EL PASTORCILLO VALIENTE


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EL PASTORCILLO VALIENTE


En la torre Gallape, situada en el cruce de caminos de El Rubio, Écija y Osuna, en la peligrosa Banda Morisca, en territorio de frontera entre Castilla y el reino nazarí de Granada.


Ramón cuidaba de sus ovejas que pastaban en la ladera de la colina y pensaba al observar a los soldados vigías de la torre: «Qué valientes. Con sus ahumadas durante el día y fogatas en la noche nos avisan de los peligrosos ataques de los ejércitos musulmanes. Cuántas veces, gracias a ellos, me he refugiado con mi padre, simples pastores, en cuevas o dentro de las murallas de la encomienda de la orden de Santiago de Estepa, en las de Calatrava de Osuna o en las de la villa de Écija».

Mientras reflexionaba, uno de los soldados se le acercó y le preguntó que por qué estaba allí solo, pues era un niño de corta edad. Ramón le contestó que su padre buscaba una oveja extraviada y él aguardaba con el resto del rebaño. Así, de esta forma, iniciaron una conversación, ya que el niño le comentó su admiración por el oficio que en la torre desempeñaban como vigías.

El soldado se llamaba Fernando y le comentó que tanto él como su compañero no estaban allí por gusto, sino por obligación. Tenían el deber, durante dos años, de vigilar de forma itinerante torres y castillos de la peligrosa Banda Morisca. Habían estado en las torres de Lopera, El Bollo y El Águila, en Utrera; y en el castillo de las Aguzaderas, en El Coronil, donde protegieron la fuente de agua. También, estuvieron unos meses en la fortaleza de Cote, en Montellano, desde donde los desplazaron al de Morón de la Frontera. Después, se trasladaron a la antigua atalaya andalusí del castillo del Hierro de Pruna, donde pasaron un mes terrible porque hubo muchas razias y los musulmanes acamparon dos semanas en Villanueva de San Juan. En Gallape tendrían que estar seis meses y tras algunos más en la fortaleza ecijana de Alhonoz terminarían con la obligación impuesta.

«Tienes mala cara Ramón…», le comentó el soldado Fernando al niño riéndose. «Es que…», le contestó balbuceando. El soldado se rió, pues imaginaba lo que le ocurría al chiquillo: «Tal vez te asusté al decir que estamos aquí por obligación. No tengas miedo, no somos delincuentes. Al contrario. Mi compañero, Gonzalo, que hace la ronda en el adarve, quiere ser alfaqueque: rescatador de cristianos que han sido hechos esclavos por el reino de Granada. No pertenece a una familia adinerada o con poder, a las que le llaman nobles o hidalgos, y tiene que demostrar su valentía de esta forma, a pesar de que habla muy bien la lengua árabe». «¿Y tú?», le cuestionó Ramón. Fernando suspiró y le explicó: «Por amor. Yo soy noble, caballero de la orden de Santiago, de los monjes-soldados que protegen a los peregrinos que van a Galicia a visitar los restos del apóstol. Un día conocí a una muchacha muy guapa con la que me quiero casar, pero para ello necesito el permiso de mi orden, que me lo dará con la condición de cumplir con esta misión…». Pero no terminó su explicación porque su compañero le hizo señales. «Escóndete chaval, en menos de una hora pasarán por aquí enemigos. Vienen por el Camino de la Frontera, por Los Corrales y Martín de la Jara. Tomarán la antigua calzada romana que une Estepa con Écija por Marinaleda», le comentó apresurado y se le notaba la respiración entrecortada.

Con prisa y sin pausa, el niño reunió al rebaño y lo llevó hacia un refugio en las cuevas de los Canterones, en una antigua cantera romana. Y los soldados vigías quedaron encerrados en la atalaya, temerosos del ataque.

Al poco de llegar Ramón al refugio, entró su padre en la cueva. Este, al divisar la ahumada de la torre Gallape, supo que su hijo, pues así se lo había enseñado, habría corrido al refugio. Allí, el niño le contó la conversación mantenida con el caballero Fernando, y al escuchar el fuerte ruido del galope de los caballos musulmanes que se dirigían rumbo a Gallape temió por los soldados vigías.

El padre de Ramón le preguntó a su preocupado hijo si recordaba una antigua leyenda de un pastorcillo tamborilero: la del niño valiente que con su tambor, cuyo eco retumbó en las montañas, hizo huir a los soldados enemigos, pues creyeron que se les aproximaba un gran ejército. «Claro que sí…», le respondió. «Me alegro. Coge los dos tambores que vamos a intentar salvar a los soldados vigías», le dijo su padre sin titubear. Así que los dos pastores con sus viejos tambores salieron del refugio rumbo a Gallape tocando con todas sus fuerzas. El sonido retumbó. El eco en las sierras hizo parecer que se acercaba un gran ejército. Y así lo creyeron los soldados musulmanes, pues desviaron su trayectoria hacia Córdoba.

Cuando los soldados vieron llegar a los dos pastores con sus tambores se percataron de la hazaña. Los abrazaron con alegría para agradecérselo. Ramón sintió una gran satisfacción al ver a su padre con los dos vigías. Un humilde pastor, el hombre más noble y valiente del mundo.