Érase una vez un hombre que construía un faro en medio del desierto.
Todo el mundo se burlaba de él y lo llamaban loco.
–¿Para qué un faro en medio del desierto? –se preguntaban.
El hombre no hacía caso y seguía callado haciendo su labor.
Un día, por fin, terminó de construir el faro.
Llegó la noche sin luna y sin estrellas, un espléndido rayo de luz empezó a girar en las tinieblas del aire, como si la Vía Láctea se hubiera convertido en carrusel luminoso.
Y sucedió que en el momento en que el faro comenzó a lanzar su luz, de pronto, surgió en medio del desierto un mar iluminado por un río de luz, y hubo en el mar buques trasatlánticos, pasaron submarinos, ballenas, aparecieron puertos con mercaderes de Venecia, piratas de barba roja, holandeses errantes y sirenas…
Todos se asombraron, menos el constructor del faro.
Él sabía que si alguien enciende una luz en medio de la oscuridad, al brillo de esa luz surgirán muchas maravillas.