Por fin llegó el gran día: después de nueve meses de espera, tenía a mi niña en mis brazos; nada más nacer, la comadrona me la colocó encima notando el contacto de su pequeño cuerpecito sobre el mío. Se había adelantado unos días pero ya estaba todo preparado para su llegada.
Unos meses antes, como ocho meses antes, me pilló desprevenida mi embarazo tanto a mí como a mi pareja. Motivado por su trabajo, que consistía en viajar casi constantemente fuera de España en numerosas ocasiones, no veía con buenos ojos tener un hijo ahora. Sin embargo yo, que trabajaba en una empresa con el grueso de la actividad a través de Internet, estaba encantada con la idea de tener un niño o una niña con quien compartir las horas del día que no estaba con el ordenador y que mi pareja se encontraba lejos de mi lado. Así pues, a los dos meses de quedar embarazada, y después de hablar seriamente con él, decidido a que este niño no llegara al mundo, tomé una de las decisiones más duras de mi vida: dar por terminada nuestra relación y traer a nuestro hijo a este mundo… sola.
Era el momento de volver a mi tierra: un pueblo pequeño pero acogedor, lleno de pinos con inviernos fríos y nevados y con veranos suaves, tan suaves que no te apetecía dormir la siesta después de comer. Me imagino que actualmente no habría problemas con Internet y las nuevas tecnologías, desconocidas cuando yo lo dejé para ir a estudiar. Solamente tendría que volver a la gran ciudad un par de veces al mes para despachar con mi jefa lo que no se pudiera solucionar por email o teléfono, por lo cual contaría con mis padres que vivían en la costa desde que se jubilaron, para quedarse con la niña.
Así lo pensé y así lo hice: mi hija y yo nos fuimos al pueblo, para seguir trabajando en mi empresa a través de Internet. La veía crecer y jugar un par de veces al mes con los abuelos, disfrutando plenamente de la naturaleza. Y en este tiempo que transcurriría inexorablemente, ella estudiaría Primaria y Secundaria en el pueblo, incluso Bachiller y, al necesitar empezar la universidad, habríamos de cambiar de nuevo nuestras vidas. Pero para eso tendrían que pasar dieciocho años…
Autora: Sagrario Martín Abad