su animal en una ciudad sin sitio para caballos, ni para idealistas.

Encuentra a su Sancho Panza personificado en un bombero (el genial José Luis Ozores) con nobleza y con alguna extravagancia, pero que será uno de los que más le apoye en su empresa romántica y soñadora. Y el trío de personas desubicadas en una sociedad lastrada por prejuicios lo completa la florista (Conchita Montes, pareja del director), una chica moderna, atípica y con corazón. Un guiño en el guión a “City lights” (1931) de Chaplin, al que tanto admiraba.

Y Bucéfalo que es cedido y malvendido, maltratado en una corrida de toros, se convierte en la alegoría de la resistencia, la defensa de valores de antaño, de lo natural, lo poético, lo rural, en contra de la civilización aplastante. Como el caballo más famoso del pasado, aquél con el que Alejandro Magno conquistó un imperio. “Bucéfalo, tú eres la vida antigua”, comenta Fernando.

Edgar Neville compuso una película con melodías aparentemente ingenuas y utópicas, pero en realidad hiló muy fino, dejando constancia con estos personajes rebeldes, desadaptados, su apoyo al ecologismo, a las iniciativas económicas alternativas, al asociacionismo y la protesta callejera como anticipo a las manifestaciones en una época franquista (genial la imagen de los coches pitando en su ebria queja con el caballo del trío soñador). Una leve crítica al mundo del toro, a la colonización urbanística, rechazo al maltrato animal y defensa de la vida menos consumista.

¿Y no serían estos románticos y entrañables personajes unos incipientes antisistema, que se autodenominan “Los cuatro mosqueteros” cuando se les une un labrador que no quiere vender sus tierras a una constructora y gritan a los cuatro vientos en una escena buenísima en el bar: “¡abajo los camiones!”, demandando solidaridad, sosiego y una mejor calidad de vida? 

“¡Con gente buena venceremos al materialismo y al motor!”, comentan en un carro tirado por un mimado Bucéfalo mientras van a vender flores a Madrid.


Estrella Millán Sanjuán.

"NUNCA PASA NADA", (1963). Juan Antonio Bardem.


Magnífica película de este gran director que hay que reivindicar. Ácida radiografía de una España, en este caso provinciana, cimentada en unas costumbres estáticas, unos valores clasistas, inamovibles, de falsas apariencias, doble moral e hipocresía. Normal que no gustara en su época, porque mete el dedo en la llaga como el mejor cirujano del cine.

Ambiente asfixiante de un pueblo interior, con un entorno yermo, en ruinas, deprimente, que se percibe seco e inhóspito.

Personajes abatidos, insatisfechos, con sus pulsiones castradas por el celo impuesto por una sociedad que no quiere cambiar. El título lo dice todo.

Ni el aire fresco que entra de ese profesor de francés tan sensible y poeta, ni el huracán, la modernidad y falta de prejuicios de la vedette francesa que recala fortuitamente en ese pueblo atemporal e indolente, pueden dejar huella.

Existe una inercia anclada en el machismo, en lo tradicional, en la perpetuación de lo tiránico, el doble rasero, ...

Las personas sufren su miseria e infelicidad como un sino que hay que soportar, de ahí que cualquier atisbo de cambio les haga huir o hacer huir a quien le despierta lo más íntimo. Todo lo foráneo representa una amenaza que al principio desata la curiosidad, pero luego se convierte en reveladora de las miserias humanas.

Excelente narración, con notas documentales de esa España profunda,  planos secuencia largos sustentados por enormes actores, que abren su alma al servicio de una historia que se antoja no tan lejana.

Toca temas poco acostumbrados anteriormente como la infidelidad consentida y la separación matrimonial.

La recomiendo enormemente.


Estrella Millán Sanjuán.

"LEJOS DE LOS ÁRBOLES” (1971).

Jacinto Esteva Grewe.


Documental grabado en los 60 en diferentes ciudades y pueblos de España de este director, perteneciente a la Escuela de Barcelona, que pasó por numerosos inconvenientes antes de su estreno. Rodado durante varios años, se enfrentó a la censura desde su inicio, que trató de evitar que exhibiera según qué imágenes y que se encargó de alertar a los alcaldes de los municipios a los que acudía el equipo técnico sospechando de sus intenciones, alargando así su producción.

Algo debían temer que ensombrecería esa España que salía en el NODO, que exportaba una imagen de desarrollismo, turismo extranjero y abierta. Un país que se vendía muy lejano del oscurantismo de la posguerra y una época de autarquía económica por el aislamiento internacional en que se sumergió.

Jacinto Esteva se enfanga hasta las rodillas mostrando otra cara que solo vimos en 1933 en el documental de Luis Buñuel “Las Hurdes. Tierra sin pan”. Pero, en esta ocasión abre el abanico de temas y no solo se narran la miseria y necesidad de una comarca en concreto, sino que recorre la península dándose de bruces con el fanatismo religioso, la superstición, la ignorancia, escasa formación y una cultura que justifica el maltrato animal de forma impune y bochornosa.

No es la mirada de Esteva implacable hacia lo que nos describe, sino que se muestra objetivo y casi tolerante por una mezcla de fascinación y estupefacción ante esos episodios rodados normalmente en festejos de la geografía española. Un ojo itinerante que siempre encuentra a donde acude una sociedad aletargada, sumida en el analfabetismo, el salvajismo, la religiosidad llevada al extremo, ganas de diversión y éxtasis con los que olvidar unos días su abandono en todos los ámbitos. Una población rural la mayoría, aquejada de todos los males que sufría por una guerra, sus consecuencias y la presión de la dictadura.

Durante el metraje asistimos unas veces impresionados por el espectáculo de masas de esos festejos multitudinarios y otras apenados por imágenes en las que la exaltación religiosa y determinadas costumbres van de la mano de una sociedad embrutecida y olvidada. Engañada sabia y premeditadamente con el caramelo del jolgorio efímero y falsa sensación de libertad, como si lo peor ya hubiera pasado.

Un viaje horripilante en ocasiones con contrastes afilados que hieren de esa España profunda, rancia y entumecida, pero que nos duele más, porque más de cincuenta años después comprobamos que nos somos tan distintos ahora en algunos puntos. No me ha sido fácil ver cómo en un pueblo hacen carreras de burros flojos, para ver cuál cae derrotado después de tenerlos días si agua y comida y pegarles para que se levanten al finalizar. Tampoco aquel otro burro, que, por una costumbre medieval, simboliza el demonio y lo despeñan por un desfiladero, ni las corridas de toros con el animal agonizante, ni los toros que caen al agua entre risas y carreras de los mozos. O ese día en que los potros salvajes son conducidos del monte al pueblo para raparles la crin, apelmazados y asustados entre coces, bocados, como si fueran a ejecutarlos. Fiestas que perviven todavía, aunque no todas, por fortuna.

Tampoco me es agradable ver esas mujeres poseídas exhibiéndose en procesiones gritando, ni las miradas de personas desdentadas, enjutas y harapientas entregando dinero a la Iglesia en esas liturgias.

Ese país de los 60 simbolizado en una gran masa que no piensa, callada por la ignorancia, pero que expresa en sus ojos amargura y desesperanza.

Sí son más digeribles las imágenes de fiestas del vino, de Anguiano, el fervor religioso de las romerías, la quema de diablillos, el trabajo en el campo de las mujeres, o el transporte de pescado en la cabeza. El baile de Antonio Gades o procesiones sangrientas de Semana Santa que aún perduran.

Porque este documental es etnológico, refleja las costumbres y cultura, algunas ancestrales, constituyendo un estudio antropológico de un país que nos da testimonio fiel de una época.

En definitiva, un documento gráfico que no gustó un ápice porque destapaba verdades que no convenía exponer y que fue mutilado durante el proceso y una vez finalizado también, así como su título, que no era el que se decidió.

Sería muy grato ver la totalidad de lo rodado, aunque espeluznante a partes iguales.



Estrella Millán sanjuán.


DIARIO TAMIL (2022).  

Gonzalo García-Pelayo.


