LOS NIÑOS DE TARTESSOS


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LOS NIÑOS DE TARTESSOS


Hace unos 2.700 años, en Tartessos, civilización del suroeste de la Península Ibérica, entre el Bronce final y la Edad del Hierro.


La familia de Tarik partió con su barco rumbo al lejano Tartessos desde Tiro, en el actual Líbano. Se dirigían a un reino occidental de tierra fértil y rico en plata, oro, cobre y estaño. Esos metales los intercambiarían, pues no se utilizaba aún monedas, por otros productos de Oriente que ellos llevaban: telas, peines, vajillas, cristales, espejos, etc.

Por el día navegaban a cabotaje y por la noche avanzaban en altura, en mar abierto. Y después de tres meses de viaje por el mar Mediterráneo, atravesaron el Estrecho de Gibraltar y arribaron a la colonia fenicia de Gadir (Cádiz). Allí, se dirigieron al templo de Melkart, dios protector del comercio, donde había un santuario, oficinas y almacenes que guardaban el ganado y los cereales procedentes de la campiña sevillana y del Aljarafe, así como los minerales de las minas de Aznalcóllar y de Riotinto de Onuba (Huelva). En cuyo lugar recibieron y aceptaron el encargo de colonizar a Carmo (Carmona).

Al día siguiente, la familia de Tarik embarcó de nuevo rumbo a su destino. Atravesaron el Lago Ligustino y anclaron en el puerto de Spal (Sevilla), desde donde partieron tierra adentro cargados de mercancías. Se establecerían para comerciar e introducirían nuevos productos y técnicas. Llevaban novedades: plantas de olivo, vid, alcachofas, lentejas, garbanzos, así como salazones, gallinas y asnos. Su torno alfarero multiplicaría la producción de vasijas de cerámica necesarias para contener los productos. Además, conocían nuevas formas de extraer los metales de las minas, y el hierro sustituiría a la piedra y al bronce en los arados, en las sierras de tala, en las azadas, los picos y las palas.

En poco tiempo esta familia fenicia se estableció en Carmo, de donde ya no se marcharía. Sus casas y almacenes eran diferentes a los de los autóctonos. Frente a las estructuras circulares y de cañizo indígenas, construyeron edificios cuadrados de adobe alumbrados con lámparas de aceite. Y desde allí, Tarik, el pequeño de la familia, escuchó el griterío de muchachos que jugaban en la orilla del río Corbones. «Ve y juega con ellos», le instó su madre. El niño, pese a su timidez, marchó en búsqueda de amigos. Cuando lo vieron acercarse lo rodearon haciendo un corro. «Negro», lo llamó uno con grandes ojos claros y pelo rubio, y de un empujón lo tiró al suelo. Todos salieron corriendo, salvo una niña, la cual le tendió su mano. Pero Tarik se levantó sin su ayuda y se marchó a toda prisa en dirección a su casa.

Tarik le contó a su madre todo lo sucedido, y esta le preguntó: «¿Por qué no te has presentado?». «Mamá… es una chica…», le contestó su hijo. «¿Has despreciado a un amigo por ser niña?», le cuestionó enfadada. El niño sabía que su madre tenía toda la razón, así que al día siguiente fue de nuevo al río con la esperanza de que la muchacha quisiera jugar con él. Y, en efecto, allí estaba y resultó llamarse Kara. Y en pocos minutos hicieron una gran amistad.

Unos días después, los nuevos amigos jugaban ataviados de forma llamativa al estilo oriental: con cascos con cuernos, escudos y unas espadas de madera con incrustaciones de marfil y dibujos de flor de loto. Pero un ruido les sobresaltó. Una de las ramas de un árbol cercano, donde unos niños estaban espiándolos, se desgajó y un chico cayó al agua. «¡No sabe nadar!», gritaron.

Tarik se remangó, saltó y se sumergió en el río que en aquella época llevaba bastante agua. Buceó y alcanzó la mano del chaval. Consiguió sacarlo y lo arrastró a la orilla.

Personas mayores, que habían visto lo sucedido, se acercaron y reanimaron al accidentado. Era el niño rubio, aquel que días antes se burló de Tarik. Este abrió sus grandes ojos claros, miró al niño fenicio, a su salvador. Balbuceó y le dijo: «Gracias. Perdóname».