Primaveras

Sirvo el desayuno a los niños y, mientras se toman el tazón de cacao con cereales, friego la loza de la noche anterior. Después, entre risas y carreras, los ayudo a ponerse el uniforme y les meto prisa para que no pierdan el autobús de la ruta. La estela a Nenuco flota varios minutos por el pasillo. Cuando salen, la casa se sume en bendito silencio. Aprovecho y me siento en la terraza. El sol cae de pleno en el dúplex. Llevo levantada desde las seis y necesito descansar unos instantes. Después, estiro las piernas y tiendo las sábanas. Observo embelesada cómo blanquean con la luz intensa de la primavera y cómo se agitan con la brisa matinal. En un par de horas estarán secas.

Hago las camas de los niños. Alicia no puede dormir sin su Barbie. En cambio, a Alejandro le basta con abrazarse a la almohada. La tiene deformada, pero no hay manera de cambiársela. Preparo otra lavadora con los pijamas y, mientras acaba la colada, cocino a fuego lento las verduras para el puré de la cena. Paso la aspiradora. El ruido del motor me anima y me saca de mis pensamientos, que siempre vuelan al otro lado.

A mediodía, vuelvo a la terraza, recojo la ropa y tiendo la segunda tanda. Me encanta planchar la ropa limpia y perfumada con el soniquete de la radio de fondo. Pongo a hornear un bizcocho de plátano para mis pequeños. ¡Son tan golosos! No puedo evitar mimarlos, de tan cariñosos que son conmigo.

Esta tarde tiene el examen de ingreso mi pequeño Walter. No se me quita de la cabeza. ¿Qué tal le irá? Quiera Dios que tenga suerte y me lo cuide. Le mandaré desde el locutorio doscientos euros para que se los dé a la abuela y le compre un abrigo nuevo. Ya estará entrando el invierno y el que tiene se lo regalé hace cuatro años. Ha crecido tanto… ¡Uy, el bizcocho! ¡Que se quema! Con lo que le gustaban a mi Walter los plátanos… Pero está tan lejos. Lo hablaré con la doñita y, si no le parece mal, tal vez, la próxima primavera pueda ir a verlo.