Muy satisfactorio asistir a esta salvaje incontinencia laboral durante este 2022 del infatigable director que se vio sumergido en treinta largos años de silencio y limbo cinematográfico por distintas razones, pero que, fruto de una revisión y reivindicación de su obra anterior por parte de jóvenes críticos, se lanzó hace muy pocos años a reanudar su faceta de director, que es lo que siempre deseó ser. En 2022, pisó el acelerador para compensar con creces una forma de expresión por medio de la imagen quebrada por el infortunio y que pedía a gritos proyectarse. Aunque durante esos años se dedicó a la música y otros menesteres, el dinero acumulado con el tiempo y sus viajes engendraron la idea de viajar a esos lugares que amó y que pretendía fundir con su emocional visión del cine.

García-Pelayo abre todas sus películas de este novelesco y soñador proyecto con unas introducciones extraordinarias, sin título; una imagen “a pelo” que te interpela per se y te avisa de su poder de persuasión. Si en la excelente “Alma quebrada” la cantante Selina nos “narcotizaba” con la hondura y el ahogo de su voz rota o en “Ainur” los planos nocturnos de Nursultán en Kazajistán, con enormes y poderosos rascacielos nos asombran por lo ingente de su irreal arquitectura, en “Diario Tamil”, el director se presenta con el trino de los pájaros sentado relajado escuchando música de la India con unos auriculares dejando claro que nos va a ofrecer su impronta y que especialmente en esta sexta de 10+1 desea aparecer por considerarla muy especial.

Un cine el de García-Pelayo con ejes vertebradores reconocibles a pesar de la diferencia temática de muchas de ellas. Meridianos que circundan y hacen girar este vital universo como la expresión musical, la emoción, la poesía, el amor libre, la naturaleza, la pasión y sobre todo la veneración por la mujer, derramándose en un tipo de cine que explora la felicidad y clama urgentemente un apego y celebración hacia la vida brutal.

Este señor del Renacimiento transita por vericuetos de la contracultura –en la que dice encontrarse realmente a gusto–, orquesta un cine “endogámico” en el sentido positivo de hallarse y repetir con gente muy próxima y de confianza en lo que advierto que los rodajes y postproducción han de ser toda una grata e íntima experiencia que trasciende lo profesional.

Y centrándonos ya en esta película, más que destacable es su cromatismo y expresión paisajística, entroncando con “Le fleuve” de Jean Renoir en lo que a espectáculo visual y cultural de ese país se refiere y a las cálidas relaciones que allí se generan, así como su crecimiento personal en un lugar repleto de magia ancestral. Aunque, por la época que estamos tantos años después podríamos decir que en su forma narrativa y acercamiento al documental, García-Pelayo podría revelarse como un sucesor de Jean Rouch, con una revisión del cinéma verité llevado a su terreno y que, en vez de hacer un estudio etnográfico de África como lo hizo el francés, se traslada a la India y Sri Lanka, sin detenerse a estudiar solo la idiosincrasia y cultura autóctona, sino aportando y provocando una fusión y miscelánea con personas foráneas que nos trasladan con sus diálogos su progresivo estado de sugestión.

Muy posiblemente Gonzalo nos regale varios de los mejores planos de la naturaleza que he visto en el cine y lo digo porque los destellos, colores y texturas cuasi irreales que emite la solitaria roca sagrada Sigiriya de Sri Lanka en un alarde fotográfico sin igual, superan la perfección. Es tal lo pictórico de esa escena que tuve que pausar la película y fijarme si esos planos en profundidad con los tres personajes caminando hacia ella no era un decorado que me remitía a la exquisitez y laboriosidad de la película “Black narcissus”, de Powell y Pressburger, cuando en el cine se cuidaba hasta el mínimo detalle, si no había posibilidad de rodar in situ y los estudios trataban de emular lugares ensoñadores con un pincel divino.

No, ese inconcebible lugar existe y es el preámbulo al viaje exterior e interior de los tres protagonistas y que se presenta como un muro inexpugnable a escalar por imposibles escaleras por las que van rindiéndose progresivamente y al que consigue llegar triunfante una de ellas, alzándose desde arriba al mundo y contemplando en deslumbrantes planos subjetivos unas sensuales pinturas femeninas en la roca como premio a la perseverancia.

Después nos introducimos en el interior de un gigantesco y milenario Ficus al que se puede acceder entre sus raíces aéreas hechas tronco que simbolizan el espiritual y atrapante biotopo del país del que jamás podrá desprenderse el trío en su viaje de vuelta. Un imaginario y energía sin igual que el director plasma en otro momento a través de un hipnótico caleidoscopio que comienza en ese mágico árbol acompañado de la música envolvente de la India.

Constantes subrayados se suceden durante el metraje mediante frases que enfatizan una imagen o resumen el sentir de Zoé, Darío y Asia y que le otorgan una narrativa especial e informal –no pude evitar recordar la ópera prima de Koberidze en la que podemos observar insertos gráficos muy parecidos– muy fresca, de cine espontáneo y nada recargado, sino que inhala e insufla vibrante vitalidad en una suerte de docuficción deliciosa. Transiciones con colores muy fuertes y vistosos de cada día de ese diario que nos transportan a esas telas de seda tan cromáticas y brillantes que se prueban las dos chicas y que tienen el color de la naturaleza del país.

Si “L’avventura” de Antonioni atrapó a García-Pelayo por esa conjunción metafórica de paisaje rocoso y el vacío de los personajes, en “Diario Tamil”, es precisamente lo contrario; la espesura de la vegetación, el colorido de las flores y las sedas, el agua, los templos tallados en la roca y el contraste del rojo de las ropas en la piel oscura de las mujeres simbolizan la fuerza de un lugar tan desconocido como interesante para Occidente, tan diferente en su forma de conocimiento, más intuitivo y cercano a lo místico y terrenal. Un medio y arquitectura tan distintos que embauca a todo el que osa acercarse, sacudiendo su existencia tal como expresaba brillantemente Rossellini en su cine. Para Gonzalo, la relación cálida entre actores y enclaves es fundamental y así podemos apreciarlo en esta filmografía. Tanto como, por su pasión por las matemáticas, los números que enfatiza de forma gráfica como el mágico “108” mientras habla Asia, tienen un especial protagonismo.

Y si a este vibrante medio le añade el director un capítulo importante como es la música armónica y circundante del país, el resultado roza la perfección. “Todo es música en la India”, comenta Zoé (Selina del Río), mientras nos hablan de los tempos atípicos y difíciles de allí, sus giros y dibujos musicales en un estilo sin igual, con vibraciones atávicas; cantos de meditación que necesitan una afinación extraordinaria y con los que se va a atrever Selina, cantante todoterreno que pretende fusionarse cantando un mantra en mitad de la calle, con su exotismo de pelo rubio y ojos azules que impresionan a los ciudadanos. Y lo consigue.

Momento urbano de especial magia que contagia a los allí presentes y a los espectadores y que se repite al final de la película en la playa sublimado por la emoción de la cantante que ríe y derrama alguna lágrima entre la multitud a la que tiene que esquivar seguida por la cámara como si fuera una de ellos. Mantra con resonancias ancestrales que siguen repitiendo su eco una vez finalizada la película. 


Estrella Millán Sanjuán.

"EL CAMINO” (1963).

Ana Mariscal.


En este año he hablado mucho de pioneras en el cine, tanto de actrices, como de directoras, guionistas y productoras. Mujeres que encontraron muchas dificultades para desarrollar su trabajo en una sociedad en la que no hallaban su espacio, normalmente ocupado por hombres y, por tanto, tropezaron con muchas piedras en el camino, que les impidieron evolucionar plenamente en sus proyectos o  les frustraron sus carreras.

En los últimos años existen muchas iniciativas para dar a conocer a estas emprendedoras del cine, como es el caso de la serie de Mark Cousins “Women make film”, cuya finalidad es reflejar el reducido lugar que ocupan en la cultura cinéfila, siendo directamente borradas o excluidas de la Historia del cine. Con su visionado, aprendemos que han existido y existen muchísimas mujeres dedicadas al cine aparte de ser las encargadas tradicionalmente del vestuario, maquillaje, ser script o secretaria; cineastas que no han gozado de una adecuada difusión. Directoras como Alice Guy, Germaine Dulac, Lois Weber o Dorothy Arzner, que en su momento sí gozaron de prestigio en una sociedad tradicionalmente patriarcal, resulta injusto que fueran olvidadas con posterioridad, hasta su reivindicación mucho después.

Pues fue una grata sorpresa hallar en un episodio una referencia a esta gran directora, productora, guionista y actriz española: Ana Mariscal. Y fue con la película “El camino”, de la que destaca que la escena en que los tres niños se desnudan para defecar mientras pasa un tren por un túnel, como símbolo de valentía, no podría haberse rodado en EEUU, por ejemplo. La describe muy natural, valiente y con un tono diferente.

