EN LA ANTIGUA TUMBA DE LA PASTORA


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EN LA ANTIGUA TUMBA DE LA PASTORA


Entre Valencina de la Concepción y Castilleja de Guzmán,

hace casi 5.000 años, en la época prehistórica del Calcolítico.


Nico inició su clase favorita con la pregunta: «¿Qué es el miedo?». Él de pequeño fue intrépido, no le temió a nada, y como consecuencia tuvo un accidente. Se dio un fuerte golpe en el brazo y se hizo mucho daño. Se quedó manco. Aquello le impidió ejercer la profesión de su padre: alfarero. Sin embargo, desarrolló otro trabajo que le apasionaba: la enseñanza. Se convirtió en maestro y protector de los niños y niñas antes de que tuvieran edad de aprender el oficio de sus padres y madres, como era habitual en aquella época.

Aquel día la clase la impartió en la necrópolis, al sureste del pueblo. Los niños y niñas sentados en círculo sobre un dolmen quedaron impactados por la pregunta de su maestro, pero pronto empezaron a contestarle los más pequeños: «Me da miedo la sangre», «A mí me aterrorizan los animales salvajes», «Me asustan los extraños…». Los más mayorcitos se mofaron de aquellas respuestas. «No os riais de vuestros compañeros y compañeras. Es natural tener miedo», les dijo Nico, y les propuso una aventura. Entrarían en el interior de la tumba que estaba situada bajo sus pies, la conocida con el nombre de “La Pastora”.

El maestro, ayudado por su alumnado de mayor edad, retiró la piedra que bloqueaba la entrada. Todos unieron sus manos y en fila india recorrieron con cautela un largo pasillo hasta llegar a la cámara sepulcral donde estaban los restos de los difuntos. Algunos de los niños cerraron los ojos por canguelo a la oscuridad de la galería, aunque las palabras de Nico les serenó: «No tengáis miedo, pero no habléis pues estamos en un lugar sagrado». Al final, en la cámara circular una tenue luz, proveniente de la cúpula del techo, envolvió al grupo. Sobre el suelo había huesos humanos acompañados de ajuar funerario, piezas de adorno y otras que recordaban los oficios de los muertos: puntas de flechas de sílex, vasijas de cerámica y objetos de metal, como pulseras, anillos y pendientes.

«¿Tenemos que estar callados porque hay fantasmas o monstruos?», preguntó uno de los niños. «No. Los fantasmas y los monstruos solo existen en vuestra imaginación. Aquí hay que guardar silencio, no porque nos escuchen sino por respeto a la memoria de nuestros antepasados», respondió el maestro, y por los resoplidos de alivio supo que su alumnado se tranquilizaba.

Al salir del dolmen todos los niños y niñas, salvo uno llamado Henri, reconocieron que sintieron miedo, pero que gracias a las palabras de Nico pudieron superarlo. Al rato cada uno volvió a su hogar, pues sus padres y madres ya habrían regresado de sus trabajos. Y puesto que Henri, el niño que no tenía miedo, era vecino del maestro, hicieron juntos el camino de regreso a casa. En el paseo pasaron cerca de un granero y un pequeño ratón saltó del tejado a la cabeza del chaval, y este exclamó: «¡Aggggggg! ¡Qué susto me ha dado!». El maestro rio, pues un simple ratoncillo asustó al que había permanecido impasible ante los miedos de sus compañeros. Nico le guiñó un ojo y le hizo una promesa: «Te guardaré el secreto».