LA NUEVA MIRADA

LA MIRADA DE LA PIEDRA

Los trabajos de instalación en la Galería Behatokia de las abandonadas canteras de Geranda comenzaron en enero de 2019. Unos meses más tarde se acometieron unos refuerzos en uno de los caminos de acceso, para dar consistencia al firme desde la entrada de la pista del depósito de aguas de Ereño.

Aquella ventosa mañana de abril, a Samuel G., el señor que manejaba la excavadora, le esperaba un día difícil. Primero fueron los cuarenta empinados metros del talud del camino, en el que no pudieron verter piedrilla debido al acusado ángulo de la pendiente. Más tarde tuvo que vérselas con unos bloques de caliza roja que hubo que retirar del eje del trazado a golpes de pala. Y es aquí donde, para rematar la jornada, llegaron los artistas.

Rober y Alberto habían visto la cara de un mero en un mamotreto rocoso de mil kilos de peso, y había que calzarlo para posicionarlo adecuadamente en posición natatoria en un lateral del camino. Sólo hubo que colocarle el ojo, y el Pez de Geranda cobraba vida.

La excavadora realizó la maniobra inicial no sin cierta incertidumbre, pero a medida que el señor Samuel fue adecuando su mirada, el alma de la roca realizó con él la primera Sintonía Arrecifal -de las muchas que vendrían después- de la Galería Observatorio. Rober y Alberto le dieron las primeras pautas, -la criatura había dormido en la piedra desde el Cretácico -, y el resto del prodigio se produjo como por inercia. La percepción y la pareidolia son sentidos que todos llevamos dentro, aletargados a veces como un murciélago que hiberna, camuflados como un mochuelo en la espesura nocturna.

Fue algo repentino, espontáneo, y se produjo el milagro. De pronto, en menos que se persigna un cura loco, Samuel era capaz de ver el guiño de un rostro, un gesto o una mirada en cada roca.

Pero ésta nueva mirada de Samuel aún le habría de acarrear problemas. Sus compañeros de excavadoras se burlaban de ese ojo dibujado en una tapa de hojalata que siempre llevaba en su bolsillo, y con el que dotaba una y mil veces de vida a las masas rocosas que encontraba a su paso. Pasaron a retirarle el trato, en esa clásica actitud de desdén de quien se cree superior a los que sueñan, por el mero hecho de saberse el más cuerdo de éste mundo absurdo.

Al señor Samuel G. se le cambió la mirada y se quedó sólo, varado para siempre en ésta eterna sintonía con las rocas. Esas piedras colosales, que hasta ayer yacían inertes en su entorno laboral forestal, a partir de ahora constituían entrañables formas orgánicas, originales y dotadas de vida que danzaban a su alrededor.

Eran su nueva familia.

La mirada del kiwi