La conocía por su faceta de actriz y por dirigir la película “Segundo López, aventurero urbano” (1953), una historia con tintes parecidos al neorrealismo, pero no con demasiada carga dramática. Me interesó esta directora que se dio a conocer por la película “Raza” (1941), - cuyo argumento era del mismísimo Franco, bajo seudónimo -­, pero que intentó desprenderse de esa imagen forjando una carrera como cineasta y hasta productora, creando la Bosco Films, hecho inaudito en esa época.

Tuvo el mérito de ser la primera directora en nuestro país con una carrera larga, pues las pioneras Helena Cortesina, Elena Jordi y Rosario Pi, de las que escribí en otra ocasión, dirigieron, pero su trayectoria se vio muy pronto truncada por las dificultades. Aunque es de alabar las iniciativas en una época en que la mujer en España era dirigida hacia otros derroteros como la sumisión, obediencia, nula formación intelectual, dedicación al marido e hijos por entero y recatada actitud. Cualquier ideología o proyecto laboral contrarios a estas “virtudes” impuestas a la mujer pasaba por el exilio, la cárcel o el silencio por el miedo a la represión franquista.

Deteniéndome ya en la película en sí, observamos que es una adaptación de la novela homónima de Miguel Delibes de 1950, unos de los escritores más llevados al cine, en gran parte por los temas de sus relatos y también por su especial prosa y diálogos, con un marcado carácter cinematográfico. Otra directora, en este caso, Josefina Molina, adaptó la misma novela para una miniserie televisiva en 1978.

Delibes supervisó el guión, existiendo varias fotos del escritor durante el rodaje muy especiales. Mariscal imprime su sello sensible y con dosis de humor, cuidando a cada personaje que, por más que nos pareciera antipático, lo dibuja con una enternecedora mirada e incluso algo de misericordia. Con la censura como amenaza, la historia no podía ser demasiado crítica, pero sí destila inconformismo en esa descripción del mundo rural con distintos personajes que forman parte de un microespacio, pero extrapolable a la situación global de una España reprimida, deprimida culturalmente y sometida a la presión del nacionalcatolicismo.

En “El camino” la naturaleza es un elemento muy importante. Es el entorno en que juegan los niños, el medio de vida del típico pueblo castellano que a duras penas consigue sobrevivir. Es la encargada de enseñar la verdad de cómo vienen los niños al mundo, observando a una coneja pariendo. Es también el refugio de la pasión que buscan las parejas jóvenes que huyen del qué dirán y de la represión sexual y la prohibición de las relaciones prematrimoniales. Pero, además, puede ser el lugar donde se encuentra el disfrute del ocio unido a la muerte por sus parajes peligrosos como las rocas de un río.

Es una película sencilla, sin demasiados alardes técnicos, con buena fotografía, pero que transmite muy bien el espíritu y la visión del mundo a través de la inocencia y descubrimiento infantil, protagonizada por Daniel “el Mochuelo” y sus dos amigos, que asisten tristes a su éxodo a la ciudad impuesto por su padre en busca del progreso. Un tema ya tratado por Mariscal en la anterior película citada de 1953, así como en “Surcos” de Nieves Conde o “Rocco y sus hermanos”, de Visconti.

Amargos “caminos” en la posguerra hacia una esperanza de vida mejor que no siempre obtienen un futuro alentador, pero que padeció mucha población que sobrevivía a duras penas en medios rurales. Tema que podemos observar también en la excelente “Los santos inocentes” del mismo escritor, pero con un acento mucho más desolador.

Niños que definen, en un diálogo delicioso, que “progresar es trabajar menos que tu padre y ganar más”. Aunque sea renunciando a los momentos genuinos que brindaban la vida sana de los pueblos, el correr por las calles, cazar animales, competir por ver “quién es más hombre”, enamorarse por primera vez, la amistad infantil de verdad, bañarse en el río o jugar en el bosque. Momentos que permanecerán en la memoria de los que emigran con amargura a las deshumanizadas y frías ciudades.

Todo ese espíritu transmite este estupendo film que añade como ingredientes principales una crítica a las beatas y la Iglesia, perfectamente ejemplificada en esa mujer - Julia Caba Alba, en un papel memorable, sobretodo en la secuencia nocturna del bosque apuntando con una linterna a las parejas que “están en pecado mortal” -, que ejerce de observadora y represora del pueblo; la crítica a la censura del cine con esa Comisión creada por varias mujeres, que son más exigentes que el propio cura y que terminan por quemar en una imagen simbólica el proyector de cine, privando a jóvenes y niños de momentos de la magia del cine y de pasión en la oscuridad; la permanente vigilancia hacia las vidas ajenas y murmuraciones a aquél que se sale del tiesto; y la miseria de casi toda la población que mira con recelo hacia la casa del indiano que amasó fortuna y a su hija, que tiene el mejor cutis de las chicas “por ser rica”, que se pasea con un rutilante coche conducido por un jovencísimo Juan Luis Galiardo y que provoca el amor platónico de Daniel, que la ama en silencio.

Cine con preocupación social, sencillo, natural, libre de excesiva carga dramática, con humor satírico, pero no exenta de profundidad. A la censura franquista no tuvo que agradar demasiado, ya que no se permitió que se estrenara en la capital, sino en provincias.

La recomiendo.

Estrella Millán Sanjuán.


"NUEVE CARTAS A BERTA”, (1966). Basilio Martín Patino.


Descubrí la existencia de esta joya a través de una publicación de un texto literario corto de Francisco Huertas Hernández antes del verano, que hablaba de la memoria y la práctica ya abandonada de cartas manuscritas. Me interesó, pero postergué el verla y hoy, que me topé casualmente con ella, me acordé rápidamente.

Mucho antes debí hacerlo, lo que no comprendo es cómo no se hace mucha más referencia en distintos foros a esta lúcida ópera prima, ganadora en el Festival de San Sebastián, de un director a reivindicar después de la impresión que me ha dejado.

Comienza esta película con un pequeño rótulo que alude al poema “Españolito” de Antonio Machado. “Esta es la historia de un español que quiere empezar a vivir y a vivir empieza…” Toda una declaración de intenciones si seguimos el poema “...entre una España que muere y otra que bosteza…”, que lógicamente la censura no podía permitir que se viera…

No siendo ésta la única alusión al gran poeta en esta fabulosa historia, sino que vuelve a existir una referencia a él por un libro del protagonista en la que uno de los personajes exhibe sin pudor su desconocimiento del gran escritor, algo muy revelador de una cultura cercenada por los vencedores.

“Nueve cartas a Berta” posee una originalidad sin precedentes en la filmografía española. Constituyendo lo que se denominó el “Nuevo cine español”, este trabajo hace gala de una nueva forma de narrar cinematográficamente, con una continua voz en off del protagonista (Emilio Gutiérrez Caba), que abre su alma mediante cartas a una chica (Berta) que nunca llegamos a conocer visualmente, pero sí en espíritu. Se entrelazan planos casi documentales urbanos y de bailes, que nos remiten a la Nouvelle vague de Agnès Varda o Truffaut, con secuencias costumbristas de una España anquilosada y lastrada, así como fotogramas sueltos y primeros planos que enfatizan la gramática de este relato y una división por capítulos con imágenes medievales de presentación. Toda una arriesgada apuesta para esos tiempos, que pocas veces podía asistir a algo verdaderamente interesante en una época de intervencionismo cultural y educativo, en la que abundaban poco estos “mirlos blancos” que, a veces, una burda censura dejaba escapar para gozo de unos y desconcierto de otros. Como esas dos Españas que denunciaba Machado.

Hemos abandonado las relaciones epistolares, ya no digo con el encanto de las manuscritas, que parecen ya un ejercicio de estupidez arcaica solo para clásicos en extinción, sino que ni siquiera en la era digital somos capaces de enviar textos sentidos, que acerquen en la distancia. Todo es efímero, superficial y fugaz. Pues este film ahonda en la importancia del recuerdo, de la memoria, en los sentimientos depositarios de lo esencial, lo que nos hace ser más que nunca, emocionarnos, vivir, en definitiva. En sentirnos más próximos a personas remotas, que a nuestro entorno.

Y también es un homenaje a aquellas personas que, presas del peso de los que se imponen por la fuerza de la sinrazón y la barbarie, tuvieron que exiliarse para no desaparecer en cuerpo y hacer perdurar los ideales de los vencidos.

Berta es una joven, hija de exiliados españoles en Londres, intelectuales y libres, que nunca ha conocido España, su origen. Lorenzo viaja a esa ciudad por un tiempo y vuelve cambiado.

Ha experimentado una metamorfosis ya indeleble por la apertura cultural, política y social que ha significado contactar con esa especial familia y un país libre. No hay vuelta atrás, su viaje de regreso a una España de los sesenta, que presumía de un incipiente aperturismo, le resulta ahora irrisoria y vergonzante. No hay nada peor que ampliar miras, conocimientos y que te los amputen de un tajo descorazonador. La España a la que vuelve, dormida, hipócrita, silenciada, no sufre, porque la han hecho ignorante. Esa España del folklore, Semana Santa, del “qué dirán”, de mujeres vestidas de negro, hombres en bares, fiestas populares, sexo reprimido, de ir a misa y de la Iglesia entrometida hasta la médula. Un buen adormecedor inoculado convenientemente.

Me imagino los meses que pasó viviendo en ese Londres vivo, vibrando en lo que se denominó el “Swinging London”, asistiendo a conciertos de The Beatles, Rolling Stones, The Yardbirds, The Who, museos, exposiciones fotográficas y pictóricas, el necesario Free Cinema,… Reflejo del que dejó constancia Michelangelo Antonioni en su bizarra “Blow up”. Y charlando horas y horas con el padre de la chica, profesor universitario, que realiza un ensayo sobre el “Siglo de oro” español con la ayuda de Berta. Esta chica significa en realidad la libertad, el oxígeno, el saber, una alegoría muy hermosa...

Todo un choque cultural al que separa un abismo que sume en la depresión al protagonista y que se aferra en la escritura a algo abstracto, intangible, pero fundamental para su existencia. Nunca sabemos, a lo largo de la película, si Berta le responde, lo cual enfatiza la desolación de Lorenzo, el cual parece que habla para nadie, pero en realidad nos habla directamente a nosotros. A ese público que asistía en directo a la sala de cine y veía cuestionada su educación, sus costumbres enraizadas a golpe de bastón impuesto, a un terremoto que quería remover conciencias. ¿Lo lograría?

Lorenzo intenta comprender a sus padres, personajes frustrados, a los cuales justifica por ser un producto de la Guerra Civil, que voló por los aires sus aspiraciones e ilusiones y creó unos seres indolentes, egoístas y poco comprensivos con la “enfermedad” que trae su hijo del extranjero y que curará con la sumisa novia que le espera en Salamanca (Elsa Baeza) y una vida como Dios manda.

Me parece una obra maestra que además hace casar perfectamente un realismo social con poesía visual en esos planos ralentizados y sobretodo quería destacar en el magnífico travelling por el casino de Salamanca en el que los hombres miran congelados a cámara, simbolizando esa España muerta intelectualmente y sumida en el oscurantismo. Nos contagiamos de ese ritmo pausado, de esa languidez y melancolía que rezuma por todos sus poros esta película.

La emparento casi inconscientemente con esas obras maestras que son "Calle Mayor" y "Nunca pasa nada" de Bardem, historias muy parecidas sobre una España artrítica, rancia y tradicional.

¿Qué desea Lorenzo con sus dudas existenciales? ¿Hacer una pequeña revolución en su entorno, volver a ese Londres que intuimos, pero nunca vemos?¿Rendirse ante la evidencia? En la escena final asistimos a una frase sin emoción entre la pareja de novios: “Está llegando la primavera” y un beso frío como un témpano que nos sume en el estado de conformismo y desesperación callada con la que vivirá permanentemente este chico desubicado e infeliz.

Estrella Millán Sanjuán.


"ORGULLO”, (1955). Manuel Mur Oti.


Manuel Mur Oti fue un destacado director español, nacido en Vigo, que perteneció a lo que se llamó la Generación de los renovadores del cine, junto con Nieves Conde, Arturo Ruiz-Castillo y otros. Un cineasta con un estilismo muy característico, un tanto barroco, con raíz expresionista y una marcada influencia también del cine de Hollywood. Demostró en ese período oscuro posguerra civil una honda preocupación social, así como una pasión por el melodrama, la tragedia griega, el destino, interés por caracteres con fuerza, sobretodo en mujeres, haciendo un cine poco emparentado con la comedia que propugnaba la censura franquista, el cine de folclóricas superficial o ensalzamiento al Régimen. Un director que cayó en el olvido y que fue premiado con el Goya de Honor de la Academia del cine en 1993 a toda una carrera.

Ésta es su cuarta película, después de destacar con su excelsa “Cielo negro”, 1951, un drama oscuro, pesimista, denuncia de una sociedad hipócrita y tradicional. En “Orgullo” dio rienda suelta a su conocida ambición y valentía, llevando a cabo una superproducción muy deudora de su pasión por el western norteamericano, convirtiéndose en el primero de ese género en España. Un drama rural, universal, con influencias de Shakespeare, como dijo en una entrevista: “Es una revisión de los problemas de amores contrariados, creé un nuevo Romeo y Julieta”. Pero también es un placer encontrar reminiscencias del cine de John Ford, en esos grandes planos generales del paisaje montañoso, que en este caso se realiza en los Picos de Europa, con una fotografía incontestable. Y también es un hallazgo encontrar personajes de mujeres intensas, fuertes, muy lejanas al arquetipo de mujer sumisa y complaciente dictado por la Sección femenina y que nos remiten a la maravillosa “Johnny Guitar” de Nicholas Ray. Personajes femeninos que son el epicentro de la historia y con un marcado carácter y capacidad de decisión.

Esta obra maestra posee una gran expresividad artística, con unos planos muy potentes, siempre colocada la cámara baja y muchas veces con grandes contrapicados que dotan de una gran fuerza y presencia a los personajes, a menudo mostrados montando a caballo, en los que la joven protagonista monta como un jinete y no una amazona de la época. Un western que reúne los elementos imprescindibles como el espíritu de conquista, paisajes grandiosos como medio natural que transforma a los personajes, problemas entre familias y fronterizos, caracteres resistentes, tozudos y rebeldes, vaqueros guiando ganado, … Todo un homenaje a este género, pero con un toque de melodrama y una puesta en escena propia de este director que le da un sello especial y, para mí, trasciende el género apropiándose del suyo propio, inclasificable.  Mur Oti, que también es el productor, quiso que tuviera una proyección internacional, por eso contrató a dos actores brasileños que participaron el año anterior en una película premiada en el Festival de Cannes y que eran reconocidos. Marisa Prado compone un personaje inolvidable, clave para la película y que desarrollaré después. La película fue seleccionada para el Festival de Venecia pero, debido a una serie de problemas, la delegación española la retiró, así que su proyección internacional se vio mermada.

Mur Oti vivió unos años en Cuba, donde trabajó guiando reses a caballo, de ahí su pasión por incluir escenas increíbles de ganado en todo el film, muy bien rodadas y poéticas. Mi entusiasmo por esta película me lleva a ver influencias de “Tierra” (1930) de Dovzhenko, obra donde mejor se ha representado a los animales y lo terrenal ligado a lo lírico, con contrapicados fabulosos y que veo aquí también, desconociendo si es real esa influencia o también un propósito de ensalzar poéticamente el “alma” de los animales, que son un elemento fundamental también en la historia.

Y un dato curioso es que el pilar clave del relato es la lucha por el agua, como lo fue también en la enorme “The big country” de William Wyler, pero rodada tres años después. El parecido en las disputas familiares por ese elemento fundamental sería un homenaje de ida y vuelta en el caso de que el maestro Wyler hubiera reparado en este western hispano. ¿Por qué no? En España se ha hecho muy buen cine, del que debemos presumir.

Centrándome en la historia, “Orgullo” es un drama intenso con las rencillas ancladas en absurdos momentos del pasado entre dos familias, con la naturaleza como fondo y motor vital. Los Mendoza y los Alzaga, unidos por el amor de Teresa y Luis, ven como, por temas de lindes y la escasez del bien del agua tan importante para las reses, sus vidas se distancian al colocar éste estacas en el río que dividen sus territorios y su relación de por vida. Decisiones estúpidas, que cercenan el amor supeditadas al rencor, el honor, la posesión y la supervivencia y que pretenden perpetuar cuando sus respectivos hijos, como si el destino quisiera revivir la historia, se enamoran. Pero las nuevas generaciones se resisten a seguir el camino del sino y luchan por cambiar el curso del mismo y no dejarse guiar por las fuerzas telúricas y del medio cuando se acaba el agua del territorio de los Mendoza. Mur Oti amaba la tierra, tal como pudimos ver en “Condenados” (1953) con esa protagonista que se esfuerza en sacar adelante su cosecha, campos y molinos de viento, mientras espera a que salga su celoso marido de la cárcel, que tanto nos recuerda a “Él” de Buñuel, del mismo año.

Laura, la hija de Teresa, que regresa de París formada intelectualmente, pero muy lejana a la realidad rural, experimenta una transformación increíble, pasando de ser una chica obediente a las exigencias y orgullo de su madre, -“Las estacas deben ser para ti como si el mundo terminara en ellas”- , a una mujer decidida, audaz, una heroína que encabeza una expedición con el ganado exhausto y sediento en busca de un lago esperanzador al no poder casarse con Enrique  por el resurgir de los fantasmas del pasado y el odio soterrado entre enemigos. Un personaje femenino que de nuevo nos retrotrae a Hollywood y a la poderosa Scarlett O’Hara de “Gone with the wind" (1939), al que homenajea en un plano final. Como también nos recuerda la intensidad de Teresa a Joan Crawford de “Johnny guitar”, (1954) en esos planos arriba de las escaleras en las que exhibe su poderío. Como apunté antes, las mujeres son importantes en la filmografía de Mur Oti, como esas otras de “A hierro muere” (1960), que componen personajes psicológicos interesantes o esa Estrella de “Fedra” (1956), con una sensualidad unida a la fuerza de la naturaleza, aunque el final sea muy dramático.

Como curiosidad, apuntar que la lograda secuencia de busca del agua quería rodarse en el lago Enol, pero por condiciones climatológicas adversas, se vieron obligados a hacer en el lago de La Casa de campo en Madrid con cristales pintados con majestuosas montañas como decorado detrás. Y otro dato a destacar es la secuencia dura en la que un par de bueyes son despeñados con su carro realmente por un terraplén simbolizando el sufrido periplo en la búsqueda del ansiado elemento. En la línea de la cabra despeñada de “Las Hurdes, tierra sin pan” (1933) de Buñuel, pero mucho más dramático. Hecho hoy impensable en el cine por la protección animal.

A destacar también la iluminación de los interiores, nocturnos, con un expresionismo espléndido y un travelling lento con acercamiento a primer plano de Marisa Prado muy intenso en los que exhibe su capacidad interpretativa. Así como también los planos de la ansiada y pacificadora lluvia que provoca la súbita subida del río y la pasión amorosa final.

Una película con buenos actores, extranjeros y nacionales, aunque el que menos me atrae es el de Alberto Ruschel. Bien narrada, con música de jotas castellanas y muy distinta a la oferta de la época.

La recomiendo, es una joya del cine español poco valorada.


Estrella Millán Sanjuán.


"UNA MUJER CUALQUIERA" (1949).

Rafael Gil.


Aunque la proliferación y auge del cine policíaco español se puede decir que empezó en 1950 con las interesantes películas "Aptdo. de correos 1001" y "Brigada criminal", a partir de la cuales se intensificó la producción de este género, podemos decir que en los años 30 hubo alguna en esa línea y algo más en los 40 como esta que voy a describir.

Un género con similitudes con el cine negro americano, si bien éste empezó su andadura antes por circunstancias históricas propias de EEUU con el de gángster a finales de los 20, principios de los 30, teniendo su auge después de la II GM con una estética que bebía del expresionismo alemán, pero que fue depurando un estilo propio exportado a muchos países por su atractivo en temática.

En España, con otro contexto sociopolítico distinto, una Guerra civil de por medio, una nula competencia de la incipiente televisión por las carencias económicas, su proliferación fue más tardía entre los 50 y parte de los 60, aunque, como en Hollywood, sirvió de válvula de escape para reflejar un contexto muy concreto con crítica social. Pero con la férrea censura franquista, más implacable que el código Hays, penetrar en la ambigüedad del bien y de mal, la carga sexual y desinhibición de la femme fatale, describir un ambiente de delincuencia justificado se hacía más difícil.

Rafael Gil fue un gran realizador en el género melodramático, si bien, su pasado como crítico cinematográfico y su admiración por el cine de otros países, le condujo a teñir de neorrealismo alguna de sus películas como la anterior estupenda "La calle sin sol" (1948) o a adentrarse en el "noir" con esta de "Una mujer cualquiera", las dos con diálogos de Miguel Mihura que sumaban calidad,  con un costumbrismo también de esa España con mucho atraso sociocultural y, en gran medida, en cuanto a la concepción del papel de la mujer en la sociedad.

La película posee muchos mimbres que tejer con esta mujer (la mítica María Félix) que se nos presenta con mucha clase, muy hermosa, viviendo en el Hotel Astoria con todas las comodidades con un marido egoísta. Pero, como en el mejor melodrama, una serie de tristes acontecimientos la llevan a verse sin nada y a volver casi al pasado de carencias con el que vino a España.

Su desesperación por sobrevivir la lleva a acudir a una pensión humilde típica de la época en la que todos hurgan en las vidas de todos hasta que se "echa a la calle" para sacar dinero valiéndose de su magnífico físico y se encuentra con un atractivo e interesante hombre que cambiará el curso de su vida y la sumergirá en un submundo del que desde pequeña no parecía desprenderse con un magnetismo que la conducirá a la fatalidad.

Lo interesante es que, para ser la década de los 40, Gil introduce temas como la prostitución, la separación del marido, el tráfico de cocaína, asesinatos, una mujer libre y desinhibida, que fuma y bebe alcohol, aunque para no alarmar a los censores, el personaje es extranjero, salvaguardando la "honra de la mujer española" de la época, que se formaba en la Sección femenina.

Para ello da pinceladas con la mujer del personaje taxista sobre cómo debe ser una ama de casa autóctona.

La maestría en la puesta en escena, con unos interiores muy llamativos, como la casa de la zona de Ciudad Lineal, el Hotel, la pensión o el pisito donde se esconde Nieves, hacen que el relato sea muy atractivo, así como los exteriores, casi siempre nocturnos, con calles mojadas, sombrías, solitarias y coches negros de los 40. Con muchas resonancias del mejor cine americano, también del francés, aunque con el toque madrileño y local, que le da un encanto especial.

Los planos en los que hay niebla, árboles desnudos y carreteras inhóspitas nocturnas con una fotografía fabulosa, ambientan muy bien el relato criminal y policíaco.

A destacar los que ella está prófuga y refugiada en una habitación en la que las líneas verticales y horizontales del reflejo de la persiana le hacen parecer en una cárcel con sensación claustrofóbica.

Así como destacables son los constantes primeros planos de María Félix, que se come la pantalla, componiendo una mujer de esa época en la que la independencia económica y formación brillaba por su ausencia y la única salida era buscar un marido o un hombre al que agarrarse. Un título el de la película que ya apunta al tipo de mujer. Aunque en España, la carga sexual del relato está muy mermada, con alguna elipsis.

Antonio Vilar, que no fue un excelente actor, aquí está correcto en ese papel ambiguo y que vive al margen de la ley, con una estética de gángster atrayente.

La recomiendo.



Estrella Millán Sanjuán.


"EL INQUILINO" (1958).

José Antonio Nieves Conde.


Estupenda comedia negra de este gran director un poco olvidado  que, si bien no llega al alto nivel de "Surcos" o "Los peces rojos", sí es de valorar su conciencia social y ser de las primeras películas que tocaron el tema del derecho a la vivienda y que abrieron camino a maravillas como "El pisito" de Marco Ferreri.

Hay que tener en cuenta que ir a contracorriente no debió ser fácil en una época de estricta censura por razones obvias. Y cargar contra el Ministerio de Vivienda, la banca y empresarios no le salió gratis, costándole la carrera y ser considerado un realizador difícil, además de la vigilancia estrecha de la censura y obligar a quitar las escenas más ácidas e introducir un final feliz por obligación.

Si bien, en la versión que he podido disfrutar, vienen los dos finales, el de Nieves Conde y el obligado para no provocar más amargura en una sociedad española que pasaba una posguerra, con un nivel de vida bajo mínimos.

El director confía la película al siempre eficaz y creíble Fernán Gómez y a secundarios de lujo que siempre hemos tenido en nuestro cine. El guión es sencillo, pero muy hábil en la crítica a una clase media-baja que malvive para poder comer y no puede permitirse el lujo de comprar una casa decente, estando a merced de agentes inmobiliarios, burocracia interminable y constructores sin escrúpulos.

Con genialidad construye escenas casi surrealistas que llevan al protagonista, al ser desahuciado y no tener dinero, a recurrir a la "suerte de Don Tancredo" en una plaza de toros de la que sale apaleado. Me parece que tiene mucha carga simbólica.

Así como esa escena onírica en la que se ve llegando al "Barrio de la Felicidad", con esclavo, jaleado y eligiendo agente inmobiliario de entre muchos encerrados en una jaula como fieras.

Una película valiente, costumbrista, de denuncia social de una España de los 50 que se nos antoja no tan lejana. No he visto película más vigente.

Y el final de la familia montando su casa en el solar demolido por unos obreros muy humanos es desolador, con un regusto amargo. Evaristo grita: "¡Pasen a ver a un ciudadano sin hogar, sin casero, ni contribución!"



Estrella Millán Sanjuán.


“ESPOIR. SIERRA DE TERUEL”, (1938). 

André Malraux.

Viendo ayer esta película y leyendo sobre su periplo después de su accidentada terminación, me pregunto cuántas películas habrá que, por razones políticas, no vieron la luz o fueron secuestradas y destruidas por los vencedores.

André Malraux, el escritor e intelectual francés, luchó con las Brigadas internacionales en los comienzos de la Guerra civil española (1936-39), para defender la causa republicana. Su experiencia como aviador le llevó a escribir un libro, “L’espoir”, al que siguió esta película que está basada parcialmente en él. Aunque la historia se supone que está ambientada en Aragón, como esta permanecía en el bando nacional, las localizaciones se hicieron en Barcelona y Tarragona, en terreno republicano. Esta aventura suponía todo un reto para alguien que no era cineasta y que solo realizó una película en su vida. Una apuesta necesaria de este intelectual que estuvo actuando in situ, pero que vio necesario su apoyo y compromiso ideológico ante lo que allí acontecía para difundir al exterior, aprovechando un medio distinto al habitual al suyo, como era el cine. Y el apoyo lo tuvo también con el escritor español Max Aub, que tradujo el guión al castellano y colaboró en la producción, rodaje, siendo la mano derecha de Malraux. 


La financiación por parte del gobierno republicano fue una apuesta económica y material que le costó bastante, ya que estaba en horas bajas en 1938, pero la promesa de un proyecto que surgió de EEUU le animó a ver difundida su causa en muchas salas y tener una red de distribución propagandística internacional a pesar de estar perdiendo la contienda. Fue una forma de aferrarse a una última salvación y espera de cambio y reacción de las democracias occidentales.  

Lo interesante de esta cinta es que fue inacabada por el avance y llegada de los nacionales a Barcelona, teniendo que huir a Francia y terminar de editar y montarla allí. Pero ese fue solo uno de los primeros obstáculos por los que pasó, ya que únicamente se pudo hacer algún pase privado en 1939, al que asistió Juan Negrín, ya en el exilio. Con la ocupación nazi de Francia y las protestas de Franco, por considerarse un film problemático, la película fue secuestrada e intentada destruir en su totalidad. Pero las gestiones y habilidad de personas cercanas al escritor hicieron posible que una copia, titulada inteligentemente de otra forma, no fuera eliminada y saliera del país y no se quedara en el olvido. 

Con el fin de la II Guerra Mundial, esta legendaria película vio la luz en salas de Francia en 1945, ganando el prestigioso premio Louis Delluc y en EEUU en 1947 con buenas críticas, aunque con escasa repercusión, debido a un contexto ya distinto del que se narraba en esos años anteriores. Sin embargo, hubo una segunda salida para esta película en los años 60, en los que proliferó el cine en salas de Arte y Ensayo que reivindicaba el cine de autor y militante. Ello desembocó en que se proyectara en el Festival de Venecia. En España, por razones obvias, no se estrenó hasta 1977.

La película contiene textos explicativos en francés, pero los diálogos son españoles, siendo los actores de aquí, algunos profesionales y muchos otros, no. “Sierra de Teruel” no es una película francesa, fue financiada por el gobierno republicano, aunque por razones históricas y de derrota fuera imposible estrenar en nuestro país. 

Es notable su influencia del cine revolucionario soviético, pero posee algo muy interesante, y es que se aprecian rasgos muy ligados al posterior neorrealismo con esa miseria imperante, los actores no profesionales, los exteriores y las historias del pueblo en un contexto histórico de destrucción. 

Una mezcla que se construye entre el documental y la ficción al que se le nota una narración discontinua, fruto de las vicisitudes del rodaje y su estado inacabado al que le faltaban once secuencias. Pero ello no resta entidad a esta historia cargada de humanidad y lucha, en condiciones precarias y donde se refleja la unión del pueblo en la causa para conseguir frenar el avance de las tropas franquistas volando un puente estratégico en Teruel.

Adolece, a veces, de falta de ritmo, de unos diálogos poco naturales y forzados debido a la escasa preparación de algunos actores, pero el resultado para mí es satisfactorio, porque introduce escenas con gran carga metafórica a través de la imagen, así como transmite muy bien la desesperación de esas brigadas que no contaban con armas modernas como el bando contrario e iban notando cómo eran presionados, contando con la escasa ayuda que venía de Madrid y de las gentes del lugar que aportaban lo poco que podían, mientras se ahogaban en su miseria.

A destacar escenas como la del suicidio en pro de la victoria de dos partisanos contra un cañón bien filmada, con tensión in crescendo y una elipsis en el momento del choque mortal con una bandada de pájaros huyendo y la gasolina derramándose al lado del cadáver desangrándose. También es reseñable la muerte de otro republicano con un tiro y un plano de un girasol lacio y seco, o las mariposas que se caen de un cuadro por las vibraciones de los disparos.

El relato tiene mucha carga humanista, brindando un homenaje a cada fallecido, como el piloto muerto al principio de la película, o los fallecidos y heridos en la última escena con mucha carga sentimental. Es muy vistoso cómo bajan de la peña y las laderas cientos de pueblerinos que han ido unidos en su búsqueda y los cargan en camillas o en ataúdes con la metralleta encima cargados en mulas.

También quería destacar que, a pesar de contar con aviones de desecho, hay secuencias aéreas de combate con los cazas nacionales, con unos planos aéreos bastante conseguidos, aunque otros son más rudimentarios. También somos testigos del entrenamiento de tiro para la aviación.

Pero lo clave, es que este film se rodó en directo podríamos decir, porque la Guerra Civil estaba presente e iba cercando y cercenando la esperanza de los que acabaron vencidos por los franquistas. Y ese espíritu está impregnado y se percibe en esos travellings lentos del pueblo, con esas caras enjutas, esos harapos y esas miradas lánguidas que ya vivían las penurias, pero se anticipaban a lo que vendría con la dictadura, aunque les presentaran con el puño en alto en la secuencia final.

Un documento con un valor histórico muy importante y clave en la cinematografía del periodo republicano.


Estrella Millán Sanjuán.


"EXPRESO DE ANDALUCÍA”  (1956).


Francisco Rovira-Beleta.


Este director catalán creó una trilogía de cine negro de gran calidad –“Hay un camino a la derecha” (1953), esta que nos ocupa y “Los atracadores” (1962)– inmersa en esa corriente en la que tan buenos frutos dieron Julio Coll, Josep Maria Forn, Nieves Conde, Antonio Santillán o Julio Salvador. Un cine muy interesante y menos conocido que, a pesar de la férrea censura, pudo esquivar sus tentáculos y describir una sociedad ahogada que luchaba a duras penas por su supervivencia y a la que dedica grandes historias.


En esta ocasión abandona Barcelona y su “barrio chino”, escenario habitual en este cine y se traslada a la capital madrileña, con su ambiente castizo y de arrabales, pero también el de una clase pudiente a golpe de estraperlo, práctica común de enriquecimiento posguerra civil.


Rovira-Beleta diseña su hoja de ruta con precisión quirúrgica, perfila cada personaje minuciosamente; en cada plano o secuencia se nos da la información necesaria para ir construyendo un relato con gran suspense y ritmo, con un gran pulso narrativo que no decae.


