EL GALLO DE MORÓN


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EL GALLO DE MORÓN


Basado en la leyenda del “Gallo de Morón”, que ni era de Morón ni era gallo.


Como en todos los lugares de la Edad Moderna, la gente del pueblo de Morón de la Frontera se dividía en dos grupos: privilegiados y no privilegiados. Al primero, pertenecían los llamados “hijosdalgo” y “nobles”, y eran pocos. Decían ser descendientes de los castellanos que expulsaron a los musulmanes del al-Ándalus, y poseían privilegios: no pagaban impuestos, ocupaban los mejores sitios en la iglesia, en las procesiones de Semana Santa cogían los estandartes y las banderas más hermosas, si cometían un delito los castigos eran suaves y sus cárceles más cómodas, etc. Al otro grupo, el que no tenía privilegios, pertenecían los demás moronenses y los llamaban “pecheros”: campesinos, panaderos, carniceros, ganaderos, mozos, guardas del bosque, albañiles, carpinteros, herreros, comerciantes, etc.

Los intereses de dichos grupos, de los privilegiados y de los no privilegiados, chocaban en muchas ocasiones y, por eso, cada uno tenía un alcalde que lo representaba en el concejo, en el ayuntamiento de la época. Los dos solían discutir bastante, pero siempre, al final, solucionaban sus diferencias.

Un día de la primavera de 1527, el concejo moronense recibió una carta del rey, Carlos I, en la que exigía al pueblo la aportación de muchísimo dinero. Se trataba de una contribución obligatoria para sufragar las guerras y los viajes de la Corte.

Hasta entonces, lo habitual había sido que el grupo de los hijosdalgo no pagase, pues tenían el privilegio de no pagar impuestos. Sin embargo, lo que ahora se exigía no era un impuesto, sino una obligación de pago que tenían que asumir tanto los hijosdalgo como los pecheros. Y surgió un problema: no se ponían de acuerdo en la distribución. La gente se ofuscó y estaba de muy mal humor: se gritaban en la plaza, en el campo, en la iglesia.

La situación era tan desagradable que el rey envió a un recaudador de impuestos de la Chancillería de Granada para obligarles, de la forma que fuese, a entregar el dinero exigido.

El recaudador granadino se llamaba Juan Esquivel. Nada más llegar al pueblo le pusieron el apodo de “el Gallo”, pues era muy altanero, de hecho, el primer día multiplicó por dos la cantidad a pagar entre los vecinos de Morón. Así, de lo recaudado iría la mitad para el rey y la otra mitad para su propio bolsillo. Ante esto, los dos alcaldes, representantes de cada uno de los grupos del pueblo, protestaron, y El Gallo, que tenía el permiso del rey para hacer lo que considerase oportuno, ordenó que ambos fueran azotados en la plaza de la Corredera. Y la misma suerte corrió todo aquel que protestó.

A partir de aquel día los moronenses dejaron de dormir por la noche. Durante el día trabajan mucho para conseguir el dinero, y no comían porque tenían que ahorrar. Se arrastraban muy cansados, sin saber cómo pagarían la contribución. Empezaron a notárseles los huesos y a enfermar. La situación era inaguantable. Pero una noche, en secreto, cuando se escuchaban los ronquidos de la habitación del mesón donde se aposentaba El Gallo, el pueblo entero se reunió e ideó un plan para acabar con su sufrimiento.

Al día siguiente, el recaudador recibió una nota: «Tu dinero lo encontrarás esta noche en la plaza». Y llegada la noche, El Gallo se dirigió a la plaza, en la que poco a poco fue acudiendo todo el pueblo. Él quedó en el centro. Las salidas se colapsaron. Aquello parecía: ¡Una trampa! «¿Quieres el dinero?», le preguntaba la gente con sarcasmo al recaudador mientras lo zarandeaban y reían observando su pálida cara. Los moronenses enlazando sus manos gritaron al unísono: «El pueblo unido jamás será vencido». Y Juan Esquivel corrió y corrió. «¡Corre y vete por dónde has venido!», gritaron. Y así lo hizo pues nunca más apareció por el pueblo, cuyos vecinos aprendieron que el poder de la gente unida es mucho mayor que el de la gente con poder.