GUIÑO DE BANDOLERO


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GUIÑO DE BANDOLERO


En el siglo XIX hubo una gran crisis económica y para sobrevivir algunas personas, a las que se llamó bandoleros, se dedicaron al contrabando y al robo.


Alfonso y su padre, un famoso abogado de Estepa, viajaban en carruaje camino a Fuentes de Andalucía, al castillo de la Monclova. Allí los esperaba doña María Elena de Palafox, la duquesa del Infantado, a la que le llevaban importantes documentos que obligarían a todos los vecinos de la comarca de Estepa a pagarle antiguos impuestos. Se oyó un tiro. El cochero paró a los caballos. Una cuadrilla de bandoleros los asaltaron. Les robaron el baúl con los documentos, el reloj de oro de bolsillo con cadena que llevaba el abogado y una cajita dorada que Alfonso portaba entre sus manos. En su exterior aparecía grabado el nombre del niño y el interior contenía canicas de cristal de murano.

Al día siguiente, llegó a casa de Alfonso su amigo Francisco. Era su vecino, su compañero de juegos, hijo de la tabernera Torralba. «¿Por qué estás tan triste?», le preguntó Francisco. «Porque ayer una partida de bandoleros asaltó el carruaje de mi padre. ¿Sabes qué me robaron? No te lo vas a creer. Mis canicas. Mis preferidas. Las que me regaló la marquesa de Madrid», le contó Alfonso. «¿Qué te las robaron? Pues vaya. Con lo que me gustaban a mí esas canicas. Eran lo mejor del mundo. Cuántas veces hemos jugado con ellas…», comentó Francisco apenado, a la vez que se le ocurría una idea para recuperarlas. Y con voz bajita, al oído, se la contó a su amigo: «Esta noche, antes de las ocho, te vienes a mi taberna». Alfonso asintió.

Eran las ocho y Alfonso no se presentó en la taberna. Allí, se reunían, como todos los miércoles, bandoleros. En el salón que daba al patio estaban los Siete niños de Écija, el Barquero de Cantillana, José María el Tempranillo y Juan Caballero. Todos con la faca y el trabuco en su fajín. Era una reunión secreta de forajidos de la justicia perseguidos por la Guardia Civil.

Francisco tenía miedo, pero se armó de valor. Se acercó al grupo de bandoleros y preguntó: «¿Alguien ha robado una caja dorada con canicas?». Aquellos señores lo miraron sorprendidos. «Anda chiquillo, lárgate de aquí y déjanos de tonterías», le contestó uno de ellos. Otro, llamado Juan Caballero, le preguntó: «¿Son tuyas las canicas?». «No. Son de mi amigo Alfonso, el hijo del abogado. Son muy importantes para él», le contestó. «Y si tanto las aprecia, ¿por qué no ha venido él a buscarlas?», cuestionó el bandolero Juan Caballero. A lo que le respondió el niño encogiéndose de hombros, pues no sabía qué decirle.

A continuación, el bandolero Juan Caballero se retiró de la reunión. Salió al patio donde estaba su caballo. Rebuscó entre sus alforjas y sacó la caja dorada. La trasteó con su faca. Entró de nuevo en la taberna, guiñó a Francisco y se la entregó.

Al día siguiente, Francisco con una talega colgada al hombro, donde escondía la caja con las canicas, fue a visitar a su amigo. Quería darle una sorpresa. Alfonso jugaba muy entretenido con unos soldaditos de plomo que le habían regalado sus padres. Estaba tan emocionado con los nuevos juguetes que apenas prestó atención a las explicaciones de su amigo sobre cómo se había armado de valor ante los bandoleros. «Me quedé esperándote», insinuó Francisco. Alfonso le soltó que no valía la pena hablar con ese tipo de gente, de maleantes, que eso era ponerse en evidencia por unas simples canicas de cristal. «De todas formas mis padres ya me han comprado algo mejor y ya no quiero esas tontas canicas, te las daría si no me las hubiesen robado», terminó diciendo sin mirarlo, pues no dejó de jugar con los soldaditos. «Bueno. Pues me voy», dijo Francisco. En ese momento Alfonso lo miró y le preguntó: «¿Qué llevas en esa talega?». «Nada» le respondió Francisco mientras intentaba apartarse de las garras de su amigo. No lo consiguió. Alfonso la abrió y descubrió la reluciente caja dorada de sus canicas de cristal de murano. «¡Las has recuperado! ¡Las canicas! ¡Mis canicas!», gritó Alfonso. «Tus canicas… ya no… El bandolero Juan Caballero ha hecho un cambio», comentó Francisco. «¿Cómo que un cambio?», preguntó Alfonso a la vez que ponía cara de asombro cuando leyó en la tapa de la caja: “De Francisco, de la taberna Torralba. Lo dice un bandolero”.