Con solo un plano de Miguel Hernández (como el poeta), interpretado por Vicente Parra, pasando una revista de mujeres casi desnudas en su habitación de clase media, en vez de estudiar los tochos de libros, nos hacemos una idea de que este estudiante de Derecho es poco trabajador e inconstante. La chaqueta de piel, pero desgastada y con agujeros en el cuello de un todavía atlético Jorge Andrade (Jorge Mistral) nos habla de un pasado glorioso deportiva y económicamente en el mundo del frontón y un triste presente. Chaqueta que cambia por un elegante traje en cuanto consigue dinero manchado de sangre.

El rictus enjuto de “El Rubio”, que con su ropa sin lustre y expresión entre aturdida e insegura, espera un golpe de suerte en la oficina de Correos que ponga fin a su miseria. Por otro lado, la expresión altiva de Don Carlos con su bigote recortado, pero con rostro desencajado del que lo ha pasado muy mal hasta lograr tener una posición; un anticuario estraperlista que mantiene una relación con una vedette de medio pelo, muy bella, pero que sabe que se le escapa de los dedos.


La trama está basada en un hecho real del año 1924, mucho más sangriento y final con garrote vil, la pena capital hasta 1974 en España. Esta historia verdadera sirve de punto de partida, pero está ubicada en la otra Dictadura, la de Franco, en los años 50. La ambientación es genial, donde podemos ser testigos de partes casi documentales del Madrid histórico, con su Palacio de Comunicaciones, La Cibeles, Gran Vía, Barrio de La Latina, El Rastro o los arrabales de la capital, un hotel o la abigarrada casa de Don Carlos. Todo una descripción costumbrista y contraste de culturas y clases sociales que convivían a dos niveles en una España que emergía lentamente más para unos que para otros.


La magnífica fotografía de Tino Santoni, en el equipo técnico al ser una coproducción hispanoitaliana, enfatiza la atmósfera asfixiante de ese Madrid, casi siempre nocturno, con sombras deudoras del expresionismo alemán que recorren esos barrios angostos como almas en pena que tratan de escabullirse de la justicia y de la penuria. Enfatiza también el costumbrismo de esas vidas hacinadas en las galerías de las corralas tan típicas de esa época en las que se mezclan juegos de niños, peleas, gritos, sábanas tendidas, olor a múltiples comidas, animales, suciedad y mucha hambre. Y también ese humo y ritmo trepidante de los melancólicos trenes que siempre presagian y aceleran la tragedia, sin tener opción a un viaje con final justo.


El robo de unas joyas empaquetadas, valoradas en cinco millones de pesetas y enviadas por tren a Sevilla como medicinas es el detonante de esta trama urdida por delincuentes de poca monta, sufridores, perdedores, sin un oficio “como dios manda”, apoyados por alguien más pudiente y con contactos para que se lleve a efecto. La película se desarrolla con eficacia, con una gran dosis de tensión, especialmente en la espera en el tren o en la posterior investigación policial, que va cerrando el círculo hasta dar con ellos y que va in crescendo en la persecución de “El Rubio”, que escala el viaducto en una secuencia con buena dosis de espectáculo conseguida con unos planos picados, cenitales y contrapicados muy logrados.


El destino de cada uno va sucediéndose, alentado por la represión censora que no podía permitir que unos personajes deprimidos y frustrados buscaran formas de salir del agujero que acabaran en violencia y se fueran de rositas. Una forma de tratar de tapar que la miseria, el desempleo, la vida en infraviviendas en determinados barrios iba de la mano de la delincuencia, cloacas olvidadas que pueden explotar fácilmente por la presión.


Elementos del cine negro como asesinatos, huidas, traiciones, pasiones, encuentros con la femme fatale interpretada muy correctamente por la italiana Mara Berni que desestabiliza el plan, nos dan un producto muy digno, una joya de este género, con vientos también del neorrealismo, con esas secuencias de exteriores, de calles y mercado repletos de gente que absorben en algún momento a los protagonistas, que casan perfectamente y son necesarias.


Buenas interpretaciones en general, realistas y, como curiosidad, un joven José Luis López Vázquez que sale unos segundos. Un alarde técnico del director, con eficaz puesta en escena, planos picados poderosos como el del cortejo fúnebre por la avenida, los citados del gran viaducto o los movimientos de cámara impactantes como el subjetivo final al caer por el disparo o la elevación vertical posterior.


Un cine que, a pesar del texto obligado del inicio: “Por los caminos del mal no se puede andar despacio” y un final aleccionador, pone el dedo en la llaga de un Madrid o un país inmerso en la desigualdad social y la pobreza, que perece.



Estrella Millán Sanjuán.


“LA CALLE SIN SOL”, (1948).

Rafael Gil.


Si por algo destaca esta joya del cine español de los años 40 es por la unión de cine social, romance, drama, suspense, con notas de humor. Una mezcla inusual en el cine de este director en esa época, pero que dio como resultado una más que decente película a tener en cuenta.


Me gusta mucho el cine ambientado en Barcelona de esa época o años posteriores. Ya fue un escenario importante en la película “La bandera”, (1935), de Julien Duvivier, en la que un prófugo de la justicia (Jean Gabin) llega allí como medio de salvación para alistarse en la Legión. Como también lo fue en el importante cine negro de la década de los 50.


En este caso, el principio de la película sí está rodado en Las Ramblas, con ese protagonista que huye de Francia como polizón de un barco que llega a Barcelona y pasea por la calle sin rumbo hasta recalar en el barrio chino. Aunque la calle principal está rodada en estudios en Madrid, la pericia de la dirección artística nos recrea con perfección el ambiente de ese barrio marginal, oscuro, vivo y superviviente, actualmente El Raval.


Los inicios como crítico cinematográfico del director y su cinefilia se notan en las similitudes que podemos observar en el tipo de protagonista errante, prófugo y sufridor que tanto pudimos ver en el cine del Realismo poético francés. Seres inadaptados y problemáticos con un perfil parecido en el cine de Duvivier, Grémillon o Carné. De hecho, ese viaje por mar que significa la esperanza y la llegada de un perro fiel nos conducen al desertor de “Le quai des brumes”, de Marcel Carné, aunque el fatalismo y pesimismo del francés en esta cinta es mitigado por una censura que no podía permitir tanta desesperanza. 


Pero sí detecto un poso de ese cine que fue el reflejo de una etapa histórica deprimente, como también lo fue la posguerra en España. Sólo que aquí era muy difícil representar en su totalidad el estado de una sociedad dividida, con tantas carencias y miseria. Aún así se aprecia en el director un gran intento de hacer ver el microcosmos de ese barrio chino con una idiosincrasia basada en la supervivencia, la mendicidad, la picaresca, la venta ambulante, mucha hambre y la delincuencia casi justificada como medio de vida. Algo extrapolable a todo el país en realidad, aunque se nos dé a entender que esa situación es exclusiva de ese barrio, donde los inspectores de policía son más permisivos y se permiten conductas al margen de la justicia para que se pueda sobrevivir.


Es tal mi admiración por esta película, que los escenarios no desmerecen a los creados por Alexandre Trauner en el cine francés, destacando esa calle, que es el centro neurálgico de la cinta, en la que se dan cita personajes de lo más variopintos. Los balcones, bares, tiendas, terrazas y azoteas son perfectos, expresan perfectamente el sentir de esas gentes ahogadas, trabajadoras, a los que una fotografía sensacional aporta la luz, o falta de ella, necesarias para unos planos que bucean en la tristeza, la escasez y lo claustrofóbico.


Hay constantes alusiones a la pobreza y dificultades económicas con unos diálogos frescos y lúcidos realizados por Miguel Mihura, como la difícil búsqueda de un nuevo trabajo, los obstáculos para desarrollarse como artistas, la justificación a los carteristas “honrados” o la ayuda a la gente sin papeles. En realidad, es un canto a una sociedad que se construye sola con pilares como la solidaridad, la comprensión de la policía de la delincuencia menor y una reivindicación de la dignidad.


Son conscientes de su abandono y de que su lucha diaria les dará más horas de sol al que, en un pesimista simbolismo, no tienen siquiera acceso libre y no constituye ni un derecho. En realidad, les llega racionado un momento al día al que acuden a un rincón de esa angosta calle, pero que acaba pronto y les recuerda que el lujo es para otros. Algo que me lleva a la posterior "Milagro en Milán", donde luchan por un rayo de sol en un descampado un día de invierno. Lo cual puede hacerte ver rasgos también de neorrealismo en esta historia.


A destacar el trabajo de Amparo Rivelles (en títulos, Amparito), que trabajó en varias ocasiones con Rafael Gil. Hay planos en que brilla por sí sola y el director sabe muy bien cómo darle el mejor, que no desmerece a una Rita Hayworth. 


Antonio Vilar está correcto, si bien, para ser francés su papel, se notan mucho sus carencias cuando habla en ese idioma, aunque construye un buen personaje de hombre perseguido, con alusiones a su pasado comunista y su paso por un campo de concentración. Y los actores de reparto como Julia e Irene Caba Alba, Manuel Morán, José Nieto y Ángel de Andrés completan y redondean esta historia bien narrada, con un suspense que mantiene el pulso narrativo desde el comienzo y un final con incendio y resolución imprevista.


Un final feliz que, imagino, para pasar la censura nos recuerda que, aunque pobres, se puede ser feliz, si se es honrado. Y con amor, mucho más.



Estrella Millán Sanjuán.

"MUERTE AL AMANECER” (1959).

Josep Maria Forn.


En la España franquista se hizo cine negro y policíaco alejado de los cánones y líneas trazadas por el Régimen y la cinematografía consistentes en películas históricas o de folclóricas con que adormecer al público. Pero hubo muchas de este género que demuestran que, a pesar de no gozar de una potente industria, podemos presumir de que no sólo en EEUU se proyectaban historias sobre personajes marginales, los bajos fondos, miseria, el estraperlo, crimen, corrupción, o femmes fatales.


Nuestro país gozó de una edad dorada en los ’50 y principios de los ’60 en este género en la que se difundía la otra cara de la moneda de los valores religiosos o morales promulgados con el nacionalcatolicismo, tan opuestos a una sociedad sometida y ordenada por el miedo y la fuerza.

 

Nombro algunas que me gustan particularmente como “Surcos” (1951), por lo incómoda y áspera que es y la mezcla de cine negro con neorrealismo que rezuma. De este mismo director, Nieves Conde, destaco además “Los peces rojos” (1955), un film muy inquietante con un suspense de primera. También me gusta mucho “Muerte de un ciclista” (1955), de Bardem, por su historia prohibida de adulterio y la investigación del accidente. Película que abrió nuestras fronteras.


Pero si hay una industria que fue muy fructífera en el género policíaco fue la catalana, cuyo centro neurálgico fue Barcelona, ciudad que refleja muy bien en sus barrios más pobres, locales y el puerto, el ambiente marginal para este tipo de historias oscuras y sórdidas. Y eso no pasó desapercibido para la película “Barrios bajos” (1937), de Pedro Puche. El inicio posee planos de distintas construcciones y barrios de clase alta, para contrastar con los barrios menos favorecidos y los antros donde se desarrolla esta historia, así como el puerto que se ve al final. Esta ciudad tampoco pasaría desapercibida para Julien Duvivier en “La grande relève” (1935) (La bandera), ciudad a la que llega Jean Gabin tras cometer un crimen en París para alistarse en la Legión. Podemos observar muy bien una atmósfera de exclusión social ambientada en el, durante muchos años, llamado “barrio chino”, con unas bailaoras de flamenco semidesnudas, prostitución, travestismo y crimen organizado.


Otros directores como Rovira i Beleta filmaron en Barcelona películas de este género como “Hay un camino a la derecha” (1953), donde su protagonista (Paco Rabal) que es despedido de marinero, se introduce en la delincuencia. También encontramos exteriores en el muelle y el barrio chino. Hay otra que me gusta que es “A tiro limpio” (1963), de Pérez-Dolz, cine que refleja unos personajes activistas que crean una banda de atracadores, no estando exenta de denuncia social.


Aunque estas películas estaban sometidas a la censura, destilan crítica y denuncia política dentro de los límites que podían, pero obligados a ajusticiar o “matar” a estos subversivos con carácter ejemplarizante.


Películas con una marcada influencia del estilo del cine negro americano. Rodadas con mucho exterior, actores poco conocidos con personajes que intentan salir de la miseria y la falta de expectativas mediante la delincuencia.


Y llegamos a “Muerte al amanecer”. Ha sido un descubrimiento para mí, que llevo un tiempo viendo cine de esta etapa. Me gusta ese evidente peso de cine negro de Hollywood, sobretodo en ese guiño con la música de Jazz mientras el protagonista (Antonio Vilar) escapa del coche de la policía que le lleva a un interrogatorio. Esa persecución con ese montaje tan dinámico, la iluminación de claros y sombras, las calles claustrofóbicas con luz de raíz expresionista, te conquistan. Y el comienzo con esa secuencia del coche policial por las carreteras de la costa catalana tan escarpadas y peligrosas tiene mucha fuerza y aporta el sello local, con esos planos subjetivos mareantes de los desfiladeros que denotan el estado trastornado de Virgilio, un hombre de clase alta que será investigado por el fallecimiento de su padrastro, al que odiaba.


La investigación paralela del inspector de seguros (un genial José María Rodero) complementa este relato que casa muy bien la influencia americana, con la realidad de la sociedad que viene de la guerra civil y que está anclada en la desigualdad social. Esa ambientación y narración de cine clásico policíaco con la mezcla de cierto costumbrismo y la crítica social genera un producto más que decente.


Es un desfile de personajes con desesperanza, frustrados: el policía que por una lesión no se puede dedicar al fútbol profesionalmente y por ese dolor crónico de rodilla se le escapa en la persecución el interrogado, siendo reprendido por su superior; el rico músico soltero con neurosis y ausencias mentales debidas a la guerra civil (única alusión negativa que dejaría la censura) que desprecia a su padrastro y vive en la opulencia, pero en la más absoluta soledad; y el inspector de seguros, que se sabe muy inteligente, pero su ambición por ascender en el trabajo e irse a trabajar a Ginebra le somete a un permanente estado de ansiedad y de demostración de su valía. El contraste del coche extranjero y la casa de Virgilio con sus grandes espacios, muebles orientales lujosos y un moderno tocadiscos, simbolizan lo que añora el inspector, mientras se ahoga en su triste pensión, se desplaza en motocicleta y la música de su aparato va a manivela.


Forn sabe describir muy bien la psicología de los actores principales, que confluirán en este relato de perdedores, de choque de clases, de una España sometida y ensombrecida por la situación política.


Una película restaurada con una magnífica fotografía y una puesta en escena que vale la pena ver.


"MANOS SUCIAS" (1957).

José Antonio de la Loma.


Excelente ópera prima que incorpora a un cine negro ambientado en Aragón tintes de neorrealismo debido a su coproducción hispano-italiana.

La sombra de "El cartero siempre llama dos veces" planea sobre ella, pues puede considerarse una adaptación muy libre en la que existen elementos muy similares tales como la ambición, una femme fatale sin escrúpulos, estación de servicio en una carretera secundaria y un asesinato. No diré de quién.

Una historia áspera muy bien narrada, con un camionero con aspiraciones de adquirir  una gasolinera en el medio de la nada, sus malas artes para comprarla y cómo este hecho le une con dramáticas consecuencias a una camarera muy complicada a la que la vida ha golpeado fuerte y que desea casarse con un forastero rico para salir del agujero.

Personajes principales muy bien dibujados, con claras y dispares intenciones con una relación imposible que va in crescendo en tensión y violencia. Un hombre rudo, machista y una chica muy deseable (una estupenda Katia Loritz en su primer papel en España) y libre que no soporta vivir aislada y sometida con el símbolo de una máquina de coser ofrecida como el mejor regalo para su claustrofóbica y anodina existencia.

Una relación basada en el interés mutuo, tan yerma como el páramo desértico de Los Monegros, inhabitable, con su calor agobiante y ruidos de chicharras que no hacen sino precipitar la tragedia.

Una excelente muestra del cine negro que se hizo en los 50 en España, aún con censura. Con una fabulosa fotografía de Cecilio Paniagua que capta la luz desértica y estival de forma muy certera y que complementa perfectamente a la angustia vital de estos seres necesitados en el fondo de una vida mejor en un país sin oportunidades.

La recomiendo, pues no es tan conocida como debiera.


Estrella Millán Sanjuán.