Cuestión de Empatía


Roberto

«Estoy embarazada», le comuniqué a mi jefe. De inmediato, una franca sonrisa iluminó su rostro. Miró de reojo la fotografía que encabezaba su escritorio. En la instantánea, su mujer y sus tres hijos. Yo la miré también, solía hacerlo cuando iba a su despacho: me encantaba lo felices que se veían. Sonreímos al darnos cuenta de la coincidencia.

Abordó la cuestión con total naturalidad y franqueza. No hizo falta que yo dijera ni una palabra.

—Cuando veas que se te hace duro el trabajo, puedes pedirme ayuda. A mí o a cualquiera de tus compañeros.

—...

—Y la baja, cuando tu salud lo requiera.

—...

—Y lo mismo de cara a la reincorporación.

Nos despedimos con un apretón de manos y, antes de que cruzara el umbral de la puerta, dijo:

—El primer embarazo asusta un poco, o eso dice mi mujer, yo no lo sé, ¡estaba igual de nervioso en todos! Pero, a partir del segundo, todo resulta más fácil

Santiago

«Estoy embarazada», le dije a mi jefe años después. Tras un tenso silencio, su sonrisa intentó esconder un mohín de desaprobación. Fijó su mirada en el gran retrato con su mujer que presidía el despacho. A mí me resultaba escalofriante: me apenaba la mirada de ella, tan triste. De nuevo, un tenso silencio.

Sin ni siquiera mirarme, dejó bien claras sus prioridades, «las de la empresa», corrigió al instante.

—Espero que no andes pidiendo favores ni a mí ni a tus compañeros por estar embarazada. Sería muy injusto.

—...

—E imagino que podrás trabajar hasta bien entrado el embarazo, ¿no? No decís las mujeres que sois iguales... Es el momento de demostrarlo.

—...

—Y la reincorporación, tras el plazo que dicta la ley; aunque siempre se puede acortar, ¿no? Seguro que alguna mujer en tu familia podrá hacerse cargo del bebé.

Durante su monólogo, me mantuve callada, pues no me dio pie a responderle en ningún momento. A continuación, me abrió la puerta, no por cortesía, sino para dejar bien claro que la reunión había terminado. Justo antes de que abandonase su despacho, me preguntó extrañado:

—Pero, si ya tenías un hijo, ¿no?


Autor : Ramón Ferreres Castell