Hugo Mujica

Un poema, un brevísimo poema

Había olvidado su lengua materna. La lengua que sabía, que había sabido de niño, antes de que sus padres emigraran, de que lo llevaran a un lugar más gris aún que la sombra de ese exilio que iniciaban, esa sombra que esperaban dejar detrás. La había conservado mientras su abuela vivía, la abuela a la que siguió hablándole en esa lengua, la lengua que fue olvidando salvo cuando hablaba, ya mentalmente, con ella, con su abuela muerta. Cuando hablaba no para decir algo sino para seguir con ella, para seguir estando en su lengua, en la materna. Lo único que recordaba, lo que decía, le seguía diciendo, era un poema, un poema breve, muy breve. O un pedazo de ese poema, de esa lengua. Un poema o un pedazo de ese poema, ya no lo sabía. Lo podía repetir, ahora, ignorando qué decía, como saboreando, no  entendiendo. Escuchando correr el río, no midiendo el caudal de sus aguas; escuchándolo, no oyéndose.


Eso fue así toda la vida, casi diría que eso fue su vida: repetir ese poema sin saber qué decía, sin siquiera querer saberlo, sin siquiera querer entender. Como si cantara sin música o hablara sin palabras; como si rezara por rezar, por fe en la oración, no en la respuesta.


Sus últimas palabras fueron para pedir que inscribieran ese poema en la lápida de su tumba. No pudieron hacerlo: nadie había comprendido qué estaba diciendo; nadie comprendió lo que en esa extraña lengua había tratado de decir antes de